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LA LITERATURA ES MI ABRIGO / EN TOLOSA INAUTERIAK

Feb 1, 2011   //   by admin   //   Blog  //  1 Comment


La literatura es mi abrigo (o más bien, mi cortavientos). Y mis zapatillas de treking, mis dos camisetas con el lema Los pobres desgraciados hijosdeperra… Escribir no me ha dado nunca para vivir, ni siquiera para malvivir (en un símil futbolero yo calculo que debo andar por la Segunda B de los escritores –Patricio Pron hablaba de eso de las ligas literarias en este artículo) pero sí me ha permitido, hace un tiempo, viajar, gracias a los premios y últimamente, también gracias a ellos, vestirme. Hoy me han enviado un email diciéndome que he sido uno de los cinco afortunados que recibirán el libro de Carlos Marzal Los pobres desgraciados hijosdeperra y dos camisetas muy cuquis diseñadas para promocionarlo: para conseguirlo había que participar en un concurso literario de la editorial Tusquets, enviando una historia de vivencias juveniles. Como yo no tengo vergüenza alguna, me presenté con el cuento de abajo, En Tolosa inauteriak (como la canción aquella de Kortatu), que saqué del disco duro y al que le pegué unos tijeretazos aquí y allá para que cuadrara con las 600 palabras que pedían. Puede que a alguien le parezca un poco cutre, pero en el fondo, pensándolo bien, quizás yo no esté en la segunda B -en segunda B hay profesionales- , sino para jugar estos partidos de aficionados barrigones en los que se rompen meniscos a tutiplén y de vez en cuando a alguno le da un infarto al corazón, y esto lo digo con todo el respeto del mundo: me encantan esos partidillos en los que de vez en cuando te encuentras con futbolistas que se rompieron, que tuvieron la cabezaloca, que desperdiciaron su talento, pero que todavía son capaces de hacerlo brillar solo por puro gusto.
Hace poco, además, fui finalista de otro concurso literario, el
Mikel Essery y me quede con uno de los premios menores, que consistía en 200 euracos para gastar en una tienda de ropa de deporte (de alta montaña), así que ahora salgo a buscar a los niños al colegio como si fuera al Himalaya. con mi cortavientos y mis trekings naranjas con efecto «andar sobre una nube».
Qué queréis que os diga, la cosa está muy mala, los libros muy caros, y la ropa de alta montaña ya ni te cuento (y además, hoy han subido el pan en el Taberna; hace tiempos por cosas como esta se armaba una buena zapatiesta).
En fin, os dejo con el cuento (aunque es la versión original, la larga, porque no recuerdo por donde corté y tampoco guardé copia), un cuento quea demás viene al pelo, ahora que se acercan los carnavales:

EN TOLOSA INAUTERIAK…


Fue hace muchos años, cuando todavía los autobuses de línea serpenteaban por la vieja carretera y en cada curva el moscatel al que le atizábamos hacía el mismo recorrido en nuestros intestinos, subiendo su carga de alcohol a través del torrente sanguíneo a duras penas. La priva tardaba en hacer efecto y nos sentíamos algo cohibidos en aquel autobús, con nuestros disfraces de hombres-rana, pero al llegar a Tolosa y apearnos fue como si nuestras cabecitas se convirtieran de repente en globos aerostáticos. Como si la vida fuera siempre una gran fiesta de disfraces.

Micropunto llevaba el suyo completo, con aletas, traje de neopreno, yo me conformaba con las gafas de bucear y Dotore iba de paisano.

—Es que yo me sumerjo a pulmón libre— se excusaba.

Eso de algún modo nos definía perfectamente. Dotore enfrentándose a todo por primera vez, precavido, Micropunto sin miedo de nada, coleccionista de aventuras y problemas en impulsos que casi siempre los bombeaban tripis con dibujitos de Walt Disney; y yo la bisagra entre ambos, el hombre invisible en tierra de nadie, echando la vista a ambos lados del camino.

Pero aquel Jueves Gordo el mundo estaba del revés y cuando apenas llevábamos unos minutos “en Tolosa inauteriak…” y nos cruzamos con una pareja de punkis todo maqueados, con sus kilométricas crestas, y las chupas de cremalleras, con patas de pollo colgando de cada una de ellas, fue “Dotore” quien les cantó aquello de: punki de postal laralara. En realidad no les estaba buscando la boca, todo lo contrario, pero nos dimos cuenta de que se equivocaba, de que no iban disfrazados de punkis, eran punkis, cuando vimos a otro de aquellos tipos embadurnándose la cresta con la gasolina que aspiraba del depósito de una motocicleta.

—¿Qué quieres, pringao, que te salte los piños?

Afortunadamente limamos diferencias invitándoles a unos tragos de moscatel, pero no dejaba de tener gracia aquella nueva faceta de un Dotore involuntariamente camorrista. Casi tan sorprendente como que apenas visitados un par de garitos Micropunto saltara: —Me vuelvo a mi keli—, y se pusiera a hacer dedo. Le pararon enseguida y Dotore y yo lo vimos alejarse sin entender nada. Unos doscientos metros más adelante el coche paró y nos pegó un grito.

—¡Eh, que llevo yo el bote, os lo dejó ahí!— y colocó un montoncito de monedas en la cuneta, pero lo cierto era que aquello sólo era una parte mínima del fondo.

Dotore y yo apartamos lo justo para el billete de vuelta y volvimos a los bares. En el primero de ellos comprendimos que emborracharse iba a resultar complicado. Entramos al gaztetxe. Había un concierto y el público lo componían más punkis dispuestos a saltarnos los piños. Sin embargo despachaban las botellas de moscatel baratas, y después de un par de ellas Dotore se subió al escenario, se tiró de cabeza, los punkis lo recogieron y todos tan colegas. La pasta se acabó a la vez que el concierto. Salimos a la calle. Hacía frío. De los bares entraban y salían cenicientas barbudas, trogloditas con gafas de sol… Pero Dotore estaba como una cuba, no nos quedaba dinero y yo era el hombre invisible. Volvimos al gaztetxe. En un patio habían encendido una fogata y nos sentamos a calentarnos, junto a otros cuantos.

—Anda, pero si tú eres el punki de postal— le dijo de repente Dotore a uno de ellos.

—Esta vez le mete— pensé, pero el tipo eructó, la fogata desplegó una lengua de fuego y el punki cayó a un lado, ciegoputo.

Nos quedamos allá toda la noche, hasta que amaneció, y entonces volvimos en el primer autobús. Desde él veía pasar y envidiaba a los gaupaseros.

—El cabrón de Micropunto nos ha jodido—intenté culparle.

No sé, yo esta es la última vez que me emborracho— dijo Dotore, y se quedó dormido. Entonces yo también cerré los ojos, y vi con claridad nuestro futuro, a Dotore terminando Medicina, montando su consulta, casándose, a Micropunto pegándonos más palos como el de aquel día, perdiendo poco a poco de esa manera primero a todos sus colegas, después a sus padres, perdiéndolo todo, hasta la vida, a sucio jeringazo limpio; y a mí, en medio de los dos, mirando a mi alrededor y contando lo que veía mientras decidía hacia que lado del camino echaba a andar.

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