HIMNOS Y BANDERAS
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 01/10/22
Hace unos días fui a ver un partido de baloncesto entre dos selecciones nacionales. Había un speaker animando el cotarro. “¡Un fuerte aplauso para las animadoras!”, vociferaba. O: “¡Atentos a la pantalla!”, mientras una cámara iba buscando entre el público a parejas que tenían que darse un piquito, para regocijo del resto de los espectadores…
“¡Y ahora todo el mundo en pie para escuchar los himnos!”, saltó de repente. El speaker no dijo: “¡Y ahora vamos a escuchar los himnos!”, y cada uno que los escuchara —o no los escuchara— como le viniera en gana. Ni siquiera pidió por favor que nos levantáramos. No, lo ordenó. Y para mi sorpresa casi todo el mundo no solo le obedeció diligentemente sino que además muchos comenzaron a ondear las banderitas que habían dejado antes del partido sobre cada asiento. Yo me quedé de piedra. Y sentado, claro. Un poco avergonzado, eso sí, porque nunca me ha gustado llamar la atención. Por mí los himnos nacionales podían prohibirlos. Y ya de paso los speakers. Y las banderitas. Se supone que hay que guardar respeto a todos esos símbolos, pero yo no sé por qué. Para mí una muestra de respeto sería que nadie me obligara a guardarles respeto; o incluso que yo pudiera faltarles al respeto al himno o a la bandera, ya que estos también me lo faltan a mí (de hecho, el tipo que estaba a mi lado se pasó todo el partido agitando su banderita y metiéndomela de vez en cuando en el ojo, que es para lo que valen las banderas).
Unos días después, no sé si ustedes se han enterado, se murió la reina de Inglaterra. Y eso puso en marcha toda una parafernalia patriótica y una exaltación de la monarquía —esa institución feudal, antidemocrática y hortera— aterradoras. Los medios se han pasado horas y horas entonando un God save the queen interminable, un mantra catódico gracias al cual hemos podido interiorizar que en el Reino Unido no hay republicanos ni nadie que esté contra los fastos y el despilfarro. Un día lo cronometré y el teleberri, que lo emitieron in situ, dedicó más de media hora a la muerte de Isabel II. Escribí un tuit mostrando mi extrañeza y hubo quien me lo afeó diciendo que los periodistas tenían que estar allá donde estuviera la noticia. Pero, claro, digo yo, eso es relativo y todo tiene que ver con la dimensión que se quiera dar a esa noticia. Por ejemplo, durante lo que ha durado esta orgía monárquica habrán muerto varias personas en accidentes laborales y ninguna cadena ha dedicado nunca a ello un telediario entero en directo desde el lugar del siniestro, que yo sepa. ¿Tienen menos importancia esas muertes? Pues parece que sí, porque al final resulta que es más importante que ellas la muerte de una persona que está por encima del resto, por la cara, sin que nadie la haya elegido ni haya hecho otro mérito que nacer en determinada familia, lo cual en el fondo —dar una dimensión desmesurada a esa noticia, no digo que no haya que hacerse eco de ella— viene a justificar esos privilegios injustos y ese anacronismo que es la realeza.
A los funerales de la reina de Inglaterra acudió, por supuesto, la nueva primera ministra británica, Liz Truss, a la cual pudimos ver hace poco declarando en un debate electoral que a ella no le temblaría el pulso si tuviera que apretar el botón nuclear. Era un debate con público, y buena parte de este, en lugar de romper a gritar muerto de miedo, aplaudió. Solo les faltó ponerse en pie y entonar el himno nacional.