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Archive from marzo, 2023

SIEMPRE HAY ALGÚN BAR LAS VEGAS

Mar 20, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments


De colmenas y recuerdos - Zenda

Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 17/03/23

Todos tenemos un pasado más o menos oscuro. Yo, por ejemplo, durante unos años estuve trabajando en una agencia de publicidad. Fue una época de mi vida horrible. Me he acordado de ella cuando buscando en una tienda un producto para blanquear las juntas de las baldosas me he topado con uno llamado Baldosinín. Y también de que en medio de aquel horror lo más terrible era cuando me tocaba un naming (es decir, inventar un nombre para un producto financiero, un medicamento, una feria industrial…; no sé, por cierto, por qué razón en el mundo de la publicidad a todo se le ponía un nombre en inglés, naming, briefing, brainstorming, si luego todos los premios en los festivales se los llevaban los argentinos).

Cada vez que me tocaba inventar un nombre la cabeza me echaba humo. A pesar de lo cual salí bien parado, si me comparo con un compañero que se pasó seis meses dedicado en exclusiva a bautizar una hipoteca inversa y que al final daba pena, el chaval, hablando solo en voz alta (bueno, la verdad es que además era rapero) y diciendo palabros que solo él entendía, como “acetopih” (luego ya te explicaba que era hipoteca al revés).

Aquello no tenía nada que ver con Camilo José Cela en la película de La Colmena, en la que Matías Martín, el personaje al que interpretaba, también se dedicaba al naming y al que los neologismos le salían como churros. “Soy inventor de palabras. Bizcotur, dícese del que sobre ser bisojo y mal encarado, mira con aviesa intención, se la regalo”, decía.

En el café en el que transcurría la escena, por cierto, los clientes también buscaban nombres con las yemas de los dedos por debajo de las mesas, que en realidad eran lápidas de cementerio. Y, de hecho, cuando en la agencia te tocaba un naming te caía un muerto encima. La cabeza echaba humo y total para nada, para que el tren de vapor descarrilara, porque al final lo que uno acababa aprendiendo era que al cliente le daba lo mismo lo que tú le dijeras: él solo te contrataba para comprobar que aún se podían proponer nombres más absurdos que el que tenía en mente desde el principio y que, en realidad, no pensaba cambiar por nada del mundo.

Y es que no se puede luchar contra algunas cosas. Por ejemplo, contra un bar Manolo o un bar Las Vegas (“Siempre hay algún bar que se llama Las Vegas”, canta Diego Vasallo). Un bar Las Vegas o un bar Manolo, con sus servilletas por el suelo, el camarero que deja en la mesa la cazuela con las alubias del menú del día a diez euros, la tarta de chocolate que ha cogido sabor a cebolla en el frigo… Un bar Manolo solo se puede llamar bar Manolo (bueno, como mucho valen acrónimos del tipo bar Jonay, o sea, Jonatan+Yerai). Del mismo modo que en una pensión Manoli habrá que salir a mear fuera de la habitación o se oirán crujir las camas durante toda la noche y los gemidos y las flatulencias y las risas de los vecinos atravesarán como fantasmas las paredes. Es una cuestión de marca. Tú serás inventor de palabras, pero la señora Manoli es la que cambia las sábanas en su pensión y quien sabe que en ellas está dibujado todo el mapamundi de los sentimientos humanos, sus miserias, sus cazcarrias, los castillos en el aire, las lágrimas ahogadas en la almohada, los secretos que solo quien duerme en una pensión Manoli, y no en otra, está seguro de que le van a guardar. Cada uno, en definitiva, bautiza a sus hijos como quiere y el niño será Ceferino por mucho que el médico, o el publicista de turno, digan que han tenido que ponerle Oxígeno y que, si no, se muere o que la empresa se hunde.

Por lo demás, yo opino que Matías Martín/Camilo José Cela regaló “bizcotur” porque sabía que era una mierda de palabra.

LA FORJA DE UN LEÓN

Mar 6, 2023   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 04/03/23

Cada mañana Google Fotos intenta usurparme la memoria y decidir por mí cuáles son mis mejores recuerdos y momentos de hace uno, dos, diez años, pero como inteligencia artificial todavía está un poco verde, porque a menudo lo que aparece es la foto de un calabacín o una pechuga de pollo empanada −mi hijo siente cada mediodía la imperiosa necesidad de saber qué vamos a comer y yo le mandó imágenes de lo que estoy cocinando, a las que él responde siempre cariñoso y agradecido con un “¡Pues vaya mierda!”−.

Sin embargo, como hasta un reloj parado da la hora correcta dos veces al día −si es de agujas−, recientemente en la aplicación apareció una imagen que me trajo un montón de recuerdos emocionantes. Es una foto que saqué en una exposición de la Biblioteca General de Navarra hace algún tiempo y en la que se ven los viejos armarios grises que había en el cuarto de préstamos de la misma −cuando esta estaba en la Plaza de San Francisco de Iruña−, con aquellos cajones repletos de fichas clasificadas y escritas a máquina y con las cuales yo me hice león, aunque ya venía cachorro de casa, donde me había amamantado con las lecturas de El pequeño Nicolás, Mark Twain, Gloria Fuertes, Emilio Salgari, Jack London o Mortadelo y Filemón.

Aquel pequeño cuarto, siempre abarrotado de gente y con un aire denso, en el que se compartían el virus del conocimiento y la gripe de la literatura, lo recuerdo como un lugar mágico, en el que había que meter el codo para arrimarse a las susodichas cajoneras, buscar los libros (alfabéticamente o por materias), rellenar las solicitudes, entregarlas después en el mostrador… Venía a continuación uno de los mejores momentos, porque entonces las bibliotecarias pedían y recibían los libros a través de un pequeño montacargas, y daba la impresión de que estos llegaban desde otro mundo (en cierto modo era así). A mí me parecía que aquel trabajo era maravilloso, sin sospechar que años más tarde el destino sería generoso conmigo y yo mismo acabaría siendo bibliotecario.

Recuerdo también, volviendo a las cajoneras, que me impuse a mí mismo la misión imposible de leer en orden alfabético todos los libros, primero la A, luego la B… Así hasta que llegué a la BU, de Bukowski y todo mi método se desbarató, pues me encontré con media docena de fichas sobadas, amarillentas, entre las cuales destacaba una que un adolescente de los 80 no podía obviar: La máquina de follar (luego, eso sí, había que pasar el mal trago, sobre todo para un chaval enfermizamente tímido como yo, de entregar la solicitud en el mostrador; o, peor todavía, no despistarse cuando la bibliotecaria recibía el libro en el montacargas, para que no tuviera que gritar “¡A ver, Patxi Irurzun, La máquina de follar!”). El caso es que desde entonces, desde Bukowski, y después desde John Fante, los beats, etc., hasta hoy, mis lecturas han sido caóticas, guiadas por el azar, la intuición, la curiosidad, siguiendo siempre ese camino misterioso y apasionante a través de los túneles invisibles que a veces conectan unos libros, a unos autores con otros.

Podría, en fin, seguir escribiendo durante horas, recordando aquellos días y todas las cosas que me sucedieron después, todos los mundos a los que viajé subido en un montacargas, gracias a los libros. Pero el espacio de esta página se acaba y ahora solo puedo recordar que todo empezó allí, en aquellas cajoneras. Allí, enjaulado en aquel pequeño cuarto de la Biblioteca General, donde me hice león y libre.

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