Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 07/08/21
“Lo que pasa en Basque Abentura se queda en Basque Abentura”. Esa era la consigna entre los trabajadores del conocido parque temático. Hasta que uno de ellos rompió el pacto de silencio y destapó la verdad: bajo la amable apariencia de Txuletontxo, Txakolina o Txistorrón, las mascotas de Basque Abentura, se escondía un mundo subterráneo de alcohol, drogas, orgías… y una siniestra trama de delincuencia organizada y economía sumergida.
Aimar Ahmed Gonzalvo, ese era el nombre del “txibato”; también conocido como Kokotxo, el personaje al que daba vida en el parque, uno de los preferidos de los niños. Fue él quien subió a Instagram el vídeo en que dos de las mascotas más emblemáticas de Basque Abentura aparecían practicando sexo oral, mientras varios de sus compañeros las jaleaban.
La escena tenía lugar en uno de los túneles que atraviesan el subsuelo del parque, una auténtica ciudad subterránea diseñada para albergar los conductos de ventilación o el intrincado cableado de las atracciones (como el Patxaranazo, la interminable caída libre con forma de botella, o el Txalaparta Speed, la vertiginosa montaña rusa); túneles que los trabajadores de Basque Abentura utilizaban como refugio donde tomar un respiro durante sus maratonianas jornadas de trabajo.
Un testimonio anónimo “Metíamos muchas horas y nos pagaban muy poco”, declara uno de dichos trabajadores, que prefiere ocultar su identidad, “pero la empresa nos compensaba haciendo la vista gorda con las drogas. A veces eran ellos mismos quienes nos las ofrecían. Era una manera de aguantar el ritmo. En verano, por ejemplo, empezábamos a currar a las once de la mañana y no acabábamos hasta pasada la medianoche”, explica.
Tal vez por eso Basque Abentura también miró para otro lado cuando algunos de sus trabajadores comenzaron a pernoctar en los túneles, o no hizo demasiadas preguntas sobre el pasado de estos (después de todo, no resultaba tan sencillo encontrar a personal dispuesto a pasar jornadas de catorce horas bajo un disfraz en el que la temperatura se acerca a los 45 grados). Algunos de esos trabajadores, de hecho, según se supo después, eran delincuentes buscados en varios países, los cuales encontraron en Basque Abentura una especie de legión extranjera en la que alistarse para borrar sus crímenes. ¿Quién podía sospechar que bajo la entrañable apariencia de Txuletontxo se ocultaba un asesino en serie?
Txakolina fumando crack El joven Aimar Ahmed Gonzalvo, Kokotxo, por el contrario, no soñaba como sus compañeros con convertirse en un gran jefe del narco o un traficante internacional de armas. Él aspiraba a ser actor. Todavía no está muy claro si compartió en Instagram su vídeo de una manera inocente, o fue una venganza. “A veces se mostraba irritable”, revela nuestro confidente. “Lo habían sancionado en varias ocasiones por su comportamiento. Una vez le dio una colleja a un niño que mordió su disfraz de kokotxa, y también había tenido trifulcas con varios compañeros, a los que reprochaba su falta de vocación artística”.
Sea como fuere, su vídeo se convirtió rápidamente en viral. Y tras él aparecieron más. Txakolina fumando una pipa de crack. Txistorrón trazando eses… En uno de ellos, tras la imagen de un grupo de trabajadores haciendo desnudos el trenecito, se aprecia una pintada en la pared: “Kokotxo, txibato, los días que te quedan son una cuenta atrás”. Solo una semana después, cuando la policía irrumpió en uno de los túneles de Basque Abentura, encontraron el cadáver del joven actor Aimar Ahmed Gonzalvo flotando en una caldera de agua hirviendo. Todavía quedaban pegados a él restos de su traje. Su traje de Kokotxo.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 10/07/21
Vale, yo soy, jurídicamente hablando, un iletrado, un analfabeto,como Pablo Casado, pero me quedé patidifuso el otro día cuando leí una noticia que decía que Tribunal Superior de Justicia de Madrid había rechazado una querella contra Rocío Monasterio, la pija macarra esa de Vox, porque consideraba que el presunto delito de falsificación que había cometido había sido tan burdo que no colaba. Es decir, para poder llevar a cabo un proyecto, la susodicha presentó al Ayuntamiento de Madrid un sello falso del colegio de aparejadores, pero -dicen los jueces- el timo era tan perceptible a simple vista que no inducía a error y por lo tanto no existía delito de falsedad documental. Cágate lorito. Es como si yo me salto un STOP, me para la Guardia Civil y cuando me piden el permiso de conducir les enseño el carnet de los jóvenes castores. “Ah, si es usted lector del Don Miki, siga, siga, caballero”, me permitirán amablemente, sin duda, proseguir mi camino. O como si monto un estudio de tatuaje y estampo en la piel de mis clientes calcomanías. “Ah, se siente, estaba claro que os estaba tangando”, me defenderé cuando ellos reclamen. Estoy pensando incluso en atracar un banco con una pistola de agua, si, por lo que sea, la cosa sale mal, siempre puedo alegar que he comprado mi arma en los chinos, como es bien perceptible por su color verde fosforito, incluso puedo dispararle, como prueba irrefutable, al señor juez un chorrito de agua en la cara y él tendrá que tragar. Por la misma regla de tres, de hecho, me pregunto si esa decisión judicial no es también tan burda y la tomadura de pelo tan clara que carece igualmente de valor legal.
Casi al mismo tiempo que la sorprendente, desde mi ignorancia, sentencia, corría por las redes sociales un vídeo en el que se veía a la susodicha Rocío Monasterio paseándose chulescamente por el madrileño barrio de Lavapiés y en el que unos jóvenes desde una terraza se lo reprochaban y le decían que se largara, que ella allí no pintaba nada y que ese era un barrio trabajador, a lo que Monasterio respondía desafiante y sarcástica: “Sí, sí, ya veo, seguid trabajando”. En la mente de esta señora un trabajador no tiene derecho a la libertad -es decir, a tomarse una caña-, es un esclavo de un ingenio azucarero que debe estar produciendo las veinticuatro horas del día, y al que ella, terrateniente y cayetana, pasa revista.
En otra terraza de Madrid picaba yo
algo precisamente hace unos días (entre las cazuelas una bautizada
Ayuso, “en reconocimiento a su apoyo al sector de la hostelería”,
rezaba la carta) mientras a mi lado otra pija ahogaba sus penas en
alcohol y las desahogaba después escupiéndoselas a sus amigos, que
escuchaban estoicamente sus lamentos por un amor despechado. Costaba
creer que alguna vez había querido a la persona de la que hablaba,
pues se refería a ella con cariñosos apelativos como mediocre,
pigmeo, gilipollas… Aunque la guinda del pastel fue cuando dijo que
siempre había sido un paleto de provincias, “un puto paleto de
provincias”, remarcó, en un alarde de refinamiento y
cosmopolitismo. Recuerdo que me pregunté si esa chica con el corazón
partido y podrido votaría a Monasterio, o a Ayuso, o a algún otro
partido nacionalista, aunque no sé, porque después de sus lamentos
amorosos comenzó con otros de carácter laboral y dijo que trabajaba
en PRISA. En fin, era todo tan burdo…
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias)/ 26/06/21
Anteayer habré tenido el honor (perdón por el pequeño sindiós de los tiempos verbales, pero este artículo se entrega con unos días de adelanto) de ser el último invitado del programa “Iflandia” de Radio Euskadi, que comandan Kike Martín y Félix Linares, y que ha sido durante años ese territorio “donde lo imposible se hace posible” y en el que muchos de quienes nos dedicamos al a veces ingrato mundo de la cultura hemos encontrado acogida y refugio, mientras en otros lugares nos daban con la puerta en las narices o ni siquiera sabían que existíamos.
El gran Kike Martín se jubila y con él su querida “Iflandia”. No es la única jubilación que ha tenido lugar durante estas últimas semanas entre históricos de la radio pública: en Radio 3, por ejemplo, también dejaremos de disfrutar de periodistas como Julio Ruiz, después de cincuenta años de su “Disco Grande”, de Javier Tolentino y su referencial programa sobre cine “El séptimo vicio” o de José Miguel López y su “Discópolis” (“una escuela de cultura y hermamiento entre pueblos, además de una fuente de placer” como lo definía en una red social la bibliotecaria -ella también de referencia- Villar Arellano).
No conozco los
detalles, pero en algunas de las declaraciones que he leído se deja entrever que
estas jubilaciones no han sido precisamente voluntarias, a pesar de lo cual los
afectados las diculpan deportiva y generosamente diciendo que hay que dar paso
a los jóvenes.
Y da pena,
porque todos ellos están en todavía en plena forma: en el mundo de la cultura
la maestría se adquiere por acumulación y la experiencia es mucho más que un
grado, siempre que uno no se acomode ni pierda la curiosidad, como es el caso;
o como añadía Villar Arellano: “Un país que
desprecia la experiencia y antepone el relevo por encima de la sabiduría se ve
abocado a la autocomplacencia y a la mediocridad. Quizá lo llamen innovación,
reformulación, nuevas sinergias… o algún anglicismo de nuevo cuño, pero es un
paso atrás: es perder perspectiva, amplitud y crítica”.
Dar paso a los jóvenes está muy bien, criaturas al poder, como cantaban Eskorbuto, es lógico y ley de vida, son ellos los que tienen que venir a ponerlo todo patas arriba, pero no lo es tanto que para eso haya que desaprovechar todo un caudal de sabiduría y experiencia del que esos mismos jóvenes pueden beber, aunque sea después para vomitarlo. Si es que realmente ese -el relevo generacional- es el verdadero motivo, porque también cabe la sospecha de que estas jubilaciones en realidad sean una manera de ir acotando esos pequeños refugios en las ondas a través de los cuales la cultura minoritaria, los artistas emergentes o las propuestas a contra corriente de las modas y las exigencias del mercado pueden respirar.
El Gobierno de Navarra, por otra parte, y ya que hablamos de radio, acaba de conceder hace unos días una licencia a la emisora Radio Marca, un faro de la cultura, como todos sabemos, tras un concurso que inicialmente estaba reservado a asocionaciones sin ánimo de lucro y que pasó después a dirigirse a radios comerciales, todo ello en detrimento de emisoras libres o comunitarias como Eguzki Irratia. A este paso -a mi me pasa a menudo, en realidad- cada vez que encendamos la radio, por mucho que movamos el dial lo único que vamos a oír va a ser: ¡Gooooool! Pero el gol será en propia puerta.
Una presentación junto con (de izquierda a derecha, Oscar Aibar, Manuel Vilas, Vicente Muñoz y David González)
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias)
A menudo los juntaletras nos ponemos estupendos, por ejemplo
a la hora de explicar por qué hemos escrito tal o cual libro. “He hecho una
reflexión sobre la soledad”, “Este libro ha sido una purga del corazón para
mí”, “Quería escribir la gran novela sobre el Rock Radikal Vasco”…, decimos,
acariciándonos el mentón como si fuera un gato siamés. Pero lo cierto —al menos
en mi caso— es que muchas veces lo que te lleva a escribir un libro suele ser un
detonante mucho más mundano: una conversación escuchada en el autobús, una
noticia breve del periódico —“Detenido por orinar en un coche patrulla”,
“Pigcasso, la cerdita que vende cuadros por ocho mil libras”—, etc.
En el caso de mi última novela, Chuchería Herodes, el protagonista decide presentarse a un concurso
de preguntas y respuestas de la tele. Suelo ver todos los días uno de ellos
mientras preparo la comida. Me entretiene. El propio concurso y también las
divagaciones que hago sobre los concursantes: ¿Por qué habrán decidido
participar? ¿Necesitarán urgentemente el dinero? ¿Cómo eligen la ropa que llevan
puesta? ¿Y por qué no se les dibujan corronchos de sudor en la camiseta?…
Una buena manera de encontrar respuestas a esas dudas
existenciales es hacer caso a mi compadre Kutxi Romero, quien dice que para
saber qué piensa sobre algunas cosas tiene que escribirlas. Así que ahí estaba
yo, escribiendo una novela sobre un personaje que se presenta a un concurso de
la tele (se dio, además, la feliz casualidad de que, mientras trabajaba en esa
novela, en el concurso hicieron una pregunta referida a mi anterior libro, Tratado de hortografía, que tiene por
protagonista al mismo personaje de Chucherías
Herodes, con lo cual vi en ello una señal de las musas).
O sea que acabé el libro, este se publicó… Y entonces fue
cuando me enteré de qué iba realmente. En las entrevistas y en las presentaciones.
Eso algo que también me suele pasar, que me gusta y que a la vez me da mucho
asco. La parte que peor llevo. Las presentaciones, digo. El escritor mexicano Heriberto Yépez contó una
vez que los lectores van a las presentaciones para comprobar lo torpes y lo
mamones que son los escritores. No sé si será para tanto, pero en mi caso creo
que sí queda claro en ellas que soy una persona tímida, rara y con poquita voz.
Igual lo que tengo que hacer, en lugar de acariciarme el mentón, es acariciar
un gato siamés, uno de verdad, como me recomendó una vez un escritor al que sus
apariciones en público se le dan de maravilla (sus libros, por el contrario,
son una puta mierda, qué le vamos a hacer).
¿Y por qué cuento todo esto? Porque la idea para escribir este artículo se me ocurrió precisamente por otra tontería, dándole vueltas a lo sucedido en una de esas presentaciones, en la que tuve la impresión de no estar muy afortunado. Me imaginé a un escritor que se boicoteaba a sí mismo (o a su editorial, con la que tiene algún conflicto). El escritor de mi artículo se esmeraba en sus presentaciones en convencer a sus lectores de que no compraran su libro, se mostraba en ellas como un auténtico mamón, despreciaba a su público… Todo lo cual, sin embargo, provocaba el efecto contrario: de ese modo atraía a más lectores, la gente sentía más curiosidad sobre su libro, este se convertía en un best-seller… Eso en realidad era sobre lo que quería escribir hoy. Pero me ha salido esto otro. Quizás me guarde la idea para una novela o un cuento. No sé. No lo tengo muy claro. Ya me enteraré cuando lo publique.
Publicado en RUBIO DE BOTE, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 15/05721
Me da la impresión de que últimamente solo escribo gansadas. Pero luego escucho el último disco de Robe, cuando canta eso de “Todo lo que te hace sonreír me vale la pena” y a mí también, a mí también me vale la pena.
Hace unos días se murió el Risitas. Se acuerdan
de él ¿verdad? ¡Cuñaooo! Ramoneando en internet encontré un vídeo en el que el
Risitas no es que no se riera, es que transmitía una tristeza insondable. Al
parecer, pasó los últimos años de su vida en un asilo, enfermo. En el vídeo en
cuestión regresaba a ese asilo, tras una visita al dentista.
“¡Enseña los dientes nuevos!”, le decía alguien,
y entonces el Risitas abría la boca y aparecía una dentadura nueva, completa,
resplandeciente, tan perfecta que se diría irreal, o que se confundía con un
meme, un filtro del móvil. Estaba hasta guapo, el Risitas. No parecía él.
“¡Di un cuñaooo!”, le jaleaba el mismo pelma de
antes.
Y entonces el Risitas repetía esa expresión que lo había hecho famoso y que había pasado a formar parte, con su particular entonación, del vocabulario y la gestualidad populares, lo mismo que los “no puedor” de Chiquito de la Calzada o el “It´s very difficult todo esto” de Rajoy (me pregunto qué pasará con esas muletillas dentro de unos años, cómo languidecerán, o de qué modo sobrevivirán cuando ya nadie las vincule con sus creadores; la vida de algunas palabras es ciertamente apasionante, por ejemplo, ¿quién era la tal marimorena?; o ¿sabían ustedes que ramonear, que quiere decir pacer, triscar aquí y allá, no debe su etimología a ningún ocioso Ramón sino que deriva de rama? ¿O que la expresión “salvados por la campana” no es un término pugilístico, sino que se explica porque antiguamente se enterraba a los muertos con un cordelito atado por un extremo a un dedo y por otro a una campanilla, ya que se daban muchos casos de personas que resucitaban, a las que se les había dado por muertas sin estarlo?).
La cuestión es
que cuando el Risitas entonaba ahora su famoso “cuñaooo” este sonaba raro; daba
incluso un poco de tirria en boca —nunca mejor dicho— de ese nuevo Risitas
profidén; no tenía, en definitiva, ninguna gracia, algo de lo que el propio
Risitas se daba cuenta inmediatamente y que le provocaba un abatimiento
terrible: se le veía en el vídeo con los ojos brillantitos, conteniendo las
lágrimas, consciente de que el dentista le había robado el alma, había matado
al Risitas a golpes de electrobisturí…
Me pregunto quién
lo habría convencido de ese suicidio, qué le habría prometido: ¿turrón del
duro, novias, portadas del Hola? Pues bien, ahora el Risitas podía comerse un
chuletón, pero ya no podía contar chistes, ya no veía a su alrededor a la gente
sonriendo, sino sintiendo lástima por él.
Y eso lo mataba.
Más vale que al menos le habían dejado la campanilla a mano, pues minutos
después el Risitas aparecía en el mismo vídeo sin dentadura (era, pues, postiza)
y explicaba que con ella sentía mucha fatiga, se veía muy raro, no era él…
Y tenía razón, el
Risitas. ¿Acaso hay algo más
gratificante que alegrar la vida de quienes te rodean? ¿Qué te queda si te
arrebatan eso?
Del mismo modo he llegado a la conclusión de que yo nunca escribiré columnas que cambien el curso de los acontecimientos, enciendan la mecha de revoluciones, se estudien en las facultades de periodismo, reciban premios o demandas —bueno, esto nunca se sabe—, pero si al menos consigo que alguien al leerlas, al leer estas gansadas, sonría, me vale la pena. ¡Cuñaoooo!