En una de las obras del escritor y dibujante Juarma, Abrázame hasta que esta vida deje de dar puto asco, una recopilación de sus antológicas viñetas, se lee “Se vienen cositas…” y bajo esa frase aparece la imagen de la muerte con una guadaña al hombro. Un pildorazo de cruda y fatal realidad que Juarma consigue que no se nos atraviese en la garganta haciéndonoslo pasar con el trago del humor negro. El dibujo podría ser además un buen resumen de lo que vamos a encontrarnos si nos acercamos a la literatura o a la obra gráfica de este talentoso escritor y dibujante granadino: punk, existencialismo y muchas sonrisas dibujadas en el rostro del lector a navaja o con la punta afilada de un rotring.
Trainspotting
“granaíno”
Juan
Manuel López, Juarma, nació en 1981 en Deifontes, una pequeña
localidad de los Montes Orientales de Andalucía. Hasta hace apenas
dos años era conocido sobre todo por sus dibujos e historietas, que
publicaba en revistas como El Jueves, el TMEO o en los fanzines que
él mismo se encargaba de fotocopiar y enviar por correo (algo que
todavía sigue haciendo), pero en 2021 su primera novela, Al
final siempre ganan los monstruos −que
la escritora Cristina
Morales
describió en una “bragafaja” promocional como “Trainspotting
en un pueblo de Graná”−
se
convirtió en todo un fenómeno literario tras ser publicada por la
editorial Blackie Books (aunque en realidad la novela apareció antes
en una edición de otra pequeña editorial llamada Camping Motel
Ediciones, con una tirada limitada que se agotó rápidamente).
Al final siempre ganan los monstruos era una afinada y a la vez desgarrada novela coral −algo así como si Iosu y Jualma de Eskorbuto resucitarán para grabar un concierto con la Orquesta Sinfónica de Andalucía −que transcurría en Villa de la Fuente, un trasunto del Deifontes natal del autor en el que el “no future” es la marca de nacimiento para buena parte de los jóvenes de este pueblo imaginario que dibuja una tan real como desoladora estampa del mundo rural contemporáneo. En Villa de la Fuente, como en tantas otras pequeñas localidades de España, no hay trabajo, ni oportunidades, todos los caminos está cerrados, pero la cocaína entra a mansalva, y en ella, y en el trapicheo, la pequeña delincuencia, el alcohol, la violencia… encuentran consuelo para su desesperanza los chavales y perpetúan su autodestrucción los treintañeros.
A
ritmo de Eskorbuto y Piperrak
Punki
es
la siguiente pieza del puzle que Juarma está componiendo con el mapa
de este territorio mítico, en un ambicioso proyecto que tendrá
media docena de entregas y que lleva camino de convertirse en un hito
literario, una especie de domésticos y contemporáneos Episodios
nacionales.
Si la primera de esas entregas era, como decíamos, una novela coral,
en esta ocasión el autor fija su mirada en uno de los protagonistas,
Álex, al que vemos en dos planos: uno, en su primera juventud,
cuando el punk y los primeros coqueteos con la farlopa se convierten
en un refugio para sus problemas familiares y amorosos; y otro en el
que lo encontramos siendo ya un adulto a la deriva, luchando contra
la adicción, el divorcio y contra sus demonios interiores y los
fantasmas de su pasado. La intención confesa de Juarma es
entregarnos una cinta de casete, con su cara A y su cara B. Y lo
cierto es que en ambas resuenan auténticos trallazos, una voz
literaria rabiosa y pegadiza que no podemos dejar de escuchar porque
toda la tragedia personal del personaje se nos cuenta a la vez con un
registro en el que no faltan el humor y la ternura. En Punki
hay, sí, muchas lonchas de cocaína, mucho cubata de discoteca de
pueblo, hay peleas, sale −hablando
de violencia, en este caso acústica−,
hasta Melendi…
pero en realidad todo ello forma parte de un atrezzo
hiperrealista
para traer al frente una historia de amor, de incomunicación, de
extrañeza, de una sensibilidad echada por tierra por la brutalidad
de las circunstancias y de esa vida que da puto asco y frente a la
cual todos necesitamos ser abrazados.
Por
lo demás, emociona imaginar que probablemente esta novela Juarma
comenzó a escribirla, tal vez sin saberlo todavía, cuando era solo
un chaval que bebía litronas con otros como él en el banco de un
parque de Deifontes mientras escuchaban a Eskorbuto,
Piperrak
y otros grupos de punk kalimotxero y la gente decente pasaba a su
lado y murmuraba qué pena de muchachos o vaticinaba que ninguno de
ellos llegaría nunca a hacer nada de provecho.
…y SOLO QUERÍA BAILAR de Greta García
Álex, el protagonista de Punki, y Pili, la narradora de Solo quería bailar, la novela que comentaremos a continuación, podrían perfectamente haberse encontrado en alguno de sus rules por cárceles, centros de desintoxicación, pueblos y escenarios de mala muerte de Andalucía. Y tal vez habrían cruzado una mirada de complicidad o compasión, pues lo que ambos padecen o lo que condena a ambos a una vida perra y violenta es la falta de amor o la incapacidad o la falta de habilidades y de oportunidades para obtenerlo o recibirlo. Las dos son además novelas rabiosas, pirómanas, pero sofocadas por la ternura y el humor.
Las
tres aspiraciones de Pili
En
el caso de Solo
quería bailar,
su autora, Greta
García (Sevilla,
1992) afila este último componente, el humor, para contar otra
historia tremenda, otra tragedia, la de una bailarina encarcelada
tras haber cometido algún tipo de atrocidad que no se desvela, ni lo
haremos nosotros, hasta el final de la obra. Un humor que se torna
descacharrante, una especie de lubricante contra una vida que da por
culo, y perdón por la expresión, pero es por mantenernos a tono con
la novela, en la que la escatología y las referencias a la cavidad
anal son recurrentes. Solo
quería bailar,
de hecho, se abre con una escena en la que la protagonista acude a la
enfermería de la prisión en que cumple condena porque no puede
extraer de su cuerpo un cepillo de dientes con el que ha estado
hurgando en su retaguardia; o en uno de los pasajes del libro podemos
leer: “En
mi vida he tenío tres grandes aspiraciones: ser bailarina, matar a
gente y tener un ano enorme donde metérmelo to”
Quizás eso, el humor, sea uno de los mayores logros de la novela, de la que se ha destacado también su oralidad, el hecho de escribir como se habla −en este caso en Sevilla− burlando para ello convenciones ortográficas, utilizando vocabulario local… Algo que sin ser nuevo (lo podemos encontrar en otras novelas recientes, como Panza de burro, de Andrea Abreu, que también reseñamos en este club de lectura, o en otras literaturas, como en la novela ¡Nel tajo!, de la francesa Anne F. Garreta, pero también en cumbres clásicas de la novela, en este caso gráfica, como las historietas del Makinavaja de Ivà); algo, decíamos, que sin dejar de ser en el fondo natural, parece sorprender todavía a algunos, acaso como consecuencia de una especie de secular mirada supremacista no solo hacia los acentos sino también a los temas locales o periféricos (hace ya veinte años, por ejemplo, si se me permite la intrusión, a mí mismo me rechazó un libro un importante grupo editorial −el mismo, por cierto, que recientemente en uno de sus periódicos destacó como una virtud el uso de la oralidad y las hablas locales en la nueva literatura española− arguyendo que tenía “demasiado vocabulario vasco-navarro”). Greta García, en todo caso, consigue, gracias a un minucioso trabajo de pulido, establecer una convención entre la lengua literaria y la oral que evita que la novela se “makinavajice” en exceso y lastre su lectura.
A
mandíbula batiente
Sucede
lo mismo con el humor. La novela podría haberse convertido en un
largo stand
up comedy,
en una sucesión de chistes o gags más o menos tremendos o sobrados
que acaban por acumulación desarmándose o perdiendo su gracia y su
carácter transgresor, pero la voz narrativa de la protagonista no
llega a ese punto, no se amontona, y Solo
quería bailar
nos ofrece innumerables momentos de carcajadas a mandíbula batiente.
El
humor y la oralidad no nos deben despistar, sin embargo (de hecho,
subrayar la forma por parte de la crítica tal vez haya sido
precisamente eso, una maniobra de despiste para que no reparemos en
el fondo), y no debemos olvidar que en la novela subyace −o
quizás ni siquiera eso, porque resulta bastante frontal−
un ataque a ciertas instituciones y un mensaje subversivo que nos
invita a la acción directa (si antes decíamos que Juarma tal vez
comenzó a escribir, de manera inconsciente, su novela en su
adolescencia kalimotxera, en el caso de Greta García, bailarina como
la protagonista de esta su primera novela, cabe imaginar que el
chispazo para escribir la misma pudiera brotar de su desesperación
frente a la burocracia a la hora de solicitar una ayuda o beca en
alguna institución oficial que más pareciera una tómbola o un
chiringuito).
Dos novelas en fin, Punki y Solo quería bailar, incendiarias y al tiempo refrescantes, perfectas para leer este verano.
Publicado en magazine ON, suplemento semanal de diarios Grupo Noticias (01/07/2023) @patxiirurzun
Jacobo
Rivero, autor de “Dicen que ha muerto Garibaldi”
El escritor, periodista y documentalista madrileño denuncia en su primera novela alguno de los tentáculos de la extrema derecha, en una obra a caballo entre la ficción y el documentalismo. En ella narra el asesinato de un aficionado de la Demencia, la hinchada de Estudiantes, a través de una investigación que nos lleva desde finales de los 70 a la actualidad. Dicen que ha muerto Garibaldi se presenta el jueves 4 de mayo en Donostia (restaurante Garraxi, Egia, 19:00h) y el 6 de mayo en Agurain (Zabalarte Etxea, 12:30h)
¿Se
puede decir que en esta novela ha fusionado sus dos grandes pasiones:
el baloncesto y el activismo social?
En
cierta manera sí, es un libro muy autobiográfico porque la acción
discurre alrededor del asesinato de un ex alumno del Ramiro de Maeztu
que es aficionado del Estudiantes. Cuenta un periodo de tiempo que
compartí. Y también tiene una parte importante de denuncia
política, así que sí, he fusionado, como dices, dos de mis
pasiones.
¿De
dónde parte la idea de “Dicen que ha muerto Garibaldi”, se le
ocurre a partir de esos nuevos “Episodios nacionales” que está
publicando la editorial Lengua de trapo o ya la tenía en mente?
Tenía
la idea desde un viaje que hice en 2012 a Estambul. Allí se me
encendió la lucecita. Luego pensé que el formato “episodios
nacionales” era una buena forma de contar los últimos cuarenta
años, desde la Transición hasta ahora, alrededor de una trama
criminal. También tenía algunas entrevistas y fue después de
terminar Bulbancha, mi anterior libro sobre la música de Nueva
Orleans, que me pareció que había llegado el momento de pasar a la
novela.
Por
contextualizar un poco la trama de la novela, ¿dónde se sitúa, con
qué acontecimientos históricos se relaciona?
Está
situada en Madrid. Tiene que ver con los atentados de la extrema
derecha a finales de la década de 1970, la evolución de esa gente
en tramas posteriores de corrupción urbanística –como el incendio
del Palacio de Deportes en 2001−
y su vinculación también con redes internacionales dedicadas a la
extorsión y la violencia contra activistas sociales.
“Dicen
que ha muerto Garibaldi” es una obra de ficción, pero también se
cruzan personajes y acontecimientos reales, podría ser en ese
sentido una novela histórica, a la vez es una novela negra… ¿Cómo
ha mezclado ese cóctel?
Hay
mucho trabajo de documentación. Muchos de los acontecimientos que se
cuentan son reales, también todo lo que tiene que ver con la
información de archivos que se incorpora a la investigación.
Mezclarlo con una trama de ficción ha sido un reto.
Efectivamente
la novela da la impresión de estar exhaustivamente documentada,
incluso el tono a veces parece remitir a eso, una especie de dossier
o de informe periodístico o policial −aunque
a
la vez mantiene un ritmo narrativo muy ágil- . ¿Cómo ha sido ese
trabajo de investigación?
Ha
sido fascinante, por un lado desde una mirada periodística pero
también con un trabajo de encaje muy artesanal. Trabajé con
diferentes carpetas de información que quería unir y que resultasen
coherentes y entretenidas para el lector. Por eso digo que es una
novela policíaca y a la vez un libro documental. He tirado mucho de
archivo propio, de búsqueda en hemerotecas, y de entrevistas con
personajes reales. Algunos aparecen con su verdadero nombre
y otros no.
Uno
de los personajes principales del libro es colectivo, la Demencia, la
afición de Estudiantes, que usted conoce bien. Llama la atención
cómo dentro de la misma hay diferentes ideologías políticas. Es
casi un reflejo de la sociedad o de aquella época, la transición…
Es
más de aquella época, actualmente la Demencia tiene un cuerpo y una
idiosincrasia más claramente de izquierdas que en aquellos tiempos.
En el momento que se cuenta aquello era un batiburrillo bastante
curioso, aunque siempre prevaleció un espíritu muy ácrata. El
libro también quiere hablar de un Madrid donde ocurrían muchas
movidas, no solo lo que se ha llamado la “Movida oficial”, sino
otras que pasaban a pie de calle o instituto.
¿En
qué ha quedado todo aquel carácter transgresor de la Demencia?
Creo
que sigue siendo una hinchada bastante ocurrente y que pone más en
valor la diversión que el resultado. Creo que la Demencia ha
envejecido bien.
No
hemos hablado todavía de uno de los temas de fondo de la novela, la
permanencia o la infiltración del franquismo en muchos sectores de
la sociedad. ¿Su intención era denunciar o alertar sobre todos esos
tentáculos de la ultraderecha?
Totalmente.
La extrema derecha supo reciclarse e introducirse en los aparatos del
Estado. Ese ocultismo de años ahora ha salido a flote en los últimos
tiempos y hay ejemplos a diario. Denunciarlo me parece casi una
obligación como periodista y escritor.
¿Cómo
se ha sentido en este formato, a caballo entre la ficción y lo
documental?¿Le interesa o le ve posibilidades para seguir indagando
o desvelando algunas miserias de la historia reciente del estado
español?
Mi
idea es seguir rascando en este formato. No a corto plazo porque ando
con dos proyectos muy diferentes pero sí a medio. Me he sentido muy
cómodo y me he divertido mucho escribiendo este libro. Quiero
reivindicar muchas historias olvidadas y complejas a través de la
ficción y la novela. Este es el primer paso, pero habrá más.
En el año 2000, cuando fuéramos viejos de treinta años, iríamos a
trabajar en coches voladores y comeríamos ajoarriero en pilulas y el
milenio traería, como advertían Miguel Ríos y Aldous Huxley, “un
mundo feliz, un lugar de terror, simplemente no habrá vida en el
planeta”.
Era, y es, una de las profecías clásicas de la ciencia ficción: el
apocalipsis, un fin del mundo agónico e inevitable provocado por un
chispazo nuclear o por un exterminio de la raza del mono a manos de
androides o de inteligencias artificiales que superan las de sus
creadores y se rebelan ante ellos.
Pues bien, para algunos el futuro ya está aquí y, aunque de momento
esas inteligencias artificiales solo hacen cosas inofensivas e
incluso divertidas, como convertir al papa en una estrella del trap
maqueándolo con un plumas blanco, en breve veremos cómo son capaces
también de recrear nuestras voces, nuestros físicos, nuestros
gestos y movimientos, de fabricar replicantes que pueden acabar
actuando al margen de nuestra voluntad y en contra de nuestros
principios y los de la civilización, de alterar, en fin, el curso de
los acontecimientos o de hacer indistinguible lo virtual de lo real
−a veces parece,
incluso, que ya estamos en esa pantalla, y que sujetos como Josep
Borrell, Vladimir Putin o los presentadores de Masterchef solo pueden
ser avatares de un videojuego en el que quien disputa la partida es
un chimpancé−.
En el mundo del arte y la cultura existe una especial inquietud ante
esta revuelta de las máquinas. ¿Cómo seremos capaces de distinguir
un cuadro hiperrealista de Antonio López de otro creado por una IA,
una inteligencia artificial?
¿Cuánto tardaremos en leer la primera novela escrita por un robot?
¿Hay ya una factoría que crea músicos en serie y que se llaman
todos Pablo?…
Personalmente me pongo en modo pitosino y vaticino que, por el
contrario, las inteligencias artificiales pueden suponer un acicate
para los creadores y una nueva edad de oro de la cultura, obligada
por una parte a poner esas herramientas a su servicio (el abrigo del
papa, después de todo, no lo creó una máquina, sino alguien que le
pidió a esa máquina que lo creara) y por otra a competir con esas
IA. Es decir, los artistas tendrán que esforzarse más para
conseguir obras en las que su voz propia sea singular y reconocible,
obras originales, inimitables, incluso con imperfecciones que las
hagan humanas, irreplicables por un patrón o un algoritmo. En
realidad, ya existen cientos de películas, canciones, libros creados
industrialmente, a partir de fórmulas mágicas, que acaban
convirtiéndose en productos destalentados y previsibles cuya única
función parece ser la de favorecer la siesta de quien las consume.
Por ejemplo, los telefilms de sobremesa de domingo. ¿Existe algo
peor que comenzar a ver una película y saber desde el principio qué
va a pasar −chico
conoce a chica, pertenecen a mundos distintos, se repelen, es decir,
acabarán juntos−?
Un artista con talento y con un mundo y una voz propios no tiene por
qué temer, pues, a la máquina, del mismo modo que a un maestro por
vocación no debería preocuparle que sus alumnos hagan trabajos con
ChatGPT, pues conoce las capacidades de cada uno de ellos y puede
distinguir quién ha copiado y quién no o en qué ha beneficiado o
ha perjudicado a cada cual hacerlo.
Todo ello expresado desde mi absoluto desconocimiento de la
tecnología y sus límites, pues
igual resulta que me equivoco y la inteligencia artificial también
es capaz de sustituirme a mí y este artículo que ustedes están
leyendo también podría haberlo escrito un androide.
Hace unos días estuve en el antibar. A
la puerta del mismo había un gorila, lo cual ya daba alguna pista,
pero como en vez de repartir soplamocos iba entregando a cada persona
que entraba unos auriculares, nos pudo la curiosidad. Una
vez dentro del garito, observamos que los auriculares desprendían
luces de diferentes colores −amarillo,
verde y azul−
y no tardamos en caer en la cuenta de que cada una de estas dependía
de la música que escuchabas a través de esos auriculares, la cual
tú mismo podías seleccionar manipulando un botón. En el amarillo,
rock, en el azul, electrónica, y en el verde, reguetón.
En principio, parecía una buena idea,
así cada cual podía escuchar su música preferida o incluso enviar
señales a los demás sobre sus gustos, si lo que pretendía era
hacer amigos o incluso follamigos. También resultaba bastante
divertido ver a los diferentes grupos y descubrir la heterogeneidad
de los mismos, pues en la misma cuadrilla podías encontrarte con
alguien rascando en el aire una guitarra imaginaria junto a otro que
perreaba y al lado de los anteriores a uno más haciendo el robocito.
El problema era cuando querías decirle
algo a alguno de tus acompañantes, porque tenías que quitarte los
auriculares, y entonces descubrías varias cosas: que la mayoría de
la gente canta fatal; que el rock es imbatible frente a otros estilos
cuando se trata de corear las canciones; y, lo más inquietante de
todo, que en realidad ¡nadie hablaba con los demás! (más allá de
un “Ahora vuelvo, que me estoy meando viva”).
De acuerdo, todos hemos estado en bares
en los que la música estaba alta o a los que hemos entrado
precisamente por la música, a escucharla o bailarla, en lugar de a
hablar de Dostoievski, pero también es cierto que a la mañana
siguiente nos hemos levantado afónicos porque hemos tenido que
gritar, sobreponer nuestra voz a la de King África o la de Evaristo,
incapaces de refrenar la necesidad de comunicarnos; o que incluso
cuando solo hemos bailado, la música era una comunión, algo que
compartías con el resto, te gustara más o menos, creyeras más o
menos en ella, te sintieras excomulgado si lo que sonaba te
horripilaba, porque también podías mostrar tu disconformidad, tu
falta de fe, boicoteando la canción, apoyándote en la barra o
convirtiendo tu manera de mover el esqueleto en una chirigota, en una
danza de la muerte que ridiculizaba esa música. Lo importante, en
realidad, lo que había que respetar, no era la música, sino el bar,
el bar como institución social, como espacio de encuentro, incluso
como patria o ideología común…
En el antibar, por el contrario, la
música, los auriculares, se convertían en la negación de buena
parte de todo eso, en otro tentáculo más de la hidra del
individualismo propio de esta sociedad tecnológica en la que vivimos
y en la que las redes solo sirven para atraparnos y aislarnos del
resto, no vaya a ser que nos juntemos y se nos ocurra algo. ¡Hala,
cómo se pone! Bueno, sí, en realidad supongo que quien entra a ese
local lo hace, como lo hicimos nosotros, de manera puntual, por
curiosidad o como experiencia zoológica; o que, en realidad, los
dueños del local ofrecen ese servicio para reducir decibelios o
sortear alguna normativa municipal.
En realidad, si cuento todo esto es
porque el otro día escuché en la radio que el año que viene el
bono cultural para jóvenes incluirá también los espectáculos
taurinos. Es decir, la tortura animal convertida en cultura y como
incentivo para despertar entre la chavalería los aspectos más
creativos y sensibles de su personalidad. ¡Toma antibar! Va más
allá, de hecho, que el antibar: es como si en este añadieran otro
color a los auriculares −rojo
sangre, por ejemplo−
e incluyeran un canal en el que se pudieran escuchar canciones de
José Manuel Soto. ¡La anticultura!
Todos
tenemos un pasado más o menos oscuro. Yo, por ejemplo, durante unos
años estuve trabajando en una agencia de publicidad. Fue una época
de mi vida horrible. Me he acordado de ella cuando buscando en una
tienda un producto para blanquear las juntas de las baldosas me he
topado con uno llamado Baldosinín. Y también de que en medio de
aquel horror lo más terrible era cuando me tocaba un naming
(es
decir, inventar un nombre para un producto financiero, un
medicamento, una feria industrial…; no sé, por cierto, por qué
razón en el mundo de la publicidad a todo se le ponía un nombre en
inglés, naming,
briefing, brainstorming,
si luego todos los premios en los festivales se los llevaban los
argentinos).
Cada
vez que me tocaba inventar un nombre la cabeza me echaba humo. A
pesar de lo cual salí bien parado, si me comparo con un compañero
que se pasó seis meses dedicado en exclusiva a bautizar una hipoteca
inversa y que al final daba pena, el chaval, hablando solo en voz
alta (bueno, la verdad es que además era rapero) y diciendo palabros
que solo él entendía, como “acetopih” (luego ya te explicaba
que era hipoteca al revés).
Aquello
no tenía nada que ver con Camilo
José Cela en la película de La Colmena, en la que Matías Martín,
el personaje al que interpretaba, también se dedicaba al naming
y al que los neologismos le salían como churros. “Soy inventor de
palabras. Bizcotur, dícese
del que sobre ser bisojo y mal encarado, mira con aviesa intención,
se
la regalo”,
decía.
En
el café en el que transcurría la escena, por cierto, los clientes
también buscaban nombres con las yemas de los dedos por debajo de
las mesas, que en realidad eran lápidas de cementerio. Y, de hecho,
cuando en la agencia te tocaba un naming
te caía un muerto encima. La cabeza echaba humo y total para nada,
para que el tren de vapor descarrilara, porque al final lo que uno
acababa aprendiendo era que al cliente le daba lo mismo lo que tú le
dijeras: él solo te contrataba para comprobar que aún se podían
proponer nombres más absurdos que el que tenía en mente desde el
principio y que, en realidad, no pensaba cambiar por nada del mundo.
Y es que no se puede luchar contra algunas cosas. Por ejemplo, contra un bar Manolo o un bar Las Vegas (“Siempre hay algún bar que se llama Las Vegas”, canta Diego Vasallo). Un bar Las Vegas o un bar Manolo, con sus servilletas por el suelo, el camarero que deja en la mesa la cazuela con las alubias del menú del día a diez euros, la tarta de chocolate que ha cogido sabor a cebolla en el frigo… Un bar Manolo solo se puede llamar bar Manolo (bueno, como mucho valen acrónimos del tipo bar Jonay, o sea, Jonatan+Yerai). Del mismo modo que en una pensión Manoli habrá que salir a mear fuera de la habitación o se oirán crujir las camas durante toda la noche y los gemidos y las flatulencias y las risas de los vecinos atravesarán como fantasmas las paredes. Es una cuestión de marca. Tú serás inventor de palabras, pero la señora Manoli es la que cambia las sábanas en su pensión y quien sabe que en ellas está dibujado todo el mapamundi de los sentimientos humanos, sus miserias, sus cazcarrias, los castillos en el aire, las lágrimas ahogadas en la almohada, los secretos que solo quien duerme en una pensión Manoli, y no en otra, está seguro de que le van a guardar. Cada uno, en definitiva, bautiza a sus hijos como quiere y el niño será Ceferino por mucho que el médico, o el publicista de turno, digan que han tenido que ponerle Oxígeno y que, si no, se muere o que la empresa se hunde.
Por lo demás, yo opino que Matías Martín/Camilo José Cela regaló “bizcotur” porque sabía que era una mierda de palabra.