“¡Hala, y ahora tebeos!”, eso fue lo que dijo alguien la primera vez que llevé un cómic (creo recordar que era Maus, de Art Spiegelman) a una sesión de otro club de lectura. Sucedió hace ya mucho tiempo, cuando los tebeos o los cómics todavía no se llamaban novelas gráficas. Fueron rebautizados de ese modo en un intento por reivindicarse a sí mismos como una disciplina artística con entidad propia, orientada también a un público adulto y en la que el peso literario tiene tanta importancia o más que el de las imágenes.
Asocial, marginado, libre y anarquista En el caso que nos ocupa, las historietas de Makinavaja, que el genial dibujante catalán Ramón Tosas IVÀ publicó en El Jueves —y que fueron recopiladas en varios tomos, publicados primero por la propia revista satírica con títulos como Quien pelea no está muerto, Somos peligrosos, etc. y posteriormente por la editorial Dolmen siguiendo un orden cronológico—, basta con abrir cualquier página para comprobar cómo los bocadillos con el texto de los personajes se imponen abrumadoramente sobre los dibujos, los cuales tienen un carácter meramente auxiliar y que además se trazan con un estilo sencillo y feísta (el tupé del Maki es apenas un garabato), como si no quisieran despistarnos del hilo narrativo sostenido por los descacharrantes diálogos que mantienen este delincuente “asocial, marginado, libre y anarquista”, como lo definió Tijuana in Blue en una canción, y sus compinches: Popeye, El Pirata, La Maru, el Moromielda, el Pitufo…
Por si eso fuera poco, el origen del alias de Maki tiene raíz literaria, pues nos lleva hasta Bertolt Brecht y La ópera de los tres centavos, que se iniciaba con una canción a la que el propio Brecht escribió la letra y en la que narraba las peripecias de un asesino de los bajos fondos llamado Mackie Messer (Mackie el Cuchillo); canción que se popularizó rápidamente y tuvo múltiples versiones: Louis Amstrong,Frank Sinatra… o en español el Mackie el Navaja del cantante melódico José Guardiola, que es de donde “el choriso más grande que ha parido madre” toma su nombre (Miguel Ríos también versionó la canción).
IVÀ, Intento de
Variación Artística El creador de
Makinavaja, Ramón Tosas, más conocido como IVÀ (un acrónimo de “Intento de
Variación Artística”, nombre que intentó dar a un proyecto colectivo que no
prosperó y acabó asumiendo y firmando de manera unipersonal), nació en Manresa
en 1941 y murió en La Rioja en un accidente de tráfico en 1993, sin dejar por
medio apenas una triste entrevista (algo ciertamente sorprendente, tratándose
del padre de personajes tan icónicos e inmortales, auténticas cumbres de la
cultura pop –por popular—, como el Maki
o el sargento Arensivia de las Historias
de la puta mili).
Tras
foguearse en revistas como Hermano Lobo o El Papus, de la que llegó a ser
director, IVÀ comenzó a colaborar en El Jueves con las historietas de Maki, de
las que se nutrió de primera mano, tras vivir una temporada en el barrio chino
de Barcelona.
Uy lo que ma disho IVÀ desde luego tenía buen oído, pero además de eso crea el personaje con un fuerte componente político y social, altas dosis de filosofía y, sobre todo, agitando ese cóctel y convirtiéndolo en molotov con la mecha infalible del humor, de un humor bestia, políticamente incorrecto, irrenunciable, pues rebajarlo o blanquearlo sería matar a Maki (algo que en cierto modo sucedió con las adaptaciones televisivas y cinematográficas). Maki es un romántico, el último choriso, un delincuente que atraca bancos más que por necesidad por filosofía, en defensa propia… Y es también un poeta, capaz de intercalar en su discurso barriobajero auténticas perlas líricas y profundas reflexiones de carácter existencialista o tan contundentes como incendiarias proclamas políticas, siempre próximas a la acracia, junto a los “cagontó” (así, Cagontó, se tituló también un libro compilatorio sobre el autor, hoy inencontrable) y los “uy lo que ma disho” (las historietas de Makinavaja beben de la oralidad y la jerga del barrio chino pero se regurgitan sobre el papel con un lenguaje propio, inconfundible, que acaba haciendo sus propias aportaciones al vocabulario común con expresiones como “Po fueno, po fale, po malegro”).
Por
no hablar de que son, esas historietas, un fresco de aquella España de finales
de los 80 y principios de los 90, de sus villameonas, su Barcelona 92, su
Quinto centenario, sus pelotazos inmobiliarios y otras universales y olímpicas
desfachateces al lado de las cuales ladronzuelos como Makinavaja eran ciudadanos
ejemplares.
Maki en el cine
Las aventuras de Makinavaja, como decíamos antes, fueron llevadas al teatro, la
televisión y el cine, en adaptaciones que necesariamente resultaban
descafeinadas, en las que resultaba complicado —y más en aquella época—encajar
lances del cómic como el Maki tirando de recortada contra todo guardia civil o
policía que se le pusiera por delante, o su madre, La Maru, una vieja
prostituta del Raval, ganándose la vida con sus pajas alegres, es decir,
masturbando a sus clientes con cascabeles en las muñecas. A pesar de lo cual,
dichas adaptaciones tenían cierta gracia.
Maki
fue interpretado por Ferrán Rañé en
el teatro (con música de Pata Negra), en el cine por Andrés Pajares (hubo dos películas: Makinavaja, el último choriso y Semos
peligrosos, uséase, Makinavaja 2) y en la televisión por el gran Pepe Rubianes.
Aunque
El Maki que todos recordaremos siempre será el de IVÀ, el del flequillo como un
garabato y los abigarrados bocadillos con sus diálogos afilados y
desternillantes, convertido en un clásico de la historieta, el tebeo, el cómic,
la novela gráfica, como queramos llamarlo.
Por cierto, y para acabar, después de aquella primera vez que llevé un “tebeo” a un club de lectura, vinieron otras muchas (Arrugas de Paco Roca, Persépolis de Marjane Satrapi, Píldoras azules, de Frederik Peeters… etc.) y ahora son los propios lectores, la mayoría de los cuales antes no habían tenido contacto con el género, los que reclaman más, lo cual resulta emocionante, iba a decir, conteniendo las lágrimas, pero no, será solo “el humo el sigarrillo, que se ma metío en los ojo”.
TIEMPO DE LLORAR Y OTROS RELATOS, de María Luisa Elío
Yo tenía ya más de treinta años cuando supe que los
Escolapios, el colegio en el que estudié de niño, fue durante el golpe de
estado de 1936 cuartel general y centro de detención de los requetés, quienes
junto con las milicias falangistas asesinaron en cunetas y paredones de todo
Navarra, donde no hubo frente de guerra, a más de tres mil personas. El
mismo patio contra el que más de una vez, durante los recreos, estampé mi nariz
en los partidos a cara de perro de una clase contra otra, se tiñó de otra
sangre cuarenta años atrás, cuando los detenidos se arrojaban desde los
ventanales de nuestras aulas, incapaces de soportar la idea de que les
aguardaba una muerte segura, sin juicio, sin razón, por Cristo, por España y
por la puta cara. Las clases en las que los curas nos enseñaban a ser como Dios
mandaba, fueron hacía no tanto tiempo calabozos siniestros en los que se
torturaba salvajemente en el nombre de un hombre —el hijo de ese dios— clavado
en una cruz, es decir, torturado también.
Balas y churros Lo cuenta Galo
Vierge en Los culpables uno de
los escasos testimonios directos de la represión fascista en Pamplona, un grito aislado capaz de atravesar el manto de
silencio que durante décadas cubrió una ciudad en la que no pasaba, no había
pasado nada, en la que muchos de nosotros crecimos ignorando que en los glacis de la Vuelta del Castillo, donde jugábamos
al escondite después de la catequesis, pasaron por la piedra a cientos de
hombres inocentes.
Galo Vierge, obrero metalúrgico afiliado a la CNT, anota en Los culpables los nombres de las
víctimas y de los verdugos, habla (con el corazón ensangrentado en la mano,
pero sin rencor) de los detenidos a los que dejaban en libertad para volver a
detenerlos por la noche y darles el paseíllo; de los fusilados reclamados meses
después a sus viudas o padres, en leva para la cruzada fascista; de los
asesinos que cuneteaban a presos y volvían después a Pamplona para postrarse de
rodillas ante Santa María la Real, en procesión por el centro de la ciudad; de
la caza humana —ni heridos ni supervivientes, era la consigna— tras la
espectacular fuga (la mayor en la historia penal de España) del fuerte de San
Cristóbal y los cientos de prisioneros que tras huir fueron abatidos como
conejos por la laderas del monte Ezkaba.
Los culpables no es el único libro testimonial que nos habla de aquel horror. En Soledad de ausencia, del juez Luis Elío, probablemente el primer detenido en Pamplona tras el golpe militar, cuenta su peripecia personal, cuando tras ser rescatado y ocultado por amigos del bando insurgente, pasó tres años enterrado vivo entre dos paredes, en un cubículo a solo doscientos metros de aquel paredón de la Ciudadela contra el que los pelotones de fusilamiento ejecutaban a decenas de detenidos mientras algunos pamploneses de bien asistían al espectáculo comiendo churros.
María
Luisa Elío y Gabriel García Márquez
Elío conseguiría finalmente huir a Francia y, tras pasar por el campo de
prisioneros de Gurs, reunirse con su familia, junto a la cual se exiliaría a
México.
Allí crecieron sus tres hijas, una de las cuales es María Luisa Elío, autora de Tiempo de llorar, el libro que nos ocupa
hoy, y pamplonesa universal, pues su nombre no solo figura en la dedicatoria de
los millones de ejemplares de una de las novelas más importantes de la
literatura del siglo XX, Cien años de
soledad, de Gabriel García Márquez,
sino que además su aportación a la misma fue determinante.
En México María Luisa Elío frecuentó, junto con su marido el
cineasta Jomí García Ascot,
ambientes artísticos y conoció a intelectuales como Juan Rulfo, Álvaro Mutis, Octavio Paz… o García Márquez, con quien
el matrimonio entabló amistad.
Fue, de hecho, María Luisa una de las primeras personas a la
que el escritor colombiano contaría, de viva voz, las aventuras de la saga de
los Buendía, y también una de las primeras a las que confiaría su manuscrito
(una de las primeras personas por tanto que se deslumbraría al leer aquello de:
“Muchos años después, frente
al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar
aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”). De ella y
de su marido recibió García Márquez no solo el aliento, la confianza que todo
escritor necesita tras pasar meses, a veces años a solas frente a su obra, sin
otro juicio que su propio instinto literario, sino también apoyo económico
durante años de penuria, soledad y anonimato.
Tal vez, quién sabe, si ellos no hubieran estado allí, García Márquez habría desfallecido y nunca habría escrito Cien años de soledad.
Regresar es irse En cuanto a la obra de la propia María Luisa Elío, Tiempo de llorar, la autora narra el viaje que hizo a su infancia y a su ciudad natal, en 1970, tal vez en un intento de reconciliarse con ambas, y que resulta fallido, pues lo que se encuentra en su regreso a Pamplona, junto a uno de sus hijos, es una ciudad triste, gris, opresiva, un pueblón amurallado, mojigato, santurrón y cazurro, que no le invita a otra cosa que a largarse cuanto antes por donde ha venido (de hecho, Elío arranca su novela con la famosa frase “Y ahora me doy cuenta de que regresar es irse”). El relato transpira esa sensación de vacío, da incluso la impresión al lector de ser un libro fallido, inacabado, que se va desvaneciendo, pero esto a la vez es el mejor reflejo de la herida que dejó en la autora aquella ciudad y aquella niñez arrebatadas por la fuerza de las armas. La herida es, de hecho, tan dolorosa que tal y como cuenta Eduardo Mateo, biógrafo de la autora, esta tuvo que internarse a su vuelta a México en un psiquiátrico y solo así consiguió “curarse de Pamplona”, de aquella Pamplona convertida en una enorme y silenciosa tumba en cuya lápida solo era posible leer los nombres de los caídos de un bando, y en la que todavía cuarenta, sesenta años después, muchos crecimos si saber, sin que nadie nos contara que el colegio en el que nos educamos o las faldas del monte que todos los días veíamos desde nuestra ventana fueron tiempo atrás mataderos, algo que —me refiero a nuestra ignorancia—, por fortuna y una vez más, subsanó la literatura, gracias a libros como Los culpables, Soledad de ausencia, Tiempo de llorar o algunos más recientes como Sin piedad, de Fernando Mikelarena, Agerre y Garcilaso, de Iván Giménez, El escarmiento y El botín, de Miguel Sánchez-Ostiz, Los promotores del 36 en Navarra, de Aitor Pescador, Matones, de Bingen Amadoz, Entre rejas, de Hedy Herrero, Fuerte de San Cristóbal, 1938 de Félix Sierra e Iñaki Alforja, El cementerio de las botellas (Francisco Etxeberria, Koldo Pla…) , Navarra 1936, de la esperanza al terror, de Mari Jose Ruiz, Juan Carlos Berrio y Jose Mari Esparza… y al infatigable trabajo de editoriales como Pamiela o Altafaylla kultur taldea y de historiadores como José María Jurío que los hicieron posibles.
PATXI IRURZUN. Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 24/07/21
Los hábitos lectores pueden cambiar. Hace años, por ejemplo, yo nunca
leía varios libros a la vez. La culpa era de Vargas Llosa; o mejor
dicho, de su novela La tía Julia y el
escribidor, en la que un autor de
radionovelas mal pagadas se veía obligado a escribir varias al mismo tiempo y
acababa enloqueciendo, mezclando a los personajes y las tramas de unas y otras.
Temía que a mí me sucediera algo parecido. Después, forzado yo también por las
circunstancias (entrevistas, reseñas, clubs de lectura…), descubrí los
beneficios de simultanear lecturas. Por ejemplo, a menudo sucede que los libros
se atraen unos a otros, buscan almas gemelas, o pasadizos que los comuniquen.
Hace unas semanas, sin ir más lejos, al terminar Autokarabana, de Fermin Etxegoien, comencé Galdu arte de Juan Luis Zabala,
sin ningún motivo aparente que las conectara, y resultó, en una feliz
casualidad, que los personajes de ambas novelas frecuentaban el mismo bar, el
Atraskua de Azkoitia.
Al releer Nada me ha sucedido
algo parecido. La novela de Carmen Laforet ha compartido mesita de noche
con Regreso al edén, el último cómic
de Paco Roca, y con el último Premio Nadal, El lunes nos querrán, de Najat El Hachmi. En el caso de esta
última, los vasos comunicantes son claros y ya han sido reseñados en otros
artículos: la novela de Laforet y la de El Hachmi son el primer y el último
Premio Nadal, respectivamente, ambas son novelas de iniciación, las dos cuentan
historias de mujeres jóvenes que buscan su libertad en entornos y sociedades
adversas hacia su condición social o de género…
Una joven ganadora del Nadal
Carmen Laforet fue, efectivamente, la primera ganadora del Premio
Nadal, cuando solo contaba con 23 años y los galardones literarios —sobre todo
el Nadal— servían precisamente para eso, para descubrir nuevos y prometedores
autores, antes de convertirse en una especie de promoción interna de escritores
de la casa o de OPA hostil a otras editoriales.
Desde Laforet hasta El Hachmi han ganado el Nadal autores como Miguel Delibes, Francisco Umbral, Carmen Martín Gaite, Ramiro Pinilla, Francisco Casavella... Diecisiete mujeres en casi ochenta ediciones, la primera de ellas la desconocida Carmen Laforet, quien sin embargo obtuvo el premio in extremis, pues presentó su manuscrito el día que se cerraba la convocatoria y cuando el jurado ya había elegido sus candidatos, algunos de ellos escritores de postín. Nada, no obstante, era una novela incontestable, una retrato impresionante de la España de posguerra, gris, desesperanzada, opresiva como la casa de la calle de Aribau de Barcelona a la que llega una medianoche su protagonista, Andrea, la joven universitaria que ve cómo sus sueños y aspiraciones se diluyen junto a la extraña y violenta familia que la acoge, que es su propia familia, y de cuya locura trata por tanto a toda costa de huir, temiendo reconocerse en ella a sí misma.
Obra maestra
“Me marchaba sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba:
la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor”, escribe
Laforet en la última página de la novela, cuando abandona dicha casa.
Sorprende el escepticismo, a veces la resignación, el profundo
pesimismo, la tristeza insondable de esas frases y otras, sentimientos
impropios de una veinteañera (o quizás no, quizás son esos los años más felices
pero también los más atormentados de nuestra vida); en todo caso es portentoso
que con esa edad Carmen Laforet fuera capaz de escribir una novela tan
magistral, un clásico ya de la literatura española e incluso de la literatura
exitencialista; algo que, por otra parte, acabará en cierto modo lastrando la
carrera de la escritora, hasta ir apartándola poco a poco de la vida literaria.
“La verdad es que tuvo usted la rara fortuna (peligrosa) de comenzar
con una obra maestra”, le advierte Ramón J. Sender en una de las cartas
que durante largos años intercambiaron los dos escritores, y que se antologan
en el libro Puedo contar contigo.
Andrea y Naíma
Es también una larga carta la que escribe Najat El Hachmi en El lunes nos querrán, a una de sus amigas, otra joven musulmana catalana, en la cual ve el referente, el modelo para desatarse de las amarras, las imposiciones familiares y comunitarias (para desprenderse del velo o escapar a los matrimonios impuestos, por ejemplo…). Y son, como se ha señalado ya, varias las coincidencias entre esa novela y Nada (de hecho El lunes nos querrán se cierra con esta frase: “Nada más”). Si en Nada la casa de Aribau se convierte en un monstruo que devora a Andrea, Naíma, la joven protagonista de El lunes nos querrán lucha por huir de las fauces de los bloques de los barrios de la periferia, de los barrios verticales y sus leyes no escritas, o escritas a palos o con el desprecio visceral, la muerte en vida de quien las incumple; si la familia de Naíma y su interpretación estricta de la religión la retienen una y otra vez, Andrea siente sobre sus alas todo el peso de los traumas, los odios enquistados, la enfermedad mental de sus tíos; si esta bebe el caldo de verduras a escondidas, para mitigar su hambre, aquella se alimenta de comida basura, en pisos sin calefacción y paredes sin pintar…
Al oeste del edén
Y lo mismo podría aplicarse a Regreso al edén, de Paco Roca, cuya trama parte de una vieja fotografía, tomada en 1946 (Nada se publicó en 1944), a partir de la cual el dibujante reconstruye una historia familiar que guarda igualmente numerosos paralelismos con la novela de Carmen Laforet. Por ejemplo, en Nada Andrea es invitada en varias ocasiones por su compañera de universidad Ena a estudiar en su aristocrática casa, donde le dan de merendar, algo que a ella le avergüenza, pero que su estómago agradece (“Hasta entonces nadie a quien yo quisiera me había demostrado tanto afecto y me sentía roída por la necesidad de darle algo más que mi compañía, por la necesidad que sienten todos los seres poco agraciados de pagar materialmente lo que para ellos es extraordinario: el interés y la simpatía”, escribe otra de sus demoledoras frases Laforet); pues bien, Antonia, una de las protagonistas del cómic de Paco Roca también aplaca su hambre merendando en casa de una vecina (o se vale de su amistad, en su caso algo menos desinteresada, para birlarle la merienda mientras juegan a dar de comer a las muñecas). Además, en ambas obras hay alusiones al estraperlo, se narran escenas de violencia doméstica, con una aparente —en realidad premeditada— naturalidad que resulta aterradora, pues refleja lo cotidiano de las mismas…
Pasadizos y trampillas
Creo, en fin, que he contado todo sin mezclar pasajes y personajes de unos libros con otros, como le sucedía al escritor de radionovelas de Vargas Llosa. Pero también sería bonito que, por ejemplo, los personajes de Autokarabana y Galdu arte coincidieran un día en el bar Atraskua, de Azkoitia; que existiera otro mundo paralelo, literario, en el que cada novela fuera un capítulo, formara parte de otra obra, de una entidad superior, llena de pasadizos, atajos, trampillas… Como si en realidad siempre estuviéramos leyendo el mismo libro y este (son las ventajas de simultanear lecturas, les invito a probar) nunca dejara de sorprendernos.
PAPILLON (HENRI CHARRIÈRE) Y OTROS LIBROS DE LITERATURA CARCELARIA
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 17/07/21
A lo largo de mi vida he leído un montón de libros, pero
luego la mayoría se me olvidan. A veces se me olvida incluso el libro que estoy
leyendo en ese momento. Pero algunos, muy pocos, permanecen en mi memoria como
una de esas marcas hechas sobre cemento fresco. Es el caso de Papillon, de Henri Charrière, que leí siendo adolescente y al que, además, nunca
he vuelto, a pesar de la honda impresión (nunca mejor dicho) que dejó en mi
memoria; o quizás precisamente por eso, por no borrar o tapar el recuerdo de
aquella lectura con otra que resulte decepcionante. A veces sucede, un libro
que nos ha impresionado en una época de nuestra vida en otras no nos deja
huella alguna (o nos hace preguntarnos por qué nos gustó tanto entonces, cómo
hemos cambiado, si ha sido para mejor, si acaso no nos habremos hecho ya
viejos, resabiados, conformistas…).
Papillon es, además, uno de los pocos libros prestados, tal vez el único, que nunca he devuelto a su dueño (lo cual, de todos modos, no compensa todos los libros, algunos muy preciados, que yo he prestado y de los que nunca he vuelto a saber). Una tontería, o un acto de puro fetichismo, porque ¿para qué conservar un libro que no tienes intención de volver a leer?
Las
peripecias de Papillon El
caso es que recuerdo con gran viveza muchos de los pasajes de este clásico de
la literatura de aventuras y carcelaria: los leprosos, que acogen a Papillon en
una de sus fugas (cómo al darle la mano a uno de ellos se desprende de esta un
dedo); Papillon desde lo alto de un acantilado estudiando las mareas, lanzando
cocos para ver cuáles de ellos se rompen contra las rocas y cuáles viajan mar
adentro, hacia la libertad; los escondrijos de dinero y armas en lo más recóndito
de las anatomías; las autolesiones para acceder a la enfermería y evadirse
desde esta, tras seducir al enfermero; la huida por la selva, fortalecido por
las hojas de coca, siguiendo a un “mugalari” que camina a saltitos, como un
animal; los días felices y plenos de amor, acogido por una tribu indígena (¿Por
qué se “fugó” también Papillon de aquel pequeño y escondido paraíso, en busca
de nuevos padecimientos? ¿Fue quizás para poder contárnoslo después?)…
Cito de memoria algunos de esos episodios, pero la novela de
Charrière es una sucesión de peripecias increíbles que dejan al lector sin
aliento y al mismo tiempo lo convierten en un fiel acompañante del narrador, al
que sigue —como si sus hojas de coca fueran las del libro, que devora de manera
adictiva— sin desfallecer por su periplo en penales siniestros, intrincadas selvas
tropicales, infectas celdas de castigo, manicomios, chalupas con vías de agua,
saltos al vacío…
Un preso ejemplar Papillon narra una historia real, la del convicto francés Henri Charrière, acusado (injustamente, según él) de asesinar a un proxeneta en París y enviado a una de las terribles prisiones de la Guayana francesa, concebidas como auténticos pudrideros de hombres o ataúdes de piedra, de las que Papillon (su apodo, que lo debe a una gran mariposa con las alas extendidas —papillon, en francés— tatuada en su pecho) intenta huir una y otra vez, a pesar de que lo que le espera sea con toda probabilidad la muerte u otra mazmorra en condiciones todavía, aunque parezca imposible, más duras que la anterior.
Si la obligación de todo preso es la de fugarse, Papillon
fue un preso ejemplar. Condenado en 1931, obtendría la libertad en 1945, tras
varias huidas, capturas, castigos,
condenas a trabajos forzados… hasta que finalmente consiguió escapar, ayudado
por las mareas y tras darle muchas vueltas al coco —nunca mejor dicho—, y
llegar a un país sin acuerdo de extradición con Francia, Venezuela, donde se
establece y se convierte en un rutilante empresario de la noche, primero, y
después, tras publicar su novela, en 1969, en el autor de uno de los best-sellers más vendidos de todos los
tiempos (éxito del que disfrutaría brevemente, pues murió, en Madrid, cuatro
años después).
El fenómeno literario en que se convirtió Papillon no es de extrañar, pues el
libro cuenta, por una parte, con el aval de su endiablado ritmo narrativo y con
esa sucesión de aventuras que hacen de él molde para innumerables clichés del
subgénero carcelario, tanto literario como cinematográfico: la tenacidad, el
equilibrio mental para salir vivo de una celda de castigo, arrugando los ojos
ante los hirientes rayos de sol; fingirse loco o enfermo para ser internado en
un hospital o un manicomio, desde el que la huida es más sencilla; el director
de la prisión que dice a los reclusos que nunca saldrán vivos de esta…
(La novela de Charrière ha sido llevada, por cierto, dos veces al cine, primero en 1973, con buena parte de la película rodada en Hondarribia*, e interpretada, entre otros, por Steve MacQueen y Dustin Hoffman, y con guión de Dalton Trumbo, el autor de Johnny cogió su fusil, novela que ya comentamos hace tiempo en estas páginas; y en 2017, con Rami Malek, el actor que encarnaría a Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody, haciendo de Louis Dega, el compinche de Papillon).
Por otra parte, Papillon, la novela, desprende autenticidad, es un relato autobiográfico (Charrière confesó que tres cuartas partes del mismo eran vivencias personales, pero que el resto las había extraído de las de algunos de sus compañeros de penal), todo lo cual lo acaba convirtiendo primero en un incontestable testimonio, una denuncia del inhumano sistema carcelario francés y finalmente, en un alegato a favor de algo que, en realidad, no solo debería ser la obligación de todo preso sino también de cualquier ser humano: la búsqueda incansable e irrenunciable de la libertad.
La literatura carcelaria Probablemente Papillon sea, junto con El conde de Montecristo, una de las cumbres de la literatura carcelaria, pero son innumerables las novelas que han llevado a sus páginas el mundo penitenciario (demasiadas como para hacer en las pocas líneas que nos quedan un resumen exhaustivo de este subgénero — sobre todo si quien lo hace es alguien que se olvida de la mayoría de los libros que lee—), aunque sí conviene distinguir entre obras, como el Quijote, escritas en prisión —es innumerable asimismo la lista de escritores que han sido encarcelados: Voltaire, Jean Genet, Oscar Wilde, Ken Kesey, Dostoievski, Miguel Hernández, Marqués de Sade…— y aquellas cuyo tema es la propia cárcel. Entre estas últimas me vienen a la memoria Archipielago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn, algunos capítulos de las memorias de Giacomo Casanova (cuya descripción de la celda anegada en agua recuerda a la que hace Reinaldo Arenas en Antes que anochezca), En el patio de Malcolm Braly, en la que se relata la vida en el legendario penal de San Quintín, El astrágalo de Albertine Sarrazin, o más próximos a nosotros, la descarnada Carne apaleada, de Inés Palou, o Kartzelako poemak de Joseba Sarrionandia.
Pero me gustaría acabar citando al (injustamente) desconocido para el gran público poeta asturiano David González, el cual escribe, refiriéndose a la cárcel: “En este sitio/nadie cuenta estrellas por la noche”. El poema se titula Seamos realistas y pertenece a su libro Los mundos marginados. Poemas de la cárcel, que les recomiendo encarecidamente —cualquier libro de este autor, en realidad— y que se puede leer aquí:
Los rayos paralelos, y otros cuentos KARMELE SAINT-MARTIN
Karmele Saint-Martin,
Carmen San Martin, Carmela V. de San Martin, Carmela V. de Saint-Martin,
Carmela Saint-Martin… Con todos esos nombres firmó sus obras la
escritora pamplonesa. Como si no acabara de encontrar acomodo, de sentir el
reconocimiento que merecía una obra literaria que hasta el día de hoy sigue
siendo en buena medida desconocida a pesar de sus méritos literarios y la
contundencia y actualidad de buena parte de, sobre todo, sus relatos, con los
que bien podría girar hoy en día por semanas y festivales de literatura negra,
por ejemplo.
(Karmele Saint-Martin fue el
último de los nombres literarios que adoptó y por eso es el que mantenemos
aquí, aunque quizás con el que más se prodigara o al que haya que recurrir para
encontrar muchos de sus libros sea Carmela Saint-Martin).
Vínculos familiares Su nombre real era María delCarmen Navaz Sanz. Nacida en Pamplona en 1895, era hija de María Ana Sanz, directora durante años de la Escuela Normal de Maestras de Navarra y pionera pedagoga, que reivindicó la promoción de la cultura y la lectura como fuente de aprendizaje, fuente de la que Karmele bebió desde su más tierna infancia. Uno de los hermanos de Karmele fue José María Navaz Sanz, amigo de Federico García Lorca o Luis Buñuel (a quienes conoció en la Residencia de Estudiantes) y actor de La Barraca, además de prestigioso oceanógrafo y jugador y entrenador de Osasuna en la década de los 20 del pasado siglo. La figura de José María Navaz ha sido rehabilitada y reivindicada recientemente en libros como Tras la pista de Federico García Lorca, de Joseba Eceolaza (en la que se sigue el rastro del poeta en una visita a Navarra) o Rojos. Fútbol, política y represión en Osasuna de Mikel Huarte, aunque curiosamente en ninguno de los dos se establece el vínculo familiar con la escritora.
Un
toque ligeramente negro Karmele,
no obstante, publicó nueve libros de relatos, dos novelas y algunas obras de
literatura infantil, y ganó o fue finalista de prestigiosos premios literarios
como el Leopoldo Alas para libros de cuentos, el Premio Doncel o el Premio
Sésamo.
Y eso a pesar de que comenzó a
escribir, o al menos a publicar, de manera tardía, con casi cincuenta años, tras
la muerte de su marido Rufino San Martín,
de quien tomó y afrancesó su apellido
literario y junto al que se instaló primero en Madrid y posteriormente en Donosti,
donde hoy una de sus calles homenajea a la escritora, distinción de la que
carece en su ciudad natal (al menos su madre, María Ana Sanz, nombra desde hace
décadas un centro educativo público en el barrio de la Txantrea).
Karmele Saint-Martin publicó su primera colección de relatos en 1959, con un título que es una declaración de intenciones: Ligeramente negro. Muchos de los cuentos de Saint-Martin tienen, efectivamente, un toque que los aproximan a la literatura negra, son cuentos poblados por personajes marginales o grotescos, con episodios truculentos, revanchas, arrebatos violentos, asesinatos, suicidios, estallidos de locura… Formalmente, sus relatos se caracterizan por sus finales sorprendentes y cerrados, giros que dan un sentido inesperado o resuelven la tensión creada, y que en ocasiones recuerdan a los de algunos autores del siglo XIX, maestros del género como Edgar Allan Poe o especialmente Guy de Maupassant. Y, en ellos, como en los de Maupassant, también late en ocasiones cierto tono zumbón, en el que el desasosiego y la burla revolotean junto a nuestra oreja.
Los
rayos paralelos En
el libro que nos ocupa, Los rayos
paralelos, publicado cuando la autora ya tenía más de ochenta años, esta
recupera algunos relatos que ya habían aparecido —aunque no todos— en otras de
sus colecciones, por eso, por su carácter compilatorio, lo hemos elegido (del
mismo modo podríamos haber elegido otra antología, Cruel Venecia, publicada por el Gobierno de Navarra y con edición
de J. L. Martín Nogales, que incluye
un estupendo y completo estudio sobre la autora y su obra).
Y así, podemos encontrar en Los rayos paralelos cuentos afilados
como navajas, es el caso de Celos, una
historia en la que ese sentimiento de posesión se enquista durante años y en la
que, en apenas unas intensas páginas, aparecen muchos de los elementos antes
mencionados: la violencia, el suicidio, la locura…
O Tablas, uno de los relatos sobre los que sobrevuela la influencia
de Maupassant, en concreto la de sus cuentos de guerra. En él se nos narra el
encuentro entre un pelotón de soldados liberales y una partida de carlistas,
que los oficiales al mando, cansados de los horrores y la crueldad de la
contienda, saldan de manera amistosa,
simulando que ese encuentro nunca se ha producido.
No faltan tampoco cuentos con
elementos fantásticos, como La exposición,
que bien podría haber servido de inspiración para una película como Noche en el museo, pues en él nos topamos
con el vigilante nocturno de un museo que ve cómo las piezas de la exposición Oro del Perú cobran vida y él mismo se
convierte en un ídolo inca.
Y hay, además, cuentos de
aventuras, misterio, terror (especialmente reseñable Mi santa madre, en el que aparecen en una cámara frigorífica
colgados de unos ganchos varios cadáveres), u otros protagonizados por enanos, gordas
— orgullosas de serlo—, niños en sillas de ruedas…
El ciclo vasco En sus últimas colecciones de cuentos Karmele Saint-Martin se interesó por temas relacionados con la cultura, la historia y el folklore vascos. Por ejemplo, con Las seroras vascas (no es una errata, la seroras eran sacristanas que se dedicaban a cuidar iglesias y ermitas) o con el que tal vez sea su libro más conocido, Nosotras, las brujas vascas, que prologó Julio Caro Baroja y algunos de cuyos relatos recuerdan, por cierto, a otros, como La dama de Urtubi, que el tío de este, Pío Baroja, incluyó en el que fuera su primer libro, Vidas sombrías.
Karmele Saint-Martin es, en fin, una autora injustamente olvidada o no lo suficientemente reconocida y que merece, sí, una calle en su ciudad natal —aunque ya me veo que entonces surgiría un enconado debate sobre qué nombre elegir para la placa, ¿Karmele, Carmela?, algo que podría solucionarse utilizando el título de alguno de sus cuentos: Calle las Gordas, Calle Dos navajazos, Calle Mi santa madre… creo que a ella le haría cierta gracia eso—; y es también y, sobre todo, una autora que merece la pena ser leída. Que es, a fin de cuentas, de lo que se trata aquí.