¡SIGA A ESE COCHE!
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 15/10/22
A mí, que fui educado en la austeridad, es decir, que me bañaba los sábados con el mismo agua en la bañera que mis tres hermanos y que todavía hoy en día solo pido un taxi como ultimísimo recurso, por ejemplo si hay que andar más de quince kilómetros o cuando no hay disponible ningún otro tipo de transporte público o de rocambolesca combinación entre ellos, a mí, a pesar de todo ello, se me pasa por la cabeza de vez en cuando la idea de que no me importaría nada tener un chófer.
Fantaseo con ello, claro, porque de momento es gratis —lo de fantasear, digo—, en realidad estoy muy lejos, a mucho más de quince y de quince mil kilómetros, de poder permitírmelo. Y aunque pudiera permitirme tener un chófer creo que me daría vergüenza. Incluso en mis fantasías mi chófer es alguien discreto, todo lo contrario de aquella doble de Grace Jones que conducía la limusina en la que Camilo José Cela realizó su segundo viaje a la Alcarria —el primero, recordemos, lo hizo en burro—, claro que me imagino que Cela nunca se habría bañado en el mismo agua que sus hermanos porque acabaría absorbiéndola toda por el culo (el escritor afirmó en una entrevista con Javier Gurruchaga que era capaz de chupar por vía anal un litro y medio del líquido elemento).
No, a mi chófer imaginario no lo visto con librea, no le obligo a abrirme y cerrarme la puerta ni lo llamo a gritos o le insulto cuando tengo prisa, como una Celia Villalobos cualquiera (“¡Vamos, joder, Manolo!”, la pudimos oír dirigirse a su conductor en una ocasión, y remató con un encantador aparte: “No son más tontos porque no se entrenan”). Lo cual tampoco quiere decir que confundamos los papeles y mi chófer y yo seamos colegas. Mi chófer y yo guardamos las distancias, él se sienta al volante y yo en el asiento de atrás y apenas hablamos, no intimamos demasiado, nos tratamos de usted, no por nada, sino para que cuando llegue el día pueda decirle “¡Siga a ese coche!”!, otra cosa que siempre me ha hecho ilusión.
La verdad es que, fuera bromas, todas estas fantasías absurdas no obedecen a un arrebato burgués y desclasado sino al hecho de que conducir me da puto asco, algo que se agrava teniendo en cuenta que cada día tengo que hacer como mínimo cincuenta kilómetros. Un chófer sería altamente beneficioso para mi salud mental, me liberaría de todos esos conductores que no respetan la distancia de seguridad, de los que creen que la que yo guardo con el coche que me precede es el hueco para que ellos adelanten, o de los que aparcan en doble fila, aunque tengan sitio diez metros más adelante; con un chófer no tendría que sentirme un marciano cada vez que debo disculparme por no beber alcohol si luego tengo que conducir, o cuando voy al taller y me hablan en chino mandarín, me preguntan si mi coche es TDI o me explican que se le ha roto un manguito.
En fin, como lo del chófer, después de todo, no lo veo muy factible, todavía me queda la esperanza de que en un futuro próximo se generalice el uso de vehículos sin conductor, es decir, que todos sean, además de muy económicos, parecidos al coche fantástico y yo pueda cumplir mi viejo sueño: “¡Kitt, sigue a ese coche!”, le diría. Y le pediría también que me llevara los domingos a mirar escaparates.