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Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en el semanario ON (diarios Grupo Noticias) 03/11/2018
Cuentan que Jorge Oteiza, el mismo Jorge Oteiza que esculpió los catorce apóstoles de la basílica de Arantzazu, estuvo obsesionado durante algún tiempo con la idea de bombardear con una avioneta otra basílica, la de San Pedro del Vaticano.
Me he acordado de ello estas últimas semanas en las que se han promovido iniciativas y manifiestos para volar mamotretos fascistas como el Valle de los Caídos o el Monumento a los Caídos de Pamplona. Y me he acordado también del Mickey Mouse que durante semanas estuvo agonizando pegado al techo de este último edificio. El ratón, que en realidad era un globo, probablemente se le escapó de la mano a algún niño, supongo que espantado por este paquidérmico mausoleo, cuyo nombre original en sí mismo ya es macabro y debería convertirlo en ilegal y demolible: Monumento de Navarra a sus muertos en la cruzada.
La anécdota del pobre ratón, que murió expirando helio sin que nadie pudiera bajarlo de allá arriba, ilustra a la perfección el fin último de este templo del mal que difícilmente puede reconvertirse en nada bueno: un monumento sin otra utilidad que elevarse a la mayor gloria de los golpistas (de los de verdad, no los que los berreadores Pablo Casado y Albert Rivera quieren hacer pasar como tales y que son todos menos ellos dos y el de Vox); un túmulo infame al crimen y a la dictadura, que, por cierto, se sigue, presuntamente, ensalzando en su cripta durante las misas secretas que cada 19 de mes celebra la Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz; y digo secretas porque por “revelación de secretos” ha denunciado esta asociación a los activistas culturales Clemente Bernad y Carolina Martínez, acusados de hacer algo —investigar esas misas— que en realidad debería haber hecho la policía, si no fuera porque el propio jefe de la misma en Navarra hasta hace unos días podría ser uno de los que acudieran a rezar a la cripta, a juzgar por sus tuits enalteciendo a Tejero, José Antonio Primo de Rivera o Santiago Abascal.
En el documental que Bernad y Martínez rodaron se pregunta a personas que habitualmente pasan o viven junto al Monumento a los Caídos si saben qué es este, y las repuestas son de lo más peregrinas: hay quien dice que bajo su cúpula están enterrados los reyes católicos o quien atribuye su construcción a los romanos. Se impone un ejercicio de pedagogía, por tanto, que ayude a comprender qué es realmente ese mausoleo: una loa al fascismo escrita con piedra y sangre, que incumple además la ley de memoria histórica y que por todo ello debería desaparecer.
Yo supongo que la idea de Oteiza de volar el Vaticano la imaginó más bien desde una perspectiva estética y del mismo modo creo que la demolición o voladura del monumento o del valle de los caídos podrían convertirse en grandes perfomances, por ejemplo, con dobles de Oteiza bombardeándolos con apóstoles de piedra o un Micky Mouse accionando el detonador… Se podría incluso cobrar entrada o vender los derechos de la retransmisión para sufragar los gastos. Yo, de hecho, pagaría por ver volar esas mierdas colosales. Sería, además, algo radicalmente simbólico e higiénico: quitar de en medio las sombras que durante tantos años han arrojado sobre nosotros ciertas cúpulas y cruces, dejar después que entre el aire y que se lleve todo el polvo, que limpie toda la roña franquista que todavía hoy permanece en algunos ámbitos de la política, la justicia, las fuerzas armadas, y que se han visibilizado en los últimos días en homenajes a torturadores como Billy el niño o auténticos golpistas como Tejero, o en ese auge de la ultraderecha, a cuyas nuevas cruzadas y peregrinaciones, como la de mañana en Altsasu, solo falta que encima les mantengamos santuarios.

Ilustración: Santiago Sequeiros
(Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para el magazine ON (Diario de Noticias de Navarra, Álava, Gipuzkoa y Deia) 20/10/18)
LA MALA PENA
Patxi Irurzun
Solo se me ocurre a mí. Regalarle un libro titulado Resaca a un ex alcohólico.
El dibujante e ilustrador Santiago Sequeiros es el creador de uno de los territorios más míticos del cómic estatal, de uno de los universos propios más sólidos y al tiempo más lleno de grietas y agujeros (algunos de ellos gloriosos y sórdidos como ojos del culo, que son a la vez la puerta de entrada a un panteón de carne y tinieblas): la ciudad de La Mala Pena, construida sobre las lindes del cementerio en que enterraron a Dios y en el que llueven diluvios de orujo.
Sequeiros fue uno de los autores invitados al IX Salón del Cómic de Navarra, celebrado hace unos días, y en el que se expuso íntegramente y en su formato original Romeo Muerto, la obra en la que ha trabajado durante los últimos veinte años de su intensa vida (Sequeiros se ha bebido mares de vodka, ha naufragado durante años en sofás de amigos, e incluso en una ocasión acarició el lomo de una sirena en una película porno); veinte años en los que Sequeiros ha estado en el infierno pero también se le ha aparecido Sampedro.
Romeo Muerto –un portero de hotel que vive dentro del cadáver de su mujer— es un cómic todavía inédito, y quienes lo leímos de pie no solo tuvimos el privilegio de la exclusiva, sino además el de leer a la vez su making of, pues en los márgenes de cada una de las planchas expuestas se apreciaban las anotaciones del autor: correcciones, ideas, dudas… En una de ellas incluso aparecía un teléfono, cuyo número apunté y al cual llamé y me cogió el demonio y el demonio me dijo que Sequeiros se le había escapado por los pelos (que no tiene, ni siquiera en las cejas ni en las pestañas, pues los ha perdido todos tras depresiones o tratando de apagar el fuego del alcohol que le quemaba el corazón).
Sequeiros tardó años en comprender que su obra y su mundo no hablaban solo o principalmente sobre el vacío o el desamor, como él pretendía, sino sobre el alcohol, sobre su propio alcoholismo, cuyas consecuencias estaba dibujando con años de anticipación. “Hay una correlación entre lo que dibujo y mi propia vida, todo está muy imbricado, yo encuentro ahora en mis cómics signos y símbolos que había colocando inconscientemente. Mi obra me cuenta cosas sobre mí mismo”, me dice, y yo le pregunto si eso acojona. “No, lo que acojona es levantarse un noche a las cuatro de la mañana con un mono terrible y no encontrar vodka en la nevera; o el vacío, el que encontré en mi último año de alcoholismo, el vacío absoluto, sobre el que yo creía que había escrito y dibujado, pero ¡una mierda! el vacío no tiene palabra, ni imagen”.
A Sequeiros lo sacaron de ese agujero sin nombre la terapia y Sampedro; José Luis Sampedro, cuyo libro El mercado y la globalización ilustró en el año 2001 y gracias a cuyos royalties pudo por fin pagarse la fianza para un alquiler, comprar un ordenador y volver a entrar en el circuito de la ilustración en prensa, donde actualmente es uno de los autores más destacados. “Todo lo que yo aprendí para dejar el alcohol, todo lo relacionado con el autoengaño, la justificación, me es muy útil ahora para deconstruir la actualidad o el lenguaje de los políticos”, dice.
Y a pesar de todo lo dicho, la obra de Sequeiros trasciende, y además de una manera magistral, un mero relato del proceso alcohólico. En ella hay literatura de altos vuelos y un mundo radicalmente original, el de La Mala Pena, que arroja como pocos una luz de endoscopio en nuestras zonas más oscuras y perturbadoras, en nuestros pequeños infiernos.
Santiago Sequeiros habla del suyo, de los años de trago duro y vacío innombrable, sin tapujos, con una sincera honestidad. Sin embargo, o tal vez por ello, antes de despedirnos, me devolvió con mucha educación el ejemplar de Resaca que solo a mí, estúpidamente, se me había ocurrido regalarle.

Publicado en suplemento semanal On (diarios Grupo Noticias) 07/10/2018
En segundo de EGB, al inicio de curso, nos pusieron por primera vez un examen. Mi compañero de pupitre, que se llamaba Pablo Casado, me lo copió entero. Luego, cuando el profesor nos pidió explicaciones, tuvo la jeta de decir que había sido yo quien le copiara a él. Claro que el muy imbécil me había copiado también, en el encabezamiento del examen, el nombre y el número de clase.
Por entonces nos ponían un número. Para que fuéramos acostumbrándonos, supongo. Yo estaba siempre por la mitad de la lista y solía ser el 24 o el 25. Siempre he estado en medio de todo, diluido, desapercibido. No creo en los astros, pero lo cierto es que nací un miércoles y un 2 de julio, que es el día que está justo en mitad del año.
Y luego está lo de mi voz. Tengo una onda de voz que muchas personas no sintonizan. Me doy cuenta muchas veces, en los grupos, cuando digo algo y me doy cuenta de que nadie me ha escuchado; o me ha escuchado en una frecuencia remota, porque a veces me pasa que el mismo chiste que acabo de contar, sin que a nadie le haga gracia, lo repite alguien del grupo a los cinco o diez segundos y todos se echan a reír como locos.
Siempre, en esas ocasiones, me quedo esperando a que esa persona reconozca cuando acaben las risas que en realidad la ocurrencia ha sido mía, pero nunca sucede. Creo incluso que en realidad están convencidos de que la vocecita que han escuchado en su cabeza es la suya propia; o tal vez no, tal vez por un momento han visto mi nombre y mi número escritos en la parte superior de la página, pero se les olvida enseguida, qué más da, son un número y un nombre en los que nunca nadie repara.
Por eso me extrañó que, también en segundo de EGB, me nombraran chiclero de la clase. El chiclero era un puesto de responsabilidad. Una especie de tesorero que se ocupaba de recaudar y custodiar las multas y castigos que el profesor imponía (por hablar en clase, un chicle; por no hacer la tarea, cinco chicles; por comer chicle, diez chicles; por ofensas a los sentimientos religiosos veinte chicles y una hostia bien dada…). Yo tenía que ir apuntando todo aquello y guardando los chicles, que se repartían entre todos los alumnos al final de curso.
Fue el peor curso de mi vida. Todo el día con la bolsa de chicles de clase a casa, de casa a clase. A veces no me podía contener y me comía de un atracón un puñado de aquellos chicles tan tentadores: chicles Bang-Bang, chicles Cosmos, chicles con sabor a melón… Putos chicles. Después tenía pesadillas, no podía dormir, pensando en que debía reponerlos en cuanto me dieran la paga.
—Yo no sé para qué sufres así —me dijo en una ocasión otro compañero de clase, que se llamaba Luis Bárcenas y que había sido chiclero el año anterior—. Si eres tú el que apunta lo que hay que pagar, apuntas lo que te conviene y punto, nadie se va a dar cuenta.
Pero yo no tenía el valor suficiente para hacer eso, ni me parecía correcto.
Al acabar el curso, cuando entregué la bolsa de los chicles al profesor, este se sorprendió al verla tan llena.
—¡Vaya, este año no os habéis portado muy bien que se diga!—dijo, y luego, no obstante, me felicitó por haber desempeñado con honestidad mi cargo de chiclero, aunque a continuación añadió—: Y eso que empezaste torcido, copiando en aquel examen.
Yo me quedé patidifuso, incapaz de replicarle. Supuse que se había liado, o que se le había olvidado cómo había sucedido en realidad el episodio.
Eso y que aquel profesor era también el padre de Pablo Casado, mi compañero de pupitre.
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Publicado en Rubio de bote, colaboración para el magazine semanal ON (diarios Grupo Noticias) 22/09/2018
Lo mejor es no leerlos. Los comentarios en la página de reservas del hotel que acabas de contratar para tus vacaciones, digo. Porque siempre vas a encontrar alguno que diga que las sábanas estaban llenas de cascarrias, que lo de “Se admiten mascotas” se refiere a las cucarachas del tamaño de mastines que se pasean por las habitaciones o que la comida sabe a rayos y la sirven unos camareros con cara y modales de afiliados de VOX en mitad de una Diada.
La parte buena de todo eso es que te plantas en el hotel como un reportero de guerra, parapetado con chaleco antibalas, mosquitera y potabilizador para el agua, y a nada que el establecimiento cumpla unos mínimos de habitabilidad, te parecerá que estás en el Hilton (claro que al revés también pasa y puede ser que la piscina climatizada que anuncia en su web el Hotel Jilton sean en realidad unos cuantos niños gritones meándose en tu bañera).
—Tiene que haber alguien que se dedique a ello —me digo—, alguien al que le paguen para escupir toda esa bilis en Booking o en Tripadvisor sobre las reseñas de la competencia. ¿Será alguien del gremio, un negro literario? ¿Una especie de inspector de la Guía Michelín al revés? ¿Alguien que se pase la vida en un verano perpetuo, a la caza de la fideuá de bufet más reseca y los zumos de máquina más flatulentos, de la alcachofa de ducha con menos presión, del colchón que te succione con más fuerza? ¿Cuál será su esperanza de vida?…
Reconcomido por todas esas dudas existenciales me dirijo a una oficina de empleo para iniciar este reportaje de investigación, pero estoy a punto de abandonarlo a las primeras de cambio porque a sus puertas me encuentro a un montón de personas gritando “¡Viva el rey!”. Después, recuerdo que me pasó lo mismo ayer en el centro de salud, y el otro día cuando pasé por delante del comedor social. “¡Viva el rey!”, gritaban todos con lágrimas en los ojos, “¡Viva el rey, mecagoendiós!”, gritaba enardecido un actor a la puerta de un juzgado, “¡Viva el rey!” grita todo el mundo en el mercado, cuando echa gasolina, en el banco, al sentarse en la taza del baño…
Así que vuelvo más tranquilo sobre mis pasos y entro de nuevo a la oficina del INEM.
—Sí, sí, los haters y los trolls están muy solicitados —me responde muy amablemente un funcionario, tres días después, cuando regreso tras pedir mi cita previa, y me explica que hater quiere decir odiador (“Odiador, qué bonito. Amo la palabra odiador. Donde esté un buen odiador que se quiten todos los haters”, pienso yo).
— Pero nos los piden para todo, no se crea, no solo para lo de los hoteles —continúa el funcionario—. Hay trolls para comentar las noticias y columnas de los periódicos digitales, haters que destrozan los libros de autores de otras editoriales (estos tienen menos salida porque hay muchos escritores que ya lo hacen gratis y también porque se lleva más la tendencia contraria, es decir, ensalzar como obras maestras novelas que son porquerías como una catedral de grandes)…
—¿Y que hay que hacer para ser un troll? —le interrumpo, y ya me imagino a mí mismo frente al ordenador, escribiendo con el pelo peinado para arriba y teñido de lila y con orejas puntiagudas de goma.
—Huy, no se lo recomiendo, hay mucha lista de espera, ¿no ve que la gente viene ya muy preparada, con lo de las redes sociales y eso?…
—Vale, vale —me despido, dando por concluida la investigación, pero antes de que pueda levantarme el funcionario me retiene un poco molesto, agarrándome por el brazo y pregunta:
—¿Qué se dice?
—¿Viva el rey? —contesto yo.

Publicado en Rubio de bote, colaboración para magazine semanal ON (diarios Grupo Noticias) 08/09/2018
Cuando yo era pequeño lo habitual era tirar al suelo los envoltorios de las chuches, por ejemplo, de aquellos chicles Cosmos que te dejaban la lengua negra, o de los Cheiw (“Deme cinco chicles”. “¿Cheiw?” “No, chinco”); o las cáscaras de las pipas. Comíamos muchas pipas. Comíamos pipas a todas horas. Había parques enteros y cines de barrio enmoquetados con sus cáscaras. Ahora ya casi no se comen pipas. Las palomas del parque ya no hablan conmigo. Y nadie siente dejar este mundo sin probar las pipas Facundo. Tampoco hace ya nadie rimas publicitarias de ese tipo, tan rotundas y efectivas: “¿Qué tal? Muy bien con Okal”. “¿Qué hora es? ¡La hora 103!”. Ahora los publicistas se ponen estupendos, sin darse cuenta de que después hay un comercial que tiene que vender su creatividad de mierda. Recuerdo hace unos años el anuncio de un coche con “ziritione”. ¿Qué era el ziritione? Nada. La ocurrencia de un copy que después no tenía que recibir a quienes se acercaban al concesionario a preguntar: “¿Y este coche tiene ziritione?”. “Claro, ejem, todos nuestros coches tienen ziritione”. “¿Pero qué es exactamente el ziritione?”. “Eh, bueno, sí, la satisfacción que da conducir nuestros coches”. “¿Qué satisfacción: el asiento te masajea el culo, el coche te aplaude si haces un adelantamiento correcto…?”. “No, je, je, eso si quiere puedo hacerlo yo cuando usted lo pruebe”. “¿Lo primero o lo segundo”. “Lo de aplaudir, claro”. “Pues vaya”…
Tiene que ser en todo caso difícil ser publicista en estos tiempos, competir contra tantos hombres y mujeres-anuncio, que trabajan gratis, que pagan en realidad por pasear sus camisetas con las marcas —LEVIS, NIKE, ESPAÑA…—, en letras que vería hasta Rompetechos con conjuntivitis.
Pero estábamos hablando de la basura. Ahora, si nuestros hijos tiran un papel al suelo los obligamos, como buenos ciudadanos que somos, a recogerlo y a llevarlo a la papelera; o al contenedor azul. Bueno, si el papel está sucio, ¿va al azul o al orgánico?… Da igual, la basura está, en todo caso, perfectamente clasificada y las aceras limpias de cáscaras y de plastones de chicles. Todo está bajo control. ¿Todo? ¡No! En realidad generamos más porquería que nunca. Cartón, plástico, plástico para envolver el cartón, cartón para envolver el plástico que envuelve al cartón… Y la guardamos bajo la alfombra, en los vertederos, que ahora se llaman centros de tratamientos de residuos, o enviándola a África, donde junto a las minas expoliadas de coltán se levantan montañas de inmundicia electrónica, contaminante y cancerígena. Un crimen perfecto y circular. La mierda, en todo caso, acabará por comernos a todos. El principal problema de la humanidad en el siglo XXI será la basura (aparte de Albert Rivera o Pablo Casado, quien, por cierto, propuso un plan Marshall para África; para mí que se refería a eso, a enviarles comida caducada y ordenadores descacharrados).
Hablando de electrónica, hace unos días aparecía en el telediario una horda de adolescentes a los que sus padres llevaban a la estación para viajar rumbo a un festival veraniego de música. Y los abnegados progenitores sacaban de los maleteros de sus coches para meterlos al del autobús los equipajes, en los que a los “mochileros” no les faltaba de nada: ordenadores portátiles, consolas, palos selfie, aparte de sillas y mesas de camping, tablas de surf… Tenemos artefactos, con sus envoltorios y su ziritione, para todo: tampones con bluetooth, sandalias con capota para los días de lluvia, gafas inteligentes para picar cebolla… Y no podemos vivir sin ellos. En lugar de irnos de vacaciones nos vamos de mudanza. Nuestra huella ecológica es la de un dinosaurio en vías de extinción. Pero “a mí plin, yo duermo en Pikolín”. Con mucha suerte, acabaremos todos comiendo pipas otra vez. Y sus cáscaras.