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EL FUTURO DE LA TELEFONÍA MÓVIL

Ago 31, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote (Suplemento ON, Grupo Noticias 29/082105)

—¡JA, JA, JA! —Edmundo Alerta, el superjefazo plenipotenciario de Ultrafónica, se rió como si eructara un dios.

Su carcajada con mayúsculas y eco recordaba a la de los malvados de las viejas películas de principios de siglo, en los albores de la telefonía móvil, cuando su bisabuelo había empezado a forjar el imperio que ahora dirigía y, sin saberlo, a dominar el mundo.

—Así que por fin no queda ni una sola persona sobre la faz de la tierra sin móvil —dijo Edmundo, tras comprobar las últimas y definitivas estadísticas, mientras la yema de su dedo índice acariciaba el botón rojo.

El destino de la humanidad estaba, por fin, en sus manos.

Había sido un largo recorrido: aquellos primeros aparatos, tipo ladrillo, que los clientes se colgaban orgullosos del cinturón; los SMS, a 15 céntimos el mensaje —ah, qué tiempos—; y también Internet, y los whatsapp, y los pioneros experimentos secretos de telecontrol y solución final, en colaboración con la CIA y la Troika… Un largo camino, sí, pero sin baches ni cuestas. Echando la vista atrás resultaba sorprendente comprobar cómo los seres humanos se habían ido dejando dominar de una manera tan sumisa y gregaria. Como si, en el fondo, comprendieran que todo aquello se encaminaba a su supervivencia como especie.

—¡JA, JA, JA! — volvió a reírse Edmundo Alerta.

Pero en realidad él no era un malvado, sino un benefactor de la humanidad. Las ondas telefónicas que su compañía, y a través de ella todas las demás, habían ido transmitiendo durante años a todos sus clientes, hasta conseguir, primero adormecerlos, y ahora, si era preciso, eliminarlos, eran el método más efectivo, más justo y selectivo para acabar con la superpoblación y todos los problemas que esta generaba: migraciones masivas y violentas, guerras por el agua y el petróleo disfrazadas de guerras de religión, catástrofes nucleares y químicas… La única manera de que la humanidad se salvara era sacrificar a una cuarta parte de la misma, y solo ellos, que controlaban los gustos y gastos, los pensamientos y sentimientos de todos, sabían quiénes eran prescindibles, quienes merecían vivir y consumir y quienes no. Bastaba con que él, el superjefazo, apretara el botón rojo para que las ondas comenzaran a transmitirse selectivamente en una frecuencia hasta entonces desconocida y letal. Y no le temblaría el pulso. Los clientes, después de todo, habían puesto sus vidas en sus manos.

Primero dejaron que controlaran todos sus movimientos y accedieron a estar permanentemente localizados. Después, poco a poco, fueron sustituyendo sus vidas reales por sus vidas virtuales; sus amigos de carne y hueso por sus amigos de las redes sociales; sus conversaciones cara a cara por mensajes con caritas que sonreían o mandaban besitos… Dejaron de ver y de disfrutar  lo que sucedía a su alrededor para fotografiarlo o grabarlo en vídeo. Sus vidas ya no eran lo que les sucedía, sino lo que sucedía en las pantallas de sus móviles. Sus almas se almacenaban en sus tarjetas de memoria; sus cuerpos eran solo recipientes… Dejaron, por ello, también de leer, y de conversar, se dedicaron todos a hacer runnig y a tatuarse y a blanquearse los dientes y a ponerse tetas y a estirarse los penes…

Y a mirar sus móviles.

—¡JA, JA, JA! — se rió una vez más Edmundo Alerta, con una carcajada diabólica, una carcajada propia de un mesías.

Y después volvió a acariciar con la yema de su dedo índice y plenipotenciario el botón rojo.

 

 

 

PERIODISMO DOMÉSTICO

Ago 17, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

—¿Me estás hablando a mí, me estás hablando a mí?

Allí estaba yo, frente a la puerta del ascensor, imitando a Robert de Niro en Taxi Driver, intentando distraer a mis hijos para que no volvieran a iniciar su enésima y desesperante pelea, cuando de forma inesperada la puerta automática se abrió y aparecieron unos vecinos a los que los ojos se les convirtieron en platos —en platos de tiro al plato—al verme  apuntándoles con un arma imaginaria.

—Estooo… buenos días —disparé, muerto de lacha, y luego me autorreduje hasta el tamaño de un insecto y, pasando entre sus piernas, me dirigí hacia una de las esquinas del ascensor.

Siglos después, cuando la puerta se cerró, mis hijos, a quienes mi imitación del desequilibrado taxista no les había hecho hasta entonces gracia alguna (“¿Aita, ya estás otra vez con tus gansadas?”, habían dicho, y habían seguido chinchándose), estallaron en una carcajada nutritiva que se me contagió y fue creciendo en mi interior hasta hacerme recuperar mi tamaño y apariencia humanos y olvidar aquel abochornante momento.

Episodios tan chuscos como este son los que solía compartir con los lectores en Mi papá me mima, una colaboración (después libro) que tuve durante años en una revista de embarazos y bebés y en la que contaba en tono de humor mis peripecias de padre primerizo.  Se trataba por una parte de un ejercicio de periodismo doméstico y por otra, en el plano más personal, de un álbum de recuerdos, en el que quedaban inmortalizados esos momenticos junto a los niños que en caliente nos parecen inolvidables pero que con el tiempo se pierden como lágrimas en la lluvia —por seguir con las referencias cinéfilas—; o esas frases antológicas que descacharran nuestra lógica de adultos.  Por ejemplo, el día que me equivoqué y eché sal en lugar de azúcar al bizcocho de cumpleaños de mi hijo  e intenté excusarme con un penoso “Estas cosas le pasan a todo el mundo”.

—Ya, pero a ti te pasan más —me replicó él.Mi papá me mima (Ediciones B, 2013)

Después, los niños se me hicieron mayores y tuve que dejar de escribir sobre ellos, antes de que me demandaran por explotación laboral o atentar contra su intimidad, o de que lo hiciera la jefa de redacción por inventarme un nuevo bebé con el que conseguí prolongar mi colaboración en la revista algunos meses más.  Dejé, pues,  de anotar todas sus ocurrencias, de lo cual  me arrepiento profundamente, porque en breve se me olvidará, por ejemplo, que es un “serpentión”: así llamó mi hija a un cangrejo la última vez que estuvimos en la playa, supongo que asociando las imágenes híbridas de una serpiente y un escorpión, que en su cabecita deben de ser primos-hermanos del cangrejo de roca.

La literatura, y el periodismo sirven, entre otras cosas, para ello, para luchar contra la desmemoria (por ejemplo, y en otro orden de cosas, también quedará registrado en las hemerotecas quién  habló de una “plaga” para referirse a personas, a emigrantes en busca de una oportunidad). Escribiendo, en definitiva,  conseguimos que  no caigan en el vertedero de los recuerdos irrecuperables, como en Del revés, la última película de Pixar, algunos pequeños momentos que sirvieron para hacernos reír o nos ayudaron a sobrellevar situaciones en las que hubiésemos deseado que nos tragara la tierra… o el hueco del ascensor.

Colaboración par el magazine ON (periódicos Grupo Noticias), en la sección Rubio de bote

 

FELICITÁ

Ago 3, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  1 Comment

Yo soy un ser morfológicamente incapacitado para ser feliz. Cada vez que me río fuerte o durante un rato largo comienzo a sentir un dolor insoportable en la parte trasera de la cabeza. Como si bajo la bóveda craneal tuviera a una banda de rufianes, de aguafiestas, acogidos en sagrado (aquella potestad medieval que otorgaba impunidad en recintos religiosos a los perseguidos por la justicia)… Como si una panda de neonazis armados con bates o de tertulianos cavernícolas con micrófonos irrumpiera en una fiesta.

Una limitación física de ese tipo imprime carácter, pero lo imprime solo con el cartucho de tinta negra, mientras el de colores se seca reservado para días que nunca llegan. Soy, pues, un tipo irónico y contenido, con tendencia a la melancolía. Por prescripción médica. Me consuelo leyendo, como si fueran prospectos de un medicamento,  sentencias filosóficas o literarias sobre la felicidad, como aquellas que dicen que la felicidad consiste sencillamente en tener mala memoria (Ingrid Bergman); que la felicidad la dan pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña joya…( Groucho Marx); o que hay dos maneras de conseguir ser felices: una, hacerse el idiota; otra, serlo (Jardiel Poncela).

Es cierto, ser feliz es insolidario, es ir por la vida con anteojeras, cambiar de canal a la hora del telediario… Pero a mí me gustaría, de vez en cuando,  poderme reír a carcajadas, partirme de risa, sentir que mi cabeza revienta y las carcajadas caen sobre quienes me rodean  como una metralla de buen rollo, como un gas de la risa que contagia incluso a los que me hacen infeliz, a los que firman desahucios o te incluyen en listas negras, a los que aparcan en doble fila, a los antidisturbios… Que pudiera quitarme la mordaza, reírme a  mandíbula batiente, disparar el cartucho de colores y que  todos ellos  murieran de risa.

Se puede morir, de hecho, de risa. Me lo contó un compañero de trabajo una vez. Que su padre murió atragantado por sus propias risas. Y mientras me lo contaba yo me imaginaba la situación y luchaba contra mí mismo por contener las mías, mis propias carcajadas.

Esa es la parte que compensa mi incapacidad para ser feliz. O un efecto secundario. Del mismo modo que la presión craneal aplasta mis carcajadas debo luchar contra mí mismo para que en momentos solemnes no se me escape una risa inoportuna. No hay nada peor que reírse en un funeral. O en un discurso. O durante un desfile (en este último caso no porque no lo pida el cuerpo, que sí, sino porque te enfrentas a gente peligrosa y armada).

Lo cierto es que, pese a la vida misma y pese a los periodistas de la caverna mediática, estamos diseñados para reírnos: sonreímos  al observar  a las personas a las que amamos, al dar las gracias, cuando a alguien se le cae un pedo… Y eso está bien,  hay que reírse, aunque el chiste sea malo o la realidad apeste. Hay que intentar ser feliz aunque nos duela la cabeza. Porque hay brillando una pequeña joya en los momentos más domésticos.  “Vivimos como queremos”, dijo un día mi hijo, mientras compartíamos un pincho de tortilla de patata en un bar. Y  después, cuando yo me reí y comenzó a dolerme la cabeza, pensé que quizás fuera porque se me estaba quedando grabado en ella, a cincel, un momento como aquel, tan parecido a la felicidad.

Colaboración para ‘Rubio de bote’, sección del magazine semanal ON (Grupo Noticias). 1-08-2015

JACUZZI INCLUIDO

Jul 19, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Archivo:Viejos Jacuzzi.jpgLo peor no era que me había quitado el bañador y lo había arrojado pizpiretamente a tres metros, lo peor era que me había dejado puesto el gorro del nadador, con la cabezahuevo que me hacía (en consonancia, por otra parte, con una situación tan chusca como aquella). Alrededor del jacuzzi, con los dedos de los pies aferrados como garras prensiles al borde del mismo, se había apostado un grupo de jubilados. Los turnos los daban en la recepción del hotel para cada media hora y ellos y ellas habían llegado cuando todavía faltaban veinte minutos.

—Estos chicos ya van a ir saliendo. Que les queda solo un ratico, ¿verdad, majos?

—¿Ya? Pero si parece que acabamos de entrar… —dije yo, que era la primera vez que sentía el gustirrinín de una fila de burbujas masajeándome el perineo, hasta hacerme perder la noción del tiempo.

—Es que ACABAMOS de entrar —aclaró mi hijo, mirando su reloj, que le habíamos comprado el día anterior en los puestos de los jipis del paseo marítimo.

—¿A que al final no es water resistant? —dijo mi mujer, saliendo del agua grácilmente, como una lamia, con sus pies de pato y todo, y acercándose en aquaplaning hasta la silla en que había dejado el móvil—. Ah, pues sí, aún nos queda más de un cuarto de hora —dijo bien alto, cuando comprobó la hora, y después volvió a entrar al jacuzzi, encontrando un mínimo resquicio entre la muralla de carne humana que los jubilados habían levantado alrededor de él.

—Mierda —musité yo, pensando que había perdido una oportunidad de oro para recuperar mi bañador.

Los jubilados por su parte, torcieron el morro y volvieron a la carga apenas un minuto después.

—¿Cuánto queda? —simulaban hablar entre ellos, aunque en realidad se dirigieran a nosotros.

—Nada, chica, nada, que ya nos toca, además parece que la niña se ha quedado dormidica—señalaron a mi hija, quien en realidad había cerrado los ojos aterrorizada, recordando la okupación violenta, la noche anterior, por parte de aquel grupo de la minidiscoteca, al compás de Coyote Dax.

Yo también estaba algo asustado, sentía la presión de sus miradas haciéndonos aguadillas y la de las burbujas en el escroto, que comenzaba a ser algo ya molesta, además de preguntarme cómo demonios iba a salir del jacuzzi. Aquello, en definitiva,  distaba mucho de ser un videoclip de rap, como yo me lo había imaginado.

—Igual vamos saliendo —propuse.

—Hasta en punto aquí clavados como estacas —ordenó mi mujer, con su voz de sirena.

—¿Estos señores y señoras  también son jubilatas, como los que se cuelan en el bufet? —preguntó el niño, emergiendo entre la espuma cuando ya le faltaba el aire,  es decir a pleno pulmón.

Y así, prietas las filas y los morros, aguantamos tanto unos como otros, hasta la hora convenida.  Bueno, yo todavía permanecí un minuto más, cuando, tras un despiste mientras me desencasquetaba el gorro, me di cuenta de que mis hijos y mi mujer caminaban ya en dirección al vestuario.

—Que sea lo que dios quiera — me dije, y con la entrepierna cubierta con las manos y el culo escurrido y peludo al aire, salí del jacuzzi.

—Bueno, igual mejor vamos a la clase esa de zumba ¿no? —fue lo último que oí a mis espaldas, antes de agacharme, con los huevos colganderos, a recoger el bañador.

 

 

Colaboración para «Rubio de bote», en el suplemento semanal ON de lo diarios del Grupo Noticias. 

Veranos azules

Jul 19, 2015   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

La digestión era sagrada. Cuestión de vida o muerte. De tres a cinco de la tarde la piscina era un cristal limpio y transparente y si alguien osaba zambullirse en ella lo rompía con estrépito en mil pedazos, como quien quebraba una norma no escrita, o ensuciaba un mandamiento.

Había que “hacer la digestión”. Durante las dos horas en las que, para desesperación de nuestros padres, el estómago nos dictaba cada cinco minutos un “¿Cuánto falta?”, corríamos peligro de muerte, si nos acercábamos al agua. El agua en realidad no era agua, sino una balsa de aceite hirviendo. Y del cielo caía también fuego. La vida transcurría detenida a la sombra de los árboles o de las sombrillas, entre cabezadas y bostezos. Había que aburrirse. Aburrirse era obligatorio, para inventar, para después volver a jugar, para dejar de aburrirse. Los niños de hoy, por el contrario, creo que no se aburren, no saben o no los dejamos aburrirse, siempre tienen una tablet a mano, una consola, una extraescolar, un campamento… A los niños de hoy les falta tiempo para digerir tanto estímulo.

A nosotros, mientras nos aburríamos, las hormigas que se subían a nuestra toalla o al Don Miki se nos convertían en animales fantásticos, o en bombarderos las moscas que zumbaban en nuestras orejas, mientras tratábamos de echar una siesta que no necesitábamos. ¿Cuánto falta? A veces, abandonábamos las sombras y dejábamos que el sol nos escribiera sobre la piel a tiras lunares y melanomas en diferido. Nos sentábamos en el borde de la piscina y mirábamos nostálgicos su fondo, como el horizonte de un país lejano o de una época perdida.  El fondo de la piscina olímpica era un mosaico romano, una Atlántida en la que se posaban monedas de duro o fichas del guardarropa. Otras veces,  íbamos al baño y después nos duchábamos para disimular la última gota delatora en el bañador, que se expandía como un estigma.

—Aitor Menta, acuda por favor al teléfono —rompía la calma chicha por megafonía el portero, a quien se la habían vuelto a colar, y todos los niños aburridos estallábamos en una carcajada a coro.

Junto al río había una vieja cama elástica y yo recuerdo que algunas tardes me sentaba en una esquina de la lona, esperando mi turno, y que cuando llegaba lo dejaba pasar, porque en el bañador speedo se me había desperezado una erección confusa, mientras veía saltar a la niña que me gustaba y miraba, como quien miraba a un ángel bajando del cielo,  sus pezones incipientes, como pequeños ratones que me roían el corazón.

Eran aquellos veranos interminables que se pasaban en un suspiro. Veranos en los que moríamos con el sol ensangrentado todas las noches y cada mañana un sol con forma de galleta María y una piscina de colacao nos devolvían a la vida.  Si la patria del hombre, como dijo el poeta, es su infancia, el verano debe de ser su capital. Eran aquellos veranos azules. Bicicletas BH. Barbos y madrillas pescadas con aparejo. Chipi-chapas. Frigodedos y Dráculas. Capitán Cola y El Gran Héroe Americano. Verdad o atrevimiento. Aceite y vinagre juntos pero no revueltos en un táper. La vida convertida en una digestión lenta y nutritiva. ¿Cuánto falta?

Colaboración para el suplemento semanal ON de los diarios de Grupo Noticias

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