ON THE ROAD: SALAMANCA (II)
Hemos venido un rato al hostal a descansar y aprovechando que mi hija Malen, que no para, se ha quedado dormidica, me he puesto a escribir. Sin querer a lo mejor me sale un minidiario, improvisado y familiar y on the road de estas vacaciones. Esta mañana hemos ido a ver las catedrales, después de varias operaciones logísticas (como quitar el coche de la zona azul y llevarlo a un sitio donde no te levanten diez euros los bandoleros municipales). Yo me aburro un poco en ese tipo de sitios, catedrales, iglesias, pero es porque no entiendo. Una vez le hice una entrevista a Julio Llamazares, cuando él andaba escribiendo Las rosas de piedra, y estuvimos en la catedral de Tudela, él habló con algún cantero, restauradores, etc, pero no me acuerdo de mucho, tampoco presté mucha atención porque me parecía que a Julio Llamazares yo le estorbaba un poco y entonces ya me cayó un poco gordo y él también empezó a estorbarme y pensé que no iba a volver a comprar ningún libro suyo, porque además para superar La lluvia amarilla lo iba a tener complicado, total que no he leído Las rosas de piedra ni Los pilares de la tierra ni ninguna de esas novelas en las que dicen que las piedras hablan y que guardan la memoria de los hombres y los siglos, etc.
El caso es que me pregunto que para qué vamos a ver esos lugares, la gente, los turistas, la mayoría de nosotros, cuando visitamos ciudades monumentales como Salamanca, León, Burgos, etc, si nos aburrimos como ostras. Es una especie de obligación, o, al menos en mi caso, una penintencia, reconocer mi ignorancia, mi pequeñez, darme golpes en el pecho preguntándome por qué no seré lo suficientemente instruido para apreciar cada detalle, cada gárgola, los retablos, los latinajos…; por eso o por disfrutar mucho más de la caña y la tapa al salir que de esas maravillas. Hablando de retablos, en uno de las salas capitulares había uno sobre el martirio de Santa Catalina en la que el verdugo que la degollaba tenía un paquete estratosférico, comparable al de mi Dick Grande, no sé si por la excitación del momento o por un capricho de la naturaleza. Esos son los tipos de detalles en los que repara la mía, mi naturaleza chabacana y primitiva. He intentado fotografiarlo pero salía borroso, una y otra vez, lo cual me ha dado algo de yuyú, el altísimo ha debido de enojarse conmigo, no sé si ha tenido que ver también que mientras lo hacía mi hijo Hugo señalaba al suyo en otra parte del retablo y decía «¿Quién es ese tío en calzoncillos?».
No sé qué hacer, ayer el demonio me robó la sombra cuando escapé de la cueva de Salamanca, y hoy Dios la luz del flash. Lo de la leyenda de los hombres sin sombra, aquellos que escapan por los pelos de la escuela de nigromancia que el diablo tenía en la susodicha cueva dejando en prenda el reflejo de sí mismos, es algo que se repite en muchas historias o referida a varios personajes, como Pedro de Axular o Joanes de Bargota, el brujo que regresaba volando desde Salamanca a este pueblo de Navarra y al entrar en la iglesia, en pleno verano, todavía traía hielo en la capa, de rozarse con las nubes. Lo digo porque ambos salen en una novela de piratas que estoy escribiendo. Por lo demás, la capa del brujo de Bargota no vendría nada mal en este agosto por fin tórrido.
También hemos entrado a la Casa de las Conchas. Preparando el terreno, pues tal vez presente pronto en ese «marco incomparable» mi Janis. Algunos compañeros de editorial ya lo han hecho. De momento, en la biblioteca municipal que alberga el edificio yo no existo como autor (solo como antólogo de Simpatía por el relato). En las librerías ni me molesto en mirar. Quizás si escribiera sobre catedrales…
PD: la compra del día: empanada de bacon y dátiles, 1,55 euros. Es lo que me estoy comiendo ahora mismo aquí en el hostal, y así me ahorro un menú del día, que la cosa está muy malita.