OUTFIT
Yo creo que me compraron mi primer jersey cuando tenía quince o dieciséis años. Eso no quiere decir que hasta entonces afrontara los inviernos a pecho descubierto, a lo que me refiero es que hasta esa edad era mi madre la que tricotaba en casa los jerséis. No es que mi madre fuera modista, ni mucho menos, en realidad era algo que hacían la mayoría de las madres. De modo que el outfit de todos los chavales de la época resultaba singular, cada uno de aquellos jerséis era único e irrepetible. Nosotros no le dábamos, sin embargo, ningún valor, sobre todo si tu madre no tenía mucha maña con las agujas y a veces los jerséis te llegaban hasta las rodillas o todo quedaba manga por hombro, nunca mejor dicho.
Por entonces las prendas industriales eran una anormalidad, que observábamos boquiabiertos los fines de semana, cuando íbamos al centro de la ciudad a “ver escaparates”, como se decía. Había incluso un jugador de fútbol, Vicente Biurrun, al que su tía le tejía los jerséis de guardameta, los cuales lució en equipos como la Real Sociedad, Osasuna o el Athletic (donde, solía bromear, fue el primer extranjero del club, pues nació en Brasil, a donde sus padres, donostiarras, habían emigrado y de donde regresaron cuando el futuro futbolista contaba cinco años).
Recuerdo muy bien aquel primer jersey que me compraron, me gustaba mucho, era de algodón y de color lila. Estaba muy guapo con él, así que lo llevaba al instituto todos los días, a menudo sin ningún tipo de criterio estético, por ejemplo combinado con pantalones de mahón o con un macuto militar en el que había escrito con un boli BIC “Mili KK”. Mi madre solía decirme que iba hecho un “zakarro”, y yo no lo entendía, solo lo he acabado entendiendo cuarenta años después, cuando veo a mis hijos salir de casa con los tobillos al aire en invierno y chanclas con calcetines de deporte en verano.
A diferencia de los jerséis, los pantalones vaqueros sí los comprábamos en las tiendas, pero no los mirábamos ojipláticos en los escaparates, porque los vaqueros nuevos daban para atrás, con aquel color azul oscuro horrible, nuevo, que había que ir decolorando con el uso, hasta que solo dos o tres años después se conseguía ese efecto lavado a la piedra que hoy se obtiene en fábrica sin ninguna dificultad, gastando tres mil o cuatro mil litros de agua de nada. Eran aquellos unos vaqueros recios, indestructibles, que te acompañaban durante un lustro y a los que las madres iban sacando el dobladillo, que quedaba marcado, como las muescas de la estatura en la pared, o que estrechaban con la máquina de coser para que nosotros nos convirtiéramos en macarras de ceñido pantalón, como cantaba Joaquín Sabina.
Eran, en fin, otros tiempos, tan antiguos que a todo eso no se le llamaba el outfit sino las pintas.
Publicado en Rubio de bote (16/09/23)