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TRES CÓMICS

Feb 9, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 09/02/19

 

 Resultado de imagen de atado y bien atado comicAtado y bien atado. La transición golpe a golpe. (1968-1981)
De aquellos polvos estos lodos. En una de las primeras viñetas de este cómic, en el que Rubén Uceda gira el retrovisor hacia los ángulos muertos de los años que sucedieron al fin de la dictadura franquista, nos encontramos con Juan Carlos I, el rey emérito, jurando muy campechanamente lealtad a los principios del Movimiento Nacional. Una imagen que suelen hurtar palanganeros y porteadores reales metidos a periodistas en los libros y reportajes con los que ensalzan la transición como un proceso modélico y a los reyes, a Juan Carlos I y Felipe después, como pendones de la democracia (no hay desde luego nada tan democrático como una monarquía hereditaria).

Atado y bien atado, publicado por la editorial Akal, disecciona los episodios más oscuros de ese período que algunos conocen como la transición y otros como la transacción, y así a lo largo de sus páginas se repasan desde los sanfermines del 78 o la matanza del 3 de marzo en Gasteiz, pasando por las huelgas obreras, los asesinatos de los abogados de Atocha, el golpe del 23 F —en el que vemos reaparecer y muy al corriente de todo al rey emérito— o casos de tortura y violencia policial y parapolicial, hasta las comunas, Marinaleda, los primeros festivales contraculturales…

En otra de las viñetas de este esclarecedor cómic vemos al actual jefe de Estado y de las Fuerzas Armadas, Felipe VI,  llamando abuelito a Franco

 

Resultado de imagen de ESCLAVOS DEL TRABAJO

Esclavos del trabajo.
Si la transición no fue tan modélica como algunos demócratas de toda la vida pretenden (pongamos por caso a Alfonso Guerra, que recientemente ha defendido la eficacia de las dictaduras), tampoco resultan serlo algunos países considerados paraísos del bienestar social, como Suecia, donde transcurre Esclavos del trabajo, de la polaca Daria Bogdanska, publicado por Astiberri.

Bogdanska viaja hasta Malmö para hacer un curso de cómic y mientras permanece en esta ciudad sueca tiene que ganarse la vida con diferentes trabajos, como camarera en restaurantes indios o haciendo conteos de bicicletas en la calle, siempre en condiciones precarias, sin contrato, sin papeles…, al tiempo que va conociendo las circunstancias similares en que viven otros compañeros suyos. Trata de denunciarlo, primero afiliándose a un sindicato, y después con este su primer y prometedor cómic, que nos muestra la cara oculta del paraíso.

 

 

Los enciclopedistas

Los enciclopedistas.
También publicado por Astiberri Los enciclopedistas, de José A. Pérez Ledo y Alex Orbe, nos sitúa en la Francia ilustrada y prerrevolucionaria, donde asistimos a un combate entre las fuerzas de la razón y la luz (libertad, igualdad, fraternidad) y las de la caverna y la superstición. Una lucha contada de una manera magistral a través de un thriller en el que se investigan una serie de asesinatos de enciclopedistas a manos de una siniestra organización, los Cruzados, aferrada al antiguo régimen. Un cómic, pues, de rabiosa actualidad, ya que ilustra (nunca mejor dicho) no solo aquella época sino también esta en que vivimos y que es, igualmente, un cambio de paradigma, donde la incertidumbre provoca el auge de movimientos reaccionarios y la vuelta al galope de jinetes mesiánicos y bárbaros y barbados que pisotean con sus cascos conquistas sociales, como los derechos de las mujeres o de los inmigrantes.

Tres cómics, en definitiva, que iluminan las zonas oscuras, los lodazales de nuestras sociedades modélicas y complacientes, esos paraísos que para funcionar necesitan que existan quienes soporten auténticos infiernos.

PURO VICIO

Ene 28, 2019   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

Resultado de imagen de sin novedad en el frente

Publicado en Rubio de bote, sección quincenal del magazine ON (diarios de Grupo Noticias, 26/01/19)

 

Lo mío es ya vicio. Hoy, cuando he bajado a tirar la basura, he visto una lista de la compra en mitad de un paso de cebra y después de someter a las bolsas a un proceso de liposucción para que me cupiesen (¡qué extraña forma verbal!) por el agujero del contenedor amarillo, he desandado mis pasos para volver a por el papelito; eso y que cuando he pasado al lado de este me he cruzado con otros peatones y me ha dado lacha pararme a recogerlo.

Suelo hacerlo a menudo. No puedo evitarlo, voy caminando y recojo papelitos, sobre todo si están escritos a mano o doblados en varias partes, como frágiles cofres del tesoro a los que la lluvia deshace en pasta de papel. Lo más habitual suelen ser listas de la compra. En la de hoy había anotadas cinco o seis cosas (la que más me ha llamado la atención ha sido “Bollo para desayunar”) en la parte trasera de un folio con el membrete de una oficina de empleo. También había unos ejercicios de inglés.

A partir de una lista de la compra uno puede imaginar la vida de la persona que la ha escrito, armar el esqueleto de una novela. En la de hoy, nuestro protagonista es un hombre soltero y solitario (lo he deducido por el uso de ese singular, bollo, si hubiera tenido familia, niños, habría escrito bollos), está en paro, pero intenta progresar, formarse, quizás sopesa la posibilidad de probar suerte en otro país, o quizás se ha enamorado de una compañera del curso de inglés…

Otras veces encuentro apuntes, exámenes, notas que se dejan esas parejas que solo se ven por la noche y pegan sus “te quiero” fríos y desangelados en el panel de un frigorífico…

Y luego están los libros, los libros usados, que esconden entre sus páginas calendarios amarilleados por el paso del tiempo, billetes de avión o autobús para viajes que hace años que finalizaron, a veces incluso alguna carta o una foto descolorida, novelas, en fin, dentro de otras novelas.

Hace tiempo, en una librería de segunda mano, empecé a hojear libros y casi sin darme cuenta cinco o seis se me pegaron a las manos, precisamente porque encontré en su interior algunas hojitas olvidadas por sus antiguos dueños. Como no tenía dinero en ese momento, pedí a la dependienta que me los reservara y salí a un cajero. Cuando volví, ella los tenía ya dentro de una bolsa, así que pagué y me fui a casa, aguantándome las ganas de leer esas notas, como quien reserva el mejor bocado de un plato para el final. Un bocado que se me atragantó, pues una vez en casa cuando abrí la bolsa de los libros… ¡las hojitas habían desaparecido! Supongo que a la dependienta, convertida en una agencia de protección de datos unipersonal y doméstica, le había parecido mejor, más discreto así, y supongo que tenía razón.

Otro día, compré una novela con una dedicatoria en la que alguien juraba amor eterno a la persona a la que se la regalaba. Solo habían pasado seis meses desde la fecha de esa dedicatoria hasta el día que el libro cayó en mis manos.

Y uno de mis tesoros más preciados es el reconocimiento  médico que eximía de realizar el servicio militar a alguien y que hallé entre las páginas de un ejemplar de Sin novedad en el frente. Cada vez que lo veo me imagino a algunos de aquellos jóvenes que hace años se hacían los locos ante los tribunales médicos militares, o se fumaban tres paquetes de Habanos antes de entrar en la consulta, y fantaseo con la idea de que el antiguo propietario de esa novela, un clásico antimilitarista, había sido uno de esos protoinsumisos.  Y, entonces, pienso algo románticamente, que a veces la literatura sí puede cambiar el mundo, o al menos cambiar las vidas de algunas personas, influir en sus decisiones. Pero tampoco me hagan mucho caso: lo mío con la lectura solo es vicio. Puro vicio.

 

 

 

DOBLES

Dic 30, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

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Publicado en Rubio de bote, colaboración para magazine ON de diarios de grupo Noticias (29/12/2018)

 

 

Hace dos semanas escribía aquí un artículo de remedios caseros contra los días infecciosos en el que proponía, entre otras sandeces, autoenviarse correos electrónicos en los que al recibirnos nos convertíamos en personas que nos gustaría ser o nos hacían gracia (“A la atención del Señor Lobo”, “A la atención del del medio de Los Chichos”…). Se titulaba Suplantación de identidad.  Pues bien, el mismo día en que ese sesudo artículo fue publicado alguien me enviaba un whatsapp con la foto del catálogo de una conocida cadena de bricolaje en la que aparecía yo repantigado en un sofá, junto a una chimenea —que era lo que anunciaban—, leyendo plácidamente; o al menos eso es lo que le pareció a esa persona e incluso a mí mismo a primera vista. Después, ya me fui fijando en algunos detalles (la ropa que el doble llevaba, sus manos, el doble de gordas que las mías, su pelo, todavía sin platear por las luces del tiempo) y me di cuenta de que yo no era yo. Sin embargo, la situación me preocupó y decidí espantar aquel fantasma colgando la foto en Facebook, para que las personas que me conocen también lo hicieran, publicando comentarios del tipo “Tú eres mucho más guapo que ese”.

Uno de esos comentarios me hizo ver que yo no podía ser el de la foto puesto que estaba cometiendo lo que para mí habría supuesto un sacrilegio, que me había pasado desapercibido como consecuencia de mi presbicia (a lo cual se sumaba, por cierto, que el modelo tampoco llevaba gafas): el libro que estaba leyendo aquel tipo ¡estaba en blanco! (claro que aún podría haber sido peor y tratarse de un libro de, no sé, Alfonso Ussía). Era uno de esos libros de atrezzo que usan en ese tipo de grandes tiendas, quizás como una anticipación del futuro de la literatura: de aquí a unos años los escritores solo tendremos que escribir títulos de novelas para lomos de libros de pega.  Cuando eso suceda yo, parafraseando al poeta José María Fonollosa, tendré  ya preparadas las respuestas para las entrevistas y diré, por ejemplo, que mi última obra, una autobiografía,  he tardado toda una vida en escribirla y que se titula Pachorra.

Pero no nos despistemos. El caso es que tengo un doble, o incluso un triple, ya que hace algún tiempo también me advirtieron de mi sorprendente parecido con un periodista de Radio Nacional que presenta un programa en el que, además, hablan a menudo de libros.juan-carlos-morales

El tema del doble, el sosias o el doppelgänger ha sido recurrente en la literatura, lo han abordado Borges, Cortázar, Saramago, Stevenson.., a los cuales cito en realidad para darle un poco de enjundia a este artículo repleto nuevamente de sandeces, si bien es cierto que, si uno lo piensa, resulta algo inquietante. Tanto como otro de los comentarios que recibí, que me decía que ese supuesto doble mío en realidad sí era yo,  pero no lo sabía todavía. Piénsenlo. ¿Se imaginan que en algún lugar del mundo, quizás en su misma ciudad, hay una persona clavadita a ustedes haciendo cosas de las que tal vez no tienen constancia, pero que las personas que les conocen les atribuyen? En ese caso, para esas personas sus doble en realidad serían ustedes. Y así, yo me convertiría — de hecho lo fui para la persona que me envió el whatsapp y para mí mismo durante unos segundos— , en el modelo del catálogo.

No me puedo quejar, de todos modos, puesto que mis dobles parece que ser que tienen gustos y hábitos bastante relacionados con los míos. Me pregunto también por eso si la apariencia física determina la propensión a ciertas actividades o incluso a ciertos caracteres. Me gustaría pensar que sí, puesto que de lo contrario en alguna parte del mundo habrá alguien que podría ser yo que se gana la vida como antidisturbios, al que le apasiona el reguetón o al que no le resultan repelentes y peligrosos personajes como Albert Rivera o Pablo Casado.  Resulta aterrador, no me lo negarán.  Por lo demás, los de la tienda de bricolaje todavía no me han pagado la sesión fotográfica.

 

SUPLANTACIÓN DE IDENTIDAD

Dic 17, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en Rubio de bote, colaboración para magazine ON de diarios de Grupo Noticias (15/12/2018)

 

El otro día pedí cita por internet para el médico y no me pude resistir. Una vez que has elegido la hora y las has confirmado, tienes la opción de autoenviarte un email para recordar los datos y una de las casillas te permite escribir tu nombre. Pues bien, yo suelo robarme a mí mismo la identidad y relleno esa casilla con lo primero que se me viene a la cabeza, de tal modo que cuando recibo el correo en este puedo leer, por ejemplo: “A la atención de Charles Bukowski”,  “A la atención de Señor Lobo”…

Es una gansada, pero las pequeñas gansadas de ese tipo a mí me hacen feliz, o refuerzan mi autoestima (“A la atención del Mejor Columnista del Mundo”). Y, además, no haces mal a nadie; o eso creo, pues supongo que tú eres la única persona que ve esos nombres falsos. En la consulta, al menos, ningún médico ha salido hasta hoy a preguntar por “Perra roja del infierno” o “Chiquito de la Calzada”. Pero nunca se sabe. Hace unos meses se nos quedó el dedo tonto dándole a “Aceptar” a todo tipo de permisos para que, de acuerdo con la Ley de protección de datos, pudieran seguir enviándonos las newletters, boletines o catálogos a los que voluntariamente estábamos suscritos,  y ahora resulta que, sin embargo, los partidos políticos tienen  barra libre para obtener toda nuestra información personal e incluso ideológica a través de redes sociales y para bombardearnos por tierra, agua,  aire, correo electrónico y móvil con su propaganda electoral, todo ello sin nuestro consentimiento.

En fin, el caso es que la broma de los autocorreos, que viene a ser una versión actualizada de las postales que nos enviábamos antes cuando nos íbamos de vacaciones y que solían llegar días después que nosotros y nos convertían igualmente en alguien que nos gustaría ser (nosotros mismos, de vacaciones, unos días antes), también pueden transcender el ámbito de lo privado y llevarse a cabo en alguna de esas cafeterías o restaurantes de comida rápida que te piden tu nombre mientras preparan la comanda y que después te llaman por los altavoces para recogerla. Claro que, en este caso, hay que carecer de sentido del ridículo o, simplemente, ser un poco notas.

Hace unos días estuve en uno de esos lugares, en los que el camarero estaba ya de vuelta de todo.

—¡Batman, pase a recoger su café! —decía, con un tono resignado y automático de máquina expendedora—. ¡Lady Gaga,  su hamburguesa está lista!…

Una vez, de hecho, dijo “¡José Luis, ya tiene su helado!”, y todo el mundo empezó a reírse y a darse codazos y a señalar al pobre José Luis.

Recuerdo también, en la era A.G. (antes de Google), cuando todavía no había móviles, que en la piscina si alguien quería hablar contigo podía llamar al portero y este decía por los altavoces: “¡Fulanito, acuda al teléfono!” y que siempre había graciosos que conseguían colarle un Aitor Menta, un Kepa Jamecho o una Miren Amiano. En nuestra piscina cada vez que se abría la megafonía se creaba una expectación que rara vez veces era defraudada, pues cuando no se trataba de una de esas bromas de precursores de Bart Simpson, el propio portero anunciaba que se había encontrado un reloj vegetal o que se había perdido un niño con un bañador amarillo, rubio y a rayas.

Son, en definitiva,  pequeñas e insignificantes píldoras de humor, placebos de tontorronería que ayudan a sobrellevar los días grises e infecciosos. A mí a veces, incluso, cuando recibo uno de esos emails, “A la atención de Puto Amo”, se me quita por unos momentos el dolor de cabeza o la otitis. Lo cual me lleva a concluir que quizás deberían de vender deuvedés de Gila o de Faemino y Cansado en las farmacias.

 

 

AGUR, CÓRDOBA

Nov 19, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para el magazine ON de los diarios de Grupo Noticias (17/11/2018)

 

¿Quién me iba a decir a mí, por muy rubio de bote que sea, que un día acabaría escribiendo sobre coches? A mí, que en lugar de por marcas y modelos los distingo por colores. A mí, que aborrezco conducir —aunque tenga que hacerlo todos los días—. A mí, que me saqué el carnet ya siendo MILF y solo para poder volver a escuchar música y cantarla a pleno pulmón (no hay nada mejor que cantar mientras conduces, no sé cómo todavía nadie, ni siquiera Tom Waits, ha grabado un disco en un coche). A mí, en fin, que cuando voy a un taller me siento como un pulpo en un garaje (perdón por el tópico, pero aquí no me negarán que está bien traído)…

Hace dos meses jubilé mi SEAT Córdoba, veinte años y cuatrocientos mil kilómetros después. El pobre ya no aguantaba más: era incapaz de controlar los esfínteres y me dejaba el suelo perdido de manchas de gasoil (cada vez que aparcaba tenía que poner antes un trapo o una bandera en el suelo); la artritis se extendía por todo su cuerpo (debía bajarme en los peajes a pagar porque el elevalunas había dejado de funcionar); se olvidaba cosas por el camino (una vez salieron volando los limpiaparabrisas)… Eso sí, nunca se volvió loco, como mi primer buga, con el que tenía que dar las luces para poner la radio, colocarme unas botas viejas cada vez que entraba en él porque los pedales me escupían minilapos de aceite en los pies, o poner la radio para dar las luces. No, mi SEAT Córdoba  fue toda su vida un coche cuerdo, educado, discreto y gris, y cuando  me dejó tirado siempre lo hizo en el garaje de casa, o en un lugar en el que pudiera aparcar sin molestar a nadie ni ponérselo difícil a la grúa.

Aunque eso pasó pocas veces. Recuerdo emocionado cómo al final de cada viaje le daba unas palmaditas de agradecimiento sobre el salpicadero, como si fuera un ser vivo, un caballo, 98 caballos. Mi viejo SEAT Córdoba me llevó desde las puertas del bar Los Pepes en el Puerto de Santa María  a La esquina del Zorro, en el Valle del Kas. Del salvaje oeste al sur, en el desierto de Tabernas, al cabezo del bandido Sanchicorrota, en  las Bardenas. Sin aire acondicionado ni GPS. Y también de la guardería al euskaltegi, de la fábrica a la oficina del INEM…

Es todo eso lo que echo de menos, no sus hierros, ni sus manguitos, ni su motor TDI, que nunca supe qué era. Los momentos que pasé dentro de él:  el tetris en el maletero cada vez que nos íbamos de vacaciones; las monedas que aparecían como un tesoro, al levantar los asientos traseros, entre pelusas y gusanitos de maíz resecos, cuando lo llevábamos a lavar —o sea,  cada seis  u ocho meses—; las novelas que imaginé, en lugar de sacarme mocos,  mientras esperaba la luz verde de los semáforos; todos los besos que me dio mi mujer cuando la recogía del trabajo; el día que nos pilló la madre de todas las granizadas y los niños lloraban atrás y yo trataba de tranquilizarlos, mientras conducía, y cuando salimos de aquel infierno de hielo les pregunté qué tal estaban y ellos no contestaban y era que se habían quedado sopas; todas las veces que cantamos  juntos Cocody Rock y Starman y por ahí viene Joselito, el de la voz de oro…

Toda una vida, en fin, que vendí después por cien miserable euros en un taller con fotos de tías en bolas y de coches tuneados. No me lo perdonaré jamás. Tengo pesadillas en las que me cruzo  un día el Córdoba por la carretera y lo conduce a toda pastilla un tío con la gorra para atrás que va escuchando a Maluma. Eso es lo peor de todo. Y por eso me ha salido este artículo sobre coches. A mí, que tengo corazón de peatón. Para despedirte, en condiciones, viejo amigo. Agur, agur betirako, mi querido Córdoba.

 

 

 

 

 

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