PERIODISMO DOMÉSTICO
—¿Me estás hablando a mí, me estás hablando a mí?
Allí estaba yo, frente a la puerta del ascensor, imitando a Robert de Niro en Taxi Driver, intentando distraer a mis hijos para que no volvieran a iniciar su enésima y desesperante pelea, cuando de forma inesperada la puerta automática se abrió y aparecieron unos vecinos a los que los ojos se les convirtieron en platos —en platos de tiro al plato—al verme apuntándoles con un arma imaginaria.
—Estooo… buenos días —disparé, muerto de lacha, y luego me autorreduje hasta el tamaño de un insecto y, pasando entre sus piernas, me dirigí hacia una de las esquinas del ascensor.
Siglos después, cuando la puerta se cerró, mis hijos, a quienes mi imitación del desequilibrado taxista no les había hecho hasta entonces gracia alguna (“¿Aita, ya estás otra vez con tus gansadas?”, habían dicho, y habían seguido chinchándose), estallaron en una carcajada nutritiva que se me contagió y fue creciendo en mi interior hasta hacerme recuperar mi tamaño y apariencia humanos y olvidar aquel abochornante momento.
Episodios tan chuscos como este son los que solía compartir con los lectores en Mi papá me mima, una colaboración (después libro) que tuve durante años en una revista de embarazos y bebés y en la que contaba en tono de humor mis peripecias de padre primerizo. Se trataba por una parte de un ejercicio de periodismo doméstico y por otra, en el plano más personal, de un álbum de recuerdos, en el que quedaban inmortalizados esos momenticos junto a los niños que en caliente nos parecen inolvidables pero que con el tiempo se pierden como lágrimas en la lluvia —por seguir con las referencias cinéfilas—; o esas frases antológicas que descacharran nuestra lógica de adultos. Por ejemplo, el día que me equivoqué y eché sal en lugar de azúcar al bizcocho de cumpleaños de mi hijo e intenté excusarme con un penoso “Estas cosas le pasan a todo el mundo”.
—Ya, pero a ti te pasan más —me replicó él.
Después, los niños se me hicieron mayores y tuve que dejar de escribir sobre ellos, antes de que me demandaran por explotación laboral o atentar contra su intimidad, o de que lo hiciera la jefa de redacción por inventarme un nuevo bebé con el que conseguí prolongar mi colaboración en la revista algunos meses más. Dejé, pues, de anotar todas sus ocurrencias, de lo cual me arrepiento profundamente, porque en breve se me olvidará, por ejemplo, que es un “serpentión”: así llamó mi hija a un cangrejo la última vez que estuvimos en la playa, supongo que asociando las imágenes híbridas de una serpiente y un escorpión, que en su cabecita deben de ser primos-hermanos del cangrejo de roca.
La literatura, y el periodismo sirven, entre otras cosas, para ello, para luchar contra la desmemoria (por ejemplo, y en otro orden de cosas, también quedará registrado en las hemerotecas quién habló de una “plaga” para referirse a personas, a emigrantes en busca de una oportunidad). Escribiendo, en definitiva, conseguimos que no caigan en el vertedero de los recuerdos irrecuperables, como en Del revés, la última película de Pixar, algunos pequeños momentos que sirvieron para hacernos reír o nos ayudaron a sobrellevar situaciones en las que hubiésemos deseado que nos tragara la tierra… o el hueco del ascensor.
Colaboración par el magazine ON (periódicos Grupo Noticias), en la sección Rubio de bote