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LA ÚLTIMA FRONTERA

Feb 3, 2012   //   by admin   //   Blog  //  3 Comments
 
Muy pero que muy de vez en cuando llegan noticias de la remota Papúa Nueva Guinea, hay que buscarlas por los bordes de los periódicos o en vistos y no vistos de los telediarios, total solo son, como las de esta semana, hundimientos de ferrys en los que no viaja ni un solo turista, o intentos de golpe de estado, cosas así, sin importancia. 
Yo estuve en aquel país hace diez años. Lo cuento en la segunda parte de mi libro ‘Atrapados en el paraíso’ (en la primera hablo de Payatas, el basurero de Manila), del que os dejo aquí algunos párrafos papús de un capítulo titulado

EL PIRATA DEL SEPIK
No tardamos demasiado en aterrizar en Wewak, en un pequeño aeropuerto. Mientras esperábamos a que un carro trajera nuestras maletas, tras las verjas distinguí un rostro que me resultaba familiar: un hombre de unos 60 años, alto, espigado, de barba rala y pelirroja. Se acercó a nosotros en cuanto salimos del aeropuerto.
—Ralf —se presentó.
Pronto recordé. Había visto esa cara en una guía de viajes del Sudeste Asiático que hablaba de refilón de PNG.  Según ésta, la casa de Ralf era el punto de paso imprescindible para todo viajero que pretendiera llegar hasta el Sepik, el lugar donde éste podía informarle de todo lo necesario, conseguir el vuelo en la avioneta, poner a recaudo los pasaportes, etc. Uno de los tesoros de Ralf, de hecho, era el libro de visitas, en el que los viajeros dejaban sus impresiones y consejos tras su incursión en el río. Ralf era un ex-jesuita alemán que había pasado casi 20 años navegando por el Sepik y que finalmente se había casado y tenido hijos con una nativa. Ralf ahora sobrevivía, casi como un ermitaño, en una colina a sólo unos kilómetros de Wewak, alquilando literas, vendiendo artesanía, utilizando su vieja ranchera como taxi…
Nos ofreció alojarnos en su casa. Dijo que tenía una habitación libre, aunque deberíamos compartirla con varios cachorros de perro —“pekininos”, los llamó—. Aceptamos. Por lo que sabíamos era el único lugar al alcance de nuestro bolsillo en el que podíamos hospedarnos en Wewak.
Ralf nos hizo montar en su ranchera, con decenas de abolladuras y que algún día bajo el óxido debió de ser amarilla. Subimos junto a él en la cabina. En el suelo había una capa de cáscaras de coco. Arrancó. Apenas recorrió unos metros y paró para que subieran dos o tres mujeres a la parte de atrás. Después un grupo de niños. Algunos chicos jóvenes. Así hasta que la ranchera se llenó. A veces Ralf disminuía la velocidad para coger una de las cáscaras de coco y arrojarla por la ventana a los perros que se cruzaban. Al principio pensé que era un amante de los animales, pero después me di cuenta de que les tiraba a dar, intentando espantarlos para no atropellarlos, lo cual resultaba algo ridículo, pues circulábamos a unos 20 kilómetros por hora.
La carretera fue elevándose por una colina de vegetación espesa, entre la cual se abría de vez en cuando un claro, algún camino, en el que se veían grupos de jóvenes con machetes, esperando no se sabía muy bien qué. En los días sucesivos no tardaría en darme cuenta de que los machetes eran herramientas de trabajo con las cuales abrirse paso a través de la selva, cortar caña o plátanos y de que aquellos muchachos simplemente esperaban algún camión que les condujera a Wewak, pero no pude evitar asociar esa imagen con cualquiera de las que estábamos acostumbrados a ver en los telediarios cuando hablaban de países como Papúa Nueva Guinea o de continentes como Africa, y que ilustraban noticias de matanzas, mutilaciones… Me pregunté qué sucedería con cada uno de nosotros con uno de esos machetes atrapados en un atasco; o ganando ochenta kinas, veinte euros a la semana.
Llegamos a la casa de Ralf, en un recodo de la carretera. Alrededor de ella, semienterradas, había varias rancheras aún más viejas que aquella en la que habíamos montado. En cuanto a la casa, era una rudimentaria construcción de madera, sostenida sobre cuatro troncos que dejaban un espacio debajo por el que desaguaba la ducha y que impedía entrar a los reptiles. En la fachada se veían colgadas máscaras de madera, tallas, escudos… Apenas un aperitivo de lo que aguardaba dentro. La casa de Ralf era una auténtica «haus-tambaran», las casas de los espíritus que construían en los poblados de Papúa Nueva Guinea en honor de los antepasados. Las paredes se encontraban completamente cubiertas por lanzas, tallas, figuritas, dientes de cocodrilo y demás adornos a los que no habían quitado el polvo desde hacía lustros, seguramente para no molestar a las decenas de arañas que colgaban por doquier y que para Ralf eran una especie de simpáticas mascotas o pequeños dioses animales. En contraste con esos adornos también se veían algunos recortes de periódicos de diferentes partes del mundo en los que se mencionaba la casa y, en una de las puertas, posters de Pamela Anderson y Leo Dicaprio.
—Era la habitación de mis hijos —se disculpó Ralf—. Ahora viven en Australia.
De esa misma habitación veríamos en los días que permanecimos en Wewak entrar y salir a varias mujeres que hacían la comida, barrían y apenas intercambiaban unas frases con Ralf. Siempre eran mujeres silenciosas, que permanecían dos o tres días, se iban y dejaban paso a otras como ellas. Era como todo cuanto rodeaba la vida de aquel singular alemán: misterioso.
Ralf nos hizo pasar a nuestra habitación y nos mostró varias literas, la mayoría de ellas ocupadas por cajas con más montones de figuritas y máscaras.
—Las mantas —nos ofreció.
 Estaban mojadas. La colina era un lugar húmedo que todas las mañanas quedaba envuelto por una niebla densa. Comenzamos a hacer las camas. Debajo de ellas se escucharon unos gruñidos.
—Los “pekininos” —explicó Ralf—. Los perros grandes quieren comérselos, sienten celos de la madre.
Lo que nosotros no entendíamos era por qué los ponía a recaudo precisamente allá, en la habitación de los huéspedes. Era como si lo que él ofreciera fuera precisamente eso, un alojamiento para amantes de las emociones fuertes y molestas. Lo que estaba claro era que quien dormía en la casa de Ralf nunca olvidaba la experiencia, las noches de terror, con todas aquellas máscaras y arañas observándote en la oscuridad; las noches de enfermedad, al borde de la pulmonía al amanecer; las noches de pesadillas, en las que uno soñaba con convertirse en el Herodes perruno…
La casa de Ralf no era, en definitiva, el “Crown Plaza”, y eso que todavía no habíamos descubierto la pieza estrella: el baño, y su peculiar sistema de saneamiento. En una pequeña caseta, fuera, bajo una taza incrustada en unas tablas de madera se veía un gran agujero excavado directamente en la tierra, al fondo del cual se revolvían miles de gusanos que devoraban cuanto les echaran, excrementos, orina, papel higiénico…
—Si consigo cagar aquí creo que nunca más volveré a estar estreñido —dijo Josean.
La primera noche en la casa de Ralf apenas conseguimos pegar ojo. Los “pekininos” lloraban, rascaban el suelo… De vez en cuando, en la carretera, se oía un frenazo, gritos de hombres llamando a mujeres —supongo que a las mujeres de la habitación contigua—, y después a Ralf que salía a espantarlos. Los hombres se alejaban entonces entre un estrépito de botellas rotas. Fue una larga madrugada.

Atrapados en el paraíso (Patxi Irurzun).
Gobierno de Navarra, 2004
Premio a la creación del Gobierno de Navarra. Finalista del Premio Desnivel.

3 Comments

  • Me recordó mucho a Horacio Quiroga., Uruguayo ¿Lo conoces?
    Excelente relato!¡Gracias Patxi!

  • Gracias, Bruja. Sí, he leído algunos cuentos de Quiroga, aunque estos son líneas extraidas del capítulo de uno de mis libros. La verdad es que el Sepik era una selva y daba también para muchos cuentos

  • A mí, que me apasiona la historia del colonialismo, no deja de sorprenderme que fueran colonia alemana hasta 1914.

    ¿Queda algún vestigio de eso, Patxi? ¿Se ponen moraos de chucrut? ¿Son forofos del Bayern?

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