Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 07/01/23
No quiero amargarles el fin de semana, pero ayer fue el Día de Reyes
y a partir de hoy las fechas se vuelven negras y vulgares en el
calendario, días de vasallaje, sin magia ni fiesta. El 7 de enero
los juguetes se averían, la nata del roscón sabe agria y
descubrimos que la figurita que nos tocó en el mismo está virola.
Este año, al menos, la resaca de las navidades cae en sábado, en un
sábado que es una tarde de domingo anticipada y aplastante a la
vuelta de la cual nos espera una cuesta, todo un viacrucis,
treinta y tres años
hasta Semana Santa. Nos quedan, para remontar, las listas de buenos
propósitos, que todavía, a estas alturas del año, no se han
convertido en papel mojado.
Pero no todo es malo este día. La mañana del 7 de enero sirve para
olvidar la de ayer, la mañana del Día de Reyes, y a esos niños
repelentes que se pasean en ella (o se paseaban, hace años) con sus
bicicletas resplandecientes o sus carísimos cochecitos eléctricos
que otros niños no pueden permitirse. Gaspar, Melchor y Baltasar, a
fin de cuentas, son magos, pero no dejan de ser también reyes y de
estar, por tanto, en contra de la democracia. El oro, el incienso y
la mirra —¿qué es la mirra?— hace ya mucho tiempo que no se
reparten en los portales de las uvepeós. Para ser rey hay que creer
en los privilegios y defenderlos a muerte, a navajazos en las puertas
de las discotecas pijas, vestido de civil en el mensaje de navidad,
de geyperman en el día de la Pascua Militar o con toga en la
apertura del año judicial, inviolable y arrullado por el ruido de
sables constitucional.
Por delante, por lo demás, aguarda todo un año de incertidumbre. No
sabemos si la bola de cristal del hombre del tiempo es en realidad un
souvenir navideño, que en cualquier momento se puede girar y
cubrirlo todo de nieve, o si nos aguardan un invierno tropical,
diluvios bíblicos con overbooking en el arca de Noé, lluvias
de ranas y meteoritos… Al clima lo hemos vuelto loco y ya no se
resigna a ser una conversación de ascensor, reclama titulares de
telediario, todo ello mientras los terraplanistas y los que tiran la
basura orgánica al contenedor del plástico se reproducen como
conejos mientras gritan ¡viva el vino!
Pero también tenemos certezas, no hay que ser pitosino para saber,
por ejemplo, que en las gasolineras nos seguirán atracando a punta
de surtidor, que mientras Josep Borrell sea el jefe de la diplomacia
europea no habrá paz o que las listas de los mejores libros del 2023
están ya escritas.
Además, la lotería del niño tampoco nos ha tocado.
“¡Pues más vale que no quería amargarnos el fin de semana!”,
dirán ustedes. Y tienen razón. En realidad, las trompetas del
apocalipsis puede que se oigan a lo lejos, pero, qué demonios,
también puede que estén tocando Paquito el chocolatero. El
sol luce más esplendoroso en invierno y, este año, también quedan
por delante muchos vermús que tomar, alguno de ellos torero, muchas
gildas y fritos de huevo, muchas mañanas de domingo para remolonear
en la cama o ir al monte —caminando cuesta arriba, después de
todo, se hace músculo—, muchas horas libres para leer un buen
libro, ver una película emocionante o preguntarle a Google qué es
la mirra. ¡Ánimo! En menos de nada, estamos saltando las hogueras.
Espero, en fin, que este año sea indulgente con ustedes y que, si no
se cumplen sus sueños, al menos tampoco lo hagan sus pesadillas.
¡Feliz 2023!
“Con la literatura de humor corres el riesgo de que no te tomen en serio”
El
escritor iruindarra y colaborador de GARA regresa tras varias novelas
a su género preferido, el relato, con una colección de cuentos de
tono cómico ilustrados por autoras y autores navarros.
J.Olariz / Iruñea
“Soy un cuentista de
campeonato”, se lee en el perfil de una de las redes sociales de
Patxi Irurzun, quien, efectivamente, siempre acaba regresando al
género con el que se inició literariamente y en el que se siente
más cómodo. Le sucede lo mismo con el humor, una de las referencias
ineludibles al hablar de su literatura. Después de novelas como
“Tratado de hortografía” o “El tren de los locos”, el nuevo
libro de Patxi Irurzun es una antología de relatos publicada por
Txalaparta en la que compila cuentos inéditos, otros publicados bajo
seudónimo o en prensa y algunos de sus cuentos más célebres, todos
ellos ilustrados por una granada selección de dibujantes de
Nafarroa.
El
título de su nuevo libro apunta alto…
Sí,
está abocado al éxito. De hecho en algún escaparate ya me han
colocado junto a los superventas, se ve que la confusión ha hecho
efecto.
¿Por qué “Once
millones de ejemplares vendidos”?
Es un libro de
cuentos, así que el primero de todos ellos es el propio título.
¿Once millones de ejemplares vendidos un libro de relatos, de humor
y de un autor periférico y poco mediático? Evidentemente es un
sarcasmo, que parodia esa mercadotecnia editorial: libros que antes
de publicarse ya son obras maestras y éxitos de ventas, fajas o
bragafajas en las que se compara a los autores con Faulkner o
Virginia Woolf… Pero también hay algo de metaliteratura, una
referencia a ese título dentro de uno de los cuentos, y alguna
alusión en otros de mis libros. Bueno, en realidad entonces eran
“Ocho millones de ejemplares vendidos”, pero hace poco Kutxi
Romero, el cantante de Marea, me recordó que los Mojinos Eskozíos
ya habían sacado un disco titulado “Ocho millones de discos
vendidos”, así que me dije “Bueno, pues yo tres millones más
que los Mojinos”. Total, para nada, porque luego he encontrado por
internet otro libro que se titula “Diez mil millones de ejemplares
vendidos”, que eso ya es insuperable.
Siguiendo
en ese tono, ¿el libro es un “Grandes éxitos”?
Hay un poco de todo,
algunos relatos inéditos, uno que publiqué con seudónimo, un par
que solo han aparecido en prensa… Y algunos que los irurzunólogos
conocerán, porque ya fueron publicados y son como pequeños
clásicos, como por ejemplo “Fiambre” —que además
originalmente apareció por capítulos en GARA, ilustrado por Tasio—,
en el que se cuenta la historia de un nieto que saca a pasear durante
unos sanfermines en una silla de ruedas a su abuelo muerto. Lo que
une a todos ellos es el humor, son todos cuentos esperpénticos,
tragicómicos… Eso por un lado, y también algunos escenarios y
ambientes, que tienen que ver con la sociedad del espectáculo o el
simulacro, los reality-shows,
las redes sociales… A eso, al aparentar o el tener, más que al
ser, también alude el título del libro.
Y
también hay algún relato en el que por primera vez se acerca a la
ciencia ficción…
Sí, a mi manera.
“Patapún”, otro de los relatos nuevos, que en realidad es casi
una novela corta, transcurre en una Iruña futurista, en la que la
ciudad es un parque temático de los sanfermines, hay barrios
subterráneos en los que conviven terrícolas, extraterrestres y
mestizos de ambos… No sé por qué, últimamente me salen historias
de marcianos, será por esta situación medio apocalíptica que
vivimos, o porque yo creo que en realidad los marcianos ya están
entre nosotros, intentando someternos, para mí que son marcianos,
por ejemplo, Pablo Motos, Borrell, la familia real, el del Mercadona,
los que aparcan en doble fila…
¿Hay algún cuento
que le apetezca destacar?
“Ultrachef” me
gusta mucho, es un cuento sobre los concursos gastronómicos de la
tele. Lo publiqué en su día con seudónimo, me apetecía ese juego
literario, pero no fue muy buena idea, lo leyó muy poca gente, así
que tenía la responsabilidad de recuperarlo, aunque fuera
desenmascarándome. Es un cuento muy divertido, además lleva
intercaladas unas recetas de Edorta Lamo, Premio Euskadi de
Gastronomía este año. Y luego, el último que he escrito, “Me
llaman Oso Panda”, que cuenta la historia de los Lendakaris
Tuertos, un grupo tributo a Lendakaris Muertos en el que el que toca
la batería es Banksy.
Todo
muy loco…
Sí, bueno, lo malo es
con la literatura de humor corres el riesgo de que no te tomen en
serio, pero a mí me parece que no hay nada más serio que hacer
reír, eso es a fin de cuentas lo que todos buscamos, reírnos,
divertirnos, ser felices, ¿no? Además, yo creo que, o al menos es
lo que pretendo, mis cuentos utilizan ese recurso, el humor, para
hablar y cuestionar temas que, en el fondo, no tienen ninguna
gracia.
Los cuentos vienen
acompañado de ilustraciones de autores y autoras navarros, ¿qué
nos puede contar sobre eso?
En realidad eso es el
detonante del libro. Últimamente voy a libro por ello y a veces me
siento un poco pelma, así que este año quería dejar descansar a la
imprenta, pero desde Txalaparta me ofrecieron esta antología y la
posibilidad de ilustrarlos y fue como si me pusieran un caramelo en
la boca. A mí me gustan mucho los cómics, la ilustración. De txiki
intentaba dibujar, pero era muy malo. Por eso siempre he admirado a
quienes lo hacen. Y que ahora algunos de los mejores dibujantes
navarros, donde además hay un nivel muy alto, acompañen mis
cuentos… Con algunos de ellos ya había trabajado, como Pedro Osés,
Belatz, Exprai, Beatriz Menéndez, Tasio o Exprai –que hacía los
dibujos de mis columnas de GazteAlgara—. Y luego hay otros de los
que era muy fan y con quienes siempre había querido hacer algo, como
Simónides u Oroz, o a los que les seguía la pista, como Mikel
Murillo, Andrea Ganuza, Liébana Goñi o Alicia Osés. Estoy muy
contento y además, ahora puedo decir que, aparte de un superventas,
soy un escritor ilustrado.
“Comprar en comercios locales es un acto de fe y de militancia”
Publicado en Gara/Naiz (04/01/23)
Paco Roda hace en Resistiendas un alegato del comercio local, retratando “tiendas de toda la vida” del casco viejo de Iruña en medio centenar de textos a medio camino entre la crónica periodística y la literatura a los que acompañan las fotografías de Marta Salas
Deambulando por las tiendas que aparecen en este libro, publicado por Pamiela, el historiador, trabajador social y columnista Paco Roda se ha topado con el cantante de Joy Division en Casa Arilla, con un magnate de Hollywood que quería comprar el aroma de Pastas Beatriz para “proyectarlo” en las salas de cine o con Woody Allen tocando en la charanga Jarauta 69 a las puertas de la librería Abarzuza, o tal vez de la tienda de discos Dientes Largos, de Ultramarinos Gloria, de la Churrería La Mañueta… Son algunos del casi medio centenar de comercios locales de alde zaharra de Iruña que el autor comenzó a retratar durante la pandemia y que homenajea en Resistiendas. Lugares en los que todo puede pasar, porque todo ha pasado ya antes. El libro es, además, una llamada a la resistencia, no solo de quienes pelean por su supervivencia al otro lado del mostrador, sino también de nosotros, sus clientes, antes que los rostros de la vieja Iruña y de todos los cascos viejos de nuestras ciudades, en realidad, se conviertan vulgares e intercambiables, plagados de cadenas de hamburgueserías, gastrobares o airbenebés.
¿Cómo surge Resistiendas, cómo se ha ido armando el libro?
R.-
Resistiendas se ha ido armando sin permiso de armas, de manera
furtiva; no en vano, comencé a imaginar el hueco por donde colarme
en esas tiendas vacías cuando un virus inclemente las tenía
cerradas a cal y canto. Durante algunos paseos furtivos en busca del
pan de cada día, las cebollas, los huevos, la prensa o el Diazepan
para sostener aquella angustia que nos tenía divididos entre
conspiranoicos y leales al nuevo régimen clínico que se nos impuso.
Fue así, imaginando qué sería de aquella ciudad vacía y vaciada,
sin aquellas tiendas que la iban a sostener durante toda la pandemia,
cuando me pareció que aquellos reductos de vecindad debían tener
un lugar en el mapa, visibilizarlas más allá de la romantización
de esa vieja Iruñea tan típica y tan tópica.
Todo empezó
como se empieza una oración a oscuras. Nunca sabes quien estará ahí
para escucharte. No hubo pretensión alguna de continuidad pero una
tienda llamó a la otra pidiendo socorro y entre ellas la noticia
corrió como la pólvora y así fueron sumándose una y otra y otra,
como si de una confabulación se tratara.
¿Resistiendas
tiene algo de inventario de oficios, de un mundo, una ciudad
que se pierde?
No
ha pretendido ser un inventario de oficios aunque al final esos
oficios se hayan evidenciado en una ciudad que hace tiempo renunció
a ellos. Por la velocidad de las cosas que diría Rodrigo Fresán. Lo
que sí lamento es la pérdida de esa ciudad de tiempos lentos, de
compras sosegadas, casi poéticas, de ese mundo que quizá sea
irrecuperable. Recuerdo una novela de Yoko Ogawa, La
policía de la memoria,
donde de manera inexplicable en una isla sin nombre desaparecen cosas
irrecuperables y donde los habitantes que guardan recuerdos son
arrestados. Pero aquí quiero aclarar que mi lamento no quiere ser
neorrancio, ese movimiento nostálgico que reivindica que cualquier
tiempo pasado fue mejor como dice Ana Iris Simón en su libro
“Feria”. Porque esa idealización del pasado es un peligro
político y social. Me preocupa sí, este tiempo porque desaparecen
cosas sin que nos demos cuenta. Como muchas de estas tiendas.
¿Cree,
a pesar de todo, y aludiendo al título, que algunos de esos
comercios efectivamente resistirán?
Por
sí solos no, porque la fuerza de la gravedad de las cosas es la que
es, como esa inercia desbocada del hiperconsumo cómodo desde el
ordenador. Resistirán si, ante todo y sobre todo, hay una clara
voluntad política de protección de estos locales como bienes de
interés público, social y cultural. Y ello supone una contundente
legislación protectora más allá del subvencionismo de poca monta.
En ese sentido, ¿hay también una llamada a la militancia de los
clientes, a un consumo de cercanía o responsable?
Sí.
A sabiendas que no es fácil dadas las actuales dinámicas de consumo
y autoconsumo on
line,
porque comprar en estas tiendas es un acto de fe y de militancia, de
resistencia frente a las estrategias de gentrificación que también
afecta a estos negocios. Pero esa militancia debe ser de doble
sentido: clientes y comerciantes. A cambio de fidelidad te ofrezco
cercanía, te fidelizo a través de la calidad. Y es que se
trata de hacer posible que esas resistencias particulares logren
expresar con mayor fuerza una pretensión de universalidad; que ese
pequeño comercio también pueda satisfacer necesidades globales sin
perder su identidad.
¿Como
lidia en un libro como este con la nostalgia?
No
sé donde leí que la nostalgia es la esquizofrenia de la historia.
Así que hay que andar con mucho cuidado para no atrincherarte en ese
estado emocional, por si acaso. Porque hay una alta inflación de
nostalgia y melancolía en el ambiente. Quizá porque este presente
ya viene anunciando la falta de futuro, como ya lo
hicieran
hace años los Sex Pistols. Este libro tira de nostalgia, sí,
porque soy hijo de un tiempo, pero intentando politizar ese pasado a
través de lo que Fruela Fernández llama la “tradición rebelde”,
que es entender que lo que ha sido bajo el signo de lo inevitable
pase a convertirse en una forma de resistencia y oposición. En este
caso que estas tiendas se reivindiquen como herramientas culturales
y sociales imprescindibles frente a una “franquiciación” de
nuestro comercio local.
El
libro tiene algo de periodístico, de crónica, pero también es un
libro literario, que recurre a la fantasía, por ejemplo cuando
imagina a Borges, a Audrey Hepbrun, etc., como clientes de
estas tiendas…
Sí, no quería hacer una guía comercial al uso. Ni siquiera añadiéndole lo del “encanto”. Tampoco sabía exactamente qué quería hacer hasta que estas Resistiendas empezaron a imponerse, a decretar un estado sitio, a imponer sus normas. Y me deje llevar por ellas, pues mientras querían ser fieles a la historia que las sostenía, a las fechas que las levantaron o las tumbaron, al lugar al que pertenecen, también querían desobedecer, desertar de su historia oficial. Así que muchas de ellas se inventaron una historia paralela por donde circulan rumores, bulos, ficciones, personajes y hechos que tal vez ocurrieron o tal vez no. Pero esa condición mentirosa de la literatura, requiere de dos, escritor y lector, escritora y lectora. Es lo que dice Giorgio Manganelli en La literatura como mentira, que no hay literatura sin deserción, sin desobediencia y que la literatura no sólo miente, sino que es la historia de un mismo engaño repetido sin pausa. Resistiendas es un juego de ficciones y también de ilusionismo. Y sí , también peca un poco de crónica necrológica de un barrio amenazado por una gentrificación encubierta y casi invisible.
Una
parte importante del libro son las fotos de Marta Salas…
Una
amiga empezó a leer el libro por las fotos de Marta Salas. Quiero
decir que primero leyó las fotos y luego miró el texto. Me dijo que
era la primera vez que el blanco y negro le llevaba a la alegría.
Marta se ha empeñado en este trabajo. Mucho. Ha lidiado en plena
pandemia con la autoridad y las mascarillas, ha implicado a amigas y
familiares y se ha metido en la piel de cada tienda para exponer su
mejor versión. Creo que estas Resistiendas
van a agarrase con fuerza a esas fachadas, a esos escaparates que
Marta ha retratado como si fotografiara trozos de su propia vida.
Por
último, aunque este puede parecer un libro muy pamplonés en
realidad ¿es un libro universal a la vez, está pasando en
todas las ciudades lo mismo, todas se van pareciendo, tienen las
mismas tiendas, van perdiendo su carácter y su diversidad?
Sí, tienes razón. Iruñea no es un caso aislado. Sus procesos
urbanos , dinámicas de ocio, modos de consumo, usos del espacio y
los incipientes procesos de gentrificación urbana son similares al
resto de ciudades del mundo. En especial la deriva de sus cascos
antiguos y la transformación de sus comercios tradicionales
amenazados por franquicias u otras formas de venta global. En este
sentido los centros de las ciudades, centros de saqueo para el
capital, se homogenizan sin que haya diferencias entre Iruñea o
Bilbo pues ves las mismas marcas, las mismas tiendas y casi hasta las
mismas caras que te atienden. Por eso es importante resistir a estos
procesos. ¿Será posible? Sólo si clientes y tenderos luchamos
juntas..
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine On (diarios Grupo Noticias), 23/12/22
“Nadar
es una forma más pausada de volar”, decía el personaje de un
cuento de Harkaitz Cano. Y algo así debían de pensar aquellos
jóvenes, soñadores y atléticos, que durante las primeras décadas
del siglo XX se reunían a orillas del Arga, en Pamplona, para
zambullirse en el río, desafiando la prohibición de hacerlo, y que
a menudo tenían que volver desnudos y de madrugada a sus casas
porque los guardias les requisaban la ropa. La natación era para
ellos una suerte de religión atea, que profesaban con tal fe que
acabarían por edificar sobre aquellas piedras, en un meandro del
río, su propia iglesia: el Club Natación, que con los años
acabaría por convertirse en una de las piscinas con más solera de
la vieja Iruña.
Yo
fui socio del Club durante muchos años. Pasé en aquella piscina los
veranos más azules de mi niñez y, en la pista de baloncesto y la
discoteca del penúltimo piso, los inviernos estroboscópicos de mi
adolescencia y primera juventud. Y del mismo modo que me sucedió con
mi colegio, los Escolapios, del que, gracias al libro Los
culpables
de Galo Vierge, conocería mucho tiempo después que tras el golpe
militar de 1936 había sido un siniestro centro de detención,
descubro ahora que algunos de los fundadores del Club Natación
fueron represaliados por sus ideas republicanas o vasquistas.
Lo
contaba Mikel Huarte durante la charla que ofreció hace unos días
en el propio Club Natación, en la que presentó las investigaciones
que ha realizado sobre los orígenes de esta piscina. Anteriormente,
junto con el grupo de historiadores que componen el colectivo
Osasunaren Memoria, hizo lo propio en “Rojos”, libro en el que se
cuenta el trágico destino de algunos de los fundadores, jugadores y
directivos de Osasuna, fusilados, exiliados o encarcelados durante la
guerra civil.
En
la presentación del Club Natación Mikel Huarte estuvo acompañado
de varios familiares de aquellos lobos del Arga -así se hacían
llamar-, como Elur Barón, nieta de Baldomero Barón, quien cuando yo
era niño era un personaje conocido y omnipresente en la piscina, en
parte por su singular y tintineante nombre, pero sobre todo porque, a
pesar de su ya por entonces avanzada edad, no era raro verlo
arrojarse haciendo el ángel desde lo alto del trampolín. Lo que no
podía imaginarme era que aquel hombre enérgico y jovial había
pasado tiempo atrás por algunos campos de concentración como el de
Gurs, en Francia, o había salvado el pellejo medio siglo atrás
porque el 18 julio de 1936 había viajado a Barcelona para participar
en las Olimpiadas Populares (mientras tanto, en Pamplona, un día
después, cuando algunos nadadores subían desde el río al centro de
la ciudad con los bañadores colgando de unos palos, una
ametralladora requeté abría fuego contra ellos).
Me
estremece pensar que mi piscina, donde tantas buenos momentos pasé,
forjara sus cimientos sobre todo ese sufrimiento. Pero me estremece y
me inquieta todavía más haber conocido todo eso tanto tiempo
después. Por eso es tan necesario y tan admirable el trabajo de
personas como Mikel Huarte -o de quienes han exhumado estos últimos
días los restos de varias víctimas en la prisión franquista de
Orduña-, de quienes desentierran ese pasado cubierto tan a menudo de
paletadas de olvido e infamia. Como consuelo me queda saber que, en
buena parte, tantas horas de felicidad estival (verdad o
atrevimiento, la cama elástica, los trampolines -del tercero de
cabeza y del cuarto con carrerilla, esos eran mis hitos-) se las debo
a todos aquellos jóvenes tritones rojos que soñaron con cambiar el
mundo y que, de algún modo, lo consiguieron, lograron volar en el
agua.