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MARCIANOS

Mar 26, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

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Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (con diarios de Grupo Noticias) 24/03/2018

 

¿Hay algún truchimán en la sala? No, un truchimán no es lo que parece indicar su nombre, no es un tritón u hombre-pez, ni un Pokemon, sino un hombre-lengua, un intérprete al que los conquistadores españoles abandonaban durante algún tiempo con una tribu indígena para que aprendiera su idioma y después les sirviera como intérprete y así poder cambiar mejor espejitos por oro.

En mi caso lo que necesito es algún abducido, alguien con el C1 de alienígena.

No, no, tampoco estoy intentando descifrar el último trabalenguas de M. Rajoy. Lo que pasa es que me han contactado los marcianos. Otra vez. Fue hace unos días, a través de mi blog. Colgué en él una entrevista que hice a la directora de un conocido festival  de cine experimental y de vanguardia y en los comentarios alguien escribió lo siguiente:

Parece ser una traducción entre dimensión de Littlestone y rango-2 de Shelah (y claro, de ahí, estabilidad equivale a pequeña dim. de Littlestone o sea “online learnability”)”.

Y así varias líneas más. Al principio pensé que se trataba de algún error, una broma, el guión de alguna de las películas del festival, un desvarío de un estudiante de álgebra, pero apenas unas horas después alguien contestó: “Gracias, Paco, tienes razón. Lo corrijo”. Con lo cual, aparte de saber que el primer marciano tenía un nombre bastante terrenal, Paco, descubrí que alguien encontraba sentido a aquel galimatías. Y, claro, me acojoné. ¿Quién y por qué estaba utilizando como buzón para sus crípticos mensajes mi humilde bitácora? Igual no eran marcianos, sino hackers sin escrúpulos, o los servicios secretos.

Como digo, no era la primera vez que me contactaban los extraterrestres. Ni el CNI. Hace años —esto ya lo he contado alguna vez— me presenté a una oferta de trabajo en la que, a través de un anuncio del periódico, pedían colaboradores para un estudio sociológico. Me recibieron en un despacho oscuro en lo alto del último piso de un edificio singular, y tras una tensa conversación con un tipo de lo más siniestro, este acabó preguntándome si yo podía infiltrarme en grupos radicales, al tiempo que deslizaba un billete de cincuenta euros por la mesa. Todo eso mientras mi espalda se convertía en el mapa de Groenlandia.

En cuanto a los marcianos lo han intentado varias veces, a través de las facturas de la luz, en la catequesis, en otras ofertas de trabajo, estas piramidales, en un mitin de Ciudadanos… Pero siempre había sido algo más de tú a tú. Esta vez los marcianos me ignoraban, solo me estaban utilizando. Así que,  del mismo modo que acostumbro a responder a las despampanantes jóvenes rusas y a las desconsoladas millonarias nigerianas que me envían emails proponiéndome matrimonio o compartir su fortuna (suelo enviarles una foto de Copito de nieve con mi rostro, para ver si su amor es de verdad desinteresado), decidí también terciar en la conversación entre los dos marcianos: “Hola, Paco, y compañía. Siento interrumpir vuestra conversación. Pero puesto que la mantenéis en mi blog y parece algo privado os pediría que o bien habléis en otro lugar o bien me hagáis partícipe de la misma”.

Desde entonces no duermo bien. Miro por la ventana y en cualquier momento me parece que va a aparecer un chorro de luz succionador, un platillo volante, un holograma de Albert Rivera… ¡Malditos marcianos!

 

 

LA TELE DE LOS 80

Feb 25, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en ON (24/02/18)

 

A menudo la pantalla del televisor se cubría de niebla y hormigas y para sacudírselas había que levantarse y pegarle un bofetón en un lado de la caja tonta y entonces volvía a aparecer Naranjito o el inspector Gadget o Afrodita, la novia de Mazinger Z, disparando un tetazo.

—¡Pechos fuera! —decíamos todos que decía, pero en realidad nunca pronunció esa frase y su auténtico grito de guerra era ¡Fuego de pecho!

Una audacia, en todo caso, para la época, en la que un pezón podía mantener pegados a la pantalla a millones de espectadores, como sucedió en la Nochevieja de 1987, cuando la cantante italiana Sabrina Salerno interpretó Boys, boys, boys, y con cada boy la expectación y otras cosas crecían porque la teta estaba cada vez más suelta. Éramos unos cutres y unos muertos de hambre. Mi tío solía tumbarse en el suelo debajo de la tele, cuando echaban patinaje artístico y nos decía que desde allí se les veían las bragas a las chicas, por ejemplo.

Pero nosotros, mis hermanos y yo, ya no le hacíamos caso. Nos daba pereza levantarnos del sofá. Nos daba tanta pereza que teníamos unos pequeños cubos de gomaespuma que tirábamos con fuerza contra el televisor cuando queríamos disipar la niebla. A veces, incluso, si atinábamos la puntería, conseguíamos cambiar de canal. Pero eso pasaba poco, porque solo había dos canales, la primera y el UHF, que casi nadie veía. De hecho, cuando te atragantabas decías: “Se me ha ido por el UHF”.

A mí me gustaban Starsky y Hutch. Starsky más que Hutch. Mi madre me hizo una chaqueta Starsky, que se pusieron de moda. Una chaqueta de lana gorda, como las que llevaba el protagonista, con cinturón y una franja con zetas o rombos en el pecho y en las mangas. Por entonces eran las madres las que nos hacían los jerseys. Jerseys a punto inglés o con ochos. Jerseys que picaban, o que quedaban raros pero no quedaban raros porque todos eran iguales, o sea distintos. Yo no me compré un jersey en una tienda hasta segundo de BUP. Era un jersey precioso, muy jipi, de algodón y de color lila. La chica que me gustaba llevaba uno igual. Yo me ponía rojo cada vez que la veía, y también estaba muy rígido, entre otras cosas porque en aquella época sudaba mucho, sudaba a todas horas, sudaba hasta en invierno, y si me movía los brazos se me veían los corronchos. Aquello con los jerseys de lana no pasaba.

Además de Starsky y Hutch me gustaba Pippi Calzaslargas. Pippi Lansgtrump tenía un mono chiquitico, y un padre pirata y un caballo grande con pintas, que levantaba a pulso. También tenía dos amigos rubios y sositos, que en realidad éramos todos nosotros. Y una casa entera para ella sola.  Yo también soñaba con tener una casa entera para mí solo, pero, en lugar de con un jardín para que ramoneara Pequeño Tío (que así era como se llamaba el caballo de Pippi; del nombre del mono no me acuerdo muy bien, tal vez porque no tenía canción, como Amedio), en lugar de con un jardín, decía, con una pista de baloncesto, porque por entonces estaba convencido de que iba a jugar en la NBA y hacerme rico y mis planes eran, además de comprarme una casa para mí solo, regalarle otra al lado a mi madre y pasarle un sueldo mensual vitalicio de quinientas pesetas. Cada vez que se lo decía ella se reía mucho, pero quinientas pesetas para mí eran toda una fortuna. Después, en vez de baloncestista me hice escritor, y claro.

Por lo demás, Sabrina Salerno era bizca, aunque nadie le mirara a los ojos,  y el mono de Pippi Lansgtrump se llamaba Señor Nilsson, ahora me acuerdo, bueno lo he mirado en Google, que es lo que vino más tarde, cuando internet mató a la estrella de la tele, mucho tiempo después de las Mama Chico, y el porno si descodificar de Canal Plus y los culebrones venezolanos y de Ramón Trecet diciendo dindón cada vez que un jugador metía un triple. Mucho tiempo después de aquella época en la que ya teníamos mando a distancia y un montón de canales pero la pantalla, como ahora, seguía llenándose a menudo de hormigas y niebla.

 

 

 

 

CÓMO ME CONVERTÍ EN SUPERCUTO

Feb 11, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios grupo Noticias) 10/02/2018

 

Yo, antes de convertirme en superhéroe, era una persona de lo más normal: entresemana trabajaba en la fábrica de condones, veía por las noches en la tele Gran Hermono o Ultrachef y los fines de semana tocaba la guitarra eléctrica en un grupo: Tigres y leones, nos llamábamos, y hacíamos versiones hard-core de Torrebruno.

Un sábado estábamos en mitad de un concierto, cuando de repente empezó a llover. A cántaros. Una tormenta apocalíptica. Con rayos que parecían el flash del teléfono móvil de Dios. Y de repente, uno de ellos cayó en mi guitarra, mientras yo hacía los coros:

—¡¡¡Tigres, tigres, leones, leoneeaaaaaaaaarrrg!!!!

Al principio no noté mis superpoderes. Pero cuando volví a casa,  mientras veía el telediario, sentí que un rayo volvía a atravesarme, esta vez el estómago. Y corrí al baño. Eso, la verdad, las ganas de ir al baño, me sucedía cada vez que veía el telediario. Pero entonces apreté y de mi cuerpo salió propulsada, como un misil, una morcilla de Beasain, con su etiqueta y todo.

Asustado, me subí los pantalones y me miré en el espejo. ¡Mi cara era la de un cerdo! Y no la de un cerdo cualquiera. ¡Un cerdo con antifaz! Casi sin darme cuenta, comencé a volar. Salí de casa por una ventana que estaba abierta. Todo sucedía sin que yo pudiera controlar mis acciones. Por ejemplo, no sé por qué, mi mirada se clavó, desde el cielo, en un coche que estaba en doble fila, y, además, delante de la plaza para discapacitados. Y de repente, volví a sentir unas repentinas ganas de ir al baño. No me podía aguantar, así que apreté, pero esta vez lo que salió de mi cuerpo no fue una morcilla de Beasain, sino una txistorra de Arbizu kilométrica, que rodeó como si fuera una soga el coche mal aparcado y lo lanzó a un contenedor de obra.

Así me pegué todo el día. Lanzando por el culo morcillas de Beasain o txistorras de Arbizu a quienes se colaban en la fila del autobús, a los que no recogían las mierdas de sus perros, a los que no respetaban los pasos de cebra…

Al principio, la verdad, era fácil y divertido ser un superhéroe de barrio.  Pero después, las cosas fueron complicándose. Me di cuenta de que solo me convertía en Supercuto cuando veía el Telediario. Y de que casi siempre era cuando en la tele aparecían ministros, o banqueros, o la familia real comiendo sopas. Y de que era contra los auténticos malvados, contra quienes tenía que emplear mis superpoderes. Así que un día me fui volando al Congreso de los diputados y lo bombardeé con chorizos de Pamplona, otro disolví con salchichones, duros como porras,  a un grupo de antidisturbios que a su vez estaban disolviendo a quienes protestaban por un desahucio…

Puf, eso sí que era cansado. El mundo era una pocilga, estaba lleno de malvados de verdad, y yo solo no podía hacerles frente. Hacía falta toda una piara de superhéroes. Y a mí no me quedaban fuerzas. Me rendí. Sentía que había llegado mi sanmartín.  Por suerte, una noche, tras arrastrarme hasta la cama, y quedarme dormido, me desperté en mitad de la noche, sudando como un cerdo, y, de repente, me di cuenta de que todo aquello solo había sido una pesadilla.

—Mañana volveré a la fábrica, a comprobar si hay algún condón pinchado —me dije—. Y por la noche veré en la tele Gran Hermono, o Ultrachef y el fin de semana volveré a cantar con los Tigres y leones (pero ahora en acústico).

Y pensando todo eso, de repente empecé a sentir un picor, una pequeña molestia en la espalda, allá donde esta empieza a perder su nombre, y me rasqué,  y enseguida me di cuenta de que mis dedos acariciaban una protuberancia, una flor de carne, con su tallo fino y retorcido, como un muelle. Un pequeño rabo, como el de un cerdito. Y así, en definitiva,  fue cómo me convertí en Supercuto.

 

 

 

FEBRÍCULA

Ene 28, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Publicado en semanario ON, suplemento diarios Grupo Noticias (27/0118)

 

 

Hoy me he quedado en la cama y he mandado a mi cuerpo a la escuela, a llevar a la niña, y luego traerla, y por la tarde también se ha ido él solo a trabajar a la biblioteca, y al caer la noche, cuando ha regresado, he vuelto a ponérmelo por encima, como si fuera un abrigo, y los dos entonces hemos seguido temblando juntos.

No es la primera vez que mi cuerpo y yo nos separamos, pero no siempre ha sido por culpa de la gripe, disculpen ustedes si desvarío un poco. A veces también sucede al revés, tengo viajes astrales, soy yo el que me salgo de mi cuerpo, y otras veces incluso no regreso, me pierdo y me olvido de mí mismo, me convierto en otro yo, que vive su propia vida, en otro cuerpo, a mis espaldas.

El otro yo que más daño me hizo perder fue el de mis quince años, cuando era una figura adolescente del baloncesto (siempre que cuento esto la gente se ríe, no me cree, y entonces yo les saco la foto del Marca que atestigua que fui a Madrid a jugar con la selección cadete de Navarra). En aquella época yo estaba convencido de que era el relevo generacional de Corbalán, pero todo se torció cuando me pusieron a jugar con un equipo de mayores en el que me pasaba los partidos sentado en el banquillo, esperando mi oportunidad. Y esta llegó: fue en una final del campeonato juvenil en la que el base titular se lesionó. Todo el mundo fue a aquel partido, entrenadores, amigos, familiares… Muchos no me habían visto nunca jugar, no tenían ni idea de las virguerías que yo era capaz de hacer con el balón. Pero aquel fue el peor partido de mi vida. Perdí varios balones, al principio por los nervios y porque mis rivales eran mucho más corpulentos que yo, después porque empecé a llorar y se me nubló la vista. Todavía hoy pienso a menudo en aquel día, recuerdo perfectamente algunas jugadas. Y más de treinta años después, sigo creyendo que esa ha sido la mayor frustración de mi vida. Me pregunto a veces qué habría pasado si las cosas hubieran salido como debían, como solían salir, si hubiera conseguido dar algunas de mis asistencias a lo Delibasic, o meter alguna de aquellas bandejas tan elegantes, después de pasarme el balón por la espalda (creo que a todos nos pasa, que nuestras vidas están cosidas con diferentes “sihubiera” como cicatrices, con decisiones que creemos desacertadas pero nunca podremos saber si en realidad lo fueron).

Yo me preguntó, por ejemplo,  qué habría sido del yo que abandonó después de aquel partido, para siempre, mi cuerpo. No creo que hubiera llegado a sustituir a Corbalán, pero tal vez pasó varios años dando tumbos por diferentes divisiones inferiores o ligas extranjeras en Malta o Filipinas, hasta que se retiró, lamentándose entonces por haber consagrado su vida al deporte y no haber estudiado una carrera, periodismo o filología, o haber escrito algún libro, que era lo que de verdad le gustaba.

Como él, hay millones de “yo” fugados y ocupando los cuerpos de otras personas. Se reconocen fácil, se les nota la incomodidad, los movimientos inseguros de esos cuerpos que no les pertenecen, son gente que baila muerta de vergüenza contigo en las aceras, cuando los dos intentáis pasar por el mismo lado, y luego por el otro, gente que se tapa los dientes cuando ríe, o el culo con un jersey anudado a la cintura. A mí suelen poseerme casi todos los días algunos de ellos. Por ejemplo, cuando conduzco. Yo no recuerdo cuándo me saqué el carnet de conducir, no me gusta conducir, nunca entró en mis planes conducir, y sin embargo todos los días hay un extraño dentro de mí que lleva mi cuerpo en coche a la biblioteca o al híper o al médico a que me mire lo mío.

Todo, en fin, es muy raro. La vida es pura febrícula.

GRACIAS, PROFESOR

Ene 14, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en magazine ON, Rubio de bote, colaboración semanal diarios Grupo Noticias 13/01/2018

 

¡Plas!… Al principio es solo una persona la que aplaude, la primera que se atreve a romper el silencio o la estupefacción… ¡Plas!… Las palmadas suenan deliberadamente distanciadas, es una especie de código: “¡Qué demonios, no me importa lo qué opinen los demás, esto que ha pasado es digno de admiración!”, viene a decir el gesto… ¡Plas!… Después este va ganando convicción, intensidad, y luego se suma tímidamente al aplauso otra persona, ¡plas!, y luego otra, y otra, ¡plas plas!, y la ovación va tornándose atronadora, y al final es ya todo el mundo el que aplaude, ¡plas, plas, plas!, incluso el malo o lo malos de la película, la cual acaba, poco después, con un happy end y música como para hacer zumba (también se pueden intercalar junto con los créditos algunas divertidas tomas falsas).

Las películas yanquis tienen una serie de recursos predecibles y estereotipados como este (o como esos padres adictos al trabajo que llegan a la función de fin de curso de sus hijos en el último momento), muchos de los cuales nunca suceden en la vida real. Del mismo modo, yo nunca tuve ningún profesor de literatura que se subiera a las mesas y gritara “¡Oh, capitán, mi capitán!” y al que le deba de manera encarecida haberme convertido en escritor. Pero sí tengo una pequeña deuda con uno de ellos, del cual guardo un buen recuerdo y algún consejo que fortaleció mi vocación, deuda que no he saldado nunca por timidez.

A veces, de hecho, nos cruzamos por la calle y los dos simulamos no recordarnos; bueno, yo, al menos, lo hago, puede que él no (creo que es también tímido) o puede que simplemente no me reconozca, pues sigue manteniendo el mismo aspecto despistado —es una especie de doble de Woody Allen— que cuando me daba clases en el instituto. No recuerdo nada excepcional en realidad de aquellas clases, más allá del humor socarrón e intelectual,  woodyallenesco, en suma, con que él las impartía—. En ellas sucedía simplemente lo que debía suceder: un profesor de literatura al que le gustaba la literatura y al que eso le resultaba suficiente para transmitir ese entusiasmo. Lo excepcional era precisamente eso, lo que debería ser normal.

No sé qué pensará él, si acaso se acuerda de mí o me reconoce, en esas ocasiones en que nos cruzamos y nos ponemos a silbar. A veces,  soy optimista y me digo que si yo fuera profesor de literatura en un instituto de barrio me sentiría satisfecho, recompensado y en cierto modo partícipe si supiera que al menos uno de mis alumnos se ha convertido en escritor. Otras, por el contrario, me pongo en lo peor y pienso que quizás lo que sucede es que se avergüenza de mí, que tal vez yo no le parezco un buen escritor (no sé qué pensará, por ejemplo, el profesor o la profesora de literatura de Dan Brown). Recuerdo entonces el día en que, tras entregarle de manera apresurada un examen, en el cual yo me había limitado a cumplir el expediente, él me invitó a volverme a sentar y dijo: “Y ahora ¿por qué no intentas volver a hacerlo escribiendo de verdad todo lo que sabes?”. Y pienso que puede que me vea como un proyecto fallido, un aborto de literato, un diletante, un quiero y no puedo, una birria de escritor…

No lo sé. Ni tampoco si él llegará a leer esto,  que en el fondo es una extrapolación al mundo de las columnas periodísticas del aplauso in crescendo de los telefilmes yanquis: al artículo de agradecimiento al viejo profesor. Woody Allen, por su parte,  nunca recurriría —excepto de una forma paródica— a  ese tópico, o al del padre que llega tarde a la función de su hijo. Así que supongo que la próxima vez que nos crucemos volveremos a hacernos los suecos. Y que incluso será más incómodo todavía, el Estocolmo de la incomodidad. Pero yo, de este modo, me quedó más tranquilo.  En definitiva: gracias, profesor. Y también: ¡Plas!… ¡Plas!… ¡Plas!…

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