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SUEÑOS

Dic 14, 2020   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal en magazine ON (con diarios de Grupo Noticias)

Hoy he tenido un sueño muy raro, iba a escribir, pero en realidad si un sueño no es raro no es un sueño o es una birria de sueño, es la vida, como decía Calderón de la Barca. La vida es sueño. Vaya una mierda de teoría. Sería terrible. Imagínense ustedes que se van a la cama después de un día de trabajo y sueñan otra vez que están ocho horas en la fábrica, o en clase o con las gafas empañadas por culpa de la mascarilla. Los sueños tienen que ser raros, caóticos, desordenados, absurdos, se te tienen que caer los dientes, o tienes que volar o andar desnudo por la calle o tener pendiente una asignatura de la carrera que acabaste hace treinta años. Si la vida es sueño es mejor no despertarse, porque lo que nos espera debe de ser un muermo total, una pesadilla. Igual somos el sueño de un robot, de una máquina, de un logaritmo… Pero tampoco, porque si fuéramos androides soñaríamos con ovejas eléctricas, eso no lo dijo Calderón sino Philip K.Dick.

En mi sueño yo iba con mi madre paseando por una urbanización pija, comparando chalets (esto que cuento ahora entre paréntesis no lo decía el sueño, pero igual estaba soñando eso porque por fin cumplía otro sueño que tenía de pequeño —bueno, no, en realidad era una convicción— y era que cuando yo fuera mayor iba a convertirme en el relevo generacional de Corbalán en el Real Madrid y con el dinero que ganara le iba a comprar a mi madre un chalet y le iba a dar cada mes quinientas pesetas, que entonces para mí era una fortuna. Además de todo eso en nuestro chalet iba a haber un poni en el jardín).

El caso es que, de repente, en mi sueño, mi madre en lugar de caminar a mi lado iba montada en una moto pequeñica y se adelantaba, cogía velocidad, mucha velocidad, y al llegar al final de la calle, no giraba, continuaba recta y se estampaba contra la puerta de uno de los chalets, ¡pumba! El golpe era aparatoso, pero mi madre se levantaba, cogía la moto, la plegaba como si fuera un paraguas, se la metía en el bolso y decía “¡Ay, chico, últimamente no sé qué le pasa al cacharro este que va fatal!” y seguíamos andando los dos como si nada, sin hacer caso al enano de jardín que salía del chalet y que nos pedía los datos del seguro. 

Después pasaban más cosas, pero ya no me acuerdo.  La muerte debe de ser algo así: estar dentro de un sueño del que no recuerdas nada. Hay miles de interpretaciones sobre los sueños. Igual la teoría de Calderón de la Barca tampoco es tan mierdosa y los sueños son los recuerdos que le arrebatamos a la muerte. Es decir, la vida. En el documental Urpean lurra de Maddi Barber, por ejemplo, quienes vivieron en los pueblos inundados por el pantano de Itoiz mantienen viva la memoria de esa tierra sumergida a través de sus sueños; o una de las prácticas recurrentes de tortura es privar a los detenidos del sueño, puede que no tanto, que también, por arrebatarles el descanso físico, sino por impedirles que su mente se evada, se purifique, se alivie soñando que está lejos de las garras brutales de esos torturadores, que personifican a la muerte.

No tengo, por lo demás, ni idea de si mi sueño tiene algún significado (por ejemplo, la invencibilidad y la inmortalidad de mi madre), pero tampoco trato de buscárselo. Lo mejor de los sueños es su ausencia de lógica, o de lo que nosotros entendemos por lógica. Igual después de alejarnos de los chalets mi madre ya no era mi madre sino Nino Bravo, o al doblar la esquina aparecía Ángel Nieto montado en un poni.  Qué más da,  en el sueño todo tenía sentido.  Espero que en esta columna también, aunque de eso no estoy tan seguro. Igual la he soñado.

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