YO NO PIENSO IR
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 06/02/23
Una vez, hace años, mi mujer y yo fuimos a ver el Circo del Sol, pero se nos olvidó la crema protectora, algún tipo de ungüento que nos hiciera invisibles y nos protegiera de los cañones de luz que se paseaban entre el público, mientras redoblaba un tambor, hasta detenerse en algún elegido, chimpún, el cual entonces debía salir al escenario. Fue angustioso. Tanto que en el intermedio estuvimos pensando en largarnos, pero como somos de la cofradía del puño y las entradas nos habían costado un riñón, seguimos allí sufriendo, sintiéndonos como guerrilleros del Vietcong huyendo de los helicópteros entre los arrozales.
En mayor o menor medida eso se repite cada cierto tiempo. Procuramos evitar todo tipo de espectáculos que se anuncien como interactivos, rompan la cuarta pared, conviertan al espectador en protagonista…, pero de vez en cuando es inevitable toparse con funciones que sacan al escenario a “voluntarios” (esa es otra, negarse a participar todavía es peor, te conviertes automáticamente en un aguafiestas). Con el tiempo hemos desarrollado una serie de estrategias, como no colocarse en las primeras filas o en las esquinas de las mismas, no establecer contacto visual con los artistas o sentir la imperiosa necesidad de tomarte una piña colada justo en el momento en que ese tipo que se pone una serpiente pitón alrededor del cuello necesita un ayudante.
Este tipo de situaciones suelen ser habituales en las animaciones de los hoteles, donde, además, a todo ello se suma un sentimiento de culpa e insolidaridad, pues a menudo los magos, contorsionistas, bailarinas de flamenco, deben actuar ante apenas media docena de espectadores mientras de fondo se oyen los laalalalalalaaala beodos de los hooligans con pulsera de todo incluido.
Los artistas, de todos modos, suelen ser casi siempre unos curtidos profesionales y saben interpretar las señales que los pitufos gruñones les enviamos. En una ocasión, por ejemplo, en un espectáculo de calle, un malabarista repartió entre el respetable una serie de papelitos con números y a mitad de la función sacó una bola de un pequeño bombo, cuya cifra, cómo no −la lotería, no, esto sí−, coincidió con la de nuestro boleto. Nosotros, por supuesto, nos callamos como perros, pero para nuestra sorpresa cuatro o cinco personas levantaron la mano y acabaron en el centro de la pista conformando con sus cuerpos entrelazados una especie de taburete humano que se sostenía en pie a pesar de estar todos ellos recostados (yo entonces me reforcé en mi decisión de no haber participado, evitándome así una contractura). Es decir, ese malabarista había repartido más numeritos de los que eran precisos, pues contaba con que alguno de los voluntarios íbamos a escaquearnos.
No siempre he conseguido librarme, sin embargo. Recuerdo traumatizado aquella ocasión en que en una fiesta de cumpleaños de un txikipark la mascota, una especie de ratita a la que el traje le olía a cortauñas usado, me arrastró consigo y me hizo interpretar el baile del gorila, todo ello mientras ella murmuraba por lo bajinis “putos críos de mierda” y estos me señalaban y se partían la caja.
La cuestión es que, hablando del Circo del Sol, últimamente aparece hasta en la sopa la publicidad de una réplica del mismo pero en chino, o en antichino, no sé muy bien, un circo llamado Shen Yun. La apabullante campaña propagandística del mismo resulta inquietante. Uno se pregunta si ese circo, que más bien parece una tapadera, una secta, algo chungo, será capaz de recaudar la mitad de la mitad de lo que haya invertido en publicidad. Yo, desde luego, como cantaba La Polla Records, no pienso ir.