Archive from julio, 2015
Nunca he tragado con los que piensan que “más vale malo conocido”. Eso es tener mentalidad de esclavos
Mikel Zuza, escritor
Después de tres libros de relatos en los que el escritor, historiador y bibliotecario pamplonés Mikel Zuza ya jugaba con ucronías y distorsiones históricas sobre el reino de Navarra, en “Causa perdida” novela una Navarra que asombra al mundo con valores y armas invencibles como los libros, su principal industria.
Patxi Irurzun. Iruñea
“Navarra será el asombro del mundo”. Lo escribió Shakespeare y, de hecho, cuando lo hizo, Navarra ya comenzaba a ser ese país modélico al que todos admiran; ese país que acoge para su causa a artistas y perseguidos de todo el mundo. Es así, al menos, en Causa perdida, la novela que el pamplonés Mikel Zuza (1970) acaba de publicar, en la que el rey Juan de Labrit recupera el reino de Navarra tras la invasión castellana y la convierte en un lugar, ciertamente, asombroso, y a la que se suma una no menos asombrosa, deliciosa, historia de vampiros, con el telón de fondo del proceso a las brujas de Zugarramurdi.
-‘Causa perdida’ es una ucronía que sugiere la posibilidad histórica de otra Navarra y se ha publicado coincidiendo con un momento también histórico, una nueva etapa de cambio en Navarra. ¿Feliz coincidencia, premonición?
Evidentemente, si estoy de acuerdo con cambiar nuestra historia del siglo XVI, no iba a ser menos con la del XXI, y aunque confieso que había perdido ya la esperanza de llegar a conocerlo, este cambio que ahora mismo estamos viviendo me llena de ilusión. Nunca he tragado con los que piensan que “más vale malo conocido”. Eso es tener mentalidad de esclavos. Al contrario: creo que lo bueno siempre está por llegar, y espero que todos podamos comprobarlo cuanto antes.
-Esa Navarra culta, tolerante, integradora que ha imaginado ¿es una utopía, o ha habido momentos a lo largo de nuestra historia en que las cosas podían haber sido de otro modo?
Siempre es mejor ser cabeza de ratón y tomar tus propias decisiones, que cola de león, por muy imperial que este sea. Los reyes Juan de Labrit y Catalina de Foix habían conseguido poner fin a la guerra civil que desde hacía más de sesenta años desangraba Navarra. ¿Qué mejor punto de partida que ese para llegar a ser el país que asombraría al mundo, como dejó escrito Shakespeare? En lugar de eso nos convirtieron en un territorio periférico y sin más interés que servir de baluarte defensivo contra Francia. Y en vez de muchos Shakespeare, lo que acabó saliendo de aquí a partir de entonces fueron bastantes “shaCaspare”, que suena parecido, pero –desafortunadamente para todos- no es lo mismo.
-Usted es bibliotecario y en su novela los libros tienen una importancia vital, ¿cree que ellos o la cultura pueden tener esa capacidad de cambiar el curso de las cosas?
No se me escapa que basar el porvenir de un país en los libros, como hago yo en mi novela, puede parecer un tanto ingenuo, pero lo cierto es que juegan un papel tan importante en mi vida que darles el protagonismo de mi historia me pareció lo más lógico. No tengo la menor duda de que la mejor parte de mí proviene de las miles de páginas que he leído y de las miles que me quedan por leer aún. Así que si, como creo, los libros tienen la capacidad de cambiar a las personas, por igual motivo necesito creer también que pueden ayudar a mejorar el mundo.
-La novela está llena de guiños a personajes y acontecimientos históricos: Johanes de Bargota, convertido en obispo de Pamplona, Pierre de Lancre, Mozart, la fuga de San Cristóbal…
Lo bueno de las ucronías es que a partir del punto concreto en el que cambia la historia que todos conocemos, puedes recontextualizar personajes y acontecimientos dándoles una vida nueva. En ese sentido todos los personajes que aparecen en mi novela, tanto los reales como los que son evidentes homenajes literarios y hasta cinematográficos, muestran mis afinidades y antipatías como si se tratase de un espejo. Un espejo que fui puliendo letra a letra mientras escribía mi libro y en el que me reconozco por completo: estoy en todos esos personajes, y todos esos personajes están también dentro de mí.
-Además de su interés por la historia, y por jugar con ella, alterarla, que ya ha mostrado en otros libros, en este añade también un homenaje a las novelas de vampiros o de terror, con esa novela dentro de la novela… ¿Cómo ha sido el encaje de esta historia dentro de Causa Perdida?
Siempre me tentó homenajear a mi novela favorita: Drácula, y vi que esta era la ocasión perfecta para ello. Por eso imaginar por completo –aunque con la inestimable colaboración de todos los autores que se han ocupado del apasionante tema de la brujería navarra- la figura de Estefanía de Lanbroa es una de las mejores cosas que me han pasado escribiendo este libro. Como digo en las notas explicativas del final de mi novela, me hubiese encantado conocer a una mujer así. No pierdo la esperanza…
-¿Cree, por último, y volviendo al principio, que alguna vez será posible esa Navarra que imagina, que es la admiración del mundo?
Yo quiero creer que sí. Es más, necesito creer que será así. Y la cultura debe jugar un papel crucial para lograrlo. Pero la cultura entendida como el elemento que nos hace verdaderamente humanos, porque saca lo mejor de nosotros mismos. Y sobre todo hay que dejar atrás de una vez verla como un mero entretenimiento, que es lo que muchos desde las instituciones responsables han defendido hasta ahora. Reitero mi ilusión por la época que se está abriendo, y en la medida de mis posibilidades, colaboraré todo lo que pueda.
Publicado en Gara, 29-07-2015
Entre las recomendaciones de lecturas veraniegas, junto a Houllebecq, Sandor Marai…
* Pan duro. De Patxi Irurzun. Pamiela. Salta este escritor navarro del realismo sucio (bando en el que ha demostrado estar más que dotado) al realismo mágico en este cuento para todas las edades repleto de humor y ternura, y lo mejor es que lo hace facturando una novela de altura. Con ecos de ‘Amanece que no es poco’ y ‘Bitelchús’, dos filmes de referencia, Irurzun nos traslada a Zarraluki, pueblo que no aparece en los mapas.
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Lo peor no era que me había quitado el bañador y lo había arrojado pizpiretamente a tres metros, lo peor era que me había dejado puesto el gorro del nadador, con la cabezahuevo que me hacía (en consonancia, por otra parte, con una situación tan chusca como aquella). Alrededor del jacuzzi, con los dedos de los pies aferrados como garras prensiles al borde del mismo, se había apostado un grupo de jubilados. Los turnos los daban en la recepción del hotel para cada media hora y ellos y ellas habían llegado cuando todavía faltaban veinte minutos.
—Estos chicos ya van a ir saliendo. Que les queda solo un ratico, ¿verdad, majos?
—¿Ya? Pero si parece que acabamos de entrar… —dije yo, que era la primera vez que sentía el gustirrinín de una fila de burbujas masajeándome el perineo, hasta hacerme perder la noción del tiempo.
—Es que ACABAMOS de entrar —aclaró mi hijo, mirando su reloj, que le habíamos comprado el día anterior en los puestos de los jipis del paseo marítimo.
—¿A que al final no es water resistant? —dijo mi mujer, saliendo del agua grácilmente, como una lamia, con sus pies de pato y todo, y acercándose en aquaplaning hasta la silla en que había dejado el móvil—. Ah, pues sí, aún nos queda más de un cuarto de hora —dijo bien alto, cuando comprobó la hora, y después volvió a entrar al jacuzzi, encontrando un mínimo resquicio entre la muralla de carne humana que los jubilados habían levantado alrededor de él.
—Mierda —musité yo, pensando que había perdido una oportunidad de oro para recuperar mi bañador.
Los jubilados por su parte, torcieron el morro y volvieron a la carga apenas un minuto después.
—¿Cuánto queda? —simulaban hablar entre ellos, aunque en realidad se dirigieran a nosotros.
—Nada, chica, nada, que ya nos toca, además parece que la niña se ha quedado dormidica—señalaron a mi hija, quien en realidad había cerrado los ojos aterrorizada, recordando la okupación violenta, la noche anterior, por parte de aquel grupo de la minidiscoteca, al compás de Coyote Dax.
Yo también estaba algo asustado, sentía la presión de sus miradas haciéndonos aguadillas y la de las burbujas en el escroto, que comenzaba a ser algo ya molesta, además de preguntarme cómo demonios iba a salir del jacuzzi. Aquello, en definitiva, distaba mucho de ser un videoclip de rap, como yo me lo había imaginado.
—Igual vamos saliendo —propuse.
—Hasta en punto aquí clavados como estacas —ordenó mi mujer, con su voz de sirena.
—¿Estos señores y señoras también son jubilatas, como los que se cuelan en el bufet? —preguntó el niño, emergiendo entre la espuma cuando ya le faltaba el aire, es decir a pleno pulmón.
Y así, prietas las filas y los morros, aguantamos tanto unos como otros, hasta la hora convenida. Bueno, yo todavía permanecí un minuto más, cuando, tras un despiste mientras me desencasquetaba el gorro, me di cuenta de que mis hijos y mi mujer caminaban ya en dirección al vestuario.
—Que sea lo que dios quiera — me dije, y con la entrepierna cubierta con las manos y el culo escurrido y peludo al aire, salí del jacuzzi.
—Bueno, igual mejor vamos a la clase esa de zumba ¿no? —fue lo último que oí a mis espaldas, antes de agacharme, con los huevos colganderos, a recoger el bañador.
Colaboración para «Rubio de bote», en el suplemento semanal ON de lo diarios del Grupo Noticias.
La digestión era sagrada. Cuestión de vida o muerte. De tres a cinco de la tarde la piscina era un cristal limpio y transparente y si alguien osaba zambullirse en ella lo rompía con estrépito en mil pedazos, como quien quebraba una norma no escrita, o ensuciaba un mandamiento.
Había que “hacer la digestión”. Durante las dos horas en las que, para desesperación de nuestros padres, el estómago nos dictaba cada cinco minutos un “¿Cuánto falta?”, corríamos peligro de muerte, si nos acercábamos al agua. El agua en realidad no era agua, sino una balsa de aceite hirviendo. Y del cielo caía también fuego. La vida transcurría detenida a la sombra de los árboles o de las sombrillas, entre cabezadas y bostezos. Había que aburrirse. Aburrirse era obligatorio, para inventar, para después volver a jugar, para dejar de aburrirse. Los niños de hoy, por el contrario, creo que no se aburren, no saben o no los dejamos aburrirse, siempre tienen una tablet a mano, una consola, una extraescolar, un campamento… A los niños de hoy les falta tiempo para digerir tanto estímulo.
A nosotros, mientras nos aburríamos, las hormigas que se subían a nuestra toalla o al Don Miki se nos convertían en animales fantásticos, o en bombarderos las moscas que zumbaban en nuestras orejas, mientras tratábamos de echar una siesta que no necesitábamos. ¿Cuánto falta? A veces, abandonábamos las sombras y dejábamos que el sol nos escribiera sobre la piel a tiras lunares y melanomas en diferido. Nos sentábamos en el borde de la piscina y mirábamos nostálgicos su fondo, como el horizonte de un país lejano o de una época perdida. El fondo de la piscina olímpica era un mosaico romano, una Atlántida en la que se posaban monedas de duro o fichas del guardarropa. Otras veces, íbamos al baño y después nos duchábamos para disimular la última gota delatora en el bañador, que se expandía como un estigma.
—Aitor Menta, acuda por favor al teléfono —rompía la calma chicha por megafonía el portero, a quien se la habían vuelto a colar, y todos los niños aburridos estallábamos en una carcajada a coro.
Junto al río había una vieja cama elástica y yo recuerdo que algunas tardes me sentaba en una esquina de la lona, esperando mi turno, y que cuando llegaba lo dejaba pasar, porque en el bañador speedo se me había desperezado una erección confusa, mientras veía saltar a la niña que me gustaba y miraba, como quien miraba a un ángel bajando del cielo, sus pezones incipientes, como pequeños ratones que me roían el corazón.
Eran aquellos veranos interminables que se pasaban en un suspiro. Veranos en los que moríamos con el sol ensangrentado todas las noches y cada mañana un sol con forma de galleta María y una piscina de colacao nos devolvían a la vida. Si la patria del hombre, como dijo el poeta, es su infancia, el verano debe de ser su capital. Eran aquellos veranos azules. Bicicletas BH. Barbos y madrillas pescadas con aparejo. Chipi-chapas. Frigodedos y Dráculas. Capitán Cola y El Gran Héroe Americano. Verdad o atrevimiento. Aceite y vinagre juntos pero no revueltos en un táper. La vida convertida en una digestión lenta y nutritiva. ¿Cuánto falta?
Colaboración para el suplemento semanal ON de los diarios de Grupo Noticias