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EL MUÑECO DE NIEVE MÁS FEO DEL MUNDO

Ene 19, 2012   //   by admin   //   Blog  //  3 Comments
Lo hice yo, con mi hijo, y es ese de arriba. Después escribí una columna para Guía del niño y de repente el patito feo se convirtió en cisne. «Me encanta Patxi». No, no es que me quiera mucho, es lo que opina una lectora de la revista: «

Empezar vuestra revista por el final es una obsesión, no lo puedo evitar. Sé que mucha gente lee las revistas así, sin ningún motivo especial. Pero yo tengo uno: unas ganas impresionantes de leer los textos de Patxi Irurzun. No puedo parar de reírme con ellos. Me encanta cómo este chico puede hacer de las situaciones más cotidinas, en las que todos nos identificamos, una historia de carcajada continua. Mi más sincera enhorabuena»


Jo, y encima me llama chico…

 

Y ahora os dejo con la historieta:

EL MUÑECO DE NIEVE MÁS FEO DEL MUNDO

Nunca había imaginado que hacer un muñeco de nieve fuera tan difícil… Bueno, probablemente para los demás padres no lo sea. Me pregunto qué recordará H de mí, cuando sea mayor. Un padre es alguien que arregla enchufes, te enseña a andar en bici en una mañana –y que luego no se pasa el resto de la semana con la espalda convertida en un acordeón gimoteante, ay, ay…-; alguien, en definitiva, que hace con sus propias y fornidas manos muñecos de nieve tamaño Goliat, y no esa birria que me ha salido a mí y al lado de la que ALF, aquel extraterrestre de la serie de televisión, era un adonis.
Y mira que he bajado a la calle con ilusión, esta mañana mágica, casi perfecta de sábado: “¡Está todo nevado!”, he gritado al levantarme, y H ha pegado un brinco desde su cama, sin remolonear, se ha colocado junto a mí en la ventana y la luz blanca y deslumbrante de la nieve le ha iluminado el rostro…
-¿Bajamos a hacer un muñeco, campeón?- he dicho yo entonces mi frase de superpadre, y ha funcionado:
-¡Síiiiiii!- ha contestado H, y hasta me ha dado un beso (últimamente no lo hace porque, con la barba, dice que pincho).
Así que ahí estábamos los dos, ya en la calle, con nuestra zanahoria, la bufanda con dibujitos de renos, todos los complementos que un muñeco de nieve puede desear… Pero luego ha sido empezar a amontonar la nieve y no sé qué ha pasado, ésta se me escurría entre los dedos, como arena, no había manera de compactarla, o cuando lo conseguía, al intentar clavar la zanahoria, el muñeco se deshacía…
-Este muñeco es un adefesio- me he rendido finalmente, desilusionado.
Pero H se ha reído, me ha tirado una bola, ha hecho la croqueta sobre la nieve… así hasta que, agotados, hemos subido a casa.
-Mira, mamá, el muñeco Adefesio- ha corrido entonces H a la ventana, arrastrando a su madre.
-Pues sí que debía de ser feo- ha contestado Malen, porque un grupo de niños había rodeado a nuestro muñeco de nieve alienígena y lo destrozaba a patada limpia.
-¡Vándalos!- me he puesto hecho una furia, y ha sido H  quien ha tenido que pararme los pies:
-Déjalos, papá, total, se iba a dirritir…-me ha dicho.
Y tenía razón. Después de todo, lo importante era que nos lo habíamos pasado en grande. Eso y que, quién sabe, quizás cuando H sea mayor recuerde divertido aquella mañana que hizo con su padre el muñeco de nieve más feo (y más efímero) del mundo.

VUELVE BORRASKA

Ene 18, 2012   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment

Por fin, con casi un año de retraso, he resucitado el ciberfanzine de literatura subterránea que editaba hace unos años.  En un blog. Otro blog: http://fanzineborraska.blogspot.com.Es un número especial y, de momento, sin vocación de continuidad, sobre LA VIDA AG (antes de Google). Hay textos e ilustraciones de casi cuarenta autores, todos estupendos. El desaguisado del diseño es mío, porque yo me lo guiso (o me los desguiso), yo me lo como todo solito. Vamos, que no tengo ni idea. Pero las colaboraciones, que son lo que cuentan, son de lujo. Aquí os dejo el editorial que he escrito, para que veáis de qué va la cosa:

LA VIDA M.A.G. 
“¿A dónde vamos?”, preguntábamos a nuestros padres los sábados por la tarde, y ellos contestaban: “A mirar escaparates”. Se fumaba en los autobuses, en los institutos y universidades, en la consulta del médico (y solía ser el médico quien fumaba). Los adolescentes se masturbaban hojeando el LIB, Interviú, y otras revistas acartonadas, algunos, a otros les bastaba con fantasear. Escribíamos cartas, salíamos a la calle a buscar a los amigos, cortábamos y pegábamos, pero lo hacíamos con nuestras novias o contra los del colegio de enfrente… No había móvil, ni redes sociales. ¿Cómo nos las apañábamos? Después llegó Internet, Google, Facebook… Parece que han pasado siglos (bueno, ha pasado uno, en realidad) pero fue solo ayer, hace 15 años. Borraska surgió en aquel tiempo fronterizo, cuando los emails tardaban horas en entrar a la bandeja de entrada y el contador del teléfono corría como un fórmula 1. De forma autodidacta y con espíritu y estética de fanzine. El espíritu porque nos lo pedía el cuerpo y la estética porque no teníamos ni idea. Y seguimos sin tenerla. Ahora volvemos en forma de blog, que es facilito, ajustado a las capacidades de los que nacimos MAG (Mucho Antes de Google). El ciberfanzine de literatura subterránea ha resucitado, muy lentamente, con pachorra, en un número especial y sin vocación de continuidad, en el que casi cuarenta creadores escriben sobre cómo era su vida antes de que las nuevas tecnologías irrumpieran. ¿Qué recuerdan de aquellos tiempos? ¿Cómo se adaptaron a los cambios? ¿De qué modo influyó en su forma de escribir? ¿Hemos ganado libertad o la hemos perdido? ¿Seguimos, en el fondo mirando escaparates?

SALTAR, CAER, LEVANTARSE

Ene 17, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Reseña de ‘Dios nunca reza’ en Estado crítico, por DANIEL RUIZ GARCÍA

SALTAR, CAER, LEVANTARSE

Escribir no es ningún deporte de riesgo. No nos hace ningún bien, o al menos no nos hace más bien que mal. Aunque mucha gente así lo crea, los que escribimos no somos personas más inteligentes que los que no lo hacen. Estamos en la media de la torpeza y la idiotez, con el plus, casi siempre, de una proporción de vanidad más que considerable. Escribir es una acción, un verbo, un estar, pero ese estar no suele ser nada agradable. Sobre todo cuando lo que escribes apenas se compra y se lee, comparado con, pongamos, cualquier bestseller que se distribuye en las tiendas de los aeropuertos o en los Carrefour. Porque -y este es otro malentendido bastante extendido entre los ágrafos- los escritores suelen ser gente más bien pobre, o en todo caso, si tienen liquidez, no la han obtenido precisamente de la literatura. Muchos de los que publican libros apenas llegan a fin de mes. Hay muchas formas mejores de hacerse rico. Y probablemente, con bastante menos esfuerzo. Porque escribir es algo muy desagradecido: visto desde una perspectiva material, resulta absolutamente miserable la correspondencia entre el esfuerzo que supone escribir una novela y los rendimientos económicos que ello reporta. Aun así, muy pocos de los que empiezan a fumar de este tabaco son capaces de dejarlo, de manera que acaban sometidos de por vida a esta suerte de sacerdocio de pobres, consagrados a una vida de arrastre detrás de palabras y letras que acabarán llevándolos a la muerte como un inevitable cáncer de pulmón.

Dios nunca reza es un libro de memorias pero también es una novela biográfica sobre las miserias, servidumbres, renuncias y pequeñas alegrías de un escritor tocado por ese infortunado vicio. Un escritor joven que no obstante lleva años predicando en los desiertos de la literatura y recibiendo a cambio escasos beneficios y parcas satisfacciones. Es un diario íntimo que conmueve desde el primero hasta el último capítulo, porque exuda sinceridad. Una sinceridad, casi siempre, muy dolorosa. Porque Irurzun es consciente de que, por más desagradecido que resulte ese vicio, por más que le haga toser y le supure bilis, no podrá renunciar a él hasta la muerte.

No se piense, por el tono de mis palabras, que estamos ante una obra de tintes románticos, grandilocuente, apasionada. La miseria está ahí, pero Irurzun la aborda con naturalidad. Con la misma naturalidad con que uno asume, por ejemplo, una enfermedad de diabetes que deberá acompañarlo de por vida. El registro del dietario le permite a Irurzun realizar una contabilidad exhaustiva de sus desvelos cotidianos como escritor, pero también como padre y “prepadre”, como esposo, como amigo… En realidad, la obra puede leerse como una novela intimista sobre una mudanza, la mudanza de un escritor hacia otra casa junto a su mujer y su hijo, pero también la mudanza interior de un escritor que no quiere renunciar a serlo por encima de las miserias laborales y los trabajos castrantes y embrutecedores.

Me he sentido muy cercano a los desvelos de Irurzun en esta novela. Su estilo es llano, limpio, sencillo, con momentos de gran explosión lírica, y de forma muy especial en el último tramo. Es, así lo pienso, un libro muy hermoso, que arañará especialmente a todos aquellos que, como quien esto suscribe, sobrelleva como puede este insano vicio de la escritura, encallado a fuerza de golpes, acostumbrado a un programa creativo precariamente construido a base de verbos: saltar, caer, levantarse.

http://www.criticoestado.blogspot.com/2012/01/saltar-caer-levantarse.html

1986: EL COJO MANTECA EN PAMPLONA

Ene 15, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments


Ya que lo hemos mentado en el post anterior, ahí va este cuento:

1986: EL COJO MANTECA EN PAMPLONA

Por aquel tiempo bebíamos litronas y, algún sábado, pillábamos chocolate. Aunque todavía no frecuentábamos los bares a veces entrábamos en uno de ellos, cerca de la Plaza San Francisco, donde siempre había unos vejetes con pintas de bohemios jugando al ajedrez con el Cojo Manteca, que se haría célebre en las revueltas de estudiantes de aquel año.
El Cojo Manteca no tenía en absoluto aspecto agresivo, allá sentado en su silla de ruedas, con la cicatriz en su cabeza afeitada y dándole vueltas al siguiente jaque mate. Precisamente entrábamos a aquel bar porque ni él ni los vejetes apartaban la mirada del tablero mientras trapicheaban. Eran como máquinas de tabaco: echabas la moneda y ellos te devolvían, fría e impersonalmente, el costo.
Salíamos pronto de casa. Nos citábamos hacia las cinco o las seis, comprábamos unas litronas y nos sentábamos a beberlas en las escaleras de la Biblioteca. Era un lugar agradable. Nadie te molestaba, tal vez porque en la plaza no resultaba extraño ver a media docena de alcohólicos trasegando tetra-bricks de vino, cantando y hablando con su mala sombra, o con yonkis mendigando duros «para un bocadillo, tronco», decían, aunque nunca se les veía comer, sólo arrastrarse como cadáveres sobre sus piernas como palitos. Y junto a ellos estudiantes que hacían un alto para fumarse un cigarrillo, vecinos paseando al perro, jugando con los niños…
La Plaza de San Francisco era como un cuartito de estar en el que nos dejaban entrar sin pedir permiso y donde a cambio, nosotros, desagradecidos, nos tomábamos algunas libertades, como colocar los pies sobre la mesa camilla, o vomitar sobre la alfombra…
Mientras bebíamos las litronas en las escaleras de la Biblioteca discutíamos. Las conversaciones surgían espontaneamente, saltaban como chispas, y luego iban tomando cuerpo, convirtiéndose en resplandecientes llamaradas que prendían fuego a aquel mundo de mierda. Pensábamos que tal vez éste funcionara mejor si los grandes hombres celebraran las cumbres en las que decidían el rumbo de la humanidad sentados en el banco de cualquier parque, en las escaleras de un portal, si tomaran las decisiones en ese momento de clarividencia en la frontera entre lucidez y melopea.
A veces, tras vaciar las litronas, íbamos a los bares, casi siempre al mismo, uno de la calle Jarauta. Ponían a Eskorbuto, y a Hertzainak, y a los Cika, , había gente de nuestra edad y la cerveza estaba barata. Nos sentábamos en una mesa, o amoldábamos el costado a la barra. Pasaban las chicas y les mirábamos. De repente, al fondo se veía gente que entraba asustada. Aparecían dos cascos blancos. Encendíamos un cigarrillo y le dábamos un trago a la cerveza. Ellos sacaban a los que no bebían; o a los que jadeaban, se les aceleraba el pulso; a cualquiera. Les hacían el pasillo y a veces se llevaban a alguno detenido. Entonces, cuando se iban, salíamos a la calle y les tirábamos piedras a las furgonetas. Sabíamos que al día siguiente los periódicos hablarían de disturbios provocados por “los de siempre” pero para nosotros “los de siempre” eran ellos.
El Cojo Manteca también tiraba piedras, en Madrid, se había levantado de su silla de ruedas y rompía con las muletas los cristales de las cabinas telefónicas. Mientras tanto algunos estudiantes a los que nadie sabía exactamente quien había elegido se reunían con el ministro y firmaban papeles. Jesús Quintero, El Loco de la colina, invitaba al Cojo Manteca a su programa, le pasaba cubatas y cigarrillos. El Cojo Manteca se levantaba en mitad de la entrevista y decía «me voy a mear». Era todo cuanto quedaba de aquellas revueltas de estudiantes. Aquí, nosotros seguíamos tirando piedras. Después volvíamos al bar . Ponían una de Kortatu o de los «Barri» o de La Polla. Las chicas nunca nos miraban al pasar. Pedíamos más cerveza. Así todos los sábados.

De «La polla más grande del mundo y otros 69 cuentos», Patxi Irurzun (Baile del Sol, 2007)

BATALLITAS SANFERMINERAS

Ene 15, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Las que voy contando cada mes en www.blogsanfermin.com, en plan abuelo cebolleta. La última es esta, con un cameo del Cojo Manteca:

NO HAY PEOR RESACA QUE LA DEL PATXARÁN

Yo hace veinte años que no tomo una copa. De patxarán, quiero decir. Cuando tenía trece o catorce, unos sanfermines, me bajó a casa una ambulancia de la DYA (y casi tuvo que hacer el viaje de vuelta con mi madre, del soponcio que se llevó, la pobre). Esos ángeles de la guarda con chalecos reflectantes me habían recogido de un hierbín de Antoniutti babeando espuma por la boca, después de pimplarme a medias una botella de patxarán casero con un amigo (vale, también nos fumamos un china, que le compramos al Cojo Manteca en el bar Malembe; y, sí, además nos ventilamos una botella de “¡champandedoscientas!” que compramos en una tienda de la plaza San Francisco, cuando para que te despacharán alcohol no había que poner tu DNI sobre el mostrador, bastaba con enseñarles un retrato de Manuel de Falla). Pero lo que me dejó una resaca que todavía perdura y se manifiesta en cuanto huelo en un radio de cien metros a la redonda sus efluvios, fue el patxarán. No hay peor resaca que la del patxarán. Ninguna que aguante mejor el paso del tiempo. Ninguna tan cabezona, con mejor memoria. Puto patxarán.
Los de la DYA, ninó ninó, me llevaron a Urgencias, donde me lavaron el estómago (o al menos eso ponía en la factura que me llegó unos meses después; yo la verdad no me acuerdo de nada) y después me dejaron en casa. Por el camino yo ya me iba sintiendo algo mejor y me quedé con la cara del conductor, que luego resultó ser también el chófer de la villavesa que cogía todos los días para ir a clase, menuda lacha. Todavía me lo encuentro de vez en cuando por ahí y me pongo colorado como una endrina al verlo.
En casa, dice mi madre, aunque yo de eso tampoco me acuerdo, me dio por escupirle al gato. El pobre daba acrobáticos saltos por todo el cuarto de estar cada vez que yo le apuntaba con el lanzallamas de mi boca. Después, el fuego ya se volvió hacia dentro y me consumí en una camada de veinte horas al cabo de las cuales me levanté de mis cenizas, hecho una braga.
No volví a salir hasta el día 14. Me tomé una tónica, anduve como una alma en pena por la verbena infantil, sin la chispa suficiente para presentarme y dar besos coleccionables en las mejillas a las chicas (toda la precocidad que teníamos los chavales de entonces con el alcohol y las drogas era inversamente proporcional en lo tocante –aunque no sé si esta es la mejor palabra- a las chicas) y, pobre de mí, volví a casa de lo más formalico, para alivio de mi madre, que pensó que la madre de todas las borracheras me había escarmentado para siempre. Y de algún modo así fue, o al menos la DYA no volvió a bajarme en coma etílico a casa, como mucho el conductor de la villavesa, la última villavesa, lo cual servía para cortarme el pedo automáticamente y que eso de “Me habrá sentado mal algo que he cenado” sonara convincente después de tirar la cadena en el baño y que por la taza desaguaran destornilladores, bulumbas, tequilas con kiwi y otras cuantas marranadas con, no obstante, resacas mucho más limpias que las del patxarán.
El patxarán, el puto patxarán, en definitiva, me repugna, no lo puedo ni ver, soy un mal navarro y un peor sanferminero, pero a la vez, en mi defensa, diré que a veces también lo echo de menos. Echo de menos untar un Faria en la copa, verme cara de interesante al fondo del vaso durante sobremesas de mover hielos, no parecer una nenaza después de los cafeses (“Yo un licor de melocotón)…
Por lo demás, la factura de la DYA nunca llegamos a pagarla (nunca supe si era una prehistórica factura en la sombra), al Cojo Manteca solo volví a verlo en un telediario rompiendo cabinas de teléfonos con la muleta y el gato nunca me guardó rencor. Eran otros tiempos.

http://www.blogsanfermin.com/no-hay-peor-resaca-que-la-del-patxaran/

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