OTOÑAL
Será el otoño, o la edad, o las trompetas del apocalipsis, que suenan ensordecedoras en cada telediario. Desde hace unos días me siento desganado, cansado, amarillo, otoñal. Esperando a que suceda algo, a que llegue alguna buena noticia. No es nada nuevo. Ya se sabe, la vida es eso que sucede mientras esperamos a que suceda algo que nunca va a pasar. Y el otoño, un limbo, algo que acaba, algo que empieza, tierra de nadie, una estación de paso, una herida que se abre y se cierra a la vez.
Intento combatir la ansiedad poniéndome un pijama divertido, el de los pitufos, o esa canción de King Sapo que dice: “Tranquilo, es temporal”. Pero nada, no consigo atravesar la niebla. Me levanto cuando todavía es de noche para preparar el desayuno a mis hijos y sueño con volver a la cama en cuanto se vayan. Me pesa el cuerpo como si llevara dentro de él un muerto. Pero resucito cada mañana con un vaso de leche y un omeprazol, o cuando ellos me dan los buenos días con cariño, llamándome puto calvo, por ejemplo. Me miro en el espejo y no soy feliz. Estoy viejo. La luz del baño sobre mi cabeza es como un rastrillo que separa las crenchas de mi cabello blanco y ralo, cada vez más escaso. El pelo se me cae como las hojas de un árbol para el que no habrá primavera. Al llegar abril no brotarán del cartón de mi coronilla mechones espesos y lustrosos.
Me acuerdo de mis tiempos de macarra juvenil y le digo a mi hijo mayor que se deje el pelo largo; que estos son sus mejores años de pelo y él los está desaprovechando rapándose cada quince días, haciéndose mohicanas, convirtiendo su nuca en un puñal; que ya nunca volverá a tener un pelazo como el de los dieciocho años. Él me contesta que no tengo calle y añade, polisémico, que me calle. Discutimos un poco. Pero no se puede ganar una discusión llevando puesto un pijama de los pitufos.
Cuando mis hijos y mi mujer se van, finalmente, no vuelvo a la cama. Me siento frente al ordenador por pura inercia, intento escribir algo y solo me salen obras maestras. Lo malo es que se atascan tras uno o dos párrafos. Después no tengo fuerzas, ni ilusión para seguir. Busco en las redes sociales megustas o reviso el email por si llega la notificación de un premio, una reseña en un suplemento literario, una traducción, una adaptación al cine de alguno de mis libros…. ¡Ja, ja, ja!, me río luego de mi propia candidez.
Miro a continuación las noticias. “Editor muerto en accidente laboral”, leo. Y pienso, sarcástico, si le habrá dado un infarto o un dolor redondo al enfrentarse al manuscrito de un escritor de best-sellers, pero después el eco de mi carcajada me rebana la garganta, porque el editor en cuestión es Rodrigo Córdoba, que publicó muchos de los fanzines en que colaboré y de los libros de mis amigos, aquellos con los que he compartido buena parte de este camino plagado de bocas de alcantarillas abiertas; por eso y porque en realidad ha muerto cayéndose de un andamio. Maldito país, me sale la vena eskorbutiana.
Intento calmarme leyendo un poco, un par de cuentos de Otessa Moshfegh, un poema de David González o una de las historietas de Non Gogoa, de Javier Mina y Pedro Osés. Me asomo a la ventana. Ha salido el sol. Veo a una pareja que camina de la mano, a una abuela que juega con su nieto en el parque… Pronto acabará el otoño y llegará el invierno y entonces, como cada año, ya sabré con certeza qué ropa ponerme, cómo protegerme del frío, cómo caminar a través de la niebla. Este fin de semana, además, cambian la hora, así que el lunes, cuando me levante, ya estará amaneciendo.
Patxi, Irurzun. Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine On (diarios Grupo Noticias) 30/10/22