Donald Trump, el hombre con el pelo y la piel de napalm, ha decidido
por su cuenta y riesgo cambiar el nombre al Golfo de México y
bautizarlo con otro que parece un homenaje a sí mismo: Golfo de
América. Todo ello con el beneplácito de Google, la mayor y más
sofisticada red de espías del mundo, que ha accedido a nombrarlo de
esa manera, al menos para quienes utilicen sus servicios en Estados
Unidos. Aunque si fueran coherentes deberían hacerlo también en el
propio México, o en Cuba, Venezuela, Bolivia… que hasta donde −de
momento− se sabe
también son América. Eso o haberlo llamado Golfo de EE.UU o Golfo
de USA, o, ya puestos, Golfo de Donald, o Golfo de X, en honor a su
compinche, el descompasado Elon Musk (yo no sé cómo alguien puede
votar a estos dos individuos. ¡¿Pero no han visto cómo bailan?!).
En aras de la coherencia también, puesto que al parecer ahora cada
uno puede llamar a los lugares como le salga del flequillo o como si
fuera Hernán Cortés o Miguel López de Legazpi, y ya que Google lo
sabe todo sobre nosotros (dónde hemos estado, qué hemos comprado,
qué queremos comprar), podría ofrecernos una geografía
personalizada a cada persona, y que en nuestros respectivos maps
apareciera, no sé, “Yanquilandia”, “Mordor”, “Los
Madriles” (por no emplear otros topónimos o gentilicios más
afilados que hieran susceptibilidades).
Como es sabido, en sus primeros días de legislatura el Golfo de
América, Donald Trump, ha firmado con su rotulador gordo y su
caligrafía como un cardiograma una serie de medidas que han puesto
al borde del infarto los mercados pero sobre todo a las personas, por
ejemplo a millones de emigrantes sin papeles que se sienten
amenazados y perseguidos y que tienen miedo a salir de sus propias
casas o a una noche de los cristales rotos. No le ha temblado el
pulso, al hombre del pelo, la piel y el corazón de napalm, a pesar
de que su propio abuelo fuera un bávaro que llegó a Estados Unidos
desnortado por la fiebre del oro, que dos de sus mujeres, Ivana y
Melania, hayan nacido en países del Este de Europa, o que su hijo
Barron parezca un vampiro de Transilvania (quizás la imagen más
terrorífica de la toma de posesión del presidente delincuente
−recordemos
que Trump está “condenado” por una treintena larga de delitos;
lo de condenado es un decir porque fue sentenciado a “libertad
incondicional”−
fue la de la figura pálida, engominada e impávida del inquietante
vástago, como una especie de vaticinio futurista y totalitario).
Aparte
de todo ello, en su delirio expansionista, a Trump solo le ha faltado
reclamar, además
de Canadá, México,
Groenlandia y el canal de
Panamá, el campo de tiro de las Bardenas, la cima del monte
Gorramendi o el McDonald’s
de Licenciado Poza en
Bilbao. Pero no demos
ideas, que lo mismo está escuchándonos Google.
Me quedé corto. Como esta
página se entrega con más de una semana de antelación, a veces es
arriesgado opinar sobre temas de actualidad, pues esta, voluble y
arrolladora, te pasa por encima.
La semana pasada escribía
sobre algunos de los últimos disparates del agente naranja, el
inefable Donald Trump. Y me quedé corto. Cuando el artículo estaba
ya en imprenta esa calamidad humana lanzaba su siniestra propuesta de
convertir la franja de Gaza en un enorme resort
con sus buffets
libres, sus pulseritas de todo incluido y sus discotecas en las que
bailar sobre las tumbas de miles de palestinos. Me cuesta creer que
una temeridad como esa tenga en realidad alguna intención de
llevarse a la práctica y no vaya más allá de ser el pisotón
verbal de un bocachancla, que, por algún tipo de retorcido objetivo
geopolítico o macroeconómico, busca solo agitar el avispero,
mantener vivas las llamas del infierno.
Pero incluso aunque fuera así,
una idea semejante solo puede provenir de una mente enferma. Lo cual
no quita que para cuando estas líneas se publiquen igual ya circulen
las listas de los candidatos al Premio Nobel de la Paz y entre ellos
figuren Trump, Netanyahu o Zelenski, que acudiría a recogerlo
vestido con su uniforme militar.
“Quiero dedicar este premio
a mi madre, a mis hijos, que me estarán viendo, a mi gato…”,
iniciaría tal vez su discurso, como si en realidad estuviera
recogiendo un Goya (de hecho, Zelenski fue antes que Madelman,
actor).
Me tragué, por cierto, toda
la ceremonia de los premios del cine español y no podía dejar de
pensar en lo paradójico que resultaba que se llevaran los galardones
a mejores interpretaciones personas que, al recoger los cabezones,
sobreactuaban de esa manera. En eso y en que por cada premiado había
cuatro que no lo eran y cuyos discursos dobladitos en el bolsillo del
pantalón o en el escote del vestido de Pedro del Hierro nunca se
pronunciarían, se quedarían flotando en el éter de las buenas
intenciones: encendidas declaraciones públicas de amor, que tal vez
se convirtieran en el chaleco salvavidas para una relación a la
deriva; sentidos mea
culpa de
progenitores a los que sus hijos quizás perdonarían sus largas
ausencias; proclamas y reivindicaciones políticas que harían
tambalearse a los poderosos, al mismísimo Donald Trump….
¿Qué habrá sucedido, por
cierto, cuando este Rubio
de bote se
publique? ¿Qué nueva bravata habrá escupido el agente naranja por
la ametralladora de su boquita de piñón? ¿Con qué disparate nos
habrá hecho llevarnos las manos a la cabeza? ¿Quizás la muerte
habrá vuelto a rozarle la mejilla? Si así fuera, Dios no lo quiera
-in god we trust−este se convertiría
en un desafortunado artículo, pues es de mal gusto reírse en los
funerales. Discúlpenme ustedes. Son los inconvenientes de opinar en
diferido.
Cada
vez que voy a entrar en un supermercado y veo en la puerta a alguien
pidiendo viene a mi cabeza aquella canción de Soziedad Alkóholika
titulada Cuando nada vale nada: “Yo
he sido otro más/ Otro más de los que su vista apartó / al pasar
por tu lado/ Quise
disimular / Como si no fuera nada conmigo”
.
Tal
vez recurro a la canción porque no sé cómo describir la
sensación
que suele adueñarse de mí en esas situaciones, esa mezcla de
incomodidad, vergüenza, culpabilidad…
“¡Buenos
días, señor!”, me
lanzó, por
ejemplo, un
saludo el otro día un africano, sentado a la puerta del súper. Lo
hizo desde muy lejos, cuando aún me quedaban unos cincuenta metros
para llegar a la tienda. Disimuladamente miré a mi alrededor y vi
que en ese momento no había nadie más cerca, ningún carrito tras
el que parapetarme. Solo podía dirigirse a mí. “¡Buenos días!”,
le contesté, y me di cuenta de que tal vez debía de haber esperado
un poco más, pues aún me faltaban unos cuantos
pasos para
llegar hasta donde estaba. ¿Qué se suponía que tenía que hacer?
¿Darle una moneda? Lo suyo era hacerlo al terminar las compras (e
incluso, como ahora sales
del súper desplumado,
podríamos fundirnos los dos en un abrazo solidario). Me puse
nervioso y para ganar tiempo, me llevé la mano al bolsillo trasero
del pantalón, donde suelo guardar
un trapito para limpiar las gafas. Es un gesto que repito a veces, no
porque realmente estén sucias −que
también−,
sino porque de ese modo, igual que cuando los niños se tapan la cara
creen que nadie los ve, yo, hipermiope,
pienso que sin gafas también desaparezco del mundo.
Inmediatamente
me di cuenta del error, pues el africano pensó que iba a sacar la
cartera. En su cara se dibujó una mueca de decepción. Y yo pasé de
largo, como un miserable, un aporofobo
que no solo no había dado limosna a aquel hombre sino que además me
había reído de él, lo había humillado. Durante el tiempo que
estuve en la tienda no podía dejar de darle vueltas. Decidí que al
salir no aprovecharía como otras veces para escabullirme entre los
clientes que entraban o salían, o que no me justificaría con esas
recomendaciones de algunas asociaciones humanitarias que piden no dar
limosna para no favorecer a las mafias, y que le entregaría
dos euros, lo cual, para mí que soy de natural rata, además de
escritor, es toda una fortuna.
−¡Gracias,
señor, que tenga un buen día! −se
despidió amablemente
el
hombre cuando dejé la moneda en su vaso, lo cual no me tranquilizó
−que es a fin de cuentas lo que buscamos cuando damos limosna:
dárnosla a nosotros mismos, calmar con un hueso al perro de nuestras
conciencias−. En el fondo, sabía
que aquel hombre lo que realmente estaba pensando de mí −y con
toda la razón− era: “¡Payaso!”.
No
iba muy tranquilo, la verdad, a cubrir el concierto que el grupo
Bizardunak ofreció por sorpresa el pasado miércoles en el Kafe
Antzokia, después de que los navarros hubieran aparecido en las
redes sociales quemando ejemplares de los periódicos que no se
habían hecho eco de su vuelta a los escenarios, tras doce años de
ausencia, por fortuna para nuestros oídos y para sus hígados.
Abanderados
de lo que dieron en llamar Folk Radikal Vasco, Bizardunak debutaron
en 2009 con un disco de título homónimo.
Su
propuesta era una traslación a la escena vasca de la música de
grupos irlandeses como The Pogues, una mezcla de folk, punk y
alcoholismo (en esto último, y en lo feos que estaban algunos de los
componentes del grupo con esas barbas desastradas, fue en lo que más
se aproximaron a Shane MacGowan
y los suyos). Ahora, en 2025 regresan con una gira a la que han
bautizado como “Hasta que nos canceléis Tour”, algo que no va a
pasar, y
ellos lo saben,
porque los barbudos ya no asustan ni a un niño
de teta.
El
público, que soprendentemente había agotado las entradas, estaba
compuesto por una horda engorilada y espirituosa. Algunos ocultaban
sus caras con tote-bags
con agujeritos para los ojos y otros se ensombreraban a rosca
txapelas rojas en la cabeza, imbuidos por el batiburrillo ideológico
que proclama el grupo en sus letras (independentismo navarro,
filocarlismo marxista,
contra-modernidad…). El fondo del escenario lo cubría una lona con
el rostro de un personaje que no supe si era una de las monjas
cismáticas de Belorado o el cura Santa Cruz (en un concierto
anterior, para que se hagan una idea de sus referentes y
contradicciones, la
lona mostraba
el careto de Stalin).
Apenas
sonaron los acordes de la primera canción, la sala se
convirtió en
una cazuela
hirviendo, con los
brincos y los
berridos
asilvestrados del
irrespetable,
a los que los músicos correspondían del mismo modo, en una especie
de ritual de apareamiento. A mí todo me pareció terrible, aunque
−olvidándome
de algunos pequeños detalles como que a los cantantes parecía que
los estaban sacrificando en un matatxerri, que
las
letras de las canciones invitaban al asesinato en masa y que
la sala olía a cortauñas usado−
reconozco
que llegué a pensar que
estar
allá abajo, disfrutando como hacían todos aquellos vándalos,
debía de ser una de las cosas más divertidas y liberadoras que uno
puede hacer hoy en día.
Al
acabar el concierto, por lo demás, cuando me acerqué a recabar las
impresiones del grupo, uno
de los
Bizardunak, uno
con la
cabeza en llamas,
me amenazó
y me golpeó
con tal cólera que perdí el conocimiento y, ahora mismo, no estoy
muy seguro de si todo esto que he contado sucedió o me lo estoy
inventando, la verdad.
iLUSTRACIÓN: Pedro Osés. Artículo Publicado en Rubio de bote (magazine ON, 13/04/2025)
Yo estoy a favor del rearme: con
todo ese chorro de millones que, digan lo que digan, tendrán que
recortar, o al menos no destinar a otros gastos como la sanidad o la
educación públicas, estoy seguro de que es posible inventar una
bomba que mate solo gilipollas, como decía UGE en aquella canción
(o Eskorbuto en esta otra: “¡Venga la guerra, sobran estúpidos!”).
Quién nos iba a decir que, después
de tantos años, tendríamos que desempolvar del baúl de los
recuerdos la chapita de Mili KK… En realidad nunca deberíamos
habérnosla quitado, pues ese vampiro que es la industria
armamentística ha estado siempre amorrado a la yugular del dinero
público, chupándole la sangre a los presupuestos generales,
debilitándolos, engordando el monstruo del militarismo, al que de
cuando en cuando sacan a pasear para aterrorizarnos y para justificar
su siniestro negocio.
Hace unos días un periodista se
paseaba por la calle preguntando a los transeúntes su opinión sobre
el rearme (o sobre los eufemismos que se usan para referirse a él,
como el
“doble uso”, que viene a ser algo así como “fabricamos tanques
pero en un momento dado también los podemos usar como autobuses
urbanos”). Pues bien, buena parte de los encuestados se encogían
de hombros y contestaban resignados “Si es necesario…”, e
incluso algunos de los más jóvenes se mostraban favorables al
regreso de aquel secuestro legal que era el servicio militar
obligatorio, ignorando sin duda que muchos de quienes lo padecieron
salieron de los cuarteles trastornados y algunos con los pies por
delante.
El
miedo, aventado con fantasmas como el del kit de las setenta y dos
horas (¿y por qué setenta y dos, qué misterio es ese, quién no
tiene en casa un paquete de pasta o unas latas de atún con las que
apañarse durante tres días?), nos absorbe también la sangre de la
cabeza. Y así, anémicos, zombis perdidos, aceptamos que nuestros
gobernantes hablen con naturalidad de “atraer industria militar”
a nuestras comunidades o que en los últimos veinte años las
fábricas de armas en Euskadi se hayan triplicado, según informa el
colectivo antimilitarista Gasteizkoak (por cierto, uno de los mejores
clientes de estas fábricas es Israel, cada cual que saque las
conclusiones que quiera, yo solo apunto aquí otra canción, en este
caso de La Polla Records: “Los hombres trabajan pa
poder vivir en fábricas de armas que los matarán” −o
que matarán a otros, podríamos apostillar−).
El
miedo, en fin, no hace olvidar cuáles son nuestras verdaderas
guerras, nuestras batallas de cada día: conseguir una cita en el
médico o una plaza para nuestros hijos en la escuela infantil. En
realidad, la industria militar ya inventó hace mucho tiempo las
bombas que matan solo gilipollas. El problema es que igual los
gilipollas somos nosotros.