CHICLERO
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en el magazine ON (diarios Grupo Noticias) 03/09/2021
En cuarto de EGB me nombraron “chiclero mayor” de mi clase. Los curas de mi colegio tenían esas cosas. A veces, cuando se ausentaban durante un rato del aula dejaban a algún alumno al cargo, sentado en la silla del profesor y con la tiza en la mano para apuntar en la pizarra el nombre de quien hablara o hiciera una gamberrada (por ejemplo, recitar el abecedario de un tirón con un eructo).Y lo más curioso era que había chavales a los que aquello, vigilar a los demás, les gustaba, les hacía sentirse importantes, daba igual que el resto los odiáramos, a esos chavales les compensaba ganarse el favor del profe de turno, aunque a cambio tuvieran que soportar amenazas, burlas o incluso algún que otro soplamocos al salir de clase. Supongo que los curas ya sabían perfectamente que de mayores esos niños se convertirían en policías —o confidentes de la policía—, árbitros de futbol, inspectores de hacienda… Por eso mismo nunca entendí por qué me eligieron a mí como “chiclero”.
El “chiclero” era una figura que los curas de mi colegio habían inventado para cobrar las multas que imponían a aquellos a los que pillaban mascando chicle durante las clases, y que había que pagar precisamente con chicles (no sé si eso tenía mucho sentido). La cuestión es que uno de los alumnos era quien debía de ocuparse de recaudar esas deudas y guardar hasta que llegara el verano el botín, que se repartía entonces entre todos los compañeros. Y aquel año me tocó a mí. Por lo visto, yo aparentaba ser un niño formal y responsable, bastante tímido, al que aquella responsabilidad también quizás podía darle autoconfianza… Pues me cago en su estampa. Yo lo quería, en lo que me esforzaba, era en ser malote, en juntarme con los últimos de la fila y los repetidores, con los que fumaban ligarza y tiraban pilongas y bolas de nieve a los coches desde lo alto de la muralla.
Aquel curso fue una tortura para mí. Del mismo modo que había compañeros que pagaban sus multas religiosamente, otros —aquellos para más inri a los que más solían castigar— dejaron de hacerlo desde el principio. Y, por si eso fuera poco, muchos días cuando salía de clase con la bolsa de los chicles era yo mismo quien, una vez en casa, me los zampaba en unos atracones culpables y adictivos. No podía evitarlo. Levantaba antes mis ojos la bolsa, veía todos los chicles con forma de melón, o de canica de colores, los Bang-Bang, los Cheiw de fresa ácida, los Cosmos negros… y no me podía contener, comenzaba a comérmelos con un ansia irrefrenable. Así que que cada poco tiempo tenía que reponerlos de mi propio bolsillo. Los chicles que yo me zampaba y los que no me atrevía a reclamar a los morosos. Me angustiaba pensar qué sucedería si al llegar el verano no había conseguido mantener al día mis cuentas chicleras. No quería, de hecho, que ese año llegara el verano. Odiaba ser el chiclero mayor (además, qué estupidez era esa, si había un chiclero mayor se suponía que había otros menores, alguien que te ayudaba, pero yo estaba más solo que la una).
Al final, conseguí reponer a tiempo los chicles que faltaban gracias a que mi cumpleaños era justo antes de las vacaciones y mis abuelos y tíos solían darme la paga. Pero después no quise ni siquiera recoger la parte que me correspondía de los chicles recaudados, ni volví a comer uno de ellos en mucho tiempo. Me imagino que la lección que había que sacar de todo aquello era que uno debía ser comedido, administrar con responsabilidad sus bienes, y más aún los de los demás, controlar sus impulsos… Pero yo lo único que aprendí de aquella experiencia horrible fue que de mayor no quería ser chiclero, ni nada que se le pareciera, nada de aquello que habían imaginado para mí los curas de mi colegio.