En su último trabajo, «Tratado de hortografía» (sí, con hache), recién publicada por la editorial Pamiela, el escritor y colaborador de GARA Patxi Irurzun (Iruñea, 1969) firma a través de una historia pequeña, cotidiana y actual una novela que rememora, sin caer en la nostalgia, el Rock Radikal Vasco. Hacen cameos Evaristo, Eskroto y Mahoma, pero esta obra es, por encima de todo, literatura
Miren Lacalle/Iruña
¿Quién no recuerda a Las Tampones, aquel grupo punk de los 80, y su canción “Estamos contra las reglas”? Aquella que interpretaron en horario infantil en un conocido programa de televisión, con el consiguiente y monumental escándalo… Un momento, ¿pero esas no fueron Las Vulpes y su tema “Me gusta ser una zorra”? En “Tratado de hortografía” (Pamiela), la última novela de Patxi Irurzun, el escritor txantreano recuerda, en un refrescante kalimotxo literario en el que se confunden realidad y ficción, los años del Rock Radikal Vasco.
Por sus páginas hacen cameos Evaristo, Josu y Jualma de Eskorbuto, Eskroto, Mahoma… Pero que nadie se confunda, “Tratado de hortografía” es, por encima de todo, una novela. Literatura. Que nadie busque en ella una enciclopedia del RRV ni un “Cuéntame” punk. La novela, de hecho, se ancla con fiereza en la actualidad. El protagonista es una antigua estrella del rock vasco –el cantante de Los tampones– que, a través de un diario, nos cuenta cómo sobrevive décadas después de perder su fulgor a las dentelladas de la vida (la complicada adolescencia de sus hijos, la precariedad laboral o el inevitable balance, al llegar al medio siglo de vida, entre lo soñado y lo obtenido). Todo ello, es cierto, entre inevitables recuerdos de aquellos días de ruido y furia de los ochenta.
¿Cuál fue el chispazo inicial de Tratado de hortografía?
Siempre había querido escribir una novela sobre el rock radikal, que viví con mucha intensidad de chaval: los casettes, los conciertos los fines de semana, que eran como un ritual, como ir a misa, el “Bat, bi, hiru!” de “Egin”, nuestra hoja parroquial… En muchas de mis novelas y cuentos aparece todo eso de un modo secundario, y me apetecía darle más protagonismo. Tenía todo en la cabeza y una frase con la que arrancar: ‘Para nosotros, que no creíamos en nada, el punk-rock fue una religión’, pero cada vez que lo intentaba no funcionaba, quizás porque intentaba hacer la gran novela que, a mi juicio, estaba por escribir del Rock Radikal Vasco, o quizás porque yo no soy músico y todo lo había vivido desde fuera, como espectador. Aunque también es cierto que, hablando con músicos que sí estuvieron en el ajo, me decían que tampoco recordaban gran cosa de esos años, que los vivieron como en una nebulosa, lo cual me hizo sentirme menos intruso.
Y encontró la manera de contar esa historia con un formato de diario, escrito desde la actualidad por una vieja gloria de un imaginario grupo de rock, ¿Los Tampones…?
Sí, empecé a escribir el diario de una forma casi casual, sin premeditación, y pronto me di cuenta de que la cosa fluía –de hecho el diario está escrito en tres meses–, seguramente porque los diarios son un cajón de sastre y me resultaba fácil alternar en él recuerdos de la juventud del protagonista, con la rutina de su vida actual, los conflictos con sus hijos adolescentes, la precariedad en la que vive, el duelo por una muerte muy próxima… En la novela está ese trasfondo de los ochenta, la historia de Los Tampones, su escándalo televisivo (que evidentemente recuerda aquel episodio de Las Vulpes) y todo ello determina la vida del protagonista, pero su historia está contada desde el presente.
Por otra parte, yo ya había escrito un diario, este real, anteriormente, “Dios nunca reza”, y encontré pronto el mismo tono, que me dio entonces muy buenos resultados.
En ese sentido, «Tratado de hortografía» es una novela generacional, porque retrotrae a los 80 pero también nos habla de quienes ahora rondan el medio siglo.
Sí, el libro habla, por ejemplo, sobre la gente que llega a los cincuenta y no ha tenido nunca un empleo estable o un sueldo que supere los mil euros; o de esa violencia oculta que es entrar a los supermercados y comparar los precios de las bandejas de carne y tener que llevarte la más barata y seguramente la menos saludable. Es decir, habla sobre precariedad e invisibilidad. Y se reflexiona también sobre en qué ha quedado todo aquello por lo que peleó esa generación en su juventud, si ha servido para algo, qué errores cometieron…
En el grupo de guerrilla ortográfica en el que participa el protagonista, de hecho, hay un intento un poco patético de encontrar respuestas a todo ello, de ahí también el título, ese error u horror ortográfico que señala todas esas contradicciones.
También parece evidente que hay muchas referencias autobiográficas en ese protagonista: escritor, colaborador en un periódico, bibliotecario…
Sí, bueno, podría hacerme el guay y decir que es un libro de autoficción, que es lo que se lleva ahora, pero yo prefiero decir que es una novela, en las que de toda la vida los autores han nutrido sus historias con sus propias vivencias, con lo que han vivido y con lo que les habría gustado vivir… A mí me habría gustado ser músico, pero tengo menos oído que un orinal, así que me lo invento, y así, por ejemplo, puedo compartir escenario con Evaristo. En el libro hay un momento en el que menciono algo que siempre dice mi madre cuando lee mis cosas: “¡Pero si este eres tú!”, da igual que el protagonista sea una mujer, o mayor o más joven que yo. Y es verdad y a la vez no lo es, es así como funciona la literatura.
Antes ha mencionado «Dios nunca reza», pero esta novela se puede ligar con varias de sus obras anteriores, por ejemplo, las primeras en las que aparece la ciudad imaginaria de Jamerdana.
Así es, recupero Jamerdana, ese compendio de todas las ciudades vascas, y recupero en cierto modo también el tono juvenil y desenfadado de “Ciudad retrete” o “Cuestión de supervivencia”, pero también se puede ligar el libro, por lo que hemos hablado antes, con mis libros más autobiográficos, “Dios nunca reza” o “Atrapados en el paraíso”. Pero es que, además, en él también podemos encontrar mi faceta como escritor de periódicos, porque he insertado, a modo de samplers, fragmentos de algunas de mis columnas…
O está Zarraluki, otro territorio mítico que aparecía en algunos de mis cuentos o en “Pan duro”. El propio grupo de Los tampones ya tenía un precedente en otro relato, “Ultrachef”, o en una radionovela punk que escribí para “Radio Euskadi”. No sé, tengo la impresión de que “Tratado de hortografía” es un libro que da sentido o encauza mucho de lo que he escrito anteriormente, yo creía que de un modo deslavazado. Eso es muy bonito y emocionante descubrir: cómo en realidad lo que has estado haciendo durante todos estos es años era, sin saberlo, una especie de corpus, de organismo literario mayor.
Sorprende esta vuelta a los orígenes, tras sus últimas novelas de género histórico, con las que ha tenido cierto éxito.
Pero incluso con ellas tiene algo que ver, porque el protagonista acaba de escribir una novela de ese tipo, con cierta desgana, y porque esas novelas, “Los dueños del viento” y “Diez mil heridas”, también tienen su componente de novela social, como esta. Por otra parte, también podriamos decir de “Tratado de hortografía”, que es una novela histórica y pretende reivindicar algo como el Rock Radikal Vasco que ha dejado muy poca huella en la literatura si lo comparamos con lo que significó para muchos de nosotros.
¿Recuperará a los personajes en nuevas entregas?
Esa es la idea, porque con este tipo de historias es con las que yo disfruto y me siento cómodo escribiendo, y porque tengo la sensación de que en realidad solo he empezado a rascar en algo que tiene mucho más por debajo, sobre lo que hay mucho que contar y rescatar, en esa nebulosa de los 80. Me gustaría y tengo pendiente hablar con muchos de sus protagonistas, El Drogas, Jimmi de Tijuana, Marino Goñi… Pero también es cierto que este es un libro de kilómetro cero, con una historia local, una editorial de casa, y un libro, por tanto, que va a tener que pelear duro en ese gran circo de la literatura. Habrá que ver qué pasa, si la gente prefiere una lechuga de la huerta o una iceberg del Mercadona. Yo confío, de todos modos, primero, en lo que he escrito, de lo que estoy muy satisfecho, y después en el boca-oreja y en el espíritu fanzinero y maquetero de “Tratado de hortografía”.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 18/07/2020
RRV, o Rock Radikal Vasco. Esa era la etiqueta
que se colgó a aquellos grupos de punk, rock, ska, reggae, que en la década de
los 80 brotaron como bonguis a lo largo y ancho de toda Euskal Herria (Hertzainak,
Eskorbuto, Barricada, La Polla Récords, Kortatu, RIP, Tijuana in blue, Cicatriz…)
y de la que todos ellos renegaban, pero que el tiempo ha demostrado que, cuando
menos, resultaba muy práctica.
La lista y la discografía del RRV son extensas,
pero no sucede lo mismo en cuanto a su bibliografía—al menos comparándolo con la magnitud que para muchos de nosotros tuvo
el RRV en nuestras vidas—. Hoy, y en la siguiente entrega de este club
de lectura de verano, vamos a intentar hacer un somero repaso (no están todos
los que son pero son todos los que están, etc.) a los libros que de una u otra
manera, desde la biografía, el ensayo o la ficción, se han acercado a este fenómeno.
Hertzainak, la confesión radikal
Una de
los primeras obras dedicadas a grupos del rock radikal fue esta biografía oral
que publicaron a mediados de los 90 Pedro Espinosa y Elena López y que se
reeditó veinte años después por la editorial Pepitas de Calabaza, con nuevas
fotos y testimonios, ilustraciones, y con un apéndice final en el que aparece
todo el cancionero de la banda. Hertzainak fue un grupo clave dentro del RRV, que
quizás no tuvo el tirón que han tenido o han mantenido con el paso del tiempo
otros como Kortatu, Eskorbuto o Barricada, pero que fue pionero y en el que
estaba contenida toda aquella explosión de furia y creatividad. Ellos fueron,
por ejemplo, quienes volcaron por primera vez al euskara el punk y el ska. Eran
—puestos a usar etiquetas manidas— los The Clash vascos. Alrededor de Hertzainak
se gestaron las procesiones ateas de Vitoria, las radios libres, el Euskadi
Tropical… Herztainak era una especie de colectivo, un planeta alrededor del
cual giraba otros satélites, otros grupos como Cicatriz, Potato (grupo al que
pertenecían los autores de Hertzainak, la confesión radikal),
Ruper Ordorika, Karra Elejalde —que escribió alguna de las letras de
Hertzainak—, Gamma, el cantante original de la banda, que con el tiempo
acabaría siendo el escritor Xabier Montoia… Un grupo, en definitiva, que
aglutinaba muy bien todo el espíritu rebelde, festivo y combativo de la época y
que se recoge muy bien en este libro, con ese formato de biografía oral, es
decir, en el que no hay un narrador sino que aparecen diferentes personas que
han tenido relación con la banda y que van contando sus vivencias y recuerdos
relacionados con ella.
Eternas cicatrices
Una de las autoras de Hertzainak, la confesión radikal, Elena López, lo es también de otro libro pionero, Del txistu a la telecaster, uno de los que abrió el camino en cuanto a un estudio, un recuento, una crónica del rock vasco, que se antojaba de todos modos inabarcable, a pesar de las referencias a decenas de grupos. Quizás los que más presencia tienen en estas páginas son Cicatriz, de hecho el título está extraído de unas declaraciones de Natxo, el cantante del grupo, en las que decía que ellos aspiraban a sustituir el txistu y el tamboril por la telecaster (un modelo de guitarra eléctrica).
Y por seguir el hilo, Cicatriz también tiene su propia biografía, Eternas cicatrices, esta más reciente, de 2016, pero tras la que está el trabajo de toda una vida por parte del autor, Juan Carlos Azkoitia, un fanático de la banda que ha dedicado dos décadas de su vida a escribir este libro, en el que recoge la trayectoria de seguramente el grupo más salvaje de Euskal Herria (recordemos que se formó en un pabellón psiquiátrico o que prácticamente todos sus miembros murieron como consecuencia de las drogas). Cicatriz, después de todo, encarnan la crónica de una década, los 80, y de una juventud que pasó por ella como un ciclón, arrasando con todo y a menudo consigo mismos: heroína, botes de humo, delincuencia… Una juventud inconformista y autodestructiva que, desde luego, no recorrió de puntillas ni mirando para otro lado la época, difícil, convulsa, cambiante que le tocó vivir.
Eternas cicatrices adopta igualmente el patrón narrativo de la biografía oral (aunque recoge además una especie de memorias inconclusas de Natxo Cicatriz) y por sus páginas vemos desfilar, entre otros muchos, a otro de los capos del rock radikal: el comandante Muguruza, de cuyas andanzas en diferentes grupos, como Kortatu o Negu Gorriak , también se han recogido testimonio en algunos libros.
Kortatu
y las pegatinas de los bares
El estado de las cosas. Kortatu. Lucha, fiesta y guerra sucia (2013) fue escrito por los periodistas Roberto Herreros e Isidro López, dentro de una colección llamada Cara B que publicó durante una temporada la editorial Lengua de Trapo, en la que se analizaban discos significativos de diferentes grupos (por ejemplo, el Omega de Morente y Lagartija Nick; o, en el caso de Kortatu, El estado de las cosas, el último del grupo en castellano). Más allá de lo musical, este libro es también un análisis del contexto social y político en el que se compuso el disco, e incluso de las claves que hicieron que surgiera el propio rock radikal vasco. Bernardo Atxaga describe en el prólogo, de una manera muy visual, lo que fue aquella época, resumida en la imagen de algunos bares con las paredes llenas de pegatinas de todo tipo: ecologistas, feministas, presos, radios libres, gaztetxes… “Un maremágnum de cosas y —como escribe el propio Atxaga— afectando a todo, marcándolo todo, la violencia”.
Hay algún otro libro más referido a Kortatu, o, mejor dicho, en este caso a Negu Gorriak, como es Ideia Zabaldu Tour 95, en el que la autora, Garbiñe Ubeda, hace la crónica de una gira del grupo por Europa.
Eskorbuto, demasiados enemigos
Otro de los grupos que ha generado abundante literatura es Eskorbuto (y todo indica que la seguirán generando, a juzgar por la proliferación de pintadas con el nombre del grupo que todavía siguen descosiendo las paredes de muchos barrios y que no creemos que esté haciéndolas alguien de sesenta años). Eskorbuto es, de hecho, quizás el grupo que con el paso del tiempo va adquiriendo más categoría de leyenda, hasta tal punto que, en efecto, la mayoría de sus seguidores son jóvenes que no los conocieron en vida y que nunca estuvieron en ninguno de sus conciertos (Eskorbuto, además, no se prodigaron mucho). Buena muestra del interés que desata la banda son el documental Generación Anti Todo (2018), de Iñigo Cobo, o la anunciada película de ficción Demasiados enemigos de Aitor Gutiérrez que producirá Alex de la Iglesia.
En cuanto a la literatura, el primer libro dedicado a Eskorbuto, después de algunos fanzines y dossieres o del propio periódico que el grupo editó en su maqueta Ya no quedan más cojones, Eskorbuto a las elecciones, fue seguramente Historia Triste, de Diego Cerdán, una biografía bastante completa del grupo, que incluía algunas memorias del propio Iosu Expósito, todas las letras de las canciones, recuerdos de personas que estuvieron próximas a ellos —Fermín Muguruza, Roberto Mosso…—, fotos inéditas o artículos periodísticos de algunos de quienes más y mejor han escrito sobre el rock radikal: Pablo Cabeza, Josu Arteaga, Óscar Beorlegui…
Historia triste se publicó en 2001 y posteriormente aparecerían más biografías, como parafraseando una de las canciones del grupo, Rock y violencia, de Roberto Ortega, que se publicó en tres tomos, o más recientemente La mejor banda del mundo, de Anjel Landa y Crisóstomo Amezaga, un libro que está a caballo entre la biografía y la novela y que además tiene la particularidad de que Amezaga es el fundador de una de las compañías discográficas por las que anduvieron deambulando Eskorbuto: Discos Suicidas; es decir, que los conoció de primera mano y tuvo que sufrirlos, porque los Eskorbuto no se andaban con chiquitas y, por ejemplo, entraron en una ocasión en las oficinas de la casa discográfica para llevarse por la fuerza el máster de uno de sus discos y venderlo a otra compañía.
Publicado en Magazine ON (diarios Grupo Noticias, 11/07/20)
Recuerdo que la primera vez que terminé de leer Las ratas, una de las novelas fundamentales de Miguel Delibes, de quien este año se celebra el centenario de su nacimiento, volví a la primera página y empecé de nuevo el libro. Yo era un niño raro, lector, lo cual agradezco, porque eso me ha permitido juntarme, como hacen las trayectorias de las balas perdidas, con otros niños raros como yo, y así, hace apenas unos meses, Kutxi Romero, el cantante de Marea, lector voraz y por tanto niño rarísimo, me confesó que a él le había sucedido lo mismo con esta novela. Hay libros que deseas que nunca terminen (del mismo modo que hay libros que deseas que terminen en la segunda línea, lo malo es que por lo general estos suelen tener más de seiscientas páginas y vienen prescritos por agentes comerciales que se hacen pasar por críticos literarios; pero me estoy desviando); hay libros que deseas que nunca terminen, decía, ni siquiera aunque te obliguen a leerlos, como, de hecho, me sucedió con Las ratas o con otros de aquellos, como el Lazarillo de Tormes, La perla, de John Steinbeck, Rebeldes, de Susan E. Hinton o El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, que conformaban nuestras lecturas en las clases de literatura de la escuela o el instituto.
My
tailor is rich
Hay quien dice que la vocación lectora se trunca a menudo
por obligar a los niños y a los adolescentes a leer obras “difíciles” para su
edad, pero a nadie le parece mal que los chavales tengan que aprender inglés o
a hacer raíces cuadradas. El resultado suele ser que las lecturas obligatorias
se rebajan al nivel de un chimpancé o de un crítico literario/agente comercial,
lo cual es absurdo, del mismo modo que los profesores de matemáticas no se limitan
a mandar a sus alumnos sumas y problemas de trenes hasta que pueden librarse de
la asignatura ni los profesores de inglés se pasan años haciéndoles repetir Good morning o My tailor is rich. Hace
apenas unos días, por ejemplo, volví a leer Las
ratas, de Miguel Delibes, y me
sorprendió algo que, probable y paradójicamente, en aquellas primeras lecturas,
me hubiera pasado desapercibido: la riqueza de su vocabulario. Entonces,
supongo, lo que me atrapó fue la figura del niño cazador de ratas, de aquel niño
sabio que se mantenía intacto, puro, en mitad de una naturaleza y una sociedad
hostiles; o la de El Ratero, que se aferraba a un modo de vida que moría y se
resistía a abandonar su cueva (Las ratas
es, entre otras muchas cosas, la historia de un intento de desahucio, una lucha
desigual entre el poder y el individuo); o esas escenas sórdidas que Delibes
como nadie sabe dibujar con trazos, por el contrario, limpios y claros, como la
de Simeona, pidiendo al Nini que la humille, que le escupa… Hoy en día, supongo,
se sacrificaría todo ello porque Delibes lo cuenta escribiendo palabras como
relejes o cachaba que los niños no van a entender, por mucho que para eso estén
los diccionarios, del mismo modo que para lo otro están las calculadoras o los
diccionarios de inglés.
Un
mundo que agoniza
No se puede negar, en todo caso, que Miguel Delibes escribía hace ya más de medio siglo (Las ratas se publicó en 1962) sobre un mundo, el rural, que agonizaba y junto con él las palabras que lo contaban. Tengo la impresión, en ese sentido, de que Delibes es un escritor que ha envejecido mal, o, más bien, al que se ha llevado al asilo y ya apenas nadie va a visitar. Todo eso se habría solucionado, tal vez, si le hubieran dado, como merecía, el Premio Nobel (tal vez no se lo dieron porque no tenía otras habilidades, como absorber dos litros de agua por el culo). La obra de Delibes es, sin embargo, larga y variada y junto a sus novelas rurales hay otras que transcurren en el medio urbano, que nos hablan de un mundo que, en lugar de agonizar, empieza a conformarse y de las dificultades de los desplazados o recién llegados al mismo.
Entre ellas, se cuenta por ejemplo otra de las joyas del
escritor vallisoletano: El príncipe
destronado. El pequeño protagonista de esta novela, Quico, un niño de tres
años, es, en efecto, otro desplazado: su hermana acaba de nacer y de llegar a
una casa en la que, hasta ese momento, él era el centro de atención, atención
que Quico trata de recuperar a toda
costa. La gracia del libro, como la de todos los libros, es el punto de vista,
que en esta ocasión es la de este pequeño príncipe destronado, quien desde su
mirada inocente (y a veces no tanto) eleva la historia a una mirada sobre las
relaciones matrimoniales o sobre la posguerra española, sus vencedores y
vencidos.
En El príncipe destronado refulge, tal vez como en ninguna de las novelas de Delibes, uno de sus registros que a menudo se obvian (seguramente eclipsado por la fatalidad y la profunda impotencia y tristeza de otras obras como Los santos inocentes): el humor, desperdigado en realidad por toda su obra, también en algunas escenas de Las ratas, como aquella en la que el Nini se venga de un desaire vertiendo gasolina en un pozo y haciendo creer a sus propietarios que bajo sus pies tienen un yacimiento de petróleo; o en otra de sus novelas menos conocidas, Las guerras de nuestros antepasados, en la que el protagonista, un recluso condenado por homicidio, responde al nombre de Pacífico.
Delibes
y el cine
El príncipe destronado, al igual que varias de las novelas de Delibes, fue llevada al cine por Antonio Mercero, con el angelical niño Lolo Rico interpretando a Quico; Antonio Giménez-Rico haría lo propio con Las ratas en 1997. Y existen además adaptaciones de El disputado voto del señor Cayo, Mi idolatrado hijo Sisí (bajo el título Retrato de familia, en donde podemos ver a un bisoño Miguel Bosé), El camino… Aunque, sin duda, entre todas las adaptaciones fue la de Los santos inocentes de Mario Camus la más aclamada (¿quién no recuerda a Paco Rabal repitiendo aquello de “¡Milana bonita! u orinándose en las manos para curar sus heridas; o al pamplonés Alfredo Landa haciendo de perro humano; ambos recibieron ex aequo el premio a la mejor interpretación masculina en Cannes).
Tampoco el teatro ha sido ajeno a la literatura de Miguel Delibes y sus Cinco horas con Mario podrían convertirse en el caso de la actriz Lola Herrera en Cinco décadas con Mario, pues lleva años representando este monólogo, en diferentes etapas, desde su estreno en 1979.Cualquiera de estas adaptaciones serían, seguramente, hoy más provechosas en una clase de literatura que la lectura de uno de esos libros tontines para que los escolares no abominen de la literatura, esa literatura que algunos niños raros comenzamos a amar con las novelas de Miguel Delibes.
Publicado en semanario ON con diarios de Grupo Noticias (04/07/20)
Para mi sorpresa y estupefacción, hace unos meses cuando comentamos en un club de lectura La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, uno de los universalmente reconocidos clásicos de la literatura de humor, a la mayoría de los participantes el libro no les hizo ninguna gracia e Ignatius J. Reylli, su estrambótico protagonista —esto es más comprensible—, les resultó un personaje repulsivo. Sin embargo, conforme a lo largo de la tertulia fuimos recordando algunas de sus peripecias las carcajadas comenzaron a escaparse con la misma libertad que Ignatius abre su válvula pilórica y deja fluir en cualquier circunstancia y lugar sonoros regüeldos.
Hacer reír por medio de la literatura es ciertamente una misión complicada. A no ser que se consiga sin pretenderlo, cosa que a mí me pasa mucho con ciertos best-sellers cuyas fajas, adornadas con calificativos disuasorios como “Trepidante”, “Imprescindible”, “Fenómeno literario”, en realidad no hacen sino disimular la fofez e inconsistencia de esas obras. Pero no nos desviemos con apreciaciones personales. La cuestión es que los libros humorísticos parten a menudo con una clara desventaja, y es ese valor casi sagrado que se le otorga a menudo a la literatura. ¿Para qué va a perder uno el tiempo con un libro de chistecitos cuando hay cientos de novelas que te conmocionarán, harán temblar los cimientos de nuestra sociedad, cambiarán tu vida?
Long-seller Bueno, lo cierto es que a miles de personas en todo el mundo La conjura de los necios también les cambió la vida. Existe una legión de devotos y reincidentes lectores que han convertido la obra en un long-seller, es decir, un éxito prolongado en el tiempo —de hecho Anagrama, la editorial que la publica en España sigue vendiendo un buen número de ejemplares casi cuarenta años después de su primera edición—, que la conmemoran en celebraciones como el Ignatius day convocado en Madrid en 2015, o que se disfrazan cada año en la cuna del autor y escenario de la novela, Nueva Orleans, de alguno de sus personajes, como el Patrullero Mancuso, a quien también rindió tributo un grupo de rock español adoptando su nombre, del mismo modo que Fernando Arrabal, quien podría figurar como uno de los personajes de la novela, subtituló Homenaje a La conjura de los necios su obra de teatro Tormentos y delicias de la carne.
Al autor de La conjura de los necios, por su parte, más que cambiarle la vida, su novela se la arrebató, pues se suicidaría once años antes de que esta viera la luz en 1980, convencido de que había escrito una obra maestra y de que, sin embargo, esta pasaría desapercibida.
Una historia tristísima Esta novela que tantas risas ha desatado arrastra consigo, por tanto, una historia tristísima —como tantas otras, por otra parte: ¿cuántas grandes novelas dormirán el sueño eterno en cajones, junto a pilas de notas de rechazo, mientras Alfonso Ussía publica un libro tras otro?— ; una historia tristísima, en la que resplandece a la vez una luz de tenacidad y justicia poética. Fue Thelma Toole, la madre de Jhon Kennedy Toole, quien finalmente conseguiría que La conjura de los necios se publicara después de llamar a la puerta de una decena de editoriales, algunas de las cuales, dirigidas por una suerte de Nostradamus a la inversa las rechazaron con el siguiente argumento: “Tiene estilo literario, pero las novelas cómicas no se venden”. Otras ni siquiera dieron acuse de recibo.
Finalmente, Thelma asaltó en una conferencia al escritor Walker Percy, antes quien se presentó, cual todopoderosa agente literaria, vestida de dama sureña y haciendo pasar por su chófer a su propio hermano. El escritor, caballeroso, recogió el manuscrito, aunque sin demasiado entusiasmo, pero su mujer, que sí sintió curiosidad por la obra y se descacharró con ella, le animó a leerla. Y a partir de entonces, todo vino rodado: Percey consiguió que se publicaran sus dos primeros capítulos de la novela en una revista literaria, apareció al poco completa en una pequeña editorial, obtuvo el Premio Pulitzer al año siguiente…
Es innegable que a este, ahora sí, meteórico éxito, contribuyeron paradójicamente las circunstancias que antes se lo negaron: la madre coraje que hace justicia al genio muerto e incomprendido, el suicidio de este, los incomprensibles y burriciegos rechazos editoriales… En este punto es conveniente aclarar, eso sí, que en realidad Jhon Kennedy Toole no sufrió tales rechazos, pues a lo largo de su vida tan solo ofreció a un editor su novela, que nunca se negó a su publicación sino que fue dilatando la misma con interminables correcciones, sugerencias, reproches… Hay quien dice incluso que en realidad no está claro que el suicidio de Toole se debiera a la desazón por esa espera y esa falta de confianza de su editor, y en su muerte confluyeran otras tribulaciones personales, pero eso nunca lo sabremos, pues el escritor se llevó el secreto a la tumba, entre otras cosas porque su sobreprotectora madre destruyó la nota de despedida que él dejó.
La relación entre Toole y su madre tiene su reflejo —aunque sea, evidentemente, deformado por el esperpento— en la que mantiene el protagonista con su progenitora en la novela, y, naturalmente, en La conjura de los necios encontramos ecos biográficos. Por ejemplo, al igual que Ignatius, el autor trabajó en una fábrica textil y, aunque de modo puntual, vendiendo comida en un carro callejero, si bien la mayor parte de su vida se ganó esta como profesor universitario. A esto último le debe seguramente Ignatius su logorrea académica o su devoción por Boecio. Pero, en realidad, tal y como confesó el escritor, el personaje de Ignatius está inspirado en un amigo suyo al que describe de este modo: “El bigote, el sobrepeso, alto, torpe, adoraba los perritos calientes, estaba obsesionado con la filosofía medieval, era un intelectual pero al mismo tiempo tenía un punto grotesco: era conocido por tirarse pedos en público”.
Bueno, igual tan amigos no eran.
La conjura de los necios y el gafe del cine La conjura de los necios, por lo demás, está conjurada en lo que respecta a sus adaptaciones para el cine. Hasta tres veces intentó llevarla a la gran pantalla el director Harold Ramis, pero en todas ellas los actores que iban a encarnar a Ignatius —entre ellos John Belussi, el granuja a todo ritmo de los Blues Brothers— fallecieron cuando el guión estaba en sus mesillas de noche, en dos de los tres casos junto a abundantes dosis de speedball, eso también.
Y hablando de finales abruptos, estamos acercándonos al de este artículo y aún no hemos contado de qué va el libro. En realidad, se podría decir, y es algo que se le ha achacado a menudo, no va de nada, es un libro en el que no pasa nada, si atendemos a los estándares de lo que debe ser hoy en día una novela de éxito: no hay crímenes ni romanos ni escenas de sexo torrencial… Y precisamente como no pasa nada de eso, pasa de todo, o es más sencillo detenerse, arrimar a los extravagantes personajes esa lupa que nos revela que de cerca todos somos raros. La conjura de los necios es, en fin, una novela picaresca, rabelesiana, una sátira bajo la cual discurre una crítica feroz y amable —el personaje de Ignatius tiene en su singularidad algo de muñeco de ventriloquía, con bulo para poder arremeter contra todo: el capitalismo, el comunismo, el sueño americano…—. Pero lo mejor, por supuesto, es que sean ustedes quien lo descubran, quienes tengan la osadía de enfrentarse a una obra que, es cierto, tiene tantos seguidores como detractores, a los últimos de los cuales, como hemos dicho, las peripecias de Ignatius, del Patrullero Mancuso, de la señorita Trixie… no les hacen la más mínima gracia. Hay que arriesgarse, no obstante. A veces reírse, y hacer reír —y si es con un libro ya ni les cuento— exige mucho sacrificio, del mismo modo que para ser un holgazán, como Ignatius, hay que trabajar duro. En eso está la gracia.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en semanario ON (27/06/20), con diarios de Grupo Noticias.
Hipercor me debe 7,49 euros. Eso es lo que me costó el cable de carga más lento del mundo. Noches enteras de pandemia tratando de reanimar el corazón verde de mi teléfono a través de un cable moribundo que no hay manera de devolver a la tienda, a la que ya he ido cuatro veces para nada (a los 7,49 euros habría que añadir, por tanto, una dieta por kilometraje y unos cuantos litros de mala leche, que no se pagan con dinero). En el primer intento tuve que volverme a casa porque no hacían devoluciones por culpa de la cuarentena, a pesar de que el establecimiento estaba abierto y las cajas registradoras haciendo clinclín. En el segundo me atendió de muy malos modos un empleado que en cuanto me vio llegar dijo que no devolvían productos que ya habían sido desprecintados. “Es la norma”, argumentó, aunque la norma, en mi ticket de compra, no diga exactamente eso sino que el producto debe ser devuelto en su embalaje original y en perfecto estado, como estaba, bueno, no, porque era el cable más lento del mundo. Da igual, el caso es que no se trataba de eso sino de que era un producto defectuoso y, salvo que seas Rappel, si no lo sacas de la cajita y lo utilizas resulta un poco difícil comprobar si funciona (es decir, si en lugar de un cable al desenvolverlo te encuentras una txistorra de Larrasoaña ¿tampoco puedes devolverla?). Llegados a este punto y ante mi insistencia, el empleado dijo que tenía que probar el cable. “¿Ves? Funciona”, dijo tras enchufarlo diez segundos en su teléfono. “Ya, pero yo te estoy diciendo que me paso noches enteras para hacer una carga completa y que eso no es normal”. “No podemos devolverlo, es la norma”, insistió él, y por un momento yo pensé si acaso sería el dueño de Hipercor. De hecho, me dio la espalda y se fue a hacer algo mucho más importante que atender a un quejica como yo. Intenté después hacer una reclamación en Atención al cliente, donde me dijeron que como mucho podían probar el cable durante una noche entera y a ver qué pasaba. Eso no solucionaba nada —de hecho, ese era el problema— pero puesto que era lo único que me ofrecían y yo estaba ya al borde de un ataque de nervios, accedí. Craso error, pues me fui de la tienda sin el cable, sin el dinero y sin ningún tipo de justificante, esperando a que contactaran conmigo en el número de teléfono que les anoté con las manos dentro de dos bolsas para la fruta. Como todavía estoy esperando la llamada, tuve que volver otra vez a la tienda, donde ya me trataron directamente de mentiroso asegurando que me habían llamado varias veces y que el cable sí funcionaba. Fue entonces cuando decidí escribir este artículo —y así se lo advertí— entre otras cosas porque a mi lado había una chica haciendo alguna otra reclamación con episodios igualmente kafkianos (es decir, cuando me di cuenta de que mi queja trascendía de lo particular a lo universal y de que en realidad no se trata de los 7,49 euros, que también, sino de la lucha y de la dignidad del individuo contra el sistema). Paralelamente yo había iniciado una reclamación telemática que no hizo sino aumentar el absurdo —mensajes tipo en los que me pedían los datos del ticket de compra, ticket que previamente me habían pedido en otros mensajes anteriores, etc.—) y en la que todavía estoy enredado. A estas alturas, dudo mucho de que vayan a compensarme con un cable de carga supersónica, sesenta litros de leche con calcio y media docena de txistorras picantes. Tampoco me importa ya mucho, la verdad. Yo al menos tengo la oportunidad de que mi hoja de reclamación —esta— no acabe en una papelera. Me bastaría, en todo caso, con una disculpa (y con los 7,49 euros). Mientras no llegue juro por Evaristo Páramos que en cada nueva novela que escriba y de vez en cuando también en mis columnas de opinión aparecerán personajes que despotriquen contra Hipercor o que se planten en sus oficinas de Atención al cliente con una garrafa de gasolina.