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FELICITÁ

Ago 3, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  1 Comment

Yo soy un ser morfológicamente incapacitado para ser feliz. Cada vez que me río fuerte o durante un rato largo comienzo a sentir un dolor insoportable en la parte trasera de la cabeza. Como si bajo la bóveda craneal tuviera a una banda de rufianes, de aguafiestas, acogidos en sagrado (aquella potestad medieval que otorgaba impunidad en recintos religiosos a los perseguidos por la justicia)… Como si una panda de neonazis armados con bates o de tertulianos cavernícolas con micrófonos irrumpiera en una fiesta.

Una limitación física de ese tipo imprime carácter, pero lo imprime solo con el cartucho de tinta negra, mientras el de colores se seca reservado para días que nunca llegan. Soy, pues, un tipo irónico y contenido, con tendencia a la melancolía. Por prescripción médica. Me consuelo leyendo, como si fueran prospectos de un medicamento,  sentencias filosóficas o literarias sobre la felicidad, como aquellas que dicen que la felicidad consiste sencillamente en tener mala memoria (Ingrid Bergman); que la felicidad la dan pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña joya…( Groucho Marx); o que hay dos maneras de conseguir ser felices: una, hacerse el idiota; otra, serlo (Jardiel Poncela).

Es cierto, ser feliz es insolidario, es ir por la vida con anteojeras, cambiar de canal a la hora del telediario… Pero a mí me gustaría, de vez en cuando,  poderme reír a carcajadas, partirme de risa, sentir que mi cabeza revienta y las carcajadas caen sobre quienes me rodean  como una metralla de buen rollo, como un gas de la risa que contagia incluso a los que me hacen infeliz, a los que firman desahucios o te incluyen en listas negras, a los que aparcan en doble fila, a los antidisturbios… Que pudiera quitarme la mordaza, reírme a  mandíbula batiente, disparar el cartucho de colores y que  todos ellos  murieran de risa.

Se puede morir, de hecho, de risa. Me lo contó un compañero de trabajo una vez. Que su padre murió atragantado por sus propias risas. Y mientras me lo contaba yo me imaginaba la situación y luchaba contra mí mismo por contener las mías, mis propias carcajadas.

Esa es la parte que compensa mi incapacidad para ser feliz. O un efecto secundario. Del mismo modo que la presión craneal aplasta mis carcajadas debo luchar contra mí mismo para que en momentos solemnes no se me escape una risa inoportuna. No hay nada peor que reírse en un funeral. O en un discurso. O durante un desfile (en este último caso no porque no lo pida el cuerpo, que sí, sino porque te enfrentas a gente peligrosa y armada).

Lo cierto es que, pese a la vida misma y pese a los periodistas de la caverna mediática, estamos diseñados para reírnos: sonreímos  al observar  a las personas a las que amamos, al dar las gracias, cuando a alguien se le cae un pedo… Y eso está bien,  hay que reírse, aunque el chiste sea malo o la realidad apeste. Hay que intentar ser feliz aunque nos duela la cabeza. Porque hay brillando una pequeña joya en los momentos más domésticos.  “Vivimos como queremos”, dijo un día mi hijo, mientras compartíamos un pincho de tortilla de patata en un bar. Y  después, cuando yo me reí y comenzó a dolerme la cabeza, pensé que quizás fuera porque se me estaba quedando grabado en ella, a cincel, un momento como aquel, tan parecido a la felicidad.

Colaboración para ‘Rubio de bote’, sección del magazine semanal ON (Grupo Noticias). 1-08-2015
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