Pequeñas alegrías
A esta renovada alegría por vivir, también han contribuido dos cositas: uno, la emisión de Museo Coconut el pasado lunes, con la que me estuve riendo a mandíbula batiente, yo solo en el cuarto. ¡Qué grandes sois, Muchachada Nuí!
Después, al día siguiente en mi buzón apareció un sobre gordo, entre las facturas y la publicidad, como antes del intené y los emails, cuando la gente nos envíamos cosas, libros, fanzines, o pedías discos al Discoplay. Me enviaban, desde la baja Andalucía, un libro-CD titulado «Alentejo Blues», de Domingo López, una edición numerada y limitada (el mío es el 28) de esas pequeña joya, varios cuentos encuadernados en una cajita de CD. Domingo López escribe de puta madre, me gustan sus historias de barrio, de atracos con pistolas de agua, de litronas y corazones que se beben a morro. Gracias por el regalo, Domingo.
Pero es que además durante estos días he sabido que el año que viene será bastante fructífero para mí, me publicarán cuando menos dos libros, uno en una editorial «de aquí» y otro en una de Madrid (con vocación además de convertirse en «mi editorial»), ya iré dando más detalles, y que ya empiezan a conocerse algunos datos de las antologías en las que participo, como Viscerales, de José Angel Barrueco y Mario Crespo, de eso también iré dando cuenta. En fin, que estoy contento, además hoy luce un sol , hace un día, espléndido, lararalí, espero que ahora no pase eso que suelen decir los agoreros, «seguro que viene alguien y lo jode».
‘SIMPATÍA POR EL RELATO’ EN LOS PAPELES
CUENTOS CUENTOS CUENTOS
Las clases comenzaban con un padrenuestro y un diostesalvemaría. Después tocaba lenguaje, matemáticas y al mediodía religión. Las clase de religión las daba un cura de los de siempre que nos hacía aprender de memoria el catecismo, los mandamientos y nos enseñaba que había pecados de tercera división, como pelear con los compañeros o no hacer la tarea, de segunda, como mentir o sisarle de la cartera a la mamá, y de primera, que eran unos pecados terribles y que se llaman pecados mortales como insultar a Dios, matar o pasar un año entero sin confesarse. Los pecados mortales no tenían perdón y te llevaban directamente al infierno. Los otros no contaban si luego te confesabas.
—Nuestro corazón está limpio –decía aquel cura– pero con cada pequeño pecado, por ejemplo, con cada palabrota, lo ensuciamos un poco y se va volviendo negro como el carbón, así que de vez en cuando tenemos que confesarnos para lavarlo y volverlo a tener limpio, como le gusta a Dios– de modo que aquello de confesarse era como una tintorería para el alma y lo único malo eran los pecados mortales, que no se iban ni frotando con lejía.
—¿Por qué yo? –se preguntaba atormentado Don Obdulio.
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