YO TAMBIÉN BUSCO TÍTULO
Artículo publicado en «Rubio de bote», colaboración para semanario ON, diarios de Grupo Noticias (29/07/17)
A veces suelo parar a desayunar en una cafetería en la que los cruasanes me saben a gloria. Es un sitio algo apartado, para llegar a él hay que desviarse por una carretera estrechita y, como lo de los cruasanes es un secreto a voces, casi siempre está llena de coches aparcados de mala manera en los arcenes. Para solucionar todo ese caos, la cafetería habilitó un parking en su parte trasera. Es una explanada bien señalizada y espaciosa, algunos festivales de música tienen menos plazas disponibles, pero a pesar de todo, por no andar los cincuenta metros que la separan de la cafetería, la mayoría de los coches siguen aparcando en la carretera, junto a la puerta del local.
He observado conductas similares en otros lugares, en los parkings de supermercados o en calles en las que no hay dificultades para encontrar sitio, pero en las que algunos conductores optan por la doble fila (o incluso a veces por la doble fila delante de una plaza vacía).
Los coches sacan a menudo nuestros comportamientos más rastreros. Y retratan a quienes los manejan. Los hombres con la imaginación pequeña se compran coches grandes. Quienes no tienen gran cosa que decir conducen coches ruidosos. Aquellos que…
(¡CAS-CA-RRA-BIAS, CAS-CA-RRA-BIAS!, escucho de repente voces dentro de mi cabeza, y veo también a un coro de niños que me señalan con el dedo)
Vaya, pues es verdad, disculpen la interrupción. ¿Un columnista debe estar necesariamente siempre enfadado? ¿Firma con hiel una cláusula en la que se le obliga a refunfuñar en cada una de sus colaboraciones? ¿Se siente más guay juzgando siempre las conductas de los demás? ¿Y ese tonito de superioridad moral? ¿Se aplica él el cuento, es un ciudadano, un padre, un votante ejemplar? ¿Para correctamente en todos los STOP?
Es más, ¿para qué servimos en realidad los columnistas? En la mayoría de los caso, una de dos, o el columnista tiene su parroquia de lectores, con lo cual leerlo viene a ser lo mismo que ir a un mitin del partido al que ya sabe que va a votar; o, dos, lo leen de manera morbosa aquellos que no lo pueden ni ver, que sienten repugnancia por lo que escribe y piensa, solo para reafirmarse en ese asco intelectual (a mí me pasa mucho con Pérez Reverte, y otros más próximos que no voy a nombrar para que no se exciten y por si me los cruzo un día por la calle —encima cobarde—).
Por no hablar de que en realidad un columnista en realidad está atado de manos, pies y lengua. Ninguno lo admitirá, pues todos nos vemos a nosotros mismos como espíritus libres y enfants terribles, pero si el columnista fuera sincero y coherente consigo mismo, si escribiera realmente lo que quiere o como quiere, acabaría en un juzgado o en la calle (lo sé porque esto último me ha pasado varias veces y lo primero casi una).
Escribir columnas es una cosa de señores mayores enfadados o de escritores fracasados que mueven patéticamente el sonajero de su pluma. Las columnas, en fin, las deberían escribir jóvenes de veinte años y hablarnos de la última vez que hicieron el amor o contarnos a quién le meterían una buena yoya. Por lo demás, la cafetería en cuestión tampoco es para tanto, sus cruasanes saben a gloria celestial pero sus cafés convierten mi estómago en un infierno, como en casi todos los demás sitios.
(Samplers empleados para escribir esta columna: Señor mayor enfadado/Javier Marías (en cualquiera de sus columnas semanales); El hombre más airado de Holloway/ Nick Hornby, en Cómo ser buenos; Busco título/ Cabezafuego, en Somos droga: toda esta columna ha sido en realidad una burda imitación de esa genial canción en la que el músico se aburre de la misma a mitad del tema y la mata cortándole el cuello con un histriónico rap).
Ey, a ver si voy a tener que empezar a leerte más seguido… Lo de «mueven patéticamente el sonajero de su pluma», fino y a la vez contundente. Nunca paro de aprender con vos.
Gracias, Per.