Lo he oído mientras desayunaba, ha dicho la radio que Miguel Delibes ha muerto, hoy a las siete de la mañana, y he pensado que justo en ese momento mi mujer y yo estábamos en la cama y también la niña, que se había despertado tres cuartos de hora antes y a la que había acostado entre los dos, venga hablar con su lengua de trapo, intentando que termináramos de despertarnos, abrazándonos mientras nosotros tratábamos en vano de robar unos minutos más al sueño, antes de que sonara el despertador, y no sé por qué -o tal vez sí- todo eso, esa escena familiar, cotidiana, me ha parecido muy propia de una novela de Delibes. Se me ha puesto la piel de gallina, también, cuando ha dicho la radio (me gusta esa expresión como antigua, la personificación de la radio, esa conversión en alguien a quien dar crédito, alguien viajado, de mundo… Hoy diríamos lo he leído en internet, amén), cuando la radio ha dicho, decía, que Delibes ha muerto, hasta se me ha asomado alguna lagrimilla. Leí mucho a Delibes, cuando yo empezaba a escribir, hace ya 25 años, Las ratas, El Camino, Los Santos inocentes, La hoja roja... Después, ya no tanto. Me gustaba (aunque fuera lectura obligatoria en el instituto), su aparente sencillez… Creo que no me ha conmovido nunca tanto la muerte de ningún otro escritor, no digo que Delibes haya sido el escritor al que más he admirado, pero lo vinculo a esa etapa de mi vida, en que leía tanto y escribía tanto y pensaba que un día yo también podía ser escritor.. Y sobre todo, uno de sus libros, El príncipe destronado es uno de los cuatro o cinco que más me han gustado a lo largo de mi vida. Creo que la escena cotidiana de esta mañana, con mi mujer y mi hija -nuestro príncipe destronado, Hugo, dormía en la habitación de al lado- tenía bastante que ver con ese libro y con esa emoción. Hasta siempre, pues, maestro. Y gracias. muchas gracias.
Hoy es sábado. Los sábados no hay cole y por eso acompaño a mi mamá a hacer la compra. Hoy ha tocado la pescadería. En la pescadería huele raro y se ven los peces muertos detrás del cristal, unos por encima de otros y con esos ojos que parecen canicas y dan pena. En la carnicería es distinto porque los trozos de carne y los filetes son trozos de vacas y de cutos, pero no parecen vacas y cutos. Pero hoy ha tocado la pescadería. Mi mamá me ha dicho que hoy vamos a comprar cangrejos. Los cangrejos son unos bichos muy feos, como moscas muy gordas pero sin alas. Los he visto pintados en un libro de Begoña. También tienen unas pinzas que, si te cogen un dedo, te lo arrancan. Me lo ha dicho Begoña. Los cangrejos viven en el río, pero también van al cole, aunque no son muy listos, porque cuando Begoña trae las notas y se las enseña a mi papá, mi papá dice: «tú, como los cangrejos, para atrás».
En la pescadería los cangrejos estaban en una caja de madera. Había muchos, muchos, muchos cangrejos. Había cangrejos que andaban por encima de otros cangrejos y que querían escaparse de la caja, pero no podían, y cangrejos panza arriba que pataleaban porque no podían darse la vuelta, y cangrejos que sólo se veían a cachos, una pata, una pinza, una antena, porque estaban por debajo de los cangrejos que querían escaparse. Era como una vez que mi papá me llevó a ver un encierro a la plaza de toros y en la puerta se cayeron unos pocos hombres, y luego eran más, y luego eran tantos que los demás hombres que venían por detrás, y los toros también, pasaban por encima de ellos muy despacio y les pisaban las cabezas, y las mujeres gritaban, y la mano de mi papá temblaba, y yo me eché a llorar, y cuando todo pasó algunos hombres se quedaron tumbados en la arena hinchándose y deshinchándose muy deprisa y muy fuerte, y uno se murió. Por eso me daban mucha pena los cangrejos que sólo se veían a cachos, pero también los que pataleaban y un poco menos los que andaban por encima de los otros cangrejos.
– Mamá – le he preguntado a mi mamá – ¿los cangrejos se comen?
– Claro, hijo, y son muy ricos -me ha dicho ella-. Mi mamá lo sabe todo, por eso cuando le pregunto algo a mi papá, mi papá me dice: «no sé, pregúntaselo a tu mamá». Mi papá no sabe nada.
– Los cangrejos son riquísimos, chaval, ya verás – ha dicho también el pescadero. Pero el pescadero siempre dice que todo es riquísimo.
– ¿Y cómo se van a comer si están vivos? – he preguntado yo.
– Están vivos, pero por poco tiempo – ha dicho el pescadero. Y se ha echado a reír, pero a mí no me ha hecho gracia. Ahora que entiendo por qué ha dicho eso, tampoco me hace gracia. Después el pescadero ha metido la mano con un guante en el cajón de los cangrejos y ha empezado a sacar algunos y a meterlos en una bolsa para mi mamá. El pescadero lleva unas botas negras que le llegan por encima de las rodillas y un delantal que le tapa el pecho y la tripa, y los guantes, todo muy chulo. Yo pensaba que todo eso sería de goma, pero tiene que ser de una tela especial, por lo menos los guantes, porque al coger los cangrejos, los cangrejos no le han arrancado al pescadero ni un solo dedo.
– ¿Quieres llevar la bolsa, chaval? – me ha preguntado el pescadero cuando ha acabado de echar los cangrejos. Y me ha puesto la bolsa delante de la cara. La bolsa era blanca, pero a ratos le salían pecas, que eran las pinzas y las patas de los cangrejos que se movían por dentro, y luego las pecas que salían en otro sitio de la bolsa, y parecía como que la bolsa estaba viva, y que respiraba y todo.
– No – he dicho muy bajico.
-Tiene miedo – ha dicho mi mamá. Y ha cogido ella la bolsa. Mi mamá es muy valiente.
– No tengo miedo – he dicho yo. Pero le he dejado a mi mamá que lleve ella la bolsa.
Luego hemos salido de la pescadería. Yo andaba muy deprisa porque si no igual los cangrejos se comían la bolsa y se caían por los suelos, y como nosotros no teníamos guantes como los del pescadero, no los íbamos a poder coger. Pero mi mamá no andaba tan deprisa como yo. Me ha dicho que era mejor ir despacio para no mover mucho a los cangrejos y que no se enfadaran. Mi mamá lo sabe todo.
– Mamá – le he preguntado yo – ¿Por qué el pescadero ha dicho que los cangrejos estaban vivos por poco tiempo?
– Se dice pescatero y no pescadero. Pes-ca-té-ro.
– Bueno, pues por qué el pescatero… ¿así? – mi mamá ha dicho que sí con la cabeza y también con su sonrisa – ¿por qué el pescatero ha dicho eso?
– Porque para comernos los cangrejos tenemos que matarlos.
– ¿Cómo hay que matarlos?
– Se cuecen en la sartén – ha dicho mi mamá. Y los cangrejos me han dado pena otra vez. Me he acordado de unos dibujos animados donde unos negritos metían en una cazuela a un explorador que lloraba y que sudaba mucho, y también me he acordado de cuando me meto en la bañera y le doy al agua caliente hasta que me quemo y no puedo respirar porque sale mucho humo. Pobres cangrejos.
Cuando hemos llegado a casa mi mamá ha puesto los cangrejos en una cazuela, y como tenía asas, yo he cogido la cazuela y se la he llevado muy despacio a Begoña para que los vea. Algunos cangrejos se querían escapar y yo tenía miedo, pero quería ser valiente y que Begoña se creyera que no tenía miedo. Begoña estaba hablando por teléfono.
– Mira, Begoña, – le he dicho. Y le he puesto la cazuela delante de la cara como me ha hecho a mí el pescadero, o sea, el pescatero.
– Quita, idiota. Qué asco – ha dicho Begoña con una voz distinta a la que tiene, como de mujer en vez de chica. Begoña es tonta. He llevado la cazuela muy despacio a la cocina y luego he vuelto al cuarto de estar porque cuando le he ido a enseñar los cangrejos a Begoña he visto que ya habían empezado los Pitufos en la tele. No he visto casi nada de los Pitufos porque enseguida mi mamá ha gritado desde la cocina:
– ¡Asier! Ven, que voy a echar los cangrejos.
Y como los Pitufos hay todos los sábados pero ésta era la primera vez que veía cangrejos, he ido a la cocina. Mi mamá había untado la sartén con mantequilla y cuando echaba los cangrejos resbalaban como si estarían esquiando. Eso los primeros, porque luego había tantos que no tenían sitio ni para moverse, como en el cajón de la pescatería, sólo que aquí pataleaban todos y hacían un ruido como si la sartén se los estuviera tragando. Era como uno de esos agujeros llenos de bichos venenosos que salen en las películas y a los que los malos quieren empujar a los buenos para que se los coman los bichos, pero se comen siempre a los malos porque los buenos son más fuertes, sólo que en las películas los bichos daban asco y los cangrejos daban pena porque se estaban muriendo y pataleaban cada vez más despacio y con menos fuerza. Menos mal que entonces mi mamá le ha puesto una tapa a la sartén y así no he visto cuando se morían los cangrejos. Mi mamá lo sabe todo, hasta cuándo voy a echarme a llorar.
– Mamá – le he preguntado – ¿Y por qué no venden también las vacas y los cutos vivos? ¿Porque no caben en la sartén?
– Claro, hijo – me ha dicho ella.
Después mi mamá ha levantado la tapa de la sartén y los cangrejos estaban ya todos muertos y en vez de ser como negros, como antes, ahora eran rojos.
– ¿Se han muerto de calor? – le he preguntado a mi mamá.
– Sí, hijo.
Los cangrejos me daban mucha pena.
– Anda, Asier, vete a ver los Pitufos – me ha dicho mi mamá. He ido a ver los Pitufos, pero hoy no me han hecho tanta gracia como otros días.
A las dos, cuando ha venido mi papá, nos hemos puesto a comer. Cuando mi mamá ha sacado los cangrejos mi papá ha dicho: «hombre, cangrejos», y la boca le olía a vino.
– Los hemos comprado en la pescatería – le he dicho a mi papá.
– Se dice pescadería – ha dicho mi mamá. Yo le iba a preguntar a ver por qué si se decía pescadería se decía pescatero y no pescadero, pero mi papá se ha puesto a hablar muy alto y muy deprisa, como siempre que le huele la boca a vino.
– Estos cangrejos son americanos. Los de antes sí que eran cangrejos ¿verdad? – le ha preguntado mi papá a mi mamá, pero no le ha dejado contestar – cangrejos grandes y gordos – ha dicho mi papá.
– Papá, ¿los cangrejos son tontos porque son americanos? – le he preguntado a mi papá. Mi papá siempre dice cosas feas de los americanos.
– Sí, Asier – ha dicho riéndose mi papá – y por eso también invadieron nuestros ríos, como hacen con todo los americanos, y se comieron a nuestros cangrejos.
– ¿Y por qué se los comieron si los nuestros eran más grandes y más gordos? – le he preguntado a mi papá.
– Joder, qué niño; no sé, pregúntaselo a tu madre.
– Porque eran más – ha dicho mi mamá. Y ha empezado a servir los cangrejos. Eran igual que en la pescadería, pero muertos y rojos, y olían más a río. Lo que yo no sabía era cómo se comían y por eso he esperado a ver qué hacían mis papás y Begoña. Mi mamá ha dicho:
– Quítales la cabeza, ¿ves? – mi mamá le ha quitado la cabeza a un cangrejo – las patas – mi mamá le ha arrancado las patas – los pelas así – mi mamá le ha quitado al cangrejo un cascarón duro – y te comes esa cosa blanca ¿ves qué fácil? – mi mamá ha chupado el cangrejo y se ha comido la cosa blanca.
– Vale – le he contestado yo. Pero cuando he querido hacer lo que me ha dicho mi mamá, no era nada fácil. El cangrejo resbalaba, y al arrancarle la cabeza el caldo me caía por los dedos y por los brazos y me hacía cosquillas. Luego resulta que la cosica blanca esa era poco más que una miga de pan, y era rica, pero no tanto como para ensuciarte todos los brazos de caldo.
– Pero si te has dejado la mitad ahí – ha dicho mi papá. Y ha señalado la esquina del plato donde he dejado la cabeza, las patas, las pinzas y las peladuras. De la cabeza del cangrejo colgaba una carne como la que mi mamá ha dicho que me tenía que comer, pero de color marrón. Me ha dado un poco de asco y cuando he visto el cangrejo destripado y partido en pedazos en la esquina de mi plato me he acordado de que hacía media hora todos los cangrejos estaban vivos y me ha dado más asco, y los cangrejos mucha pena.
– No me gusta – he dicho. Mi mamá ha puesto cara de enfadada y luego ha dicho:
– Ya sabía yo que esto no era como para el crío – cuando mi mamá dice «el crío» es que está enfadada – anda, trae, que te voy a hacer una tortilla – ha dicho. Y me ha quitado el plato, lo ha repartido entre los demás y se ha puesto a hacerme una tortilla. Cuando me ha sacado la tortilla la he comido sin quitarle ojo porque ya he visto que Begoña me miraba haciéndose la mayor y que mi papá también estaba enfadado, porque tiraba muy fuerte al plato las cabezas y las patas y las pinzas y las peladuras de los cangrejos y me salpicaba de caldo la camiseta. Y el caldo olía cada vez más a río y a mí los cangrejos me daban mucho asco y mucha pena y por eso me he comido la tortilla muy deprisa y cuando la he acabado me he levantado y he salido enseguida al pasillo para que a mi papá no le diera tiempo de gritar: «espera a que terminemos de comer».
¿Y a que no sabéis qué he encontrado en el pasillo? ¡Un cangrejo vivo! Iba arrastrándose muy despacico y tenía las patas, las pinzas y las antenas llenas de pelusas de polvo. Cuando me ha visto el cangrejo se ha puesto de pie apoyándose en la cola y ha abierto mucho las pinzas, como si quisiera darme un abrazo. A mí me ha dado mucha gracia encontrarme un cangrejo vivo en medio del pasillo y también que se pusiera de pie y estirara las pinzas como si fueran los brazos de un hombre y me he puesto muy contento.
– ¡Hay un cangrejo en el pasillo! – he gritado. Y entonces he oído chirriar por el suelo las banquetas de todos, hasta la de mi papá, aunque no hubiéramos terminado todos de comer, y mis papás y Begoña han salido al pasillo. Cuando han visto el cangrejo mi mamá y Begoña se han reído, las dos como chicas en vez de mujeres y mi papá ha dicho con voz de tonto: «¡anda!» y se ha acercado al cangrejo y le ha empezado a dar golpecicos en la cabeza, donde las antenas, y el cangrejo entonces echaba sus pinzas como un gato y se ponía todavía más tieso. Mi papá es también muy valiente, como mi mamá, pero el cangrejo es todavía más valiente, porque él es mucho más pequeño que mi papá y también porque se ha escapado para que no nos lo comiéramos.
– Ten cuidado, que no te arranque el dedo – le he dicho a mi papá. Porque, aunque el cangrejo es más valiente, yo quiero más a mi papá que a un cangrejo, aunque a mi papá le huela la boca a vino y no sepa nada.
– Uy, sí, es verdad – ha dicho mi papá – anda, trae la pecera esa del cuarto de estar para que lo metamos dentro antes de que nos coma a todos. ¡Corre!
He ido corriendo al cuarto de estar y he cogido la pecera. Es de plástico y la compramos para un pez de colores muy pequeñico que vendían en bolsas de plástico con agua en Sanfermines. El pez se murió por la noche, no sé por qué, porque yo bien que le había echado comida de un bote que compramos con comida especial para peces. De hambre seguro que no. Le eché medio bote…
Dibujo inédito de Kalvellido (el cangrejo con colita, como los cangrejos de río)
Pues bueno, he cogido la pecera y he ido corriendo otra vez a donde el cangrejo. El cangrejo ya no estaba en el suelo. Ahora Begoña lo tenía agarrado por la mitad con el dedo gordo y el dedo de al lado, como cuando lleva las bragas sucias a la lavadora. Las patas del cangrejo se movían muy deprisa, como si estuviera arrascando el aire y echaba las pinzas para atrás para arrancarle un dedo a Begoña, pero no llegaba. Begoña es también muy valiente, pero me da rabia que Begoña sea valiente.
– La pecera – he dicho. Begoña ha dejado caer el cangrejo en la pecera y ha sonado igual que si tirara una piedra.
– Que lo vas a matar – le he dicho, y Begoña se ha reído, pero ahora como una mujer, haciéndose la mayor. Begoña es tonta.
El cangrejo no se ha muerto con el golpe. Los cangrejos tienen una piel muy dura. Ha empezado a dar vueltas por la pecera y estiraba las pinzas para arriba, para escaparse otra vez.
– No tienes que escaparte otra vez. Ahora no te vamos a comer ¿verdad, mamá? – le he preguntado a mi mamá. Mi mamá ha tardado un rato en contestar, pero luego ha dicho:
– No, Asier, por valiente.
– El cangrejo valiente – he dicho yo. Y nos hemos llevado la pecera a la cocina, donde mi mamá le ha echado una hoja de lechuga mojada y le ha puesto un plástico transparente por encima para que no se escape el cangrejo.
-Anda, llévatelo al cuarto de estar – ha dicho después mi mamá. Me he llevado el cangrejo al cuarto de estar.
He estado toda la tarde mirando al cangrejo. Se mueve muy despacio y a veces se mete debajo de la hoja de lechuga. Tiene unos ojos negros un poco más grandes que la cabeza de una aguja y cuando yo me muevo sus ojos se mueven. Le he pedido a Begoña que me lea algo de su libro sobre los cangrejos. Al principio no quería, pero después de media hora me lo ha leído muy deprisa y gritando. Ha dicho: «El cangrejo de río se alimenta de pequeños animales acuáticos, renacuajos, gusanos y restos orgánicos en descomposición, saliendo de noche para capturarlos» y otras muchas palabras largas y difíciles que no me acuerdo. O sea, que los cangrejos no comen lechuga. He cazado una mosca y la he metido en la pecera. El cangrejo no se la ha comido pero en el libro ponía que capturan los pequeños animales de noche. Igual tampoco comen moscas. Tengo miedo de que el cangrejo se muera, como el pez. Una vez he hundido un dedo en el plástico y, muy deprisa, le he dado un golpecico al cangrejo en la cabeza, donde las antenas, igual que hacía mi padre. El cangrejo se ha puesto de pie a todo meter y ha echado las pinzas como los gatos, pero yo he quitado el dedo más rápido y el cangrejo no se lo ha comido. Mi corazón se ha puesto a dar golpes en el pecho muy deprisa y muy fuerte, como un tambor, pero ahora yo también soy un valiente y estoy muy contento por eso. No me gustaba que todos, hasta Begoña, fueran valientes, menos yo.
He mirado muchas veces al cangrejo por debajo de la pecera. Tiene la tripa toda como llena de hilos y en las patas como pelicos muy pequeños. Al principio el cangrejo era feo, pero ya no. El cangrejo valiente es mi amigo.
Ahora tengo que irme a dormir, pero no sé si podré. Tengo miedo de que el cangrejo se muera, después de todo lo que ha hecho para que no nos lo comiéramos. Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto, y te doy mi corazón, que el cangrejo no se muera, amén.
Hoy es domingo. Ayer me costó mucho dormirme y por eso cuando me he levantado era ya muy tarde. Ayer tuve una idea. Como mi papá va todos los domingos por la mañana al río a lavar el coche podía ir con él y cazar muchos renacuajos para el cangrejo. Lo que pasaba era que, como ya era muy tarde, igual mi papá se había ido, y además tampoco sabía si el cangrejo se había muerto o no. En cuanto me he despertado he ido corriendo a la cocina. Mi mamá y Begoña estaban haciendo la paella, o sea que era muy tarde, casi la hora de comer. Seguro que mi papá se había ido ya.
– ¿El papá? – he preguntado nada más entrar en la cocina.
– Hombre, dormilón – ha dicho mi mamá.
– Vaya morro, Asier – ha dicho Begoña.
– ¿El papá? – he dicho otra vez yo.
– Se ha ido a lavar el coche.
Luego he ido corriendo al cuarto de estar a ver el cangrejo, pero la pecera no estaba. He vuelto corriendo a la cocina.
– Mamá ¿el cangrejo? – Mi mamá no ha contestado nada. Begoña tampoco. He visto la pecera en la fregadera, con las cosas de fregar. El cangrejo no estaba.
– El cangrejo se ha escapado otra vez – he dicho. Mi mamá no ha dicho nada. Begoña tampoco. Me han entrado ganas de llorar. Me parecía que el cangrejo valiente se había muerto y que mi mamá y Begoña no querían decírmelo. Mi mamá lo sabe todo, hasta cuándo voy a echarme a llorar. Por eso ha dejado de hacer la paella, ha venido donde yo y me ha dicho:
– El cangrejo no se ha escapado. El papá se lo ha llevado al río.
– ¿Por qué?
– Porque los cangrejos viven en el río. Allí están sus papás, sus amiguitos, sus casas.
– Pero yo también era amiguito del cangrejo – le he dicho.
– Sí, pero los cangrejos tienen que vivir en el río. Si no se mueren.
– Pues lo ponemos en la bañera.
– No es lo mismo. En la bañera no hay cosas que puedan comer los cangrejos, ni casas para los cangrejos – ha dicho mi mamá.
– Y además, dónde nos íbamos a bañar nosotros – ha dicho Begoña. Begoña es tonta.
– ¡Mierda! – he gritado yo, aunque sea pecado. Y me he ido corriendo a mi cuarto y me he tumbado en mi cama y he llorado mucho rato hasta que ha venido mi papá y nos hemos puesto a comer. A mi papá no le he dicho nada. Mi papá no sabe nada. No sabe ni que yo quería haber ido al río con él, primero a coger renacuajos, y ahora que me había dado cuenta de que mi mamá tenía razón a soltar yo al cangrejo valiente en el río. El cangrejo valiente era mi amigo. Me he comido la paella sin hablar con nadie y muy deprisa, porque de tanto llorar me había entrado mucha hambre.
– Está rica la paella, ¿eh, Asier? – ha dicho Begoña -. Le hemos echado el… – Mi mamá le ha dado un codazo a Begoña. Begoña es tonta. No se daba cuenta de que yo no quería hablar con nadie. Sólo quería pensar en el cangrejo. Mi mamá tenía razón: los cangrejos tienen que vivir en el río con sus papás y sus amiguitos. Me he imaginado al cangrejo valiente en el río. El cangrejo valiente les contaba a sus papás y a sus amiguitos sus aventuras, cómo se había escapado de una sartén ardiendo para que no se lo comieran unos hombres, y les decía que los hombres eran malos, porque se comían a los cangrejos, pero todos no, porque él, por ejemplo, se había hecho amigo de un niño que se llamaba Asier y que ya nunca más se comería un cangrejo, y muchas otras cosas. El cangrejo valiente estaba vivo y era feliz. Mi mamá tenía razón: los cangrejos tenían que vivir en los ríos. Mi mamá lo sabe todo. Le he dicho a mi mamá que la paella estaba muy rica, porque ya no quería estar enfadado con mi mamá.
– ¿Puedo comer un poco más? – le he preguntado después. Y mi mamá ha dicho muy bajico:
– Claro, hijo.
FIN
Editorial La Olla Express (Barcelona)
1ª edicion abril 2004; segunda edición febrero 2005
Cajita de cartón con cuento y recortable
Portada e ilustraciones de Kalvellido
Más sobre El cangrejo valiente
Recupero esta entrada que publiqué en agosto de 2007 en Hank over -fue en aquel mes cuando, 8 meses antes de la publicación del libro-antología Resaca / Hank over, Vicente Muñoz y yo arrancamos ese blog, que al día de hoy pasa ya de las 300.000 visitas y se acerca a los 4.000 post. Me he acordado de él -de este post- esta mañana, cuando un compañero de trabajo me ha dicho que estaba leyendo La nave de los muertos, de B. Traven, que reeditó en 2009 Acantilado.
Hace unos días David González hablaba en este blog de Nelson Algren y El hombre del brazo de oro. Y yo recordaba que entre los libros de mi padre había una colección, Libros Reno, con una edición del mismo, sorprendentemente publicada en plena dictadura franquista. Dicha colección debía de estar dirigida por algunos cracks avezados en el regate final y capaces de meterles estos golazos a la censura, y otros como Los indiferentes de Alberto Moravia o El enamorado de la osa mayor de Sergiusz Piasecki, del que también reproduzco la portada, porque es un libro de aventuras muy recomendable, un canto a la libertad afinadísimo, escrito por un autor que sabe de lo que habla (la vida de los contrabandistas) con una peripecia vital de lo más atractiva y que recuerda a otros escritores misteriosamente desaparecidos, otros amantes de la libertad y enemigos de cualquier forma de autoridad, como B.Traven, el autor de El tesoro de la Sierra Madre (sobre este enigmático escritor http://usuarios.lycos.es/jhbadbad/traven.html) , o Ambrose Bierce (Diccionario del diablo, Cuentos de soldados y civiles...)…
Esto es lo que dice la solapa de la edición de esta novela que ha publicado recientemente El Acantilado:
«Sergiusz Piasecki, nacido en 1899, luchó a los dieciséis años con las tropas polacas que ocuparon Minsk. Llegó a obtener el grado de suboficial y participó en las guerras contra Rusia de 1921. Trabajó para los Servicios Secretos de la antigua Unión Soviética entre 1922 y 1926, fue contrabandista y, más tarde, bandolero, motivo por el cual fue condenado a muerte. Cuando Alemania ocupó Polonia, fue evacuado de la cárcel en la que cumplía la pena por la cual se le conmutó la ejecución, y se le perdió el rastro. Puede que tomara parte en la resistencia polaca, o que se trasladara a Inglaterra en 1946. Parece ser que murió, envuelto por la leyenda, en 1964».
PD: Justo cuando acabo de colgar este post, leo en la columna de «blogs que sigo» que Jose Ángel Barrueco ha escrito sobre Nelson Algren aquí, a quien interpretará Jhonny Deep en el cine.