Publicado en Rubio de bote, magazine ON (diarios Grupo Noticias), 16/06/2018
En alguna otra ocasión ya he contado por aquí mis peripecias baloncestísticas, pero nunca había revelado que una vez jugué contra los Lakers. Eran los Lakers de La Culebra, un pueblo de Chiapas, pero bueno, yo me sentí como si enfrente tuviera igualmente a Magic Johnson. Fue en 2005, durante un viaje que hice con el sindicato CGT a una comunidad zapatista, en la que iban a volver a pintar un mural —el mural de Taniperla— que el ejército había destruido años atrás y que, por arte de magia y de los observadores internacionales que estuvieron presentes cuando los militares asaltaron el pueblo, había reaparecido en diferentes lugares del mundo: San Francisco, Barcelona, Munich, Alsasua… Por entonces yo trabajaba en la biblioteca de esta última localidad —que últimamente también se ocupa militarmente de vez en cuando— y escribí un reportaje sobre ese mural trotamundos, gracias al cual la CGT me ofreció la posibilidad de acompañarles en su viaje a La Culebra. Además, el sindicato haría entrega a la comunidad de los fondos que habían recaudado para levantar allí un hospital.
Tras unos días en San Cristóbal de las Casas, que por entonces era la frontera entre la realidad y los sueños, nos internamos en el Desierto de la Soledad, como llamaron a aquel lugar los monteros que deforestaron gran parte de la Selva Lacandona en el siglo XIX, trabajando para los madereros tabasqueños en régimen de semiesclavitud. Los mismos monteros que aparecen en algunos libros de B. Traven, el autor de El tesoro de Sierra Madre, quien pasó buena parte de su enigmática vida entre los indígenas de Chiapas, y cuyas cenizas fueron esparcidas no muy lejos de allí, en el río Jataté.
En nuestro caso nos dirigimos al caracol zapatista de La Garrucha, también conocido como “Resistencia hacia un nuevo amanecer”, una especie de centro administrativo en territorio rebelde, el lugar donde debíamos entregar el dinero. A pesar de esto último, el recibimiento fue algo frío. Tuvimos que aguardar algunas horas, antes de que la Junta de Buen Gobierno decidiera si aceptaba ese dinero. En el caracol, además de atender a güeros como nosotros, se solucionaban todo tipo de demandas, quejas, litigios de campesinos, algunos de los cuales habían caminado durante días para llegar allí, así que tuvimos que esperar religiosa o, más bien, zapatistamente nuestro turno.
A la mañana siguiente, una vez hecha por fin la donación, continuamos el viaje hasta La Culebra. Allí, entre los actos organizados para festejar la reaparición del mural de Taniperla se incluía un campeonato de baloncesto. Tras eliminar a Las payasas (no lo digo en plan faltón, eran realmente un grupo de payasas italianas) nos tocó enfrentarnos a los Lakers. Cuando los vimos se nos saltó la risa. Para completar un Magic Johnson nuestros rivales debían ponerse uno encima de otro y encima de este otro uno más. Iban descalzos (sobre una pista que era una placa ardiendo) y habían pintado a mano sobre sus camisetas raídas o directamente sobre la piel aquello de Lakers. Pero nos dieron una paliza terrible y una lección de humildad. Nunca había visto a nadie correr de aquella manera.
Cuando acabó el campeonato comenzaba ya a caer la noche. Nos tumbamos exhaustos sobre la pista de baloncesto, que acumulaba el calor de todo el día. El sol, como un gran balón de color naranja, se ocultaba tras los tableros negros, con una estrella roja en el centro. En el cielo brillaban miles de estrellas más y sus destellos se confundían con los de las luciérnagas, posadas en las copas de los árboles. Fue entonces cuando vi escrita, en uno de los murales que adornaban los barracones, aquella frase de B. Traven, que sin duda los Lakers tenían como lema y que, desde entonces, hice también mía: “Persiste. Continúa luchando. No te rindas. Escúpele a la cara a la muerte y vuélvete hacia el otro lado. El sol todavía está en el cielo, rodeado de estrellas”.
Publicado en Rubio de bote (magazine ON, diarios grupo Noticias) 02/06/2018
Sí, es verdad: tengo privilegios por saber euskara. Me sentí privilegiado cuando me enamoré en euskara de mi mujer. O cada vez que puedo leer en esa lengua a Iban Zaldua o Karmele Jaio. Cuando escucho a Mikel Laboa o a Berri Txarrak. Cada vez que puedo atender en euskara a los usuarios vascohablantes de la biblioteca en la que trabajo. Siento que es un privilegio cada día que oigo a mis hijos hablar en la lengua que perdieron mis abuelos. Me siento privilegiado sabiendo que sé euskara –con todas mis carencias— gracias a todos los esfuerzos que he tenido que hacer y a todas las dificultades que he tenido que superar.
Supe —es muy triste— que donde yo vivía se hablaba otra lengua que también era la mía demasiado tarde, cuando tenía diez o doce años, a pesar de mis apellidos (una casualidad del destino) o del nombre de la casa de mi madre: Casa Oberena. Todavía tardaría varios años más en pisar por primera vez un euskaltegi y la primera estuvo a punto también de ser la última, pues me tocó hacer un antzerki, un teatrillo, y jugar al balón con un señor con barba. Aguanté, a pesar de todo, un par de años, hasta que me salió un trabajo a turnos en una fábrica, un trabajo agotador que me quitaba hasta el habla. Después, cuando me despidieron, me tomé la revancha y me fui a un barnetegi, un internado, durante nueve meses. Como un embarazo. Allí conocí a mi mujer y me enamoré de ella. Durante nuestros primeros meses juntos solo hablamos en euskara. Después, un día, de repente, el corazón eligió otra lengua para nosotros, el castellano, nuestra lengua materna, y no pudimos hacer nada en contra. No tengo, sería absurdo, nada en contra del castellano (al contrario, soy licenciado en Filología Hispánica, he escrito más de treinta libros en esa lengua, es la materia prima de mi trabajo, a la que amo, con la que disfruto y me sorprendo a mí mismo cada día; es la lengua que hablo habitualmente). No creo tampoco que ningún euskaldun tenga nada en contra del castellano, porque sabe y no tiene que explicar a nadie que es también su lengua, una de sus lenguas.
Cuando nacieron mis hijos quisimos matricularlos en una escuela infantil en euskara. No fue posible, porque en Pamplona solo había dos, entre más de una quincena, a pesar de que la demanda era mucho mayor. Tuve que manifestarme y pagarme el autobús para ir a las manifestaciones para que en el colegio público de mi hijo abrieran una línea en ese modelo (a la que finalmente se apuntaron el doble de niños que en los demás). He tenido que escuchar, hace solo unos días, en una cafetería, que los padres que decidimos educar a nuestros hijos en euskara los adoctrinamos, hablándoles en esa lengua desde que comenzamos a darles el biberón…
Siento por todo eso mucha tristeza cuando oigo, sin embargo, a algunos decir que “quieren imponernos el euskara”. Me parece injusto y falso. Dicen también que no tienen nada contra el euskara pero a muchos incluso les cuesta pronunciar su nombre y prefieren llamarlo vascuence; pero lo menosprecian y se mofan de él… Algunos de ellos incluso dicen que lo aman. Y es que hay amores que matan. El euskara es una lengua minorizada y, por tanto, amenazada. Una lengua que hay que fomentar y proteger e incluso discriminar positivamente, que es lo lógico y lo que recomiendan algunos de los organismos europeos a los que apelan quienes hoy convocan la manifestación contra la política lingüística del Gobierno de Navarra. Para ellos la mejor política lingüística es que no haya ninguna; o la de antes, cuando alguno de los directores generales de esa área incluso desconocía una de las dos lenguas de su comunidad. El euskara, en definitiva, no es una lengua que se habla para fastidiar a quien la ignora, sino para enamorarse, para desenamorarse, para protestar, para educarse y trabajar en ella, para cantar, leer, escribir… Para dar el biberón. Como cualquier otra lengua. Como cualquiera que no tiene, por el contrario, la obligación de justificarse una y otra vez por existir.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) / 05/05/2018
Desde EDEMA, la asociación de Escritores de Mágico-Realismo y Amanescismo-Berlanguista, queremos una vez más mostrar nuestra más honda y yamaha preocupación por las cada vez más frecuentes e intolerables muestras de intrusismo profesional que amenazan nuestra supervivencia como creadores y también la de nuestras ingles.
Ya, maja.
Anteriormente tuvimos que denunciar la situación de precariedad a la que nos vemos abocados y a patadas en un país en el que gran parte de sus habitantes intenta y a menudo consigue vivir del cuento (familia real, consejeros de cultura, turismo y culturismo, jueces y fiscales de la Audiencia Nacional, coachs, youtubers, tertulianos e influencers…, todo el mundo menos quienes de verdad nos dedicamos a escribir cuentos), pero ahora la situación ha dado otra inverosímil vuelta de rosca con el golpe de estado ejecutado por la realidad contra la ficción.
La gota que ha colmado el vaso ha sido la reciente noticia que hemos conocido según la cual uno de nuestros más desleales y entrometidos competidores, la Guardia Civil, ha creado su propio territorio mítico, es decir, para los legos y playmobils en literatura, un lugar imaginario convertido en escenario de, a menudo, esperpénticos relatos. El Macondo de García Márquez, el Obaba de Atxaga, el Comala de Juan Rulfo, el Zarraluki de Patxi Irurzun, el condado Yoknapatawpha de Faulkner (¡por supuesto!), … y ahora el benemérito Sant Esteve de les Roures.
Pero pongámonos en antecedentes (penales): en un informe enviado por la Guardia Civil al juez Llanera sobre acciones contra cuerpos policiales tras el referéndum del 1 de Octubre en Catalunya se informaba de una aldea poblada por irreductibles payeses en la que se había registrado más de trescientos incidentes violentos. Una auténtica proeza, sobre todo teniendo en cuenta que este pueblo es tan pequeño que no se ve en los mapas (aunque bebiendo cava y pegando patadas en el culo a los picoletos lo conozca hasta el Papa). Que no existe, vamos. O que no existía hasta que la Guardia Civil se lo inventó, porque ahora, gracias al ingenio de miles de internautas, muchos de ellos, evidentemente, asociados a EDEMA, Sant Esteve de les Roures tiene sus propias redes sociales con miles de seguidores, universidad, metro o está hermanado con otros territorios míticos como Arralde, el pueblo ficticio en el que transcurría la serie Goenkale y al que otro juez, Baltasar Garzón, envió a la policía (a la de verdad) para prohibir una comida popular de apoyo a los presos de ETA.
Se ha producido un efecto rebote, además, en otros intrusos en la literatura surrealista como el perito en el juicio contra los jóvenes de Altsasu, presunto experto en el “tema vasco” e inventor del partido político “Jeroa bai” o el fiscal creador del movimiento “Seji”, aunque nada comparable a ese episodio relatado por un agente en el que cuenta como a uno de los acusados no pudieron detenerlo porque fueron a buscarlo a casa y su padre se lo impidió, “¿Está el chaval?”, “Sí, pero si es para irse con la guardia civil que no sale”, “Ah, vale, pues ya si eso venimos otro día”.
Si a todo esto le sumamos presidentas de comunidades autónomas a las que en un Eroski se les caen cremas antiedad al bolso (lo peor no nos parece el robo, si no que alguien con esa responsabilidad crea que esas cremas sirven para algo), directores de bancos que se dedican a asaltarlos, policías que obligan a desnudarse a quienes visten de amarillo… ¿qué nos queda a los escritores amanecista-berlanguianos y mágico-realistas y a nuestras ingles? ¿Tal vez dedicarnos al realismo sucio o social? ¿Opositar para jueces? ¿Presentarnos a las elecciones? No nos sigan dando ideas, no nos sigan dando ideas…
Publicado en Rubio de bote, magazine ON (diarios grupo Noticias). 21/04/2018
No ganamos para gafas de los niños. Como los pobres han salido miopes y baloncestistas, como su padre y como Kareem Abdul-Jabbar, ya saben, el copiloto de Aterriza como puedas, es inevitable que cada dos o tres meses venga alguno de ellos con una lente llena de estrías o la pasta de la montura hecha puré.
—Bah, pero tú estarás forrado con eso de los libros —me dice de vez en cuando algún desinformado que no ha leído a Larra.
Escribir en esta tierra de másters del universo y novios de la muerte, sigue siendo llorar. Y también en Bolivia. Y en Estados Unidos. Y entre los escritores bolivianos que viven en Estados Unidos. Claudio Ferrufino-Coqueugniot, que acaba de publicar una lúcida novela ebria titulada Muerta ciudad viva, es un autor de Cochabamba exiliado voluntariamente en Denver. Fue Premio Nacional en su país y logró en 2009 el prestigioso premio Casa de las Américas. Se gana la vida cocinando y conduciendo una food-truck.
El sevillano Daniel Ruiz-García, que obtuvo el Premio Tusquets en 2016, se levanta desde hace años a las cinco de la mañana para escribir y ofrecernos libros como Maleza, una compilación de historias cortas que componen un tan crudo como lírico tríptico de la periferia urbana. Después, cuando amanece, Daniel levanta a sus hijos para llevarlos a la escuela e irse a trabajar.
Gsus Bonilla, finalista en 2010 del Premio Nacional de Poesía, que habla, porque puede, de igual a igual con poetas muertos como Leopoldo María Panero, acaba de publicar GardenJunkies, un libro de mierda, como él lo llama, pero que es en realidad un diario sobre su trabajo como jardinero, y a la vez un cuaderno de bitácora en verso libre, en todas sus acepciones, sobre la precariedad, el paro, la pobreza y sus umbrales, sobre este país, en definitiva, convertido en un jardín plagado de cagadas de perro, de señoritos y monarcas (esto último no lo dice él sino yo, y con mucho asco, pues acabo de ver una foto de Felipe VI, campeón en sus discursos de la paz y la democracia, estrechando la mano de un príncipe saudí muy moderno que va a dejar conducir a la mujeres y todo en su país y al que acaba de vender cinco corbetas de guerra; y lo digo también, con el mismo asco, después de ver, una vez más, en un telediario a un político imputado por corrupción responder en una comisión con chulería y desfachatez, al más puro estilo mafioso, con la seguridad y la impunidad que da saber que quien te va a juzgar pertenece a la famiglia, todo ello mientras otros, como los jóvenes de Altsasu, o raperos como Pablo Hasel o Valtonyc, son agraviados con juicios plagados de arbitrariedades y acusaciones desproporcionadas).
—¿Pero como no vas a estar forrado si hasta te sacan en la tele? —interrumpe mi paréntesis el tenaz desinformado.
Y es que si KareemAbdul-Jabbar, además de jugar en los Lakers, apareció en Aterriza como puedes, yo me convertí hace unos días, para mi sorpresa, en la respuesta a la letra I del roscón de Pasapalabra (“Apellido del escritor autor del libro La tristeza de las tiendas de pelucas”, fue la pregunta —lo juro por Eskorbuto— ), lo cual, parece ser, me ha elevado a lo más alto del Parnaso literario. Ya lo único que me falta es que el desinformado y unos cuantos de miles de personas más compren mi libro y creo que con eso me llegará para pagar las gafas de mis hijos miopes y baloncestistas.
Publicado en Rubio de bote, magazine ON (diarios de grupo Noticias) 30/03/2018
Un mes antes de que Nirvana publicara Nevermind, de que yo ni siquiera supiera que ese grupo existía ni qué era el grunge, me compré por fin la camisa de leñador. Aquella camisa de leñador fucsia. Solía verla cada vez que pasaba por delante de Ortega, una tienda en la Calle Mayor de Pamplona en la que vendían ropa de trabajo. Me preguntaba quién llevaría aquellas camisas. Quizás alguna brigada nocturna de tala, en los arcenes de una autopista de montaña. Me daba lo mismo. A mí me encantaba. Pero me daba vergüenza entrar a pedirla, primero, y una vez que la compré, salir con ella a la calle. Todo me daba vergüenza y miedo en aquella época: las chicas, el trabajo, el paro, la policía, la gente, el teléfono, las drogas, yo mismo… A veces me pasaba semanas enteras sin salir de casa, encerrado en mi habitación, escribiendo y oyendo discos, con el pelo sucio y aquella camisa de leñador que ni siquiera me quitaba para dormir. La camisa era mi armadura. Con ella puesta podía hacer astillas todos mis problemas, mi timidez, convertir en leña mis complejos y levantar con ella refugios de palabras, cabañas en el bosque, bajo los que me resguardaba de la intemperie de la soledad.
En aquella época, comenzaron a verse los primeros canales de televisión de otros países. En casa solíamos poner la MTV en alemán. Había un presentador con el pelo largo y aros en las orejas que se llamaba Nino y que ponía videos de Aerosmith, Europe, Bon Jovi… Yo salía de vez en cuando de mi habitación para verlos junto a mis hermanas. Ninguno de nosotros entendíamos nada de lo que decían, pero a ellas les gustaba Nino y a mí el AOR. Y el hard rock. Y el punk. El reggae. El heavy metal. El blues… Tenía más de quinientas cintas, la mayoría de ellas grabadas, de grupos como Eskorbuto, Leño, Iron Maiden, Led Zeppelin, Barricada, Gari Moore, Hertzainak, Dire Straits, Bob Marley… Pensaba que lo había escuchado ya todo y que todo estaba inventado. Y de repente un día, Nino puso aquel video: un gimnasio lleno de humo, unas animadoras vestidas de negro, moviendo desganadamente los pompones, un barrendero viejo y rijoso cabeceando al ritmo de la música, aquella música, sobre todo aquella música, como una válvula de escape, la espoleta de una bomba de mano a punto de estallar, un mantra de guitarras sucias, como mi pelo, y atormentadas, como yo… No sé cuantas veces oí ese año aquella canción, aquel disco. Muchas. Como se escuchaban entonces los discos. Aprendiéndolos de memoria. Recitando cada estrofa, cada rasgueo de guitarra como una oración. Nosotros que no creíamos en nada… Recuerdo las navidades de aquel año, cuando Nino hizo un resumen de los mejores discos del año y volvió a poner Smells like teen spirit. Mis hermanas y yo cabeceando en el cuarto de estar. La mente llenándose de niebla y sangre al compás de la canción, del mantra, de la oración de los descreídos… Yo con mi camisa de leñador, talando de cuajo los nudos que crecían en mi estómago muerto de hambre, en mi corazón en piel de gallina, cercenando las ramas podridas, arrancando las raíces, despejando la espesura que me separaba del mundo, al otro lado de la puerta de mi habitación y de casa, degollando los monstruos del miedo y la introversión.
No convertí, sin embargo, a Nirvana, ni al grunge en mi religión… No lloré, ni sentí que mi corazón se abrasaba cuando Kurt Cobain se extinguió como una llama. No me compré todos sus discos. No me masturbé pensando en Courtney Love. Nunca tuve curiosidad por saber en qué se convirtió el niño desnudo nadando detrás del billete. Pero siempre supe, cuando escuché por primera vez aquella canción, que jamás había escuchado nada parecido. Y que era la primera vez que me sucedía algo así. Y, sobre todo, a partir de entonces comencé a salir a la calle, alguna que otra vez, con mi camisa de leñador. Mi armadura. Mi camisa de leñador fucsia.