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Club de lectura de verano 2022

Jul 18, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

UNA CUESTIÓN PERSONAL,
de KENZABURO OÉ

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Publicado en magazine ON (diario de Grupo Noticias), 16/07/22

Hay un pasaje de Una cuestión personal, la novela que hoy traemos a este club de lectura, en el que Bird, el protagonista, se describe a sí mismo como alguien con las orejas pequeñas y demasiado pegadas al cráneo, algo que resultará chocante a los lectores que tengan por costumbre leer las solapas de los libros, pues en la dedicada a la biografía del autor se habrán encontrado con una fotografía del mismo en la que resulta inevitable fijarse en sus llamativas orejas de soplillo. Más todavía cuando, en esa misma solapa, descubra que la dramática historia que narra la novela —el nacimiento de un niño aparentemente monstruoso, sin apenas esperanza de sobrevivir o al que aguardan unas condiciones de vida muy limitadas— está basada en la experiencia propia de Kenzaburo Oé, padre de un bebé hidrocéfalo.

Es como si el escritor japonés nos estuviera advirtiendo:  “¡Ojo, Bird soy yo, pero no soy yo, esto es literatura!”; o tal vez como si estableciera a través de esa pequeña broma de las orejas un pacto con el lector, gracias al cual este acepta que Oé podrá expresar a través de la ficción algunos sentimientos e impulsos —por ejemplo, el terrible debate moral sobre el que pivota la obra: salvar al niño o dejarlo morir— que resultarían insoportables en la realidad o en una obra confesional o abiertamente autobiográfica.

Un final feliz
A todo eso ahora lo llaman autoficción, un recurso literario de toda la vida —ficcionar, novelar vivencias personales— que se puso de moda hace unos años, del mismo modo que ahora se ha puesto de moda denostar la autoficción, supongo que con la intención de desplazarla para traer al centro del tablero literario la novela distópica o el gótico-rosa o la novela policiaca protagonizada por chimpancés (esto pretendía ser una broma, pero conforme lo voy escribiendo me doy cuenta de que en realidad ya lo hizo Edgar Allan Poe en Los crímenes de la calle Morgue. ¡Todo está inventado!).

Una cuestión personal se publicó en el año 1964, solo un año después de que Hikari, el hijo de Kenzaburo Oé, naciera con una serie de discapacidades físicas y mentales, algo que determinaría no solo la vida sino también la carrera literaria del autor japonés, quien además de en Una cuestión personal ha escrito sobre su hijo en varias novelas más, como Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura,  El grito silencioso o ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era!  

No destriparemos aquí el desenlace de la novela, pero sí podemos contar que en el caso de Hikari Oé —es decir, en la realidad—, hay un final feliz, en el que aquel niño hidrocéfalo y autista acaba convirtiéndose en un reputado compositor musical del que su padre afirma con sorna y orgullo que vende más discos que él libros, y eso que Oé es todo un Premio Nobel; y, por cierto, uno de los pocos que no se han dormido en los laureles y que después de obtener el galardón han seguido escribiendo obras de fuste.

Los mapas sin usar
En la novela que nos ocupa el alter ego del autor, apodado Bird (es decir, pájaro), es un profesor de inglés atormentado por su vida mediocre, de la que solo puede evadirse planificando un viaje a África que se verá frustrado por el nacimiento de un bebé con una hernia cerebral, la cual le da la apariencia monstruosa de tener dos cabezas. De hecho, así —el monstruo, la cosa, etc.— es como se refieren a él con una frialdad y una deshumanización brutal los doctores, quienes también son los que sugieren la posibilidad de no alimentar al niño para dejarlo morir.

Es decir, el dilema de Bird no tiene tanto que ver con la vida o la muerte que aguarda a su hijo discapacitado sino con el hecho de que la irrupción de este en su vida amputa de cuajo sus alas, enjaula sus sueños de juventud. En los días posteriores al parto asistimos a un descenso a los infiernos, un viaje al fin de la noche del protagonista, que buscará refugio en el alcohol, la violencia o el sexo, el cual comparte de una manera desapasionada, fisiológica —como quien siente deseos de defecar o escupir— con una antigua compañera de universidad en la que no obstante encuentra un alma gemela, el reflejo en un espejo que nos devuelve tras su imagen la de una sociedad como la japonesa de costumbres y moral rígidas, en la que la familia, el trabajo, la reputación, son pilares inamovibles cuyo peso insoportable ahoga a quienes quieren alzar el vuelo. Bird e Himiko, así se llama ella, son inadaptados, perros verdes, espíritus insatisfechos, que luchan por acallar sus anhelos, o mantenerlos vivos en secreto, bebiendo a escondidas en pequeños apartamentos, trazando viajes imaginarios en mapas que nunca se desplegarán en los territorios que esos mapas representan.

Hay, por ejemplo, un pasaje en el que Bird acude con resaca a impartir su clase y acaba vomitando sobre la tarima, un sacrilegio, un pecado imperdonable, que lo convierte a los ojos de sus alumnos y compañeros en un monstruo, en lugar de mostrarlo más humano, más vulnerable. 

Por puro amor
No es difícil imaginar, pues, cómo impactaría una novela como Una cuestión personal en una cultura tan contenida y tan estricta como la nipona. La literatura descarnada, su sinceridad radical, la exposición de las dudas y los abismos personales más profundos… todo ello está en esta obra en la que, más allá de la peripecia que se nos relata, sobresale —y eso y no otra cosa, a fin de cuentas, es lo que convierte siempre un montón de páginas numeradas y encuadernadas en una obra literaria— el estilo contundente y crudo del autor, en el que no faltan, sin embargo, luminosas imágenes poéticas y una carga de profundidad que lo ha llevado a ser comparado con autores como Dostoievski, Sartre, Faulkner, y por supuesto aupado a los altares de la literatura existencialista.

Una cuestión personal es, en definitiva, una novela que nos agarra por las solapas y nos obliga a posicionarnos, a reflexionar sobre temas como las responsabilidades, la madurez de nuestros actos (la madurez es siempre un tema delicado, pues como dice otro magnífico escritor existencialista, Kutxi Romero, a veces estar maduro es el paso previo a estar podrido), la conciliación entre nuestros sueños y la realidad o nuestra contribución a ese proyecto común que es la humanidad. Una obra, por tanto, de raíz radicalmente humanista que, como el propio Kenzaburo Oé ha confesado en alguna ocasión, escribió no solo para espantar sus propios demonios, sino sobre todo para convertirse en la voz de su hijo. Es decir, por puro amor.

CLUB DE LECTURA DE VERANO 2022

Jul 12, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

TIEMPO DE SILENCIO, DE LUIS MARTÍN-SANTOS

Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 08/07/2022

El 19 de marzo de 1956 Luis Martín-Santos, el autor de Tiempo de silencio, fue detenido en Pamplona por la policía política franquista, junto con, entre otros, el también escritor Juan Benet. Esto, que puede parecer algo anecdótico —o una aldeanada—, tiene sin embargo su repercusión en la novela, una de las obras fundamentales de la literatura española del siglo XX, pues en el descenso a los infiernos de Pedro, el joven médico e investigador protagonista, se narra igualmente una detención (se le acusa de practicar un aborto), un interrogatorio y una noche en el calabozo. Es cierto que no fue la única ocasión en la que el escritor fue detenido y que, al igual que el protagonista, pasó por la siniestra Dirección General de Seguridad en Madrid, pero el de Pamplona sí fue su primer encontronazo con la policía y ello (el desamparo, la impotencia) debió sin duda de marcarle. Probablemente fue en Pamplona donde Martín-Santos escuchó esa frase que se reproduce en la novela: “Ustedes, los inteligentes, son siempre los más torpes”.

Martín-Santos pasó buena parte de su infancia en Donosti, donde también fue años más tarde director del psiquiátrico provincial y activo miembro en diferentes asociaciones culturales y políticas; y murió, con solo treinta y nueve años, en un accidente de coche en Vitoria.

Hay ciudades tan descabaladas…
Contamos esto por la parte que nos toca y también porque el reflejo de la vida del autor en Tiempo de silencio no puede obviarse: el café Gijón y su fauna literaria, a la que Martín-Santos vivisecciona en un pasaje del libro; la sensación de castración, de fatalidad, de resignación que atraviesa toda la obra y que tantas veces debieron de vivir en carnes propias bajo el franquismo las almas y las cabezas inquietas, libres y creativas como la de Martín-Santos; la frustración del joven investigador (Pedro está estudiando la evolución del cáncer hereditario en una cepa de ratones y lo hace en unas condiciones de abandono e indiferencia institucional que todavía, sesenta años después, perduran)…

Pero la importancia y la ruptura de Tiempo de silencio tienen que ver además, o sobre todo, con los aspectos formales. Publicada en 1962, cuando la corriente literaria dominante era el realismo social, Tiempo de silencio viene a ser como si de repente irrumpe una drag queen en una misa de los Legionarios de Cristo. Todo en la novela es excesivo: los neologismos, los soliloquios, los latinismos y las referencias bíblicas, las frases interminables —es memorable la descripción que hace de Madrid en una de ellas, que ocupa varias páginas: “Hay ciudades tan descabaladas (y aquí un largo paréntesis) que no tienen catedral”—, los rodeos, las retorcidas perífrasis y pleonasmos —“soberbios alcázares de la pobreza”, llama a las chabolas—…, todo parece ideado para romper con la sobriedad y el aprisionamiento estético del realismo social, que, no obstante, Martín-Santos también cultivó e incluso parece ser que intentó llevar al extremo en una novela titulada Vientre hinchado, que calificó como bajorrealista (quizás una precursora del realismo sucio, no lo sabemos, pues nunca se llegó a publicar y el manuscrito está perdido). Es más, la propia Tiempo de silencio se adhiere a menudo a ese realismo social, evidentemente no por sus aspectos formales, como hemos visto (todos esos excesos que buscan de algún modo dinamitar la literatura en boga de la época, pero que a la vez, son una bomba que estalla tiempo después, pues leída hoy la novela también deja una metralla que tiene una clara intención sarcástica o paródica) sino por algunos de los ambientes que aparecen descritos: el poblado chabolista, los burdeles, la pensión…

La influencia de Baroja y de Joyce
Se aprecia en ello la influencia de Baroja, del Baroja de La busca, de los descampados, los cementerios, los bajos fondos de Madrid…, o del Baroja de El árbol de la ciencia y su apático protagonista, Andrés Hurtado. A Martín-Santos, por cierto y a modo de curiosidad, le fue hurtado por motivos políticos un premio literario que llevaba precisamente el nombre del escritor vasco, Premio Pío Baroja, al que concurrió con la novela que hoy comentamos, Tiempo de silencio, y con el seudónimo Luis Sepúlveda —el nombre que usaba en la clandestinidad—, es decir, el mismo del escritor chileno (aunque este comenzaría a publicar unos años después).

Además de Baroja otra influencia innegable en Tiempo de silencio es la de James Joyce y su Ulises, que reconocemos en la vocación experimental, el uso del monólogo interior, la alternancia de técnicas y estilos, la odisea del personaje, su periplo urbano… Se cumplen precisamente este 2022 cien años de la publicación de esta obra, Ulises, que tiene fama de derrotar, en todos sus sentidos, a los lectores (al menos uno de ellos, Martín-Santos, parece evidente que llegó a leerla entera), y que está considerada una de las cumbres de la literatura universal. En Dublín, la ciudad en la que transcurre, se conmemora todos los años con el Bloomsday, una jornada en la que algunos dublineses y visitantes se visten como los protagonistas de la obra, recorren los mismos lugares que estos, etc. Tiempo de silencio, por su parte, celebra este año sesenta años desde su publicación, es un decir –lo de celebra—, porque, a diferencia del Ulises, no se tiene constancia de soplidos de velas.

El tiempo de la anestesia
Pese a lo cual, la novela nunca ha hecho honor a su nombre y a lo largo de los años ha sido repetidamente reivindicada. Vicente Aranda, por ejemplo, llevó al cine la adaptación de Tiempo de silencio en 1986, con reparto de lujo: Paco Rabal, Victoria Abril, Charo López y los hermanos Alcántara, es decir, Juan Echanove e Imanol Arias, este en el papel protagonista. En 2018 fue adaptada al teatro por La Abadía; y La oreja de Van Ghog cita el libro en la letra de una de sus canciones, Rosas: “Desde el momento en que te conocí/resumiendo con prisas Tiempo de silencio”, en donde no es difícil adivinar una alusión a la novela como lectura obligatoria en la educación secundaria de los ochenta y noventa (o sea, el BUP) y a las dificultades que un adolescente podía encontrar ante una novela tan compleja como esta, cuyas novedades formales quizás han perdido vigencia y exigen una contextualización, pero cuyo fondo se mantiene de rabiosa actualidad, como vemos en este párrafo que es además el que explica el título de la obra y que perfectamente podríamos aplicarnos: “Estamos en el tiempo de la anestesia, estamos en el tiempo en que las cosas hacen poco ruido. La mejor máquina eficaz es la que no hace ruido. La bomba no mata con el ruido sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa, o con los rayos de deutones, o con los rayos gamma o con los rayos cósmicos, todos los cuales son más silenciosos que un garrotazo (…) Es un tiempo de silencio”.

SAN FERMÍN ZOMBI

Jul 10, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias). 09/07/22

Pablo Sarasate se levantó de su tumba, un mausoleo en el cementerio de Pamplona, a las doce del mediodía del seis de julio, es decir, a la misma hora que en el centro de la ciudad estallaba la fiesta. “¡Qué solos se quedan los muertos”!, exclamó al ver el camposanto vacío, rememorando a Gustavo Adolfo Bécquer —y a Tijuana in blue—. Y echó a andar en dirección al casco viejo, en busca de un poco más de vidilla. Le costaba caminar. Sentía las piernas agarrotadas y por la comisura de la boca se le escapaba una baba negra, pero no le dio importancia, le pareció normal después de más de un siglo muerto. Tenía hambre, y eso también le parecía normal, lo que era más raro es que tuviera ganas de morder a las personas con las que empezó a cruzarse. Pero a la vez no podía evitarlo, era algo que estaba en su naturaleza.

 “Soy un muerto viviente”, aceptó su condición. Y para reafirmarse lanzó un gruñido acompañado de un violento pizzicato de su violín a un grupito de adolescentes-croqueta que regresaban del chupinazo rebozados en harina y kalimotxo. Los jóvenes primero se sobresaltaron, pero luego rompieron a reír. “La inconsciencia de la juventud”, pensó el violinista. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que lo que provocaba entre el resto de viandantes no era terror, sino repugnancia. Los veía apartarse uno o dos metros, pero desde luego no salían huyendo despavoridos. Incluso, conforme fue adentrándose en calles abarrotadas como Jarauta o San Nicolás, algunos de ellos comenzaron a agarrarle por el hombro y a saltar con él.

“¡Alcohol, alcohol, alcohol!”, cantaban. Lo hacían fatal, y al músico se le cayeron el alma y las orejas varias veces al suelo. Pero se cobró su venganza mordiendo en el cuello a los que más desafinaban. Tampoco entonces cundió el pánico, porque la verdad era que a aquellos tipos no se les notaba mucho la diferencia antes y después del bocado.

Pablo Sarasate, una vez saciada su hambre y su sed de sangre, decidió cumplir con la tradición y se encaminó al hotel La Perla, desde uno de cuyos balcones interpretaría con su violín un pequeño concierto. Le costó un poco convencer al portero. Nada que no se arreglara con un buen trascado en la garganta. Luego, una vez en la habitación 207, se asomó a la Plaza del Castillo y comenzó a tocar. La verdad era que al propio Sarasate le costaba escuchar su música en medio de aquella ruidera: las terrazas abarrotadas de gente, las barras de la plaza, un DJ sobre un escenario pinchando El tractor amarillo… Así que finalmente desistió y, decepcionado, decidió regresar sobre sus pasos. Como estaba cansado probó suerte en la tómbola, a ver si le tocaba el coche o un patinete eléctrico, pero solo le salieron boletos para el “Sorteo nº 10 vale de compras”.

Tardó casi tres horas en hacer el camino de vuelta. La ciudad entera estaba plagada de gente que, como él, caminaba tambaleándose, echando espumarajos por la boca, con la ropa sucia y hecha jirones… Parecían zombis, pero igual no lo eran.

Una vez en el cementerio, Pablo Sarasate entró a su mausoleo. Consultó su calendario. Su siguiente turno como muerto viviente le tocaba dentro de cien años, durante otros sanfermines. Cerró los ojos. Antes de quedarse dormido se preguntó aterrorizado si cuando volviera a despertarse todo seguiría igual en Pamplona.

Club de lectura de verano 2022

Jul 3, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

LOS ENANOS, DE CONCHA ALÓS

Libros de segunda mano: Los Enanos. Concha Alós. Libros Reno. Ediciones G.P. 1ª edición 1968, - Foto 1 - 38575035

No lo puedo evitar. Cada cierto tiempo tengo un arrebato de nostalgia y —como me sucedió recientemente con Los enanos de Concha Alós— compro un libro Reno, una de aquellas novelas que se publicaban en los años sesenta, setenta u ochenta y que venían a ser la versión celtibérica de la literatura pulp, es decir, libros baratos, cuyas páginas amarilleaban pronto, al tiempo que las cubiertas (magníficas, por otra parte: parecían carteles de cine) se arrugaban y hacían jirones. Pulp alude, de hecho, a la pulpa de celulosa con que se editaban, que solía ser de muy baja calidad. Los libros Reno, sin embargo, no eran propiamente lo que conocemos como literatura de quiosco (novelas de género, policiacas, del oeste, románticas, escritas como churros y firmadas por autores como Marcial Lafuente Estefanía, Corín Tellado o Silver Kane); no, los libros Reno pretendían “difundir por medio de ediciones económicas los éxitos más señalados de la literatura contemporánea y la obra de los autores más famosos. El precio de venta de cada una de estas colecciones las convierte en las más asequibles de cuantas se publican en idioma castellano; y si se considera la extensión media resulta evidente que son igualmente baratas, sin que lo barato sea, en este caso, sinónimo de inferior calidad”.

Y tanto, porque en la colección de libros Reno uno podía encontrarse con títulos como Trampa 22 de Joseph Heller, Hambre de Knut Hamsun, El enamorado de la osa mayor de Sergiusz Piasecki… o Los enanos de Concha Alós.

¡Escándalo!
El recorrido literario y vital de esta escritora valenciana, su auge y caída y auge de nuevo, podría asemejarse al devenir de un libro Reno, a esas páginas que tras gozar de gran popularidad acaban otoñándose en librerías de segunda mano, sepultadas por la esplendorosa irrupción cada año de miríadas de obras maestras y autores que, si hacemos caso a las fajas promocionales de sus novelas, subirán en cohete al Olimpo literario.

La hasta hace bien poco olvidada Concha Alós ganó el Premio Planeta en dos ocasiones, una en 1962, con el libro que hoy comentamos —galardón del que, no obstante, fue despojada, pues al parecer había comprometido los derechos del libro anteriormente con una editorial rival— y otra dos años más tarde, con Las hogueras. Se le auguraba, pues, una carrera prometedora, finalmente truncada, que acabó conduciéndola a una injusta desmemoria como consecuencia de un cúmulo de circunstancias. Por una parte, su propia peripecia vital. Tras casarse con Eliseo Feijoó, director del diario mallorquín Baleares, se enamoró de un por entonces joven tipógrafo —once años más joven que ella, ¡escándalo!— con el que acabaría dejando la isla para establecerse en Barcelona, donde él se convertiría en un laureado escritor, en buena medida gracias a Concha Alós, que sacrificó * su propia carrera para ejercer de agente de Baltasar Porcel, ese era el nombre del tipógrafo. Por otra parte, los temas que abordaba Alós en sus novelas no eran nada complacientes con la moral de la época: prostitución, aborto, homosexualidad… Y mucho menos si quien se ocupaba de ellos era una mujer. La fama de Concha Alós se desvanecería así poco a poco. Incluso ella se olvidó de sí misma. Murió enferma de alzhéimer,  y a su funeral, cuenta la necrológica de El País, titulada Concha Alós, escritora del lado oscuro de la sociedad, los únicos nombres de la cultura que acudieron fueron la cantante María del Mar Bonet y el fotógrafo Toni Catany.

Una novela enorme
Sin embargo, del mismo modo que los libros Reno no han resultado en realidad de una calidad tan ínfima (de hecho, todavía sesenta años después, aunque con la camisa desgarrada y la ictericia en la piel de sus páginas, se conservan en relativo buen estado), Los enanos resucita en una reciente reedición de La navaja suiza que vuelve a poner de actualidad y reivindica la importancia de la autora en la literatura española.

Los enanos es, efectivamente, una novela enorme. En ella se retratan, en una serie de estampas que pueden adscribirse al realismo social, las vidas de varios huéspedes de una humilde pensión barcelonesa: una antigua artista de variedades, la prostituta Sabina, Mohatá, el boxeador marroquí que pierde todos los combates… Novela coral, las historias de todos ellos se entrecruzan en un destino común patético y desesperanzado, del mismo modo que en las pensiones las conversaciones, los gemidos de los colchones, las toses y ventosidades, atraviesan las paredes. En la pensión Eloísa todos saben todo de todos y se comparten, además del retrete, las mezquindades y los pequeños sueños (como por ejemplo tener piso propio, incluso cuarto propio).

Las páginas de Los enanos huelen a puchero y orinal y se acercan a veces al tremendismo (en ellas nos vamos a encontrar, por ejemplo, con un niño al que dan de beber vino, con ratas que trepan por las paredes del patio o con una patrona que enseña un cuarto a posibles nuevos clientes durante el velatorio del anterior huésped). Pero a la vez, junto a toda la sordidez que rezuman esas páginas, se trufan otras escritas por una de las inquilinas de la pensión con un tono más luminoso, más poético, y en las que la autora desliza algunas experiencias autobiográficas, como la antes referida: su fuga por amor, por un amor proscrito para la mentalidad de la época, desde Mallorca a Barcelona. Estos capítulos alternativos de la novela dan a la misma cierto hilo argumental que en las escenas referidas a la vida cotidiana de la pensión es deslavazado, casi costumbrista, y se compone de fotogramas robados a la vida de puertas adentro en la España de mediados del siglo XX, la España de los sabañones, la botella de anís escondida en la alacena o el hueso de jamón zambullido en la sopa.

Los enanos - Concha Alos - La Navaja Suiza Editores

La literatura de las cosas pequeñas y feas
En Los enanos, además de todo eso, también es posible encontrarnos con frases tan desasosegantes y hermosas como esta: “Junto a la carne fofa sintió un rítmico latido, como si estuviera apretada contra un buey muerto que se hubiera tragado un reloj”; o con pequeños mecanismos literarios a los que se da cuerda de una manera casi imperceptible en un capítulo y se ponen en marcha en otro, muchas páginas más adelante, cuando ya nos habíamos olvidado de ellos (el niño al que emborrachan con vino, por ejemplo, empuja y olvida un pequeño taburete por toda la casa, y es con ese taburete con el que más adelante tropieza y se descalabra el huésped del cuál ofrecen la habitación estando todavía este de cuerpo presente).

Concha Alós narra con maestría, pero su principal virtud es la de conseguir hacer literatura de las cosas pequeñas y feas, de los personajes insignificantes, los desheredados y los torpes, los vapuleados por la vida, como Mohatá, el boxeador marroquí, flaco y desnutrido, que pierde todos los combates, y que funciona como metáfora de los perdedores, de esos enanos a los que hace alusión el título.  “Somos enanos rodeados de enanos, y los gigantes se esconden para reírse”, encabeza la novela la autora (antes, al menos —apostillamos nosotros—  los gigantes tenían cierta vergüenza, ahora se ríen de nosotros sin disimulo, de manera ostentosa).

Toda la novela tiene, en definitiva, una luz tenue, triste, de bombilla desnuda y titilante, pero también entra de vez en cuando el sol por las ventanas del patio, espantando a las ratas, y Concha Alós no arrebata por completo a sus personajes la oportunidad de levantarse de la lona, de modo que al final el boxeador Mohatá, o Sabina, la prostituta, también podrán huir de la pensión Eloísa, burlar al destino, del mismo modo que lo hacen, sesenta años después, la propia autora y su novela, Los enanos, una novela enorme que ha pasado demasiado tiempo malviviendo olvidada en una pensión de mala muerte.

*Sobre esto, al contrario de lo que señalan otros artículos y necrológicas, el periodista y escritor Sergio Vila-San Juán, autor de la biografía de Baltasar Porcel El joven Porcel nos matiza que si bien Concha Alós tradujo algunas obras del escritor ni fue su agente ni sacrificó su carrera por él. Al contrario, dice, le ayudó a ganar el Planeta en dos ocasiones.

PINTXOS

Jun 27, 2022   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
PUBLICADO EN «RUBIO DE BOTE», COLABORACIÓN PARA MAGAZINE ON (DIARIOS GRUPO NOTICIAS) 25/06/22

Siempre, cuando presento un libro o participo en algún sarao literario, cuento el mismo chiste: “A mí la literatura nunca me ha dado de comer”, digo, y a continuación añado: “Menos una semana que me invitaron de jurado al concurso de pintxos de la Txantrea”. Jajá. Lo que me callo es que a quienes lo hicieron se les escapó que lo habían hecho porque no habían encontrado a otro. Yo debía de ser para ellos una especie de segundo plato, un jurado de segunda división que fue además descendiendo de categoría hasta regional preferente a medida que pasaban los días y se daban cuenta de que mis papilas gustativas sufrían algún tipo de atrofia.

A mí mi incultura culinaria al principio me daba algo de vergüenza, pero esta se fue atemperando cuando comprobé que estábamos empates, pues en realidad allí nadie había leído ninguno de mis libros ni sabía muy bien quién era yo (recordé, de hecho, que cuando me llamaron por teléfono para proponerme participar dijeron también: “¿Tú eras escritor o algo, no?”).

Por otra parte, las degustaciones que hacíamos, unas ocho o diez cada tarde, venían siempre acompañadas de una copa de vino, con lo cual a mitad de las mismas todos estábamos trompas perdidos y ni siquiera el más experto gourmet entre quienes formábamos aquel jurado era capaz de distinguir un frito de pimiento de un cruasán.

A mí, de todos modos, aquello me provocaba un acusado sentimiento de culpa. Me parecía una desfachatez por mi parte haber aceptado participar. Me consideraba además un hipócrita, pues en otras ocasiones me había tocado ser miembro de algunos jurados literarios contra los que había despotricado porque mi voto tenía el mismo valor que el de alguien cuyo autor de cabecera era Alfonso Ussía o Dan Brown o que reconocía sin pudor que no solía leer habitualmente porque se cansaba y se le ponía enseguida el culo carpeta, pero que estaba allí porque era “famoso” o primo de alguien.

Quiero decir que, en general, estoy en contra de este tipo de jurados, y también, dicho sea de paso, de los jurados populares, que por lo visto solo son aplicables cuando se refieren a asuntos culturales. Nadie propone, por ejemplo, una votación popular para decidir, qué sé yo, dónde se pone una rotonda o qué juez debe llevar un caso en la Audiencia Nacional. 

Claro que, volviendo al concurso de pintxos, ¿quién podía negarse a pasarse gratis toda una semana comiendo croquetas de hongos y macerándose en vino crianza? Yo me apunté con todo mi morro, y eso que en una ocasión intenté comerme una navaja con su cáscara y todo (al principio me pareció que el nombre de este manjar era muy apropiado, pero después me di cuenta de lo poco acostumbrado que estaba a las mariscadas) o que otra vez, mientras cataba unos edamames tardé casi un cuarto de hora en darme cuenta de que lo que estaba zampándome eran las vainas que antes habían chuperreteado los otros comensales y dejado en un platito tras extraer de su interior lo que realmente había que comer, las habas.

En fin, supongo que confesar esto me cierra puertas y ya nunca podré volver a emular a Chicote o a Jordi Cruz, pero prefiero tomármelo por el lado bueno y seguir soñando y esforzándome para que algún día la literatura me dé de comer por sí misma, aunque para eso ustedes tendrán que comprar mis libros y no los que escriba un cocinero, una presentadora de la tele o un juez de la Audiencia Nacional.   

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