GRACIAS, PROFESOR
Publicado en magazine ON, Rubio de bote, colaboración semanal diarios Grupo Noticias 13/01/2018
¡Plas!… Al principio es solo una persona la que aplaude, la primera que se atreve a romper el silencio o la estupefacción… ¡Plas!… Las palmadas suenan deliberadamente distanciadas, es una especie de código: “¡Qué demonios, no me importa lo qué opinen los demás, esto que ha pasado es digno de admiración!”, viene a decir el gesto… ¡Plas!… Después este va ganando convicción, intensidad, y luego se suma tímidamente al aplauso otra persona, ¡plas!, y luego otra, y otra, ¡plas plas!, y la ovación va tornándose atronadora, y al final es ya todo el mundo el que aplaude, ¡plas, plas, plas!, incluso el malo o lo malos de la película, la cual acaba, poco después, con un happy end y música como para hacer zumba (también se pueden intercalar junto con los créditos algunas divertidas tomas falsas).
Las películas yanquis tienen una serie de recursos predecibles y estereotipados como este (o como esos padres adictos al trabajo que llegan a la función de fin de curso de sus hijos en el último momento), muchos de los cuales nunca suceden en la vida real. Del mismo modo, yo nunca tuve ningún profesor de literatura que se subiera a las mesas y gritara “¡Oh, capitán, mi capitán!” y al que le deba de manera encarecida haberme convertido en escritor. Pero sí tengo una pequeña deuda con uno de ellos, del cual guardo un buen recuerdo y algún consejo que fortaleció mi vocación, deuda que no he saldado nunca por timidez.
A veces, de hecho, nos cruzamos por la calle y los dos simulamos no recordarnos; bueno, yo, al menos, lo hago, puede que él no (creo que es también tímido) o puede que simplemente no me reconozca, pues sigue manteniendo el mismo aspecto despistado —es una especie de doble de Woody Allen— que cuando me daba clases en el instituto. No recuerdo nada excepcional en realidad de aquellas clases, más allá del humor socarrón e intelectual, woodyallenesco, en suma, con que él las impartía—. En ellas sucedía simplemente lo que debía suceder: un profesor de literatura al que le gustaba la literatura y al que eso le resultaba suficiente para transmitir ese entusiasmo. Lo excepcional era precisamente eso, lo que debería ser normal.
No sé qué pensará él, si acaso se acuerda de mí o me reconoce, en esas ocasiones en que nos cruzamos y nos ponemos a silbar. A veces, soy optimista y me digo que si yo fuera profesor de literatura en un instituto de barrio me sentiría satisfecho, recompensado y en cierto modo partícipe si supiera que al menos uno de mis alumnos se ha convertido en escritor. Otras, por el contrario, me pongo en lo peor y pienso que quizás lo que sucede es que se avergüenza de mí, que tal vez yo no le parezco un buen escritor (no sé qué pensará, por ejemplo, el profesor o la profesora de literatura de Dan Brown). Recuerdo entonces el día en que, tras entregarle de manera apresurada un examen, en el cual yo me había limitado a cumplir el expediente, él me invitó a volverme a sentar y dijo: “Y ahora ¿por qué no intentas volver a hacerlo escribiendo de verdad todo lo que sabes?”. Y pienso que puede que me vea como un proyecto fallido, un aborto de literato, un diletante, un quiero y no puedo, una birria de escritor…
No lo sé. Ni tampoco si él llegará a leer esto, que en el fondo es una extrapolación al mundo de las columnas periodísticas del aplauso in crescendo de los telefilmes yanquis: al artículo de agradecimiento al viejo profesor. Woody Allen, por su parte, nunca recurriría —excepto de una forma paródica— a ese tópico, o al del padre que llega tarde a la función de su hijo. Así que supongo que la próxima vez que nos crucemos volveremos a hacernos los suecos. Y que incluso será más incómodo todavía, el Estocolmo de la incomodidad. Pero yo, de este modo, me quedó más tranquilo. En definitiva: gracias, profesor. Y también: ¡Plas!… ¡Plas!… ¡Plas!…