Armadura
Un mes antes de que Nirvana publicara Nevermind, de que yo ni siquiera supiera que ese grupo existía ni qué era el grunge, me compré por fin la camisa de leñador. Aquella camisa de leñador fucsia. Solía verla cada vez que pasaba por delante de Ortega, una tienda en la Calle Mayor de Pamplona en la que vendían ropa de trabajo. Me preguntaba quién llevaría aquellas camisas. Quizás alguna brigada nocturna de tala, en los arcenes de una autopista de montaña. Me daba lo mismo. A mí me encantaba. Pero me daba vergüenza entrar a pedirla, primero, y una vez que la compré, salir con ella a la calle. Todo me daba vergüenza y miedo en aquella época: las chicas, el trabajo, el paro, la policía, la gente, el teléfono, las drogas, yo mismo, yo sobre todo… A veces me pasaba semanas enteras sin salir de casa, encerrado en mi habitación, escribiendo cuentos y oyendo discos, con el pelo sucio y aquella camisa de leñador que ni siquiera me quitaba para dormir. La camisa era mi armadura. Con ella puesta podía hacer astillas todos mis problemas, mi timidez, convertir en leña todos mis complejos y levantar refugios de palabras, cabañas en el bosque bajo los que me resguardaba de la intemperie de la soledad.
En aquella época, comenzaron a verse los primeros canales de televisión de otros países. En casa solíamos poner la MTV en alemán. Había un presentador con el pelo largo y aros en las orejas que se llamaba Nino y que ponía videos de Aerosmith, Europe, Bon Jovi… Yo salía de vez en cuando de mi habitación para verlos y mis hermanas no me gritaban que bajara la voz. Ninguno de nosotros entendíamos nada de lo que decían, pero a ellas les gustaba Nino y a mí el AOR. Y el hard rock. Y el punk. El reggae. El heavy metal. El blues… Tenía más de quinientas cintas, la mayoría de ellas grabadas, de grupos como Eskorbuto, Leño, Iron Maiden, Led Zeppelin, Barricada, Meat Loaf, Hertzainak, Dire Straits, Bob Marley… Pensaba que lo había escuchado ya todo y que todo estaba inventado. Y de repente un día, Nino puso aquel video: un gimnasio lleno de humo, unas animadoras vestidas de negro, moviendo desganadamente los pompones, un barrendero viejo y rijoso cabeceando al ritmo de la música, aquella música, sobre todo aquella música, como una válvula de escape, la espoleta de una bomba de mano a punto de estallar, un mantra de guitarras sucias, como mi pelo, y atormentadas, como yo… No sé cuantas veces oí ese año aquella canción, aquel disco. Muchas. Como se escuchaban entonces los discos. Aprendiéndolos de memoria. Recitando cada estrofa, cada rasgueo de guitarra como una oración. Nosotros que no creíamos en nada… Recuerdo las navidades de aquel año, cuando Nino hizo un resumen de los mejores discos y volvió a poner Smells Like Teen Spirit. Mis hermanas y yo cabeceando en el cuarto de estar. La mente llenándose de niebla y sangre al compás de la canción, del mantra, de la oración de los descreídos… Yo con mi camisa de leñador, talando de cuajo los nudos que crecían en en mi corazón en piel de gallina, en mi estómago muerto de hambre de vida, cercenando las ramas podridas, arrancando las raíces, despejando la espesura que me separaba del mundo, al otro lado de la puerta de mi habitación y de casa, degollando los monstruos del miedo y la introversión.
No convertí, sin embargo, a Nirvana ni al grunge en mi religión… No lloré, ni sentí que mi corazón se abrasaba cuando Kurt Cobain se extinguió como una llama. No escuché todos sus discos. No me masturbé pensando en Courtney Love. Nunca tuve curiosidad por saber en qué o quién se convirtió el niño desnudo nadando detrás del billete. Nunca me compré vaqueros rotos, porque yo ya hacía años que los tenía rotos, de puro viejos, y remendados varias veces. Nirvana no salvó mi vida, pero siempre supe, cuando escuché por primera vez aquella canción, que jamás había escuchado nada parecido. Y que era la primera vez que me sucedía algo así. Y, sobre todo, a partir de entonces comencé a salir a la calle, alguna que otra vez, con mi camisa de leñador fucsia.
TEMPORADA OTOÑO- INVIERNO
Manolo Kabezabolo y MCD – Entre Borrachos por alex1372000
El lunes pasado debuté en el Blog San Fermín como colaborador. Será un texto sanferminero (fuera de temporada) al mes. Abajo va el primero y arriba un vidrio de MCD, a quienes menciono, con Manolo Kabezabolo, cantando en una Plaza de Toros (no la de Pamplona) «Entre borrachos» (o sea, todo también muy sanferminero, pero sin sanfermines)
TEMPORADA OTOÑO-INVIERNO
Esto de escribir sobre los sanfermines cuando el otoño acaba de asomarse por la puerta con un oriller marrón, me hace sentirme un poco fuera de lugar, la verdad. Es como volver rezagado a casa un quince de julio por la tarde, con la ropa blanca hecha un zarrio, trastabillándote en las zancadillas que te ponen tus propias ojeras, mientras sientes todas las miradas que se posan sobre ti como moscas del sueño y zumban en tu oído: “Golfo, borracho, a trabajar te ponía yo…”.
Este año Pamplona se olvidó antes que nunca de su canita al aire de cada mes de julio y el día 15, el día-más-triste-del-año, de par de mañana ya andaba echando en el cogote de quienes aguantaron hasta el encierro de la villavesa su aliento con olor a confesionario, a regaliz de palo y a orinal sucio debajo de la cama, preparado para una siesta que durará doce meses.
Pero bueno, yo tampoco puedo hablar mucho. Por lo general, me dan un poco de grima los que se visten de blanco fuera de temporada. Ir con el pañuelico a ver a Osasuna o a AC/DC (eso a mí me ha tocado verlo, y lo que es peor, Brian Johnson se anudó al cuello uno de esos pañuelicos ) me parece una julada, no sé que opinará Josemi Rodríguez Sieiro. Claro que lo mío es un trauma infantil: cuando tenía cinco o seis años mi madre nos llevó a mí y a mis hermanos a un concurso de disfraces vestidos de pamplonicas. ¿Qué tipo de disfraz es ese, mamá? Aparte de que se notó demasiado que nos habías apuntado a última hora, el traje de sanferminero no es un disfraz, es una segunda piel, que se cae el 14 de julio y no vuelve a salir hasta el día 6 del año siguiente, por lo general tirando de la sisa. Y nadie va a un concurso de disfraces en pelotas, mamá. ¿Por qué tuvimos que soportar aquello, que nos confundieran con un grupo de joteros infantiles? (“Las actuaciones son luego, chicos”, dijo el presentador del acto, mientras desfilábamos por la pasarela). ¿Fue todo aquello necesario, mamá?…
Solo lo he pasado peor vestido de blanco en otra ocasión, con el agravante de que esta vez sucedió durante los propios sanfermines. Fue hace un montón de años, cuando yo era joven, no digo más. Las barracas políticas (fue hace tanto que hasta había barracas políticas) habían organizado un concierto de ruido el día 14. Tenían que hacer mucho ruido, porque el ayuntamiento, a su vez, había montado otro concierto a la misma hora y a solo cincuenta metros de distancia: aquel año las barracas políticas estaban en el tramo final de la Avenida del Ejército y el concierto del ayuntamiento se hizo en Antoniutti. Así que estaban los dos escenarios pegaditos, y todo aquello lleno de punkis: el consistorio había decidido echar aquel pulso poniéndose también una pulsera de pinchos, y si en el concierto de las barracas políticas tocaban Tijuana in blue y Cicatriz, en el del ayunta lo hacían Eskorbuto y MCD (lo nunca visto, el ayuntamiento de Pamplona contratando a un grupo que se llamaba Me Cago en Dios y la txozna de las Gestoras en la Avenida del Ejército). El caso es que yo aquel día salí de casa, como los anteriores, todo vestidico de blanco, y para mi sorpresa me encontré a mis amigos maqueados con vaqueros rotos, pantalones escoceses, camisetas negras… Mis amigos eran unos falsos, unos renegados, pero tenían mejor ojo, más instinto de supervivencia que yo, que en medio de aquella marea negra, de olas encrestadas y katxis navegando de mano en mano, me sentí un náufrago con mi faja y mi pañuelico rojo. Hubiera pasado más desapercibido y recibido menos ahogadillas con la mirada si llevara puesta una camiseta de Ramoncín (de hecho, en aquella época y en aquel lugar podía haberla llevado sin ningún problema).
De blanco y rojo, en definitiva, queridos amigos, solo hay que vestirse en sanfermines menos los días que toque Eskorbuto; o como mucho, para escribir la columna, a ver si así la próxima estamos más inspirados, más en situación, y conseguimos interrumpir la siesta, espantar unos cuantos moscardones y que el señor con el oriller marrón pase de una vez y la piel empiece a mudar.
LA ÚLTIMA VEZ (Jorge Nagore escribe en su columna sobre ‘Dios nunca reza’)
Octava vez que comienzo este texto, yo, que casi ni rehago ni miro hacia atrás. Octava vez que escribo que gracias Steve Jobs por sin duda hacer del mundo un sitio diferente aunque no sé si mejor, ya que creo que solo nosotros mismos somos capaces de uno en una y mirando a nuestra calle de hacerlo mejor así hayan cambiado las herramientas de que disponemos, pero, en cualquier caso, gracias. Octava vez que lo borro todo y me siento un inútil, porque no hace ni media hora he leído el primer y último libro de mi vida que recomendaré aquí aunque sea lo último que haga, que recomendaré incluso a pesar de que su autor pase por ser eso que llamamos un conocido, que no es un amigo porque no recuerdo el nombre de su hija y del que hasta hace nada desconocía que su padre hubiera muerto cuando él tenía tres años. Octava vez que tengo tantas palabras y sensaciones y emociones que tengo que salir a esta ventana desde la cual las nubes no me dejan ver qué me cantan las últimas estrellas que se marchan con el amanecer para ver si me muestran qué decirles a ustedes y cómo explicarles sin resultar ridículo que me he leído de un tirón de tres horas silenciosas Dios nunca reza de Patxi Irurzun y que lo juro por las estrellas y también las nubes que me lo he subrayado entero y que he llorado a hipos casi a cada página y que me he reído como hacía tiempo y que me ha destrozado su ternura infinita y su humor devastador y su valiente autocrítica y su increíble capacidad de análisis social de esta sociedad y esta Pamplona a través de detalles diarios y frases simples y cortantes y ya para mi legendarias. Octava vez que escribo que no tengo más palabras, Patxi, porque las tienes todas tú, y que gracias gracias y gracias por compartirlas y que última vez y que lo siento. Eres un ángel.