“Nadie es profeta en su tierra, hasta que no se encuentra enterrado
bajo ella”, escribía el poeta asturiano David González, en Loser,
una de sus obras. David, de quien ya nos hemos ocupado en alguna
ocasión en estas páginas, falleció el pasado mes de febrero, e
hizo bueno su vaticinio, pues en los días posteriores a su muerte
las páginas de cultura de periódicos que nunca habían hablado de
él le dedicaron sentidas necrológicas, o festivales de poesía en
los que jamás le invitaron a participar −con
concejales y consejeros de cultura que no lo habían leído en su
vida a la cabeza−
lo homenajearon en sus programas.
A David, de todos modos, no lo enterraron, fue incinerado, de modo
que esos reconocimientos oficiales tampoco parece que vayan a tener
mucho más recorrido, y somos sus amigos y sus lectores quienes
estamos intentado reivindicar su memoria y, sobre todo, su obra,
diseminada a lo largo de los años en pequeñas editoriales,
fanzines, plaquettes, libros y discos compartidos, antologías,
blogs literarios…
La experiencia carcelaria
Los mundos marginados, por ejemplo,su primer libro, fue publicado en internet y todavía puede descargarse en esta dirección: https://www.babab.com/biblioteca/books/david_gonzalez.pdf. El poemario lleva por subtítulo Poemas de la cárcel (fue en la entrega de este club de lectura dedicada a Papillon, de Henri Charrière, y otros libros de literatura carcelaria, donde lo mencionamos) y en él recoge su propia experiencia en prisión tras cometer un atraco a mano armada cuando contaba diecinueve años, un lance que marcó su trayectoria vital y literaria: fue en presidio, por una parte, donde David comenzó a interesarse por la literatura, a la que entregaría su vida; y, por otra, tanto en ese libro como en otros −sobre todo los de su primera etapa− temas como la cárcel, la delincuencia, las drogas, el SIDA…, cobran protagonismo y, por qué no decirlo, son la razón por la que muchos de nosotros nos interesamos por su poesía y su persona, atraídos por ese contorno del abismo al que nos asomamos, sin riesgo de caer, a través de sus versos.
La obra de David, a la que él insistió siempre en calificar como
poesía de no ficción, se caracteriza por su carácter
autobiográfico y en ella, más allá de la experiencia carcelaria,
aparecen tratados también otros rigores de su existencia, como la
enfermedad (la diabetes, su segunda cárcel, como él la llamó), la
precariedad (a la que se expuso cuando tomó la decisión de
abandonar la fábrica en la que trabajó a turnos como operario
durante diez años y dedicarse exclusivamente a escribir) o el
presentimiento o incluso la búsqueda premeditada de una muerte
temprana, como luego veremos.
Oralidad y poesía narrativa
Por todo ello hemos elegido ese
título para esta última entrega del club de lectura, Los
mundos marginados, si bien no
queremos ceñirnos únicamente a esa obra y recomendamos, en
realidad, cualquiera de sus libros: La carretera roja, Ojo
de buey, cuchillo y tijera, Ley de vida, En las tierras de Goliat,
Sparrings…
Todos son una buena manera de descubrir a este autor e incluso de, a través de él, interesarse por otros poetas, pues en los poemas de David son frecuentes los ecos, las citas y las generosas reivindicaciones de escritores (algunos universalmente conocidos como Raymond Carver, Arthur Rimbaud, Sharon Olds… y otros contemporáneos y compañeros de recorrido del propio David: Vicente Muñoz Alvarez, Ana Pérez Cañamares, Kutxi Romero, Karmelo Iribarren, Eva Vaz, Isla Correyero, Antonio Orihuela…).
Otro de los rasgos de la poesía de
David González es, ciertamente, su accesibilidad, la oralidad con
que la impregna (“De siempre he oído decir que un escritor ha de
escribir tal como habla”, señala en el prólogo de Nebraska
no sirve para nada), a lo que se
suma la estructura narrativa de los versos, que en muchas ocasiones
componen pequeños relatos. David, de hecho, es también cuentista,
un buen cuentista que podríamos adscribir al realismo sucio, y en
buena parte de sus obras alterna los poemas con narraciones cortas, o
incluso podemos encontrar, en el caso de Humillación,
uno de sus poemas más logrados y conocidos (el de su abuela, el
funcionario de prisiones y la peseta con la cara de Franco), una
versión del mismo en prosa.
El punch
literario
La aparente sencillez de la poesía de David González, por supuesto, acarrea tras de sí, además del talento innato o la genética y la fuerza propias para lanzar directos a través de la palabra, un arduo trabajo de cincelado y de conocimiento de recursos y técnicas literarios, adquiridos de manera autodidacta tras años de lectura voraz. Y así, David González es capaz de desnudar esos poemas y mostrarnos de esa manera el músculo en todo su esplendor. Como, por ejemplo, cuando escribe: “Si el señor es mi pastor/¿quién es mi perro?”; o “Mi perro cada vez se parece más a mí/ pronto dejará de ser mi mejor amigo”.
Esa facilidad para el punch
−el
boxeo y su terminología es otro de los mundos recurrentes en su
obra−
le sirve con frecuencia para cerrar los poemas de forma contundente o
sorpresiva,
a la manera, de nuevo,
de algunos cuentos,
con una última estrofa o un último verso que nos conmocionan, ponen
en danza en nuestra cabeza una constelación de estrellas que arrojan
luz mucho tiempo después de morir, o de ser leídos, en este caso.
Así sucede en algunos de sus poemas más memorables, aquellos que
solía declamar con vehemencia, golpeando con sus anillos sobre las
mesas y barras de las decenas de garitos en los que ofreció
recitales; poemas como La autopista
o como Historia de España, en
el que expone magistralmente en una treintena de versos algunas de
las infamias, de los nudos todavía sin desatar de nuestra historia
más reciente.
Como antes hemos anticipado, la muerte y su acecho, su presencia
constante, es otro de los temas que se repiten en los textos de David
González.
El escritor asturiano nació en San Andrés de los Tacones y durante una época firmó incluso sus obras como David de San Andrés, tal vez tratando de fijar junto a su nombre unos orígenes anegados por la construcción de un pantano que obligó a su familia a trasladarse a Gijón; o tal vez renegando de su propio padre, en un arrebato sanguíneo, a los que David era dado −en una ocasión fue detenido por golpear con un paraguas a un policía, o se enemistó muchas veces con otros escritores, a veces de manera injusta, y, siempre con razón, con políticos y mandarines de la cultura−; tanto lo uno, la tensa relación con su padre, con quien de todos modos también se mostró reconciliador en algunos poemas, como lo otro, su casa natal y su infancia en San Andrés de los Tacones, son temas que se repiten en sus libros. Al igual que la muerte, decíamos unas líneas más arriba.
Crónica de
una muerte anunciada
El escritor asturiano, falleció el pasado 6 de febrero, víctima de un cáncer de esófago. Tenía 59 años y había vivido casi una década más de lo que él mismo había calculado o deseado para sí mismo, como nos repetía en ocasiones a sus amigos: “Yo moriré antes de los cincuenta”, o como intentaba en ocasiones propiciar, de nuevo de manera impulsiva, por ejemplo cuando en 2016 tras una farra alcohólica y psicotrópica de varios días anunció en su redes sociales y en una entrevista en prensa su intención de autodestruirse : “Drogas, mujeres, dobletes y tripletesy así hasta que el cuerpo ya no aguante…”.
La
sombra y la profecía de esta muerte anunciada se puede seguir a lo
largo y ancho de sus libros: “Yo todavía no tengo cáncer”,
escribe, por ejemplo, en uno de los relatos autobiográficos de
Sparrings;
o,sobre
la trascendencia de su obra, vaticina en un poema del mismo libro:
“Con el tiempo/yo también puedo llegar a ser eso:/ una fotografía/
en blanco y negro/ y tendré suerte/ muchísima suerte/si
alguien/algún día /en alguna parte/me/mira”.
Contra esto último, algunos de sus lectores y amigos estamos, como decíamos, reivindicando su memoria y la importancia e influencia de su obra en la poesía española de las últimas décadas, de tal modo que próximamente verán la luz diversos homenajes y libros dedicados al escritor asturiano que esperemos que sirvan para colocarlo en el lugar que le corresponde: en lo alto del podium o, acaso, seguramente, como él habría preferido, en el centro del ring.
Y
respecto a su muerte, David tuvo todavía, después de su intento de
suicidio pasivo, una última recompensa, como fue reencontrarse y
recorrer ese último tramo de su vida junto a uno de sus primeros
amores, su compañera Mari, que lo acompañó y reconfortó en sus
últimos momentos, en los cuales David aceptó de manera serena su
convulsa existencia, su destino y su final, tal y como dejó escrito
en La
última palabra,
poema incluido en su libro póstumo La
canción de la luciérnaga: “Cuando
la vida/se te pone en contra/ y pensar en luchar contra ella/no es
más que otra de esas utopías/ solo la muerte/tiene la última
palabra./Solo la muerte, repito,/ tiene la última palabra./La
palabra/ que cierre/ el último poema./ Fin/.
“Malditos
no, gracias”, titulaba un artículo en El País J.
Benito Fernández,
el autor de El
contorno del abismo. Y
continuaba: “En
la distancia, los personajes marcados por el malditismo están muy
bien, sobre el papel son muy atractivos, pero de cerca resultan del
todo in-so-por-ta-bles”.
J.
Benito Fernández sabe de primera mano de qué habla, pues El
contorno del abismo
lleva por subtítulo Vida
y leyenda de Leopoldo María Panero y
es una impresionante biografía de este poeta que transitó, entre
sablazos, delirios y delirium
tremens
por hospitales, manicomios, pensiones de mala muerte −pero
también palacetes
de buena cuna−
o
pisos de amigos y familiares convertidos en “leopolderas”…, y
al que el biógrafo tuvo que sufrir por partida doble, por una parte
en el trato personal (tal y como señala en el prólogo a la reciente
reedición ampliada del libro) y, por otra, cargando con él dentro
de su cabeza durante los años en que trabajó en este libro que
reconstruye de manera pormenorizada la biografía de quien fue
también −algo
que a menudo, velado por la densa niebla de su caótica peripecia
vital, se olvida−
uno de los más destacados y singulares nombres de la poesía
española de la segunda mitad del siglo XX.
En
la nueva edición de El
contorno del abismo
se incluyen los últimos tumbos antes de acabar en la tumba de
Panero, a quien el autor dejó vivo y orinando por las esquinas y los
platós de televisión en 1999, el año en que fue publicada por
primera vez esta biografía, un clásico y una referencia ya dentro
del género.
El
último en morir que apague la luz
Hablando de las dos ediciones del libro, separadas por veinticuatro años, sobrecoge observar cómo en la página de agradecimientos que hace J. Benito Fernández el nombre de un alto porcentaje de las personas a las que entrevistó o le ayudaron en su trabajo viene acompañado de un paréntesis en el que se lee in memoriam. El propio Leopoldo María Panero, que murió el 5 de marzo de 2014, sobrevivió a muchos de ellos, por increíble que parezca, dada la excesiva vida que llevó; una vida entregada a la locura, la poesía y la autodestrucción, que lo emparenta con escritores de otras épocas, como Antonin Artaud, Edgar Allan Poe o Dylan Thomas (quizás, recientemente, solo podamos incluir en esa estirpe maldita y bohemia a David Gonzalez, de quien hablaremos la semana que viene, si bien es cierto que este no padeció enfermedad mental alguna; González, por cierto, incluyó a Panero en El último en morir que apague la luz, una antología de sus poetas favoritos).
En
esas paginas introductorias de El
contorno del abismo
J. Benito Fernández explica también como el personaje de Leopoldo
María Panero le atrapó tras ver la famosa película de Jaime
Chávarri El
desencanto,
que se adentra de una manera inquietante en la intimidad de una
familia a la que mantiene unida el odio que se profesan: la compuesta
por Felicidad
Blanc,
viuda del poeta franquista Leopoldo
Panero,
y los tres hijos de ambos: Juan
Luis,
también poeta, Michi,
escritor sin obra a quien sin embargo debemos una cita de carácter
ya casi universal −“En
esta vida se puede ser de todo menos un coñazo”−,
y el príncipe sin trono de los infiernos de la poesía española, el
propio Leopoldo María Panero.
Evangelistas
del exceso
Admite también el autor en esas primeras páginas de la biografía que fue algo propio de su generación la absurda fascinación por la locura y por quienes la padecían, a los cuales se envolvía en un halo de romanticismo o se convertía en estandartes que agitar frente a lo establecido, lo normativo o los monstruos de la razón, pero lo cierto es que mirar al abismo, dejarse embriagar por el vértigo, escucharlo llamándonos por nuestro nombre desde las profundidades, es algo a lo que el ser humano ha sucumbido siempre, como demuestra que hasta el final de sus días a la sombra de Leopoldo María Panero fueron cobijándose una procesión de poetas, músicos, pintores, que acudían a visitarlo a los manicomios por los que recaló y que le proponían documentales, prólogos para sus libros, poemas para sus revistas, discos con sus letras… (entre esa peregrinación de artistas, encontramos por ejemplo a otro evangelista del exceso, Enrique Bunbury, quien cantó los alunados versos del poeta en el disco-libro Leopoldo María Panero, en el que también participó el director y productor de cine porno, José María Ponce).
Por
la parte que nos toca, uno de los hospitales psiquiátricos en los
que estuvo internado Panero fue el de Arrasate, convirtiéndose en el
segundo huésped más ilustre de Santa Águeda, tras el presidente
del gobierno Antonio
Cánovas del Castillo,
que se alojó allí cuando el establecimiento era todavía un
balneario (acabaría convertido en un manicomio a raíz precisamente
de su caída en desgracia tras el magnicidio en él del político).
Allí, en Santa Águeda, escribió Panero sus Poemas
del manicomio de Mondragón
o participó activamente en la revista editada por internos del
centro, Globo Rojo. Panero, además, desperdigó unos cuantos de sus
poemas en otras revistas locales como Elgacena o Pamiela, mantuvo
durante un tiempo una columna en el diario Egin (por la que aseguraba
que le pagaban diez mil pesetas) o participó en unos encuentros
literarios en Pamplona en los que también tomó parte Roberto
Bolaño,
quien, aunque no coincidió o no quiso coincidir con el poeta, lo
convertiría en protagonista de algunos de sus libros.
El
maldito de cerca
Evitar, como Bolaño, al poeta se convirtió en algo recurrente entre los conocidos y colegas de Panero, resabiados por sus habituales saqueos, okupaziones de casas y brotes violentos que daban la verdadera dimensión de un maldito visto o sufrido desde cerca.
El
contorno del abismo
nos da cuenta detalladamente de todo ello. A lo largo de sus páginas
nos encontraremos con Leopoldo −que
primero fue Leopoldito, niño prodigio que asombraba con sus poemas e
improvisaciones a escritores como Dámaso
Alonso,
Claudio
Rodríguez
o Luis
Cernuda−
mojando cruasanes en los charcos de París, embarrando colchones
ajenos con orina y ceniza, liando cigarrillos con sus propios
excrementos, reclamando amor como un mendigo o negándolo como un
príncipe a todo el mundo menos a él mismo. La biografía no es, sin
embargo, solo un inventario de barbaridades y escatologías, a lo
largo de la misma también se puede seguir la trayectoria literaria
del poeta, leer sus cartas y algunos de sus poemas, conocer a quién
frecuentó, quién lo admiró (Octavio
Paz,
por ejemplo) y quién lo consideró solo un señorito consentido
(Jaime
Gil de Biedma)…
Hay
que destacar, por último, que el libro nos hace recorrer sus páginas
en una suerte de hipnosis no solo por el morbo que despierta el
biografiado o el deslumbramiento de su poesía, tocada a ratos por
una extraña genialidad, sino, sobre todo, por el acierto, el tono,
el rigor y la exhaustividad −que
no merma en absoluto la entretenida lectura−
del biógrafo, que en todo momento mantiene al lector con los pies
firmes al borde de ese abismo y le permite asomarse a él sin riesgo,
sosteniéndolo con el arnés de su brillante y eficaz literatura, y
permitiéndole observar de cerca cada uno de los enloquecidos
movimientos del poeta maldito, pero con la seguridad de que este no
saldrá del ataúd y se masturbará delante de toda la familia en
medio del cuarto de estar o intentará estrangularlo con sus propias
manos mientras le susurra al oído versos surrealistas.
ESTUPOR Y TEMBLORES, de Amélie Nothomb y SUPERSAURIO, de Meryem El Mehdati
Una de las satisfacciones, entre otras muchas, que proporciona la lectura es la exploración: los libros a menudo contienen entre sus páginas sendas y señales que nos llevan a otros libros u autores. Yo, al menos, no puedo evitar la tentación, cuando un escritor que me gusta y al que estoy leyendo menciona a otro escritor que le gusta o al que está leyendo, de tomar ese atajo y dirigirme a su encuentro, anotar su nombre, buscar sus libros… Otras veces encontramos en algunas de nuestras lecturas reminiscencias, huellas de lecturas anteriores, o, sin que haya aparentemente premeditación, las lecturas que encadenamos comparten un mismo tema, escenario o preocupación. Y en ocasiones sucede que se producen casualidades cósmicas, como que dos libros emparentados entre sí caen entre nuestras manos al mismo tiempo, sin que tengamos constancia previa de esa relación (ya mencionamos en una entrega anterior cómo al terminar la lectura de Autokarabana, de Fermin Etxegoien, nos encontramos con la sorpresa de que en el libro que le sucedió en la mesilla de noche, Galdu arte, de Juan Luis Zabala, los personajes frecuentaban el mismo bar que los de Etxegoien).
Emperadores
y Masterchef
Las dos novelas que comentamos hoy, Estupor y temblores, de Amélie Nothomb, y Supersaurio, de Meryem El Mehdati, son otro ejemplo de todo lo dicho hasta ahora. Leí ambas con apenas unas semanas de diferencia, lo cual me sirvió para establecer los puntos de conexión entre ellas (aunque tampoco había que ser muy sagaz, porque El Mehdati reconoce entre sus lecturas deudoras la obra de Nothomb, y creo incluso que llega a citar Estupor y temblores en Supersaurio).
La
primera que cayó en mis manos fue la novela de la escritora belga.
El título de la misma, Estupor y temblores, alude a la manera
en que los súbditos nipones deben comportarse y mostrar su sumisión
en presencia de su emperador, algo que se hace extensivo en la obra a
los superiores de las empresas, convertidos en Japón en seres cuya
autoridad es incuestionable, como si fueran jurados de Masterchef
(bueno, esa autoridad es piramidal, es decir, el trabajador se
convierte en súbdito de su encargado, pero este a su vez lo es de su
jefe de sección, etc.).
Amélie
Nothomb pasó sus primeros años de infancia en Japón, país por el
que siempre ha sentido una deuda emocional, que intentó saldar
regresando al mismo en busca de una oportunidad laboral que acabaría
convirtiéndose en una pesadilla. Eso es lo que nos cuenta en esta
deliciosa novelita de apenas ciento cincuenta páginas, como la
mayoría de las que Nothomb publica, al ritmo de una por año, desde
mediados de los 90, en buena parte gracias al éxito de Estupor y
temblores, su obra más conocida.
Una
pesadilla laboral
En
la novela Nothomb es contratada en una empresa en calidad de
intérprete, pero, tras una serie de humillaciones y degradaciones
que se inician desde el primer minuto en que comienza a trabajar −y,
al parecer, a convertirse en propiedad de dicha empresa−,
acabará sirviendo cafés, haciendo fotocopias o limpiando retretes.
Asistimos a un proceso de destrucción de la individualidad, de
cualquier forma de autonomía o iniciativa personales, que en el caso
de la protagonista llega al ensañamiento por su condición de mujer
y extranjera que −esa
parece ser la justificación del maltrato−
desconoce los códigos y la cultura nipones y debe aprender mediante
una férrea y sádica disciplina a someterse a los mismos.
Estupor y temblores es un retrato demoledor del mundo del trabajo y la autoalienación del trabajador japonés, que a veces hace preguntarse hasta qué punto cae en la hipérbole o la caricatura (al respecto hay que señalar, por una parte, que la lectura de la novela es ágil y divertida; y, por otra, que quizás necesitaríamos conocer la perspectiva de los propios japoneses; de hecho,Estupor y temblores no pareció hacerles mucha gracia y Nothomb fue declarada persona non grata en el país del sol naciente).
La
cadena trófica
La historia que se nos cuenta en Supersaurio, por su parte, guarda varios paralelismos con Estupor y temblores, podríamos decir incluso que es un Estupor y temblores canario o una fan-fiction o fanfic de dicha novela (los fanfics son recreaciones o variaciones de obras de otros autores, y Meryem El Madhit, y la narradora de Supersaurio con la que comparte nombre, practicaron el género); podríamos decirlo si no fuera porque Supersaurio es una obra que despega y gana altura por sí misma, alentada por su poderosa voz propia, su particular humor y su fuerza narrativa. Pero es cierto que en Supersaurio, como en Estupor y temblores, nos encontramos con la historia de una joven que inicia su andadura en la jungla del mundo laboral (en su caso en las oficinas de una cadena de supermercados canarios) y que todo cuanto encuentra a su paso son trampas mortales, jefes y compañeros como fieras acechantes, sedientos de una sangre que consideran que les pertenece porque la víctima es una especie inferior en la cadena trófica (en el caso de Meryem esa inferioridad viene determinada por varias circunstancias: mujer, joven, de clase trabajadora e hija de inmigrantes); como es cierto, igualmente, que en ambas novelas las protagonistas deciden aguantar el pulso y soportar todas las degradaciones, finalizar su contrato como una muestra de dignidad y orgullo (en el caso de Nothomb reivindicándose a sí misma como japonesa; y en el de El Medhati desafiando a todos cuantos cuestionan que pueda desempeñar o tener derecho a desempeñar un puesto de trabajo que no le corresponde); o que las dos novelas desarrollan una historia de amor/odio/admiración/desprecio hacia un superior: la bella y fría como un cerezo congelado Fubuki Mori, en Estupor y temblores, y en Supersaurio el policía bueno del capitalismo Omar, por una parte, y, por otra, la pérfida Yolanda).
El
ascensor social descacharrado
Supersaurio
comparte además con la novela de Nothomb el recurso, como una tabla
de salvación, del humor, y la fluidez de la historia, que se asienta
sobre un tono desenfadado y peleón, como vemos en uno de sus párrafo
iniciales:
«Crecer
aquí es que la guagua se te vaya en la puta cara y se te venga el
mundo abajo porque esto no es Madrid, donde el metro pasa cada cinco
minutos. Aquí la 91 pasa una vez cada hora si tienes suerte. El
trayecto desde Las Palmas (de Gran Canaria) a Puerto Rico (de Gran
Canaria) son 73 kilómetros de ida y otros 73 kilómetros de vuelta
que te toca comerte todos los días de lunes a viernes. C.
Tangana
llora en la limo, tú en los asientos delanteros de la guagua un
viernes por la tarde».
Un
tono, como vemos, en
el
que también late un mensaje de fondo contra las mentiras de la
meritocracia y
el ascensor social o una reivindicación de la conciencia de clase
(reivindicación que, ya era hora, también reconocemos últimamente
en más obras como La
mala costumbre,
de Alana
S. Portero).
Hay, en realidad, muchos más matices y profundidades en la lectura de Supersaurio que podríamos destacar, más allá de una comparación con Estupor y temblores (Superaurio es, de hecho, a nuestro juicio, una de las mejores novelas que hemos leído últimamente), pero nos apetecía señalar esos vasos comunicantes y cómo la literatura en ocasiones crea recorridos y casualidades felices que nos ponen en contacto con otras lecturas, autores o géneros desconocidos. Meryem El Mehdati, por ejemplo, cita, para nuestra sorpresa, como su mayor influencia un fanfic de la escritora vasca, Irati Jiménez:Marauder! Crac. Y tampoco sería, en fin, descabellado pensar que alguno de los personajes de la autora de libros como Bat, bi, Manchester, frecuentara el mismo bar que los de las novelas antes citadas de Fermin Etxegoien o Juan Luis Zabala.
Publicado en magazine ON (diarios grupo Noticias) 20/08/23
INTXAURRONDO. LA SOMBRA DEL NOGAL, de Ion Arretxe.
Ion Arretxe tardó casi treinta años en reunir fuerzas para escribir este libro, en el que cuenta la detención y torturas brutales que sufrió a manos de la Guardia Civil en 1985, en la misma operación en que sería asesinado Mikel Zabalza. Ambos fueron acusados falsamente de pertenecer al mismo comando de ETA, a pesar de que los dos jóvenes ni siquiera se conocían. Tampoco llegaron a coincidir nunca durante aquellos días en el infierno, es decir, en el tristemente conocido cuartel de Intxaurrondo, a cuyo mando estaba por entonces el infausto general Enrique Rodríguez Galindo.
Mucho más que un libro testimonial
Podríamos decir, por todo ello, que nos encontramos ante un libro
testimonial, pero en realidad Intxaurrondo. La sombra del nogal
es mucho más que eso, porque Ion Arretxe consigue convertir su
brutal experiencia en una reseñable obra literaria, en la que no
faltan, en medio de la barbarie y de la asfixia, momentos en los que
coger aire gracias a la intención y los indudables logros estéticos
del libro e incluso al humor que lo salpica.
Seguramente esa distancia establecida por los años transcurridos y la literatura era la única manera de contar una historia como esta, a lo cual se suma la ausencia de rencor e incluso la voluntad de reconciliación personal, no correspondida desde la otra parte, habida cuenta de que no solo nunca se han juzgado ni ha habido interés alguno en juzgar los hechos, sino que además los culpables y responsables han sido premiados y promocionados, como en su día el general Galindo o recientemente Arturo Espejo, instructor de la causa y uno de los responsables de la custodia en Intxaurrondo de Ion Arretxe y Mikel Zabalza.
Te tendrán diez días en sus manos
Ion Arretxe tenía veintiún años cuando fue detenido en Rentería
en la madrugada del 26 de noviembre de 1985 y llevado al cuartel de
Intxaurrondo, donde sería sometido a torturas durante una pesadilla
que, al amparo de la ley antiterrorista, hubo de sufrir despierto a
lo largo de diez días. Pero primero, antes de ser trasladado a
Intxaurrondo, la Guardia Civil lo condujo a un paraje de Endarlaza
−probablemente el mismo en el que aparecería el 15 de diciembre el
cuerpo sin vida de Mikel Zabalza− donde lo sometieron a
ahogamientos en el río Bidasoa durante los cuales, tal y como relata
el propio Ion en el documental Non dago Mikel?,
de Amaia Merino
y Miguel Ángel
Llamas, sintió que su
cerebro se escindía de su cuerpo, convertido en una esponja que
empapada por el agua se hinchaba dentro de su cráneo, en una
experiencia que identificó con la muerte. De hecho, tras ser llevado
desde ese lugar a Intxaurrondo, Arretxe entró en el cuartel más
muerto que vivo.
Todo, sin embargo, no había hecho más que empezar.
Mediados de los 80 en Rentería
A lo largo de Intxaurrondo. La sombra del nogal el autor nos va contando detalladamente esta y otras de las torturas que padeció (la bolsa, la bañera, los golpes en la cabeza con el listín telefónico, la interrupción del sueño, las humillaciones, chantajes y amenazas…). Lo hace en pequeños párrafos, con un lenguaje sencillo y directo, no exento por ello de un peculiar lirismo y una honda sensibilidad, de frases cortas, a veces reiterativas, pero a la vez con un significado distinto en cada ocasión, que también utilizó en otras de sus obras como Parole, parole o Los mismos bares, en los que rememora su infancia y juventud en Rentería. Arretxe va intercalando en Intxaurrondo de esa manera, junto con el relato de sus interminables y angustiosas horas en manos de la Guardia Civil, otros flases en los que vamos descubriendo cómo era la vida de un joven de veintiún años en Galtzaraborda, su barrio, a mediados de los ochenta, es decir, en aquel ambiente denso, viciado por las plagas de la heroína y el paro, pero sobre todo por la violencia política, que todo lo condicionaba (el día anterior a las detenciones de Ion Arretxe, Mikel Zabalza, la novia de este, su primo y dos de sus hermanos, ETA había asesinado a dos militares en Donostia, y, solo unas horas antes, a un guardia civil en Pasajes; la detención de los jóvenes probablemente respondiera a una operación improvisada e indiscriminada −ninguno de los detenidos tenía relación con la banda armada−).
Las puertas del infierno
Ion Arretxe es, en medio de ese panorama desesperanzado, un estudiante de Bellas Artes interesado en los libros, la música, la ilustración, el cine, que recuerda a lo largo de las páginas del libro un viaje de estudios al Meditarráneo, o al que vemos escuchando a grupos como Hertzainak, La Polla Records, Odio, RIP o Los Rumberos de Astigarraga (grupo que nunca llegó a grabar nada, pero al que reinvidica también en otras de sus obras, Relatos), participando en fanzines, grupos de teatro, pululando por todo el hervidero político y social de la época, recuperando anécdotas (como cuando un punki de Rentería consiguió poner por los altavoces del campanario de una iglesia una cinta del grupo local Basura, para desesperación de las patrullas policiales que ocupaban las calles)… Un estudiante, Ion Arretxe (a quien no debemos confundir con el prolífico escritor de novela negra y libros de viajes Jon Arretxe), que acabaría con el tiempo convertido en artista polifacético: director artístico, dibujante, actor o escenógrafo en numerosas películas (Acción mutante, Rey gitano, Marujas asesinas, Kalabaza tripontzia, Todo es mentira…), guionista de cómic (fue autor de las conocidas tiras publicadas en El Jueves Grouñidos en el desierto ), ilustrador, amigo y reivindicador de uno de los autores de culto de novela negra, Carlos Pérez Merinero, o escritor, como ya hemos señalado, de meritorios libros, además de este Intxaurrondo. La sombra del nogal. Una obra esta en la que, repetimos, a pesar de la crudeza de la experiencia narrada, prevalece la delicadeza literaria y nos franquea las puertas del infierno con un extintor en la mano.
La muerte de Manolete
Es de esa manera como a lo largo de las páginas del libro podemos enfrentarnos a diferentes situaciones de deshumanización y bestialidad que nos son descritas. Por ejemplo, la escena en la que Arretxe es sacado del piso en el que es torturado a un patio de la casa cuartel y unos niños, hijos del cuerpo, lo insultan y golpean, azuzados por los agentes que custodian al detenido, los cuales lo presentan ante los pequeños como un feroz etarra; cuando el mismísimo Galindo participa en los interrogatorios retorciendo los testículos al detenido; cuando una psicóloga pretende hacer creer a este, ante la evidencia de su inocencia, que todo cuanto ha padecido es fruto de una locura transitoria, de una desorientación mental, intentando de ese modo que no denuncie los malos tratos tras ser liberado; o, por acabar con una nota de humor −negro− cuando los torturadores, acaso para comprobar la veracidad de la información obtenida en sus interrogatorios o acaso por un ejercicio de puro cinismo, hacen firmar al detenido una declaración en la que este reconoce haber asesinado al torero Manolete.
Un libro, en definitiva, de lectura casi obligatoria, y un autor quizás no lo suficientemente conocido, con una obra que va más allá de su valor documental o que consigue convertir el testimonio en primera persona de unos hechos y una época en literatura y a esta en memoria, verdad y reparación (“Yo no conocí a Mikel Zabalza”, señaló Arretxe en un acto de homenaje a este. “Sin embargo, de algún modo, me convertí en su voz”).
Ion Arretxe (Rentería, 1965) murió en 2017, solo dos años después de que su obra Intxaurrondo. La sombra del nogal fuera publicada.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 12/08/23
LA INCREÍBLE HISTORIA DE LA PELOTA VASCA, de Santiago Lesmes Zabalegui
Si empiezo diciendo que el
libro que comentamos hoy es una enciclopedia de la pelota vasca, su
autor, el pamplonés Santiago
Lesmes Zabalegui,
se me va a enfadar. Con razón. De la máxima horaciana “enseñar
deleitando” las enciclopedias suelen por lo general olvidarse de la
segunda parte, reduciéndose en la mayoría de los casos a aburridas
y frías acumulaciones de fechas, datos y definiciones. Y no es el
caso. En La
increíble historia de la pelota vasca su
autorhace
una declaración de intenciones cuando, en la introducción del
libro, afirma que aspira a ofrecer al lector “un relato apasionante
y extraordinario, un viaje en el tiempo narrado de forma amena y
aderezado de infinidad de historias, anécdotas, personajes y
curiosidades”. Objetivo que cubre sobradamente. No obstante, no
podemos obviar que la obra nos da cuenta también de los orígenes
del juego, las diferentes modalidades y herramientas, la importancia
del frontón como elemento arquitectónico y social (el ágora
vasco), la presencia de la mujer en los frontones, el reflejo del
mundo pelotazale en el arte, el carácter de la pelota como rasgo
definitorio de la cultura vasca…
Si
eso no es una enciclopedia que baje Txikito
de Eibar
del cielo y lo vea.
¡Patapún! No, no se me ha aparecido Indalecio León Sarasqueta (Txikito de Eibar), el estruendo se debe a que, cuando consultaba el nombre de pila del célebre cestapuntista en La increíble historia de la pelota vasca, el libro se me ha caído al suelo, con sus casi cuatrocientas páginas y sus más de mil ilustraciones y fotos, incluso con sus dibujos animados (la pequeña figura de un pelotari aparece en la parte inferior de todas las páginas, de modo que si las pasamos rápidamente el dibujito cobra vida)… Todo lo cual, convierte, efectivamente, en un deleite la lectura de esta instructiva obra.
Dada
la exhaustividad de la misma nos vamos a ceñir a aquello que nos
atañe, el capítulo dedicado a la literatura −los
libros y autores que se han hecho eco del mundo de la pelota y los
pelotaris−,
pero antes no podemos pasar por alto otro tema recogido por Santiago
Lesmes: las apuestas y los desafíos, que han estado unidos al
deporte de la pelota desde sus inicios, generando multitud de lances
y personajes novelescos.
Apuestas
rocambolescas
Las apuestas hoy en día están regularizadas, así como el reglamento de las diferentes modalidades de pelota, pero hubo un tiempo en que los desafíos se hacían casi a la carta, y así podemos encontrarnos con partidos en los que un solo pelotari se medía a dos, tres o más contrincantes, o debía restar los tantos con una serie de condiciones (al aire, sentándose entre punto y punto en una silla, de revés, con el canto de la pala…), o −rozando ya lo esperpéntico− en los que uno de los deportistas tenía que competir con una arado romano al cuello (y lo que a priori parecía una clara desventaja también podía favorecerle, pues su adversario, si no quería ser descalabrado, tenía que agacharse con cada giro del arado). Se han llegado a conocer partidos en los que un pelotari competía atado por el pie a un ciego, o a un perro, o al perro del otro pelotari (que, por supuesto, no paraba de llamar al animal)… Y había auténticos profesionales de estas rocambolescas apuestas, que utilizaban todo tipo de pillerías, por ejemplo, fingirse débiles o enfermos durante el partido y, cuando les convenía, recuperar prodigiosamente la salud y dar la vuelta al resultado. Ganapanes que recorrían los frontones de feria en feria y que en ocasiones alcanzaron enorme celebridad, como el navarro de Espronceda Luis Zubielqui que, tras trabajar en su infancia como carbonero y pastor, decidió, cumplida la veintena, darse a la buena vida valiéndose de sus facultades físicas, tanto las buenas (su talento innato para la pelota) como las malas (un rostro que aparentaba cortedad de luces y que hacía, en un tocomocho pelotazale, confiarse a aquellos “listos” a quienes desafiaba en sus apuestas).
Pelota
y literatura
La vida de Luis de Zubielqui daría para una novela picaresca, pero, a la espera de la misma, tal y como hemos adelantado, Santiago Lesmes recoge referencias a la pelota vasca en numerosas obras literarias, empezando por las Confesiones de San Agustín, que se lamenta del tiempo que su afición al juego le resta a la oración o la escritura, pasando por alusiones en obras clásicas como el Quijote, el Lazarillo de Tormes, el Libro de buen amor o el Gero, de Axular, y llegando a novelas, como la de Pierre Loti, Ramuntcho, en la que la pelota ya adquiere un mayor protagonismo, más allá de la cita aislada (Ramuntcho es “pescador y pelotari de día, contrabandista y aventurero de noche”). Y, además, varios cameos pelotazales en obras de grandes autores de la literatura universal como Shakespeare, Alexandre Dumas, Rousseau, Martín Lutero, Rabelais… Por citar solo a uno de ellos esto es lo que escribe Prosper Mérimée en Carmen: “Me gustaba demasiado el juego de la pelota y eso es lo que me ha perdido. Cuando jugamos a la pelota, nosotros, los navarros, nos olvidamos de todo”. Quien habla es el sargento protagonista de la novela, natural de Elizondo y euskaldun (su enamorada, la gitana Carmen, que ha venido a encarnar todos los tópicos raciales españoles, era por su parte oriunda de Etxalar e igualmente vascoparlante).
Capítulo aparte se dedica a Ernest Hemingway, de quien se ha destacado siempre su afición a los sanfermines y a los toros, pero no tanto su pasión por la pelota vasca, hasta tal punto que llegó a afirmar: “Entre los pelotaris vascos cuento con mis más y mejores amigos”. Y, en efecto, durante sus años en Cuba fue un asiduo del jai alai y compartió en su legendaria finca Vigía comilonas semanales con los cestapuntistas que formaban parte del cuadro del Palacio de los gritos, tal y como era conocido el frontón habanero.
A
las obras citadas nos permitimos aquí añadir la radionovela
Pelotari
zaharraren ajeak,
de Bernardo
Atxaga,
o mencionar que otro clásico de la literatura vasca como Jean
Etchepare
se doctoró en medicina en la Universidad de Burdeos con una tesis
sobre los pelotaris y su salud: “Quelques
remarques sur le jouer de pelote”.
El
photocall
de
la pelota
En fin, La increíble historia de la pelota vasca está trufada de curiosidades e historias apasionantes. Por sus páginas desfilan Pancho Villa (que mandó construir un frontón en su hacienda comunal de Canutillo) o, fotografiados junto a pelotaris, Charlot, Walt Disney, Errol Flynn, Jayne Mansfield, Travolta, Ava Gadner…; nos enteramos de que siendo adolescente Simón Bolívar se enfrentó y venció en un partido premonitorio a Fernando VII, a quien años más tarde volvería a derrotar en el campo de batalla; que durante la primera guerra mundial Chiquito de Cambo arrojaba granadas contra las líneas enemigas propulsándolas con su cesta (algo que debió inspirar a un redactor de El Confidencial casi un siglo después, quien afirmó que durante unos disturbios en Barcelona en 2019 miembros de la kale borroka habían sido vistos utilizando la misma herramienta para lanzar piedras y rodamientos contra la policía); leemos también sorprendidos que durante algún tiempo, hacia 1940, hubo más mujeres pelotaris profesionales que hombres (eran los tiempos gloriosos de las raquetistas, a los que el general Moscardó intentó poner fin alegando que la pelota “no era una cosa bonita de mujeres”, cuando lo que quería decir en realidad era que no podía tolerarse que aquellas mujeres empoderadas y libres ganaran más que los hombres, alternaran de noche, viajaran solas, etc.).
Son,
en fin, cientos las historias increíbles y, sin embargo, ciertas que
vamos a encontrar en este libro que recomendamos esta semana
encarecidamente a los pelotazales y a quienes no lo sean, también.