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¿PARA QUÉ VAMOS A PERDER EL TIEMPO HABLANDO SI PODEMOS ARREGLARLO A HOSTIAS?

Ene 4, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Cuento incluido en «La tristeza de las tiendas de pelucas» * (Patxi Irurzun/Pamiela 2013).
 

—En este pueblo solo hay sitio para un negro— escupió Gorka Iruretagoiena, el concejal de festejos, mientras sobre su cabeza la ETB2 echaba una de vaqueros.

Pero nadie en el bar se rió, a pesar de lo ridículo de la situación: Iruretagoiena iba disfrazado de Baltasar, el rey mago; algunas gotas del octavo pacharán que se atizaba esa tarde le resbalaban por la barbilla, borrando la pintura negra de su cara; y sobre todo, había dirigido sus desafiantes palabras a Amadú, un senegalés que trabajaba como arrantzale en uno de los barcos del puerto, y que también estaba disfrazado de rey mago.

—Pues como negro, yo soy más negro que el copón —contestó Amadú, en un perfecto euskera, y, después de atizarse de un trago una lata de Aquarius y dejarla bruscamente sobre la barra, añadió, encañonando con la mirada al concejal: — O sea, que igual el que sobra aquí eres tú.

El humo de su cigarrillo humeó en la boca igual que el cañón de un revólver recién disparado y un silencio denso y circulante como la sangre se hizo en el bar. Solo se escuchaba temblar la esquina de un poster del Atlethic, pegado en la pared y agitado repentinamente por una corriente de aire de galerna, que se había filtrado por debajo de la puerta.

—Anda la hostia, lo que faltaba por oír—comenzó a gesticular el concejal, e intentó arrastrar con las aspas de sus brazos a alguno de los txikiteros y de quienes jugaban al mus, pero nadie le siguió el aire esta vez.

Iruretagoiena, además del concejal de festejos, es decir, quien organizaba la cabalgata de reyes cada año (reservándose para él el papel estelar), era el patrón de la cofradía de pescadores. Un hombre acostumbrado a mandar y a ser obedecido. Amadú, por su parte, era un joven rebelde y orgulloso. No había venido desde tan lejos para dejarse pisar por nadie. La historia de siempre. Hombres que quieren progresar y hombres que quieren conservar lo que tienen. Y alrededor, hombres que miran la pelea y tal vez desean que por una vez gane el menos fuerte, pero no dicen nada, por temor a llevarse algún golpe.

—Eso no me lo repites tú a mí ahí fuera, en la calle —retó Iruretagoiena, acorralado por aquel silencio nuevo y extraño.

—En la calle y donde haga falta — contestó Amadú, sin achantarse, y él mismo echó a andar hacia la puerta del bar.

Pisaba con fuerza y a cada paso tintineaban las tapas doradas de latas de anchoas con que había cubierto su capa de rey mago. Pero tampoco entonces nadie se rió, ni intentó detenerlo. Amadú se había hecho respetar y querer en el pueblo. En el barco trabajaba bien. Tenía iniciativa. Había aprendido euskera.  Y era valiente. Fue el primero en decir en voz alta lo que todos comentaban en corrillos: que los niños no eran tontos y se daban cuenta de que Iruretagoiena no era un negro de verdad; que decían que olía a pacharán; que cualquier día habría una desgracia y se le caería un crío de los brazos al subirlo a la carroza o sería él mismo el que se descalabrara…

Por todo ello, en la comisión de festejos se aceptó de buen grado que Amadú se ofreciera para representar a Baltasar ese año en la cabalgata. El problema fue cuando se lo contaron a Iruretagoiena, a quien, como compensación, ofrecieron hacer ese año de Olentzero.

—Los cojones— fue su testicular respuesta.

Un hombre como él no podía rebajarse a ser un simple carbonero. Él era el concejal de festejos. El patrón de la cofradía de pescadores. Y nadie iba a destronarlo así como así. Mucho menos un extranjero, un recién llegado…

—Un arrantzale que solo bebe Aquarius— se burló de él.

El concejal, pues, se negó a ceder su corona (su corona y todo el traje de rey mago, aunque eso no hizo desistir a Amadú, que decidió confeccionar él mismo su propio disfraz), así que ahora, a solo unas horas de la cabalgata, allá estaban los dos Baltasares, plantados uno frente al otro en mitad de la calle mayor, desafiantes y con ganas de pelea.

Iruretagoiena fue el primero en desenfundar. Le lanzó a Amadú una patada entre las piernas, pero este se apartó sin demasiada dificultad y el concejal, borracho como una cuba, giró sobre sí mismo y cayó de bruces sobre un charco, donde se quedó inmóvil, incapaz de levantarse por sí mismo. Todos vieron cómo el senegalés se acercó para ayudarle a ponerse en pie y cómo el concejal aceptó el brazo que este le tendía.

Fue un acto conciliador, con el que parecía que todo había terminado, pero de repente alguien gritó:

—¡Los morroskos!

Y por una esquina de la calle vieron aparecer a los dos hijos gemelos del concejal, dos muchachos de veinte años, dos bestias pardas, altos como montañas y con brazos como chuletones, que se abalanzaron sobre Amadú y lo golpearon por sorpresa y brutalmente. Descargaron sobre él patadas y puñetazos que dolían incluso desde detrás de las ventanas. Amadú quedó tumbado en el suelo, como un muñeco de trapo, ocupando el mismo lugar sobre el que unos segundos antes yacía Iruretagoiena, al que sus hijos cogieron en brazos y volvieron a introducir en el bar.

—Tres pacharanes—pidió desafiante uno de ellos, mientras el otro reanimaba y volvía a acomodar a su padre en la barra, el trono que al parecer no resultaba tan fácil arrebatarle.

Nadie dijo nada. De nuevo el silencio se apoderó del bar. Un silencio que poco a poco volvía a colocar todo en su sitio.  Al cabo de un rato, alguien tiró una carta sobre el tapete y envidó a chiquitas. Otro se acercó  a la barra y pidió una sidra. “Su tabaco, gracias”, se escuchó la voz metálica y deshumanizada de la máquina… Y de reojo, todos miraban por la ventana y comprobaban aliviados que algún alma caritativa debía de haber socorrido a Amadú, quien ya no estaba tirado en la mitad de la calle, malherido e inconsciente.

Pasaron varios minutos más y cuando ya todos se habían olvidado de él y tranquilizado sus conciencias, la puerta volvió a abrirse, y una bocanada de aire frío y húmedo colocó al senegalés en el centro del bar. Tenía un ojo hinchado y una tirita en la ceja, justo debajo de la corona de cartón del Burger King, en la que él había escrito con una cuidada caligrafía: Baltasar.

Amadú se acercó renqueante hasta la barra. Al pasar bajo una lámpara las tapas de las latas de anchoas en su capa de rey mago refulgieron con destellos dorados.

—Una lata de Aquarius —pidió, y clavó su mirada desafiante y orgullosa en Gorka Iruretagoiena y en sus dos hijos.

Sobre la cabeza del camarero,  en la película de vaqueros de la ETB2, sonaba música épica y crepuscular, pero todos sabían que aún quedaban varias escenas hasta que aparecieran aquellas dos palabras:

THE END.

 

*La tristeza de las tiendas de pelucas. Finalista de Premio Euskadi 2014 y finalista del Premio Setenil 2013

 

 

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