Todavía conservo mi primer Bukowski. Es una edición de La
senda del perdedor del Círculo de lectores (por cierto, con errata incluida
en su portada, pues el apellido del autor aparece escrito como Bukowsky). En mi
casa solía ser yo quien elegía los libros del Círculo. El vendedor, que pasaba
cada treinta días, traía junto con el libro seleccionado la revista con la
oferta para el próximo mes y la ficha para elegir la nueva compra. Esta
normalmente permanecía en blanco hasta el momento en que aquel vendedor volvía
a tocar el portero automático, con lo cual había que rellenarla a toda prisa en
el espacio de tiempo en que “el del Círculo” tardaba en subir las escaleras.
“¡Patxi, elige tú!”, me apremiaba entonces mi madre, pues yo era el único que a
lo largo de aquel mes se había tomado la molestia de ojear la revista. Aquello
tenía una ventaja, y era que las prisas impedían a mi madre supervisar mi
elección y desechar lecturas inapropiadas para mi edad. Por entonces tendría
trece o catorce años y los de Bukowski no eran precisamente libros juveniles —o
tal vez sí—.
Un
puñetazo en la mandíbula
Sea como fuere, recuerdo que La senda del
perdedor me impactó como un puñetazo en mi mandíbula lectora, desencajando
todo lo que yo hasta entonces entendía que era la literatura. Fue —extrapolándolo
a la música— como pasar de escuchar Parchís a los Sex Pistols. Sin transición. De Los Hollister, Julio Verne o El
pequeño Nicolás a todos aquellos autores a los que Bukowski abrió la puerta: Henry Miller, Céline, Hubert Selby J., los
beats… y John Fante, por supuesto.
“¿Pero se puede escribir así?”, recuerdo que me preguntaba mientras devoraba con ansiedad adolescente las páginas de La senda del perdedor. “¿Se puede hablar del sexo, la masturbación, el alcohol, el acné… —de todo aquello que a un adolescente le preocupaba— de este modo tan desenfadado, tan desabrido y tan divertido al mismo tiempo? ¿Se puede escribir de la misma manera que se lanza un uppercut o un corte de mangas?”
La pesadilla
americana Se
podía. Bukowski lo hacía en esa novela, que de todos modos probablemente sea su
novela más comedida, la menos y a la vez la más bukowskiana, porque en ella
está la precuela de todas las demás: Mujeres,
Cartero, Factotum… En las páginas de
todas estas novelas —que se publicaron antes que La senda del perdedor— el niño que mira con desconfianza el mundo
de los adultos o escucha sus conversaciones escondido debajo de la mesa camilla
—de esa magistral manera arranca la novela que nos ocupa— acaba convertido en
lo que siempre había sospechado: un fracasado que da tumbos de bar en bar, de pensión
en pensión, de un trabajo de mala muerte en otro…
La senda del perdedor, por el contrario, es una novela de iniciación, en la que Bukowski evoca su infancia y su primera y atormentada juventud; una novela en la que ya se advierte que el sueño americano es una pesadilla (hay una escena demoledora en la que durante una fiesta de graduación el protagonista va vaticinando el futuro que aguarda a cada uno de sus compañeros —lavaplatos, basurero, ladrón— mientras los profesores les entregan sus diplomas y peroran sobre la América de las oportunidades y el arcoíris al final del camino de baldosas amarillas); una novela, en fin, en la que se perfila el famoso alter ego del autor, Henry Chinaski, ese perdedor, solitario, borracho, fanfarrón, adicto al sexo y las apuestas de caballos, que odia el mundo y ama la música clásica y que escribe compulsivamente poemas y relatos para desahogar toda su perplejidad, su descreimiento y su ira.
Algo
más que folleteo y borracheras
El mundo de Bukowski/Chinaski, así visto, aparentemente no es muy atractivo
—excepto para todos aquellos que mostramos inclinación hacia lo sórdido y hacia
la épica del fracaso—, pero hay en su escritura algo hipnótico, un trozo de
cristal medio sepultado en un vertedero en el que se refleja el sol de una
manera deslumbrante.
Yo desde luego me sentí inmediatamente iluminado por esa luz
y comencé a seguirla con devoción, en la biblioteca, donde las fichas de los libros
de Bukowski aparecían manoseadas, mucho más que las demás, lo cual me
demostraba que había toda una legión secreta de bukowskianos que lo leían a
escondidas, pues lo cierto era que, según iría descubriendo, Bukowski era un autor
desprestigiado, al que los críticos ignoraban o desdeñaban, como una suerte de escritor
de segunda categoría, popular, para adolescentes o pajilleros, del mismo modo
que despreciaban a los escritores emergentes en los que la influencia del viejo
indecente era obvia, y a los que calificaban de imitadores o epígonos (en
realidad calificaban de epígono de Bukowski a cualquier escritor que
introdujera en sus novelas escenarios como una fábrica o un bar de barrio; y en
realidad si calificaban a esos jóvenes escritores de epígonos era porque
reconocían la originalidad de Bukowski). Aquellos críticos, en fin, se fijaban
más en el trozo de cristal del vertedero, que consideraban solo la esquirla de
una botella rota, que en la luz que desprendía, es decir, la poesía, la belleza
y la reflexión sobre la condición humana que a menudo se agazapaba tras el
realismo sucio y los relatos de borrachos y folleteo de Bukowski.
La admiración por Bukowski, por otra parte, se veía irremediablemente contenida por el innegable e hiriente machismo que rezumaban sus historias, que resulta indefendible, si bien, y sin que ello lo justifique, cabe decir que Bukowski no era solo un misógino sino también un misántropo, y que si en sus historias las mujeres a menudo se cosifican o se reducen a trozos de carne, los hombres tampoco salen bien parados, convertidos casi siempre —empezando por el propio Chinaski— en personajes embrutecidos, repulsivos o con el cerebro hecho puré por la batidora de la estupidez humana.
La
huella de Bukowski Todo
ello no parece invitar a leer a Bukowski, precisamente, ni a reivindicarlo,
pese a lo cual lo considero uno de los autores, sino el que más, que, para bien
o para mal, ha dejado su huella literaria con mayor profundidad, casi como una
marca de fuego, sobre mi lomo de escritor y lector.
Creo también que es incuestionable la impronta de Charles
Bukowski en la literatura de las últimas décadas: su estilo descarado y
desmitificador; su poética de lo cotidiano, lo pequeño y lo feo; su humor
prevaleciendo sobre la sordidez y el desencanto (el pesimismo de Bukowski era
el de un optimista bien informado); su posicionamiento a favor de los
perdedores, los invisibles (“Prefiero
oír hablar de un vagabundo norteamericano de hoy que de un dios griego muerto”,
escribió), los torpes, los que tropiezan, los que la cagan, los que tienen
almorranas, espinillas, sueños que no se van a cumplir, en fin, las personas
corrientes…
Por no hablar (bueno, en realidad sí hablaremos de ello) de que leer a Bukowski merece la pena aunque solo sea para descubrir a través de él a John Fante, cuyas maravillosas novelas, como Espera a la primavera, Bandini, fueron rescatadas del olvido como consecuencia del famoso prólogo que un Bukowski convertido ya en una especie de estrella pop de la literatura mundial escribió para una de ellas: Pregúntale al polvo, de la que nos ocuparemos aquí la semana que viene.
PUBLICADO EN MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 06/08/22
No sé si el nombre artístico de Rigoberta Bandini, la vencedora moral de la preselección para
Eurovisión, debe algo al alter ego del escritor estadounidense John Fante, autor de la memorable saga
protagonizada por Arturo Bandini y
compuesta por las novelas Espera a la
primavera, Bandini (1938), Pregúntale al polvo (1939), Sueños de Bunker
Hill (1982) y Camino de Los Ángeles
(1985), y a la que podría sumarse La
hermandad de la uva (1977) si el escritor no hubiera cambiado el nombre a
sus protagonistas, aunque estos podrían ser perfectamente Arturo y su padre,
Svevo Bandini.
Imagino que sí, que lo de Rigoberta es un homenaje, puesto
que este escritor que en ocasiones ha sido calificado, no sé si con mucho tino,
como padre o abuelo del realismo sucio, tiene una cofradía de rendidos
admiradores que lo convierten en eso que se llama un escritor de culto (un
término confuso, porque hay cultos casi
secretos y otros que tienen millones de fieles). No es, en todo caso, la
cantante catalana la única artista que rinde tributo con su alias a los libros
de Fante, algo más cerca tenemos también a Xabi
Bandini, del grupo navarro de rock Kerobia.
¿Brillan
las estrellas bajo tierra? Aunque
el primer fan y quien consiguió rescatar del olvido a Fante, tal y como
señalábamos en la pasada entrega de este club de lectura, fue Charles Bukowski, que prologó la
reedición en 1980 de una de sus dos mejores novelas —junto a esta que
comentamos hoy—: Pregúntale al polvo. Bukowski
se había convertido por entonces en una rutilante estrella de la literatura underground (si es que eso es posible: ¿brillan las
estrellas bajo tierra?) y todo cuanto tocaban sus dedos, ya fuera poesía,
relatos o prólogos se transformaba en mandanga de la buena.
Esto es lo que escribe el viejo Buk sobre John Fante: “Las
líneas se encadenaban con soltura a lo
largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía energía propia
(…). La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se
había esculpido algo. He ahí, por fin, un hombre que no se asustaba de los
sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez
soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como
imprevisto”.
Una historia de macarronis Esas palabras pueden aplicarse de la misma manera a la novela inmediatamente anterior de Fante, Espera a la primavera, Bandini. En ella se nos narran las vicisitudes de una humilde familia italo-norteamericana (macarronis, como se refiere a ellos el autor, que puede hacerlo porque él también es de origen italiano) durante los años de la depresión y en el espacio temporal concreto de un invierno de nieves perpetuas en Colorado, que impiden a Svevo, el padre, trabajar como albañil. A lo largo de las deliciosas —que no ñoñas, están en realidad muy lejos de ser ñoñas— páginas de la novela seguiremos los pasos a los diferentes miembros de la familia, en particular a Svevo y a Arturo, su hijo mayor, un muchacho preadolescente fantasioso y enamoradizo, atormentado unas veces por la religión católica y otras consciente de lo ridículo de algunos aspectos de la misma (cada vez que se confiesa Arturo se quita de encima setenta u ochenta pecados mortales: blasfema constantemente, tiene pensamientos sucios con las chicas, se pelea con sus hermanos, deshonra a menudo a sus padres, a los que odia y culpa por su pobreza e incluso por su origen… Y todo ello porque puede hacerlo, porque puede conmutar esas penas de muerte por dos padrenuestros y un avemaría una vez que el cura borre con su absolución el historial delictivo, como si fuera un palimpsesto).
Svevo, por su parte, el padre, es un albañil borrachín y
jugador, asustado por sus responsabilidades familiares y por sus propios
sentimientos, los cuales como buen macho italiano debe reprimir (a pesar de lo
cual en la novela, tal y como señala Kiko
Amat en el prólogo para la compilación de la saga que editó en 2016 Anagrama,
los personajes masculinos de Fante lloran mucho, de manera inusual para la
época). Un hombre, Svevo, derrotado por la vida que se ve repentinamente
deslumbrado por las atenciones de todo tipo que le dedica una viuda ricachona,
a cuya mansión él acude a repararle la chimenea.
Dinero
quemado Pero
están también los hermanos de Arturo, el pequeño Federico y el santurrón
August. Y, por supuesto, María, la madre de la familia, la mujer sufriente y
rota que sin embargo es la que saca fuerzas de flaqueza para plantarse en la
tienda en la que los Bandini acumulan deudas desde hace tiempo o para arañar
los ojos a su marido cuando este le es infiel con la viuda Hildegarde, en una
traición que no solo lo es a su matrimonio sino también a su propia dignidad y a
su clase social (María reaccionará arrojando los billetes que Svevo lleva a casa
al fogón de la cocina).
Espera a la primavera, Bandini utiliza un narrador en tercera persona, pero en las otras novelas de la saga será el pequeño Arturo quien alce el vuelo y narre sus andanzas y sueños de convertirse en escritor en la soleada California, mientras malvive en pensiones de mala muerte, algo que nos recuerda inevitablemente el universo bukowskiano y por lo que se le ha comparado a menudo con él o se le ha colgado esa etiqueta de abuelo o padre del realismo sucio. Bukowski es desde luego deudor de Fante, pero este último arma a sus personajes con una compasión de la que carece el primero. Fante, además, no necesita recurrir a la fanfarronería, a la sobreactuación (con Bukowski el lector debe asumir que el alter ego del autor, Henry Chinaski, es un personaje, casi una caricatura, mientras que Fante consigue que veamos a los suyos como personas de carne y hueso), por no hablar del estilo del escritor macarroni, en el que incluso las palabras malsonantes y las blasfemias están escritas con elegancia, se emplean cuando corresponden, no buscan epatar, o en el que el humor, la ternura y la poesía laten siempre como un corazón bajo la tinta.
De
estas otras novelas de la saga es sin duda Pregúntale
al polvo la que habría que leer obligatoriamente. Sueños de Bunker Hill, por su parte,fue dictada por un Fante ya octogenario y ciego a su mujer; Camino de Los Ángeles se publicó de
manera póstuma; y ambas, en realidad, están algo alejadas de la brillantez de los
otras dos obras protagonizadas por Arturo Bandini que hemos comentado aquí. Fante, de hecho, no conoció en vida el éxito
como novelista (al contrario que su hijo, Dan Fante, tras una azarosa vida, eso sí),
aunque sí fue un reconocido y bien pagado guionista de Hollywood, donde trabajó
en películas como La gata
negra (Walk on the wild side), la adaptación de
la novela de Nelson
Algren.
Fante y
Tarzán Por
lo demás, Pregúntale al polvo fue
llevada al cine en una película de 2006 titulada Pregúntale al viento (el inexplicable cambio en el título ya
vaticinaba que se trataba de una adaptación fallida), con Salma Hayek y Colin Farrell
como protagonistas; y Espera a la
primavera, Bandini, tuvo también su versión cinematográfica en un film de
1989 en el que Ornella Muti se pone
en la piel de María, Joe Mantegna en
la de Svevo y Faye Dunaway en la de
la viuda Hildegarde.
John Fante moriría en 1983, tras agonizar en un hospital de California al que Bukowski acudió en alguna ocasión a visitarle y rendirle tributo y en cuyos pasillos se escuchaban los alaridos que el actor y campeón olímpico de natación Johnny Weissmüller, ya moribundo, profería creyéndose Tarzán, a quien tantas veces había interpretado en el cine. Una mezcla de realidad y ficción, de confusión entre el personaje y la realidad, que podría haber sido perfectamente un relato de Bukowski o de su maestro John Fante.
La primera edición de Panza
de burro se acabó de imprimir a finales de marzo de 2020, en pleno
confinamiento, jucujucu, y desde entonces he leído ya tres veces la historia de
estas dos niñas canarias, Isora y shit, que, como un virus, como una pandemia,
como una tos de perro persistente, jucujucuju, no puedo parar de intentar contagiar
a otros lectores.
Andrea Abreu, su autora, nació en 1995 y Panza de burro es su primera novela. Se trata del libro de la autora o autor más joven y más cercano en el tiempo que hemos recomendado desde este club de lectura (de hecho, creo que es el único libro escrito por alguien vivo que hayamos recomendado hasta el momento*), pero estoy convencido de que acabará convirtiéndose en una obra de referencia dentro de los manuales de literatura española (lo que no sé es bajo qué epígrafe: ¿literatura millennial?).
Literatura millennial canaria Así es al menos como la califica la propia editora de la obra, Sabina Urraca, en el prólogo a la misma, aunque ella añade ese otro adjetivo, canaria, que es algo más que un sello de procedencia. El éxito de Panza de burro tiene doble mérito si a la juventud de su autora sumamos que es una obra escrita desde y sobre la periferia —Canarias, en este caso— en un sistema literario que acostumbra a mirar por encima del hombro y despreciar como local —o de provincias, como se decía antes— todo cuanto no esté escrito o publicado desde o sobre o con la mirada de Madrid o Barcelona. Una novela que transcurra en Cuenca, en Abadiño (a no ser que sea una réplica de Patria), o en Pontevedra será una novela local, mientras que si la misma historia se ubica en aquellos ombligos literarios será una novela que se eleva desde lo local a lo universal.
En el caso de Panza de
burro, además,estamos hablando
de la periferia de la periferia, o mejor dicho, de la periferia de la periferia
de la periferia, puesto que el escenario de la obra son los barrios altos, que
en este caso son los barrios bajos, de Canarias, aquellos desde donde quienes
los habitan solo descienden a las islas soleadas y afortunadas para limpiar los
hoteles y los pisos turísticos, y en donde la playa y el mar son paraísos
inaccesibles a los que para llegar hay que superar varias pantallas de la “guenboi”
en las que se emboscan perros callejeros y volcanes como gigantes dormidos,
todo ello bajo un cielo que aplasta las cabezas y los corazones.
El título de la novela, Panza
de burro, se refiere precisamente a ese cielo gris y plomizo que cada día pueden
rascar con sus dedos las dos preadolescentes, Isora y shit, que protagonizan la
novela y que viven allí, en lo alto de la isla, bajo la presencia dominante del
“vulcán”, criadas por las abuelas, o por su propia cuenta, en calles asalvajadas
y empinadas como la vida misma.
Novela
de iniciación Panza de
burro es una novela de iniciación, en la que ambas protagonistas olisquean
con curiosidad la roña que deja entre las uñas de esos dedos los
descubrimientos más tempranos de la amistad, el sexo o, en última instancia, la
muerte. Las dos niñas viven una relación de dependencia, de dominación (shit,
con minúsculas, es como Isora llama en todo momento a su amiga), en ese límite,
ese agujero negro, esa transición entre la niñez y la vida adulta en donde
ellas juegan con las muñecas barbies a criticar a las vecinas o a frotarse los “pepes”
—así, pepe, es como se nombra al órgano
sexual— o se topan con fotopollas en el “mesenyer” durante las clases de
informática.
“Estregarse” el pepe, la escatología, hurgar en los agujeros prohibidos… son referencias recurrentes en la novela, que se hacen sin pudor, de manera natural, porque eso, descubrir el propio cuerpo, sus olores, sus latidos, sus cambios, es lo normal cuando se tienen once años, algo que, sin embargo, parece desterrado a menudo de las novelas protagonizadas por personajes de esa edad, sobre todo femeninos, y no digamos ya de la literatura juvenil y ultrapolíticamente correcta.
Sin pudor también se utiliza el léxico propio de Canarias. Sin pudor y sin glosario, como la editora Sabina Urraca aclara en el prólogo. Decisión que, a la postre, resulta un acierto, pues del mismo modo que cuando conversamos con alguien que maneja otro acento, otro vocabulario, no lo interrumpimos para buscar en un diccionario todo aquello que desconocemos, sino que lo asimilamos y nos acostumbramos poco a poco a su habla (o como sucede en una novela como La naranja mecánica, de Anthony Burgess, en la que acabamos haciendo propia la jerga de los “drugos” que la protagonizan), del mismo modo acabamos aprendiendo en Panza de burro un “fisquito” del habla canaria, o en realidad del habla propia de los barrios bajos-altos de las islas o en realidad del habla o idiolecto de Isora y shit.
Editora por un libro El proceso de edición de esta obra, al que Urraca alude en el susodicho prólogo, es también reseñable y determinante en el éxito de esta novela. Panza de burro se publicó en la editorial Barrett dentro del proyecto “Editor/a por un libro”, en el que los editores ceden a escritores a los que admiran (hasta ahora han sido Patricio Pron, Sara Mesa y Sabina Urraca) la facultad de elegir una obra original e inédita y de ejercer ellos mismos como editores de la misma. No es la única editorial que ha llevado a cabo una iniciativa de este tipo, Caballo de Troya ha tenido también editores invitados (Mercedes Cebrián, Elvira Navarro, Alberto Olmos, Luna Miguel, Lara Moreno…), en su caso durante todo un año, cuya misión ha sido descubrir nuevos valores literarios. Un proceso de ese tipo implica necesariamente —sobre todo en el caso de Sabina Urraca, que no tenía que dirigir un catálogo de varios autores, sino una sola novela— un mimo y una dedicación especiales con la obra elegida, una mirada diferente, que no se enturbie con las necesidades comerciales, las modas literarias o la falta de perspectiva de editores que ni en un acceso de locura transitoria publicarían historias “locales” en las que los personajes hablan raro o guardan su propia mierda en tápers. Urraca, por el contrario, pudo dejarse enloquecer libremente por Panza de burro. Lo afirma, de hecho, en esas páginas introductorias a la novela, en las que confiesa que se enamoró del manuscrito hasta el enloquecimiento y que no lograba hablar del mismo sin emocionarse; o que no podría definir esta obra sin echarse a llorar y que si tuviera que hacerlo diría que es una novela febril, que contamina, algo con lo que, jucujucu, en este club de lectura estamos totalmente de acuerdo.
*No lo es, la semana pasada comentamos «Una cuestión personal», de Kenzaburo Oé, y el autor japonés sigue felizmente vivo
Hay un pasaje de Una cuestión personal, la novela que hoy traemos a este club de
lectura, en el que Bird, el protagonista, se describe a sí mismo como alguien
con las orejas pequeñas y demasiado pegadas al cráneo, algo que resultará
chocante a los lectores que tengan por costumbre leer las solapas de los
libros, pues en la dedicada a la biografía del autor se habrán encontrado con
una fotografía del mismo en la que resulta inevitable fijarse en sus llamativas
orejas de soplillo. Más todavía cuando, en esa misma solapa, descubra que la
dramática historia que narra la novela —el nacimiento de un niño aparentemente
monstruoso, sin apenas esperanza de sobrevivir o al que aguardan unas
condiciones de vida muy limitadas— está basada en la experiencia propia de Kenzaburo Oé, padre de un bebé
hidrocéfalo.
Es como si el escritor japonés nos
estuviera advirtiendo: “¡Ojo, Bird soy
yo, pero no soy yo, esto es literatura!”; o tal vez como si estableciera a
través de esa pequeña broma de las orejas un pacto con el lector, gracias al
cual este acepta que Oé podrá expresar a través de la ficción algunos
sentimientos e impulsos —por ejemplo, el terrible debate moral sobre el que
pivota la obra: salvar al niño o dejarlo morir— que resultarían insoportables en
la realidad o en una obra confesional o abiertamente autobiográfica.
Un
final feliz A todo eso ahora lo
llaman autoficción, un recurso literario de toda la vida —ficcionar, novelar vivencias
personales— que se puso de moda hace unos años, del mismo modo que ahora se ha
puesto de moda denostar la autoficción, supongo que con la intención de desplazarla
para traer al centro del tablero literario la novela distópica o el gótico-rosa
o la novela policiaca protagonizada por chimpancés (esto pretendía ser una
broma, pero conforme lo voy escribiendo me doy cuenta de que en realidad ya lo
hizo Edgar Allan Poe en Los crímenes de la calle Morgue. ¡Todo
está inventado!).
Una
cuestión personal se
publicó en el año 1964, solo un año después de que Hikari, el hijo de Kenzaburo Oé, naciera con una serie de
discapacidades físicas y mentales, algo que determinaría no solo la vida sino también
la carrera literaria del autor japonés, quien además de en Una cuestión personal ha escrito sobre su hijo en varias novelas
más, como Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, El grito silencioso o ¡Despertad,
oh jóvenes de la nueva era!
No destriparemos aquí el desenlace de la novela, pero sí podemos contar que en el caso de Hikari Oé —es decir, en la realidad—, hay un final feliz, en el que aquel niño hidrocéfalo y autista acaba convirtiéndose en un reputado compositor musical del que su padre afirma con sorna y orgullo que vende más discos que él libros, y eso que Oé es todo un Premio Nobel; y, por cierto, uno de los pocos que no se han dormido en los laureles y que después de obtener el galardón han seguido escribiendo obras de fuste.
Los
mapas sin usar En la novela que nos
ocupa el alter ego del autor, apodado Bird (es decir, pájaro), es un profesor
de inglés atormentado por su vida mediocre, de la que solo puede evadirse
planificando un viaje a África que se verá frustrado por el nacimiento de un
bebé con una hernia cerebral, la cual le da la apariencia monstruosa de tener
dos cabezas. De hecho, así —el monstruo, la cosa, etc.— es como se refieren a
él con una frialdad y una deshumanización brutal los doctores, quienes también
son los que sugieren la posibilidad de no alimentar al niño para dejarlo morir.
Es decir, el dilema de Bird no tiene tanto que ver con la vida o la muerte que aguarda a su hijo discapacitado sino con el hecho de que la irrupción de este en su vida amputa de cuajo sus alas, enjaula sus sueños de juventud. En los días posteriores al parto asistimos a un descenso a los infiernos, un viaje al fin de la noche del protagonista, que buscará refugio en el alcohol, la violencia o el sexo, el cual comparte de una manera desapasionada, fisiológica —como quien siente deseos de defecar o escupir— con una antigua compañera de universidad en la que no obstante encuentra un alma gemela, el reflejo en un espejo que nos devuelve tras su imagen la de una sociedad como la japonesa de costumbres y moral rígidas, en la que la familia, el trabajo, la reputación, son pilares inamovibles cuyo peso insoportable ahoga a quienes quieren alzar el vuelo. Bird e Himiko, así se llama ella, son inadaptados, perros verdes, espíritus insatisfechos, que luchan por acallar sus anhelos, o mantenerlos vivos en secreto, bebiendo a escondidas en pequeños apartamentos, trazando viajes imaginarios en mapas que nunca se desplegarán en los territorios que esos mapas representan.
Hay, por ejemplo, un pasaje en el que
Bird acude con resaca a impartir su clase y acaba vomitando sobre la tarima, un
sacrilegio, un pecado imperdonable, que lo convierte a los ojos de sus alumnos
y compañeros en un monstruo, en lugar de mostrarlo más humano, más
vulnerable.
Por
puro amor No es difícil imaginar,
pues, cómo impactaría una novela como Una
cuestión personal en una cultura tan contenida y tan estricta como la
nipona. La literatura descarnada, su sinceridad radical, la exposición de las
dudas y los abismos personales más profundos… todo ello está en esta obra en la
que, más allá de la peripecia que se nos relata, sobresale —y eso y no otra
cosa, a fin de cuentas, es lo que convierte siempre un montón de páginas
numeradas y encuadernadas en una obra literaria— el estilo contundente y crudo del
autor, en el que no faltan, sin embargo, luminosas imágenes poéticas y una
carga de profundidad que lo ha llevado a ser comparado con autores como Dostoievski, Sartre, Faulkner, y por
supuesto aupado a los altares de la literatura existencialista.
Una cuestión personal es, en definitiva, una novela que nos agarra por las solapas y nos obliga a posicionarnos, a reflexionar sobre temas como las responsabilidades, la madurez de nuestros actos (la madurez es siempre un tema delicado, pues como dice otro magnífico escritor existencialista, Kutxi Romero, a veces estar maduro es el paso previo a estar podrido), la conciliación entre nuestros sueños y la realidad o nuestra contribución a ese proyecto común que es la humanidad. Una obra, por tanto, de raíz radicalmente humanista que, como el propio Kenzaburo Oé ha confesado en alguna ocasión, escribió no solo para espantar sus propios demonios, sino sobre todo para convertirse en la voz de su hijo. Es decir, por puro amor.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 08/07/2022
El
19 de marzo de 1956 Luis
Martín-Santos,
el autor de Tiempo
de silencio,
fue detenido en Pamplona por la policía política franquista, junto
con, entre otros, el también escritor Juan
Benet.
Esto, que puede parecer algo anecdótico —o una aldeanada—, tiene
sin embargo su repercusión en la novela, una de las obras
fundamentales de la literatura española del siglo XX, pues en el
descenso a los infiernos de Pedro, el joven médico e investigador
protagonista, se narra igualmente una detención (se le acusa de
practicar un aborto), un interrogatorio y una noche en el calabozo.
Es cierto que no fue la única ocasión en la que el escritor fue
detenido y que, al igual que el protagonista, pasó por la siniestra
Dirección General de Seguridad en Madrid, pero el de Pamplona sí
fue su primer encontronazo con la policía y ello (el desamparo, la
impotencia) debió sin duda de marcarle. Probablemente fue en
Pamplona donde Martín-Santos escuchó esa frase que se reproduce en
la novela: “Ustedes, los inteligentes, son siempre los más
torpes”.
Martín-Santos
pasó buena parte de su infancia en Donosti, donde también fue años
más tarde director del psiquiátrico provincial y activo miembro en
diferentes asociaciones culturales y políticas; y murió, con solo
treinta y nueve años, en un accidente de coche en Vitoria.
Hay
ciudades tan descabaladas… Contamos
esto por la parte que nos toca y también porque el reflejo de la
vida del autor en Tiempo
de silencio no
puede obviarse: el café Gijón y su fauna literaria, a la que
Martín-Santos vivisecciona en un pasaje del libro; la sensación de
castración, de fatalidad, de resignación que atraviesa toda la obra
y que tantas veces debieron de vivir en carnes propias bajo el
franquismo las almas y las cabezas inquietas, libres y creativas como
la de Martín-Santos; la frustración del joven investigador (Pedro
está estudiando la evolución del cáncer hereditario en una cepa de
ratones y lo hace en unas condiciones de abandono e indiferencia
institucional que todavía, sesenta años después, perduran)…
Pero
la importancia y la ruptura de Tiempo
de silencio
tienen que ver además, o sobre todo, con los aspectos formales.
Publicada en 1962, cuando la corriente literaria dominante era el
realismo social, Tiempo
de silencio
viene a ser como si de repente irrumpe una drag queen en una misa de
los Legionarios de Cristo. Todo en la novela es excesivo: los
neologismos, los soliloquios, los latinismos y las referencias
bíblicas, las frases interminables —es memorable la descripción
que hace de Madrid en una de ellas, que ocupa varias páginas: “Hay
ciudades tan descabaladas (y aquí un largo paréntesis) que no
tienen catedral”—, los rodeos, las retorcidas perífrasis y
pleonasmos —“soberbios alcázares de la pobreza”, llama a las
chabolas—…, todo parece ideado para romper con la sobriedad y el
aprisionamiento estético del realismo social, que, no obstante,
Martín-Santos también cultivó e incluso parece ser que intentó
llevar al extremo en una novela titulada Vientre
hinchado,
que calificó como bajorrealista (quizás una precursora del realismo
sucio, no lo sabemos, pues nunca se llegó a publicar y el manuscrito
está perdido). Es más, la propia Tiempo
de silencio
se adhiere a menudo a ese realismo social, evidentemente no por sus
aspectos formales, como hemos visto (todos esos excesos que buscan de
algún modo dinamitar la literatura en boga de la época, pero que a
la vez, son una bomba que estalla tiempo después, pues leída hoy la
novela también deja una metralla que tiene una clara intención
sarcástica o paródica) sino por algunos de los ambientes que
aparecen descritos: el poblado chabolista, los burdeles, la pensión…
La
influencia de Baroja y de Joyce Se
aprecia en ello la influencia de Baroja,
del Baroja de La
busca,
de los descampados, los cementerios, los bajos fondos de Madrid…, o
del Baroja de El
árbol de la ciencia ysu
apático protagonista, Andrés Hurtado. A Martín-Santos, por cierto
y a modo de curiosidad, le fue hurtadopor
motivos políticosun
premio literario que llevaba precisamente el nombre del escritor
vasco, Premio Pío Baroja, al que concurrió con la novela que hoy
comentamos, Tiempo
de silencio, ycon
el seudónimo Luis
Sepúlveda —el
nombre que usaba en la clandestinidad—, es decir, el mismo del
escritor chileno (aunque este comenzaría a publicar unos años
después).
Además de Baroja otra influencia innegable en Tiempo de silencio es la de James Joyce y su Ulises, que reconocemos en la vocación experimental, el uso del monólogo interior, la alternancia de técnicas y estilos, la odisea del personaje, su periplo urbano… Se cumplen precisamente este 2022 cien años de la publicación de esta obra, Ulises, que tiene fama de derrotar, en todos sus sentidos, a los lectores (al menos uno de ellos, Martín-Santos, parece evidente que llegó a leerla entera), y que está considerada una de las cumbres de la literatura universal. En Dublín, la ciudad en la que transcurre, se conmemora todos los años con el Bloomsday, una jornada en la que algunos dublineses y visitantes se visten como los protagonistas de la obra, recorren los mismos lugares que estos, etc. Tiempo de silencio, por su parte, celebra este año sesenta años desde su publicación, es un decir –lo de celebra—, porque, a diferencia del Ulises, no se tiene constancia de soplidos de velas.
El
tiempo de la anestesia Pese
a lo cual, la novela nunca ha hecho honor a su nombre y a lo largo de
los años ha sido repetidamente reivindicada. Vicente
Aranda,
por ejemplo, llevó al cine la adaptación de Tiempo
de silencio
en 1986, con reparto de lujo: Paco
Rabal, Victoria Abril, Charo López
y los hermanos Alcántara, es decir, Juan
Echanove
e Imanol
Arias,
este en el papel protagonista. En 2018 fue adaptada al teatro por La
Abadía;
y La
oreja de Van Ghog
cita el libro en la letra de una de sus canciones, Rosas:
“Desde
el momento en que te conocí/resumiendo con prisas
Tiempo de silencio”,
en donde no es difícil adivinar una alusión a la novela como
lectura obligatoria en la educación secundaria de los ochenta y
noventa (o sea, el BUP) y a las dificultades que un adolescente podía
encontrar ante una novela tan compleja como esta, cuyas novedades
formales quizás han perdido vigencia y exigen una contextualización,
pero cuyo fondo se mantiene de rabiosa actualidad, como vemos en este
párrafo que es además el que explica el título de la obra y que
perfectamente podríamos aplicarnos: “Estamos en el tiempo de la
anestesia, estamos en el tiempo en que las cosas hacen poco ruido. La
mejor máquina eficaz es la que no hace ruido. La bomba no mata con
el ruido sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa, o
con los rayos de deutones, o con los rayos gamma o con los rayos
cósmicos, todos los cuales son más silenciosos que un garrotazo (…)
Es un tiempo de silencio”.