España en guerra es la segunda novela de este músico con el culo lleno de hormigas. Una
comedia bélica y bestia cuyo punto de partida es una declaración de
independencia de Catalunya. De ella y de otros proyectos como sus
miniconciertos privados por whatsapp habló Albert Pla con el escritor Patxi
Irurzun en una accidentada videollamada.
Para entrevistar a Albert Pla me he preparado cuarenta o cincuenta preguntas, eso es lo que me han recomendado algunos compañeros que ya han lidiado con él y sus respuestas escuetas e inquietantes silencios. Estoy nervioso, por eso y porque soy fan. Muy fan. Como se dice ahora canciones como “Sufre como yo” o “Lola la loca” me volaron la cabeza, me llevaron consigo a la luna. He aullado a en el coche, a coro con mis hijos, “Somatruites” cientos de veces. Y el concierto en el que más me he reído en mi vida ha sido uno suyo en Zentral de Iruña (a donde, pandemia mediante, volverá Albert Pla el día 21 de noviembre—el día anterior, 20 de noviembre, estará en Jimmy Jazz, en Gasteiz—). Me reí tanto en aquel concierto que me dolía la cabeza, es una cosa un poco triste que me pasa.
La cuestión es que en la entrevista, que acordamos hacer por
videollamada, me da miedo decepcionarle con mis preguntas o que él me
decepcione a mí y tenga que buscar nuevos ídolos o, no sé, hacerme runner
o un tatuaje.
Para preparar la entrevista he husmeado en otras anteriores, en las que el polifacético artista catalán dice que a menudo suele mentir o inventarse cosas o que los titulares terroristas que le atribuyen a veces y que desatan tormentas (“Me da asco ser español”, por ejemplo) en realidad a él le importan un pito.
Todo lo cual me tranquiliza un montón.
Vamos a hablar, Albert y yo, de su nueva novela, “España en guerra”, la segunda tras “España de mierda”. En ella, Albert Pla imagina una invasión del estado español por parte del ejército estadounidense, después de que Catalunya proclame su independencia y España declare la guerra a la nueva república. (“Yo estoy convencido de que lo harían, de que España entraría en guerra con Catalunya o el País Vasco si estos declararan su independencia”, afirma Albert Pla). En su libro, los americanos, con una unidad de élite llamada el Batallón de los locos a la vanguardia, llegan a la península ibérica a restablecer el orden, y su labor pacificadora trae consigo, como cabe esperar, todo tipo de catástrofes y escabechinas: El Pilar y la Sagrada Familia vuelan por los aires, banqueros, jueces supremos, diputados, presidentes… son torturados y ejecutados… En el libro aparece, por si eso fuera poco, un rey que se autoexilia, un incidente con las fuerzas de ocupación en un bar de Altsasu, numerosos casos de corrupción, pederastia, tráfico de armas… “En realidad, me he quedado corto”, me parece recordar que contesta Albert Pla cuando le pregunto si se ha inspirado en la realidad.
No estoy muy seguro, porque con los nervios, no he conseguido grabar la videollamada. La idea era registrar la voz con otro móvil mientras hablaba con Albert y le hacía capturas de pantalla para fardar después y enseñarlas a mis amigos y mis seguidores de Facebook, pero como el móvil era uno viejo que he encontrado por ahí, cuando apenas llevábamos cinco minutos de conversación a la batería le ha dado un infarto y no me he atrevido a decirle a mi ídolo que me disculpara un momento mientras buscaba otra grabadora.
Así que aquí estoy ahora tirando de mis apuntes y mi mala memoria e
intentando completar como buenamente puedo los caracteres que tengo asignados
para esta entrevista. Por suerte me he leído el libro, algo que, según confiesa
el cantante de Sabadell, muchos periodistas no hacen. Me lo he leído y me he
divertido, que es de lo que se trata, pues este es, así lo ha calificado el
autor, una comedia bélica.
“¿Te lo pasas bien escribiendo, te resulta fácil?”, creo recordar que le he preguntado, y que él me ha contestado “Claro, si no, no lo haría” y que entonces yo he pensado “Es verdad, que pregunta más boba”. También me parece que le he preguntado a continuación a ver si siente un intruso como novelista y que él me ha contestado: “Claro, como novelista, como cantautor, como rockero, como flamenco… Desde que escribí mi primera canción estoy disimulando. Soy un disimulador profesional”. Lo cual me trae a la mente la imagen de alguien que coge la manzana de abajo en una de esas pilas de los supermercados y la pila se derrumba y después el patoso se aleja silbando… Lo que pasa con Albert Pla es que lo que silba suena muy bien y que detrás le siguen, como a un flautista de Hamelín, un montón de personas cantando y bailando y mordiendo manzanas. Por otra parte, ¿si Albert Pla es un intruso y un disimulador profesional, entonces es también un intruso en el mundo de los disimuladores?
Yo qué sé.
Recuerdo más cosas que Albert Pla me ha contado sobre la novela. Por
ejemplo, que esta hizo un viaje a contra corriente, es decir, él la escribió en
castellano pero como nadie quiso publicársela fue traducida por Martí Sales al
catalán, donde vio por primera vez la luz. Ahora es la editorial vallecana
Desacorde, a la que Pla llegó por medio de Fermin Muguruza (y en la que han
publicado otros músicos vascos como El Drogas, Evaristo o Miren Lacalle) quien
por fin edita en castellano “España en guerra”; o, por ejemplo, que las magníficas y explícitas ilustraciones
(alguien que recuerda mucho a Puigdemont descerrajado de un disparo en la boca,
los miembros del Tribunal Constitucional metiéndose un tiro de farlopa en el
baño…) son de César Sebastián Diez.
Recuerdo también que, aparte de la novela, le he preguntado a Albert Pla por algunas de sus últimas andanzas. Una de ellas es “Albert te canta”, una propuesta de conciertos privados en los que el músico interpreta para sus seguidores a través de una videollamada de whatsapp dos canciones por 70 euros. “Si por ejemplo yo, que trabajo en una pequeña biblioteca rural, te pagara esos 70 euros ¿lo podríamos ver en una pantalla unos cuantos?”, le propongo, porque es verdad, tengo que completar mis pingües ingresos como periodista con otros trabajos —cosa normal, por otra parte, menudo periodista de mierda que no consigue ni grabar sus entrevistas—. Voy de listo, pero Albert me contesta muy educadamente que la idea está concebida para que las canciones las escuchen dos o tres personas, a las que él pueda ver en el móvil, y que cuando la música se escucha a través de unos altavoces, o en una pantalla grande, pierde gracia, porque se trata más bien de susurrar esas canciones, es decir, de algo íntimo, chulo, privado…
He hablado también con Albert Pla de “España de Borbón”, una serie de videos que está colgando en youtube en los que cuenta de manera tan alegre y pedagógica como rigurosa algunas curiosidades y hazañas de la dinastía borbónica, que es pródiga en inmensidades. “Fernando VII tenía una polla enorme”, evoca, por ejemplo, Pla a Joaquín el Necio.
De todo lo demás, ya no me acuerdo muy bien. Tampoco han sido al final cuarenta o cincuenta preguntas, y con lo que he conseguido retener parece que al final he llegado a completar este reportaje. Claro que, ahora que me doy cuenta, está el tema de las fotografías. Albert me ha parecido un tipo majo, así que voy a preguntarle si me manda alguna o me deja usar las capturas de pantalla. Espero que sí. Si no ya me veo tatuándome la cara de Mariano Haro o de Fermín Cacho en el culo.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para semanario ON (diarios Grupo Noticias)
Nadie es perfecto. Que lance el primer estornudo quien no haya olvidado alguna vez la mascarilla al salir de casa o del coche o al levantarse de una terraza. Yo, lo confieso, una vez me estuve paseando por un supermercado a boca descubierta durante casi veinte minutos. Nadie me dijo nada. Por encontrarle el lado positivo a mi despiste, me agradó darme cuenta de que en realidad no hay tantos policías de balcón —o de pasillo de supermercado— como parecía durante el confinamiento. Los policías de balcón eran en realidad los notas de siempre, la excepción, malasombras que, puesto que días antes habían acaparado el papel higiénico, necesitaban después cagarse todo el rato en alguien.
No me
enorgullezco de todos modos de esos veinte minutos de libertad o de
inconsciencia. En cuanto me di cuenta,
tuve tal sentimiento de culpabilidad y de vergüenza que estuve media
hora más de la necesaria paseándome por los pasillos del súper, ya
protocolariamente enmascarado, como si de ese modo pudiera hacer entender a
quienes me habían visto antes que yo no era un negacionista, un
supercontagiador o un novio de la muerte
—o de que no tenía un póster de Bolsonaro,
de Rocío de Mer o de Hitler en mi cuarto—. Todo eso con la mejor de mis sonrisas, es
decir, achinando los ojos para que se noten bien las patas de gallo. La
mascarilla ha impuesto nuevos lenguajes gestuales. Con sus inconvenientes y sus
desventajas. A los gafosos, por ejemplo, nos cuesta más disimular los bostezos,
porque se nos empañan delatoras las gafas. Si además de gafosos somos feos, eso
sí, salimos en parte —nunca mejor dicho— beneficiados, porque ahora solo somos
mediofeos. Las barberías me imagino que estarán perdiendo clientes. Y también
los fabricantes de enjuagues bucales. El mundo y las costumbres, en fin están,
cambiando. Una película de hace un año, con gente abrazándose, nos parece una película de época; las
comedias románticas y sus inocentes besos, porno duro; un concierto con el
público desparramando sudor y felipones, el ritual de un suicidio colectivo.
A la vez, no
terminamos de adaptarnos a los nuevos tiempos y delante de una mampara de
protección siempre buscaremos el lateral o el hueco que queda libre para hablar
a quien nos atiende desde el otro lado. Preferimos, en lugar de creer que todo
esto quizás se prolongue pero algún día volveremos a nuestra vida anterior,
apreciar señales de apocalipsis en las ciclogénesis explosivas, los enjambres
sísmicos o en ese anuncio en el que Bisbal hace gorgoritos para anunciar
yatekomos.
“¡Vamos a morir todos!”, gritan algunos (bueno eso ya lo sabíamos, lo correcto sería decir “¡Vamos a morir todos en muy poco tiempo!”, pero esto último solo lo saben los de H&M, a juzgar por una foto que rula por los grupos de whatsapp en la que se ve una colección de ropa que parecen trajes fúnebres para un funeral cuáquero). “¡Es el fin del mundo!”, hacen el eco otros, y a mí, no sé por qué, supongo que porque lo asocio con esa idea de fragilidad de nuestro planeta o, mejor dicho, de nuestra especie, me viene a la cabeza aquello que se decía hace unos años: si los mil millones de chinos saltaran todos a la vez alterarían el eje de rotación de la tierra. Lo cual en realidad no sé muy bien qué tipo de consecuencias catastróficas tendría: ¿las agujas de los relojes saltarían a nuestras yugulares convertidas en espadas asesinas?, ¿el mundo se convertiría en un gran Delorean?, ¿impactaríamos contra un planeta desconocido con el rostro de Trump o de José María Aznar esculpido en su corteza? Sería, esta última, una muerte horrible. Por suerte, inmediatamente después pienso que siempre habrá algún chino descordinado que pierda el paso de sus compatriotas y salte un poquito antes o un poquito después que todos los demás, fastidiando el experimento, un chino patoso que salve de ese modo a la humanidad. Nadie, por suerte, es perfecto.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON 03/19/20 (diarios Grupo Noticias)
Ahora ya no les hago
ninguna gracia, ni me prestan atención alguna, incluso se avergüenzan de mí,
pero cuando mis hijos eran más pequeños podía contarles cualquier trola
maravillosa y ellos —qué majicos eran— me creían. Solía, por ejemplo, comprar
natillas de esas que vienen con una galleta María flotando en el centro, y cada
vez que le quitaba la tapa a una de ellas hacía el mismo paripé:
—Chicos, chicos, a ver
si tiene premio —les decía.
Y mis hijos revoloteaban
entusiasmados a mi alrededor, y cuando yo abría la natilla, de un tirón,
después de una teatral pausa, siempre tocaba, y los tres entonces comenzábamos
a saltar y a abrazarnos. No se podían
creer que su padre fuera tan sortudo. Bueno, sí, se lo creían, se lo creían a
pies juntillas: mis hijos pensaban que el premio era la galleta y que había
desafortunados compradores de natillas, la mayoría en realidad, que tenían que comerse sus natillas a palo
seco y sintiéndose unos calimeros.
Como teníamos tanta
potra, una mañana, en la calle, mi hijo mayor me pidió que le comprara un cupón
a un vendedor de la ONCE.
—Anda, toma, cómpralo tú
—le alargué un billete, orgulloso y aliviado.
Porque, al contrario que
yo, mi hijo, que había salido a su madre, no era tímido ni vergonzoso (a mí todavía
hoy me sigue dando lacha dirigirme a alguien en las tiendas o los bares; a
veces, voy hacia la barra ensayando para mí mismo cómo pedir: “Hola, un café y
una cocacola. No, mejor: Cuando puedas ¿me pones un café y una cocacola?”;
hubo, incluso, una temporada durante mi juventud en la que era incapaz de decir
cocacola sin trabarme, y recuerdo que los camareros se me quedaban mirando con
cara de logopedas, o compadecidos, como si fuera un ababol o tuviera algún
defecto en el habla).
El caso es que, aquella
mañana, mi hijo se dirigió todo
pizpireto hacia el vendedor de la ONCE y le pidió con tal fe y alborozo el
cupón que a este le hizo gracia y además del boleto le regaló un caramelo.
Entonces mi hijo comenzó a saltar,
agitando y mostrándonos el caramelo, mientras gritaba: —¡Me ha tocado, me ha
tocado!
Qué majicos eran.
Otra vez les hice creer
sin demasiado esfuerzo que su madre y yo de jóvenes habíamos sido piratas (ella
respondía al nombre de la Capitana Culodiez y yo al de El Corsario Esmirriado).
Por sus cabecitas ni por asomo se les pasaba preguntarse qué había ocurrido
para que dos terribles perros del mar como nosotros hubieran acabado frente al
televisor viendo Pasapalabra, o que mi cicatriz en la tripa en lugar de la
esquirla de un cañonazo la hubiera producido una vulgar apendicitis.
Todo eso fue hace muchos
años. Antes de que la vida y la adolescencia comenzaran a decepcionarles con
sus frustrantes revelaciones, sus espinillas y sus padres ridículos que aún los
trataban como si fueran niños pequeños.
Hace unos días, en un
cumpleaños nos regalaron un globo de helio y yo pensé que todavía quedaba una
esperanza. Cogí una pajita, la introduje por la válvula e inspiré. Luego me
dirigí al cuarto de estar y les dije: —Chicos, a comer—, con la voz apitufada
por el gas. Ellos me miraron, se levantaron sin inmutarse y se dirigieron a la
cocina.
Si eso ya no funciona yo ya no sé qué más puedo hacer. Supongo que asumir que soy un viejales. Pero tampoco me preocupa tanto. En el fondo sé que todos seguimos creyendo todavía, en lo más secreto de nuestro interior, que bajo las playas de Isla Tortuga hay un tesoro, con una enorme galleta María en el centro del cofre, y que tarde o temprano lo desenterraremos. Me gusta pensar que esa ilusión es la que sigue abriéndonos, con sus andares pizpiretos, el camino, por muy cuesta arriba, muy negro o muy calimero que este se nos ponga.
Teatrolari,
la escuela de teatro de Iruña, arranca el curso con la novedad este año de un
Grado en Artes escénicas. Cuatro años de aprendizaje con una metodología basada
en la expresión corporal y a lo largo de los cuales las futuras actrices y
actores adquirirán las herramientas necesarias para emprender un recorrido
profesional. Hablamos con Javier Álvaro Pastor, fundador y director de la
escuela
“Comienza aquí la función de tu vida”. Ese es el lema con el
que desde Teatrolari intentar incitar a sus potenciales alumnos a decidirse por
el nuevo Grado en Artes Escénicas que este curso ofertan desde esta escuela de
teatro ubicada en el barrio iruindarra de la Rotxapea. “Lo que queremos
transmitir a las personas que se matriculen es que nosotras les vamos a dar las
herramientas necesarias para desenvolverse profesionalmente”, nos cuenta Javier
Álvaro, director de Teatrolari. “Por ejemplo, en el cuarto año del Grado, las
alumnas preparan un proyecto para llevar a escena o a un audiovisual. De ese
modo, cuando salen de aquí con el título
tienen recursos, saben cómo montar una obra, no tienen que esperar a que nadie
les llame, o saben cómo buscar financiación para hacer un corto o una función”.
Javier Álvaro llegó a Pamplona desde Madrid hace siete años
e incitado por su expareja y por su maestro (Álvaro se formó con Jorge Eines,
cuya metodología y sistema pedagógico siguen en Teatrolari; de hecho, una de
las salas de la escuela lleva el nombre de este reputado maestro de actores
argentino) comenzó a dar clases, primero en un pequeño local del casco viejo y,
a medida que el alumnado iba creciendo, después en otro de la Rotxapea desde el
que se trasladaron finalmente a la sede en Paseo de Enamorados, 33, donde se
encuentra hoy la escuela. “En Teatrolari vimos que podíamos ofrecer una
metodología, una manera de contar las cosas diferente a otras escuelas. De
hecho, las tres escuelas que hay en Iruñea ofrecemos formaciones diferentes, no
percibimos competencia entre nosotras, y tenemos buena relación”. Las tres
escuelas, efectivamente, están trabajando juntas para, entre otras cosas,
unificar los protocolos COVID, por ejemplo.
Pero ¿cuál es esa metodología diferente?, preguntamos al
director de Teatrolari.
“La gente suele pensar que cuando llegas a un ensayo lo haces con el texto aprendido y esperando que la dirección te diga qué tienes que hacer, en nuestro caso partimos de todo lo contrario, la idea de que el texto tiene una importancia del 50% y el otro 50% la expresión corporal. Yo siempre digo que la mayoría de la información que recibimos entra por los ojos, que lean el texto, pero que no se lo aprendan, que descubran al personaje y qué pueden hacer, y que yo solo les voy a acompañar”. Un aprendizaje, por tanto, basado en la investigación y la libertad de la actriz o el actor. “Cuando las actrices se sienten libres es cuando ocurren cosas. El error es genial, porque de él se aprende mucho”, dice Javier Álvaro. “Mi función como director es acompañar, incitar, pescar, cuando algo que ocurre es interesante”.
El nuevo Grado de Artes Escénicas tiene una orientación
profesional: más de mil horas anuales de formación, con un profesorado
altamente cualificado, para salidas laborales como el teatro, musical, cine, la
propia enseñanza… Pero Teatrolari
también ofrece cursos de iniciación, perfeccionamiento (clown, voz, expresión
corporal…) con un carácter más amateur. “Hay gente no tanto interesada en el teatro sino
que trabaja de cara al público, o es tímida, y necesita tener más expresión
física, o gente que sí tiene vocación, pero quiere compaginar esa afición con
su trabajo”.
Las matriculaciones están abiertas hasta el próximo 4 de
octubre.
El lado
positivo de los protocolos COVID
Teatrolari se lanzó a dar un paso importante en su trayectoria como escuela de teatro en un momento complicado.
“Cuando nos confinaron teníamos charlas en muchos sitios para dar a conocer el
grado, lo cual nos perjudicó bastante, ahora hay gente que tiene miedo”, dice
Javier Álvaro Pastor, fundador y director de la escuela, quien en todo caso
señala que desde Teatrolari se esfuerzan en ofrecer las condiciones más seguras
y cumplir los protocolos: “Aquí, por ejemplo, dejamos las zapatillas fuera,
ventilamos… En cuanto al contacto hemos empezado con trabajos individuales, o a
lo largo del curso en algunos grupos que quieran trabajar en pareja el contacto
será siempre la misma persona en el trimestre… En el caso de la mascarilla, tenemos
que llevarla, pero en cierto modo esto es una actividad física, y si los
futbolistas no la usan, nos parece injusto que nosotras no podamos hacer lo
mismo”. Aunque por otro lado, Javier Álvaro señala que estas condiciones de
excepcionalidad también
tienen su aspecto positivo: “La gente se va muy contenta porque veían
complicado dar clases en esas condiciones, pero ven que se puede hacer e
incluso que con las dinámicas individuales está más concentrada”.