Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (con diarios de Grupo Noticias)
Hoy he tenido un sueño muy raro, iba a escribir, pero en
realidad si un sueño no es raro no es un sueño o es una birria de sueño, es la
vida, como decía Calderón de la Barca. La vida es sueño. Vaya una mierda de
teoría. Sería terrible. Imagínense ustedes que se van a la cama después de un
día de trabajo y sueñan otra vez que están ocho horas en la fábrica, o en clase
o con las gafas empañadas por culpa de la mascarilla. Los sueños tienen que ser
raros, caóticos, desordenados, absurdos, se te tienen que caer los dientes, o
tienes que volar o andar desnudo por la calle o tener pendiente una asignatura
de la carrera que acabaste hace treinta años. Si la vida es sueño es mejor no
despertarse, porque lo que nos espera debe de ser un muermo total, una
pesadilla. Igual somos el sueño de un robot, de una máquina, de un logaritmo…
Pero tampoco, porque si fuéramos androides soñaríamos con ovejas eléctricas,
eso no lo dijo Calderón sino Philip K.Dick.
En mi sueño yo iba con mi madre paseando por una
urbanización pija, comparando chalets (esto que cuento ahora entre paréntesis
no lo decía el sueño, pero igual estaba soñando eso porque por fin cumplía otro
sueño que tenía de pequeño —bueno, no, en realidad era una convicción— y era
que cuando yo fuera mayor iba a convertirme en el relevo generacional de
Corbalán en el Real Madrid y con el dinero que ganara le iba a comprar a mi
madre un chalet y le iba a dar cada mes quinientas pesetas, que entonces para
mí era una fortuna. Además de todo eso en nuestro chalet iba a haber un poni en
el jardín).
El caso es que, de repente, en mi sueño, mi madre en lugar
de caminar a mi lado iba montada en una moto pequeñica y se adelantaba, cogía
velocidad, mucha velocidad, y al llegar al final de la calle, no giraba,
continuaba recta y se estampaba contra la puerta de uno de los chalets, ¡pumba!
El golpe era aparatoso, pero mi madre se levantaba, cogía la moto, la plegaba
como si fuera un paraguas, se la metía en el bolso y decía “¡Ay, chico,
últimamente no sé qué le pasa al cacharro este que va fatal!” y seguíamos
andando los dos como si nada, sin hacer caso al enano de jardín que salía del chalet
y que nos pedía los datos del seguro.
Después pasaban más cosas, pero ya no me acuerdo. La muerte debe de ser algo así: estar dentro
de un sueño del que no recuerdas nada. Hay miles de interpretaciones sobre los
sueños. Igual la teoría de Calderón de la Barca tampoco es tan mierdosa y los
sueños son los recuerdos que le arrebatamos a la muerte. Es decir, la vida. En
el documental Urpean lurra de Maddi
Barber, por ejemplo, quienes vivieron en los pueblos inundados por el pantano
de Itoiz mantienen viva la memoria de esa tierra sumergida a través de sus
sueños; o una de las prácticas recurrentes de tortura es privar a los detenidos
del sueño, puede que no tanto, que también, por arrebatarles el descanso
físico, sino por impedirles que su mente se evada, se purifique, se alivie
soñando que está lejos de las garras brutales de esos torturadores, que
personifican a la muerte.
No tengo, por lo demás, ni idea de si mi sueño tiene algún significado (por ejemplo, la invencibilidad y la inmortalidad de mi madre), pero tampoco trato de buscárselo. Lo mejor de los sueños es su ausencia de lógica, o de lo que nosotros entendemos por lógica. Igual después de alejarnos de los chalets mi madre ya no era mi madre sino Nino Bravo, o al doblar la esquina aparecía Ángel Nieto montado en un poni. Qué más da, en el sueño todo tenía sentido. Espero que en esta columna también, aunque de eso no estoy tan seguro. Igual la he soñado.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para el magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 28/11/2020
A menudo a quienes llevaban las tiendas de chuches no
parecían gustarles mucho los niños. Uno no sabía si eran ya así antes de
dedicarse a ello, lo cual parecía una contradicción, o si había sido el transcurso de los años lo
que los había convertido en personas desconfiadas e impacientes, después de ver
a legiones de niños y niñas ejerciendo sus primeras prácticas de economía
doméstica y recorriendo vacilantes y nerviositos perdidos el mostrador de una
esquina a otra: “Uno de estos… otro de aquellos…”. A algunos de aquellos tenderos
la amargura hasta les había esculpido el rictus y eran conocidos entre la
chavalería con apodos como la Bulldog o el Herodes.
En un escalón superior estaban ya los encargados de las
salas de juegos, a los cuales la aspereza del carácter se les presuponía ya
asociada al cargo (yo, de todos modos, no frecuenté mucho aquellas salas, que las
recuerdo algo sórdidas, tal vez porque la única a la que fui alguna vez era una
catacumba a la que se accedía por unas escaleras estrechas, al final de las
cuales te esperaba un mundo nuevo y peligroso: chicos con cara de malotes y
ademanes machirulos jugando al billar o al futbolín; humo de cigarrillos
Fortuna —cuál si no— flotando en el ambiente; marcianitos que hacían bip-bip y
se multiplicaban exponencialmente; duros que las ranuras de las máquinas de
petaco se tragaban insaciables mientras sonreían como hienas, enseñando sus
dientes de neón; y, por supuesto, aquellos encargados que parecían más bien
boquis, funcionarios de prisiones de alta seguridad y que detrás del mostrador
guardaban siempre una barra de hierro).
Y estaban también, en el mismo gremio, los vigilantes de
jardines, a los que llamábamos los japis,
otra contradicción, porque sus días eran de lo más infelices, los pasaban
persiguiendo a los chavales que tirábamos bolas de nieve a los autobuses desde
las murallas o nos arrojábamos de cabeza sobre los túmulos de hojas muertas que
los barrenderos amontonaban en otoño, desarbolándolas. “¡Qué viene el japi!”, gritábamos cuando los veíamos llegar con la vara en alto.
Con el tiempo los japis y sus boinas
verdes, como de guardia civil para niños, desaparecieron, seguramente porque
alguien se dio cuenta de que si no había japis
a los niños ya no nos hacía gracia romper las farolas a pilongazos.
Pero también había vendedores de chucherías joviales,
dicharacheros, vocacionales, como el Mesié, que tenía su tiendita en el
mismísimo patio del colegio, en un agujero que se abría milagrosamente en la
pared de un frontón y desde el que canturreaba canciones francesas mientras
despachaba chicles Cosmos (los que sabían a regaliz negro, al menos durante los
primeros diez segundos) o Cheiw (“¿Tiene chicles?” “¿Cheiw?”, “No, deme
chinco”), plutones (aquellos sobre sorpresa, una especie de lotería infantil,
de iniciación en la ludopatía) o pastas de canela y azúcar glass (que a mí me
parecían deliciosas hasta que alguien me dijo que los tenderos meaban en una botella
por no salir de sus kioskos, y entonces yo cada vez que cogían una de aquellas
pastas me imaginaba que segundos antes habían sostenido su pajarito, el canario
al que acababan de cambiar de agua, con los mismos dedos).
O como El Moreno, que desde su kiosko junto a la Plaza de
Toros tiraba al arrebuche cada viernes caramelos u organiza carreras y premiaba
a quienes las ganaba con alguna bolsa de pipas. El Moreno era un adelantado, un
intuitivo y potencial experto en marketing. Y, tal vez sin pretenderlo, ayudaba
con sus métodos a subsistir a la competencia, porque también había chavales que
nunca ganaban las carreras o que preferían, antes que revolcarse por el suelo
mojado y pelear con los demás para llevarse gratis al bolsillo un caramelo,
pagarlo en la Bulldog o en Chucherías Herodes.
Las tiendas de chuches eran, en fin, un mundo, o el mundo mismo, el mundo que nos aguardaba.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 14/11/20
El otro día me mordió un perro el culo. La sangre no llegó a
la acera porque como soy de complexión tirillas y tengo el culocarpeta el
hijoperra no pilló chicha. Me quedé, de todos modos, dolido. Psicológicamente
hablando. Yo me había fijado en el chucho desde unos cuantos metros antes de
llegar a él. Parecía un perro muy salado. Una mezcla de labrador y pastor
vasco. Al pasar a su lado le miré a los ojos con simpatía. Y seguí caminando.
Fue entonces cuando él me atacó. Por la espalda y ladrando estrepitosamente,
como si además de herirme quisiera humillarme, que todo el mundo lo supiera. El
perro, por suerte, era un poco lelo o el día que explicaron en la escuela de
adiestramiento lo de perro ladrador poco mordedor no fue a clase, de modo que
solo noté sus dientes rozándome la escurrida nalga y su hocico poniéndome el
pantalón hecho un asco de babas. Además,
aunque no tenía el preceptivo bozal, su dueño al menos llevaba a la fiera atada
y pudo retirarla de un tirón antes de que encontrara otras partes blandas.
—Uy, perdón, no suele hacer esto —se excusó, tan azorado que
a mí hasta me dio pena.
—Nada, nada, que no me ha hecho nada —dije, como si la
víctima fuera él, sin darme cuenta de que ese “suele” en realidad quería decir
que, por lo menos alguna otra vez, sí debía de haber mordido o intentado morder
a alguien.
Todo eso lo pensé después. Siempre se nos ocurren después
las cosas que debíamos haber hecho o dicho. También pensé después, y eso fue lo
que me afectó psicológicamente, qué fue lo que llevó a ese perro a atacarme.
Era injusto. Yo no le había hecho nada. ¿Qué vio en mí para sentirse amenazado?
¿En el mundo de los perros soy un tío chungo? (La relación con ellos, a lo
largo de mi vida, ha sido de hecho complicada. Una vez, de niño, un perro lobo
vino corriendo hacia mí por las pasarelas de Pamplona y yo aterrorizado decidí
tirarme de cabeza al río. Para más inri, era verano y apenas corría un palmo de
agua. Otra vez un uno de esos dogos enormes intentó violarme en Salou. Y otra,
hablando de daños psicológicos, fue Miguel Bosé quien lo intentó; en un sueño, eso
sí, es decir, en una pesadilla, aunque aquellos a quien se lo contaba me decían
“¿Miguel Bosé? Qué suerte” —eran otros tiempos— y yo no entendía nada).
El caso es que, volviendo al primer ataque perruno y tratando de buscarle una explicación elaboré
la siguiente hipótesis: yo iba aquel día vestido de negro, con gorra y con mi
también preceptivo bozal, es decir, mi mascarilla. Me imaginé, retomando la
idea anterior, que a aquel perro
efectivamente lo habían llevado a una escuela de adiestramiento. A alguna para
proteger tu casa de los ladrones y de los okupas. Hay una preocupación terrible
últimamente con los okupas (que es inversamente proporcional a la que hay por
los desahucios). Hablan a todas horas en la tele de los okupas (y después ponen
los anuncios de Securitas). Ya no puedes bajar tranquilo a comprar el pan
porque cuando vuelvas a casa habrá un okupa comiéndose un bocata de mortadela en
tu sofá—aunque sea con pan duro—… Total que, pensé, no debe de ser extraño
que en las academias de adiestramiento canino enseñen a los chuchos a
convertirse en asesinos de okupas. “¡Ataca, Tobi, ataca!”, y el muñeco que hace
de okupa va vestido de negro, con gorra, enmascarado y con una camiseta de Lendakaris
Muertos.
El perro, en definitiva, había intentado morderme el culo de acuerdo con un reflejo pavloviano. Lo cual, por otra parte, en cierto modo lo excusaba. Lo terrible de toda esta historia, y a lo que yo quería llegar, es que entonces a quien convertía en culpable era a su dueño. El perro era una prolongación de su dueño. Y a su vez a este había otros intentando ponerle la cadena, adiestrándolo para lanzar mordiscos indiscriminadamente a todo el que se mueva, a todo el que lleve una camiseta negra, a todo el que te mire a los ojos. Cada vez hay más perros guardianes en las calles, y en los telediarios, en el Telegram, incluso en las barricadas… Adiestrados para morder, para morderse entre ellos o a sí mismos. De momento no han pillado chicha, pero ya empiezan a dejar todo lleno de babas. Eso fue lo que pensé, mientras me rascaba dolorido mi culocarpeta.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para semanario ON (diarios Grupo Noticias)
Nadie es perfecto. Que lance el primer estornudo quien no haya olvidado alguna vez la mascarilla al salir de casa o del coche o al levantarse de una terraza. Yo, lo confieso, una vez me estuve paseando por un supermercado a boca descubierta durante casi veinte minutos. Nadie me dijo nada. Por encontrarle el lado positivo a mi despiste, me agradó darme cuenta de que en realidad no hay tantos policías de balcón —o de pasillo de supermercado— como parecía durante el confinamiento. Los policías de balcón eran en realidad los notas de siempre, la excepción, malasombras que, puesto que días antes habían acaparado el papel higiénico, necesitaban después cagarse todo el rato en alguien.
No me
enorgullezco de todos modos de esos veinte minutos de libertad o de
inconsciencia. En cuanto me di cuenta,
tuve tal sentimiento de culpabilidad y de vergüenza que estuve media
hora más de la necesaria paseándome por los pasillos del súper, ya
protocolariamente enmascarado, como si de ese modo pudiera hacer entender a
quienes me habían visto antes que yo no era un negacionista, un
supercontagiador o un novio de la muerte
—o de que no tenía un póster de Bolsonaro,
de Rocío de Mer o de Hitler en mi cuarto—. Todo eso con la mejor de mis sonrisas, es
decir, achinando los ojos para que se noten bien las patas de gallo. La
mascarilla ha impuesto nuevos lenguajes gestuales. Con sus inconvenientes y sus
desventajas. A los gafosos, por ejemplo, nos cuesta más disimular los bostezos,
porque se nos empañan delatoras las gafas. Si además de gafosos somos feos, eso
sí, salimos en parte —nunca mejor dicho— beneficiados, porque ahora solo somos
mediofeos. Las barberías me imagino que estarán perdiendo clientes. Y también
los fabricantes de enjuagues bucales. El mundo y las costumbres, en fin están,
cambiando. Una película de hace un año, con gente abrazándose, nos parece una película de época; las
comedias románticas y sus inocentes besos, porno duro; un concierto con el
público desparramando sudor y felipones, el ritual de un suicidio colectivo.
A la vez, no
terminamos de adaptarnos a los nuevos tiempos y delante de una mampara de
protección siempre buscaremos el lateral o el hueco que queda libre para hablar
a quien nos atiende desde el otro lado. Preferimos, en lugar de creer que todo
esto quizás se prolongue pero algún día volveremos a nuestra vida anterior,
apreciar señales de apocalipsis en las ciclogénesis explosivas, los enjambres
sísmicos o en ese anuncio en el que Bisbal hace gorgoritos para anunciar
yatekomos.
“¡Vamos a morir todos!”, gritan algunos (bueno eso ya lo sabíamos, lo correcto sería decir “¡Vamos a morir todos en muy poco tiempo!”, pero esto último solo lo saben los de H&M, a juzgar por una foto que rula por los grupos de whatsapp en la que se ve una colección de ropa que parecen trajes fúnebres para un funeral cuáquero). “¡Es el fin del mundo!”, hacen el eco otros, y a mí, no sé por qué, supongo que porque lo asocio con esa idea de fragilidad de nuestro planeta o, mejor dicho, de nuestra especie, me viene a la cabeza aquello que se decía hace unos años: si los mil millones de chinos saltaran todos a la vez alterarían el eje de rotación de la tierra. Lo cual en realidad no sé muy bien qué tipo de consecuencias catastróficas tendría: ¿las agujas de los relojes saltarían a nuestras yugulares convertidas en espadas asesinas?, ¿el mundo se convertiría en un gran Delorean?, ¿impactaríamos contra un planeta desconocido con el rostro de Trump o de José María Aznar esculpido en su corteza? Sería, esta última, una muerte horrible. Por suerte, inmediatamente después pienso que siempre habrá algún chino descordinado que pierda el paso de sus compatriotas y salte un poquito antes o un poquito después que todos los demás, fastidiando el experimento, un chino patoso que salve de ese modo a la humanidad. Nadie, por suerte, es perfecto.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 19/09/20
La cola era larga (vaya, había pensado escribir un artículo de prosa poética, pero me parece que esta no es una buena manera de arrancar. Probemos otra vez). Había cola cuando llegué al concierto de Anari, en la Taconera de Pamplona (mejor). Unas vallas y algunos chalecos fosforitos separaban el escenario de aquellos que, una vez completado el aforo, finalmente nos quedamos fuera. Pero tuve suerte y entre los setos que rodeaban la zona encontré un caminito que conducía hasta un pequeño y escondido jardín, con dos bancos, uno de ellos libre —el otro lo ocupaban tres veinteañeros—, desde el que se escuchaba la música pero no se veía a los músicos.
Era muy extraño.
Todo es extraño,
últimamente.
Así que me senté
allí, cerré los ojos y me dejé hipnotizar por el temblor en la voz de Anari.
Imaginé, esta vez, que a sus espaldas la estatua de Julián Gayarre le hacía los
coros con su garganta de diamante y su pecho hecho añicos, en otro escenario,
mientras pescaba perlas.
Después llegaron
los murciélagos.
Los días eran ya
más cortos y las noches más frías.
Recordé cuando
era niño y allí mismo, en la Taconera, anudábamos los jerseys y los tirábamos a
lo alto y los murciélagos, burriciegos, se arrimaban confundidos a ellos.
Luego Anari cantó
Orfidentalak y yo me estremecí, al menos hasta que las notas del piano
fueron sustituidas por el tintineo de los vasos y las risas desenmascaradas y
las conversaciones tontilocas que llegaban desde el Café Vienés.
Para entonces
era ya de noche. Frente a mí los veinteañeros del otro banco fumaban marihuana
y se poliamaban con pereza, solo por el gusto de convertirme a mí en un viejo
verde, ignorando que antes que ellos yo también y otros cientos de adolescentes
pamploneses regamos la piedra de su banco con el caldo de nuestros corazones
salvajes y hambrientos.
Cuando acabó el
concierto regresé a la parada del autobús atravesando el casco viejo, me comí
un frito de huevo en el Río, en el televisor el telediario hablaba de Messi, varias
personas miraban pasmadas la pantalla y yo me acordé otra vez de aquellos
murciélagos de mi niñez, revoloteando alrededor de un jersey.
Después, cogí la
villavesa. Durante el trayecto leí, presbicioso perdido, un artículo de Noam Chomsky en el que se
cuestionaba si la vida humana sobrevivirá a las decisiones de algunos payasos
sociópatas. Y unas páginas de la última novela de Beñat Arginzoniz, titulada La ciudad del fin del mundo.
Todo parecían señales del apocalipsis. Cené, de hecho, brócoli frío y después,
cuando por fin me tumbé en el sofá, la tierra tembló, como si Pachamama
tarareara una canción de Anari.
Todo es muy extraño últimamente. Pero todavía hay quien escribe canciones hermosas, como Orfidentalak, y buena poesía (o prosa poética, esta de verdad), como Beñat Arginzoniz. Todavía hay ancianos que pasean cogidos de la mano. Todavía, cerca de las vallas que cortan el paso hay caminos escondidos por los que seguir adelante. No, esto no es el fin del mundo, solo el del verano. El contador del Río todavía solo marca menos de un millón de fritos de huevo.