
Esto es lo que escribí para el libreto del disco LOS RITMOS DEL ESPEJO, que editó el colectivo de solidaridad con Chiapas de la CGT para apoyar al municipio autónomo y zapatista Flores Magón, y a La Culebra, en Chiapas, a donde viaje en el año 2004. Recuerdo aquel viaje y la gente con lo que lo hice con mucho cariño. El dibujo de la portada es de mi gran amigo Kalvellido y el disco aparecían canciones, entre otros, de Amparanoia, Fermín Muguruza, El Cabrero, Cifu, Ojos de Brujo, Los de abajo…
VALIENTES. Patxi Irurzun
“Las personas valientes tienen una estrella en el lugar del corazón y cuando mueren su corazón se queda en el cielo”. Lo decían los Capitanes de la Arena, los meninos da rua que retrató en un hermoso libro, pleno de rabia y esperanza, el escritor brasileño Jorge Amado. Y aquellos niños de la calle tenían razón, pues nunca he visto un cielo tan estrellado como aquella noche, tumbado sobre la pista de baloncesto del caracol zapatista de La Garrucha.
Yo estaba allá, acompañando a algunos miembros de la Comisión de Solidaridad con Chiapas, quienes habían hecho entrega del dinero recaudado (en buena parte con iniciativas como la primera entrega de ‘Los ritmos del espejo’) para construir un hospital en La Culebra. Esperábamos a que la Junta del Buen Gobierno encontrara un lugar en el que pudiéramos dormir sin que nuestros huesos de güeritos se astillaran y crujieran al día siguiente como un mueble viejo. Comenzaba a hacer frío, pero allá se estaba bien, con la espalda pegada al asfalto caliente, después de haber visto que el sol salía para todos pero se acostaba junto a la estrella roja zapatista que, dibujada sobre los tableros de las canastas, nos daba cobijo.
La libertad es como el sol, el mayor bien del mundo, decían también los Capitanes de la Arena. Porque la libertad era lo único que tenían aquellos pequeños. Todo lo demás se lo habían robado. Un hogar. Un futuro. Su niñez. Pero el sol seguía saliendo todos los días, también para ellos. Y eso no se lo podía arrebatar nadie, ni siquiera aunque la policía o los escuadrones de la muerte los asesinaran, porque entonces sus corazones se iban al cielo y brillaban como pequeños soles, como estrellas.
Del mismo modo, nadie puede matar un sueño, como el zapatista, ni hay retenes militares, fronteras, muros de piedra o de papel, que puedan aprisionar, hacer callar la música. Esta música, libre y solidaria, que llega como un rayo de sol, hasta los caracoles y las comunidades rebeldes, allá donde el cielo es más estrellado, donde resplandecen los corazones de los niños de la calle y de los niños que morirán en La Culebra por culpa de un simple diarrea hasta que no tengan un hospital; los corazones de la pequeña Ramona y aquellos otros que cayeron para que los demás podamos seguir en pie; los corazones iluminados de todas las personas valientes
Aquí dejo, como aguinaldo (y también, como anzuelo, todo hay que decirlo, por si alguien todavía no se ha decidido a comprar «el libro de estas navidades» unas páginas de «Dios nunca reza«). Se las dedico, como en los programas de esos de antes de la radio, a Jorge Nagore.
Sábado 6 de septiembre de 2008
Me ha pillado desprevenido, mientras conducía, ha encontrado el hueco a través de la armadura, ha pinchado en blando, y he comenzado a llorar como un tonto. Forever young, de Bob Dylan, en la radio. Ni siquiera sé qué dice exactamente la letra, a mí la canción me ha dicho que cuando dejas de ser un niño la vida sigue siendo un cuarto lleno de cajas por desembalar, pero que a menudo estas explotan en la cara al abrirlas, te dejan ciego, te amputan las manos, o hacen que tú las sientas amputadas, que no quieras mirar hacia delante, que tengas miedo a seguir abriendo cajas, a encontrarte dentro de ellas cadáveres despedazados, trozos de ti mismo; me ha dicho también que yo tengo una habitación llena de cajas, en una casa nueva, pero que ni eso, ni la mudanza cambiarán nada, no tendré ninguna sorpresa cuando las vacíe, me encontraré lo mismo que tenía antes; que, sin embargo, mis armas deben ser la perseverancia, no ceder espacios a la sustancia gris y viscosa, que debo seguir combatiéndola, poniendo diques, leer un libro, escuchar un disco de vez en cuando, escribir unas líneas cada noche, aunque me pesen los párpados, esté agotado y malhumorado, como ahora, sentir que esa es mi pelea, y que no me van a tumbar nunca, que puede que esté equivocado, solo sea un boxeador sonado, pero no me importa, seguiré siendo joven, por siempre joven, si sigo peleando, aunque sea contra el viento.
Y he recordado también la última vez que escuché esa canción -tal vez esa ha sido la fisura que esta ha encontrado para herirme-, fue en una proyección de diapositivas que nos hizo en el trabajo Iñaki Otxoa de Olza, el montañero que falleció hace unos meses en el Himalaya. Le invitó un compañero, amigo íntimo del alpinista, un compañero que lo único que pretendía era que mi jefe se rascara el bolsillo, para la siguiente expedición de Iñaki (por supuesto, mi jefe no lo hizo, aunque luego, cuando él murió, se sumó al coro de plañideras y escribimos en la revista un artículo muy emotivo, mencionando los proyectos que el montañero tenía en mente -un artículo que ni siquiera escribió su amigo, mi compañero, porque lo acababan de despedir-).
El caso es que Iñaki nos habló de sus sueños, de lo que significaba para él la montaña, de los compañeros que había visto caer desde el techo del mundo, de las veces que él había estado a punto de hacerlo y cómo se había levantado. Yo le escuché con cierto desconfianza, nunca me ha atraído el frío, la nieve, el sufrimiento como superación, desafiar a la muerte por placer, cuando hay tanta gente que tiene que pelear por no perder la vida cada día. «¿Qué significan esos aros que llevas en las orejas, cada uno es un ochomil?» fue lo único que se me ocurrió preguntarle. Iñaki dijo: «no, en realidad no significan nada, simplemente me gusta llevarlos, sirven para definirme, para que determinadas personas vean que no tengo nada que ver con ellas», contestó. Para definirse, posicionarse, enfrentarse, ponerse en guardia frente a los enemigos… Esas eran sus armas.
Iñaki era un rebelde, sin nómina, ni hipoteca, que eligió no solo su propia vida, también su propia muerte. Uno puede morirse, en realidad, de muchas maneras, muerto de asco a causa de un trabajo seguro pero que odia, muerto de soledad en mitad de una ciudad repleta de muertos, muerto de puta casualidad (un accidente, cualquier loco que se cruza en tu vida…) un día cuando menos te lo esperas, muerto mientras observas tus miembros, tu cabeza, tu corazón despedazados en varias cajas de cartón, sin saber que estás muerto… Iñaki murió muy cerca del cielo, o al menos muy lejos de la tierra, a 7.400 metros, en el Annapurna, y allá se va a quedar para siempre. Como quería. La mayoría de las personas nunca podrán hacer esa elección, y probablemente yo sea una de esas personas, pero al oír Forever Young me he sentido -por una vez- orgulloso de mí mismo, de no haberme rendido -y saber que nunca lo haré ya- de no haber dejado de luchar, ni de esperar algo mejor para mí y, ahora, también para mis hijos; orgulloso de no haber bajado nunca la guardia, ni arrojado la toalla para mis sueños, de no haberme apartado jamás de este camino, largo y tortuoso, pero que yo mismo he elegido y he trazado.
DIOS NUNCA REZA, Patxi Irurzun

Asomado a un balcón de la Estafeta, que como todo el mundo sabe es la calle más importante del mundo, uno puede ver hasta Zimbabwe, antes Rodhesia, aunque, claro, todo depende de quién mire, hay que tener vista de lince, o ser
Carlos Erice, que acaba de publicar
Beautiful Rhodesia, el primer etnothriller de la historia de la literatura (igual nos ponemos estupendos, pero ya que nos hemos inventado la etiqueta que luzca bien). El pasado viernes la presentamos, y fue una gozada. Asistir al nacimiento o el bautizo de un primer hijo literario, siempre lo es, sobre todo si te dejan estar ahí, de padrino, como estuve yo (que es una buena forma de estar sin estorbar mucho). Nos echamos unas risas y vino un buen puñado de gente, lo de buen en los dos sentidos, a acompañar a Carlos, al que luego se le quedó la mano tonta de firmar en la peña Anaitasuna, donde hicimos el tercer tiempo (le robo esto a Unai, uno de los bloggers de la
bitácora sanferminera que Carlos y unos cuanto sanfermineros impenitentes mantienen abierta todo el año menos en sanfermines, como es natural).
‘Beautiful Rhodesia’ es, efectivamente, un etnothriller, una novela negra por partida doble, novela de espías e intriga, y que transcurre en el Africa negra, con pareja de investigadores mixta, un espía del CNI llamado
Miguel Arnaiz y una policía zimbausea (¿se dirá así?). Tensión de todo tipo, sexual, racial, que se mantiene todo el libro y que se solventa al final y no, porque cuando acabas el libro todavía queda algo en el aire. Y además, una reflexión sobre el racismo, la realidad social de los últimos años en Zimbabwe… Todo eso, asomado a la Estafeta, desde donde Carlos, que no ha pisado Africa en su vida, ha armado muy bien armado (la cosa empieza a tiro limpio) este libro que recibió el
Premio Lopez Torrijos de novela, editado por
Ladoria.
Y además, Carlos Erice sabe ponerse muy bien para las fotos:obsérvese tras sus espaldas los libros que adornan sus estanterías:
Resaca / Hank over,
Cuentos sanfermineros, Dios nunca reza, Atrapados en el paraíso. Gran tipo, Carlos, y como ya se ha dicho en otra ocasión, llevando la locomotora de la literatura navarra lejos, hasta Zimbabwe y hasta donde haga falta.