Publicado en la sección «Rubio de bote» del suplemento ON de los diarios del Grupo Noticias (09/04/2016)
A todos nos pasa de vez en cuando y, sin embargo, cuando sucede nos sentimos especiales, elegidos por algún dios menor de la casualidad. Estás, por ejemplo, hojeando un libro o el periódico y en el preciso momento en que lees una palabra alguien junto a ti la pronuncia o la escuchas en la radio o en la tele. No sé si existe un nombre para eso. Estrictamente no se trata de una serendipia, es decir, de un hallazgo obtenido por azar o error, en el transcurso de otra búsqueda o investigación, como la penicilina, los tripis, el kalimotxo o la Viagra, que se descubrió al observar que los pacientes de un estudio sobre la angina de pecho, se mostraban entusiasmados con el mismo, además de puntiagudos, y que no devolvían las pastillas sobrantes.
Cuento todo esto porque hace unos días, mientras le daba vueltas a la idea de escribir en esta columna sobre otro curioso fenómeno para el que también desconocía el nombre, como es el de las frases que inventamos para canciones cuya letra no sabemos o que llevamos toda la vida cantando mal sin saberlo, en el libro que casualmente estaba leyendo, el estupendo Vikingoen sorterrira de Xabier Mendiguren, uno de los protagonistas de uno de los relatos (que, abundando en las coincidencias, además se llamaba Felisín, como el personaje de mi primera novela) entona el Eusko gudariak de esta manera: Irrintzi va que chuta, mendi tontorrean!; y a continuación el narrador explica que en inglés a eso se lo define como un mondegreen.
Mi primer mondegreen, el primero del que yo tengo constancia, tiene también que ver con el euskara, o más bien con el desconocimiento de él. Recuerdo que cuando era pequeño y mi madre nos obligaba a ir a misa en la iglesia de nuestro barrio solían adaptar canciones de Simon & Garfunkel o Bob Dylan (el Blowin in the wind se transformaba en Saber que vendrás, por ejemplo, o The sounds of silence en Padre nuestro tú que estás) y que en algún momento de la ceremonia también se entonaba el comodín del Txoria de Mikel Laboa, en cuyo caso se mantenía la letra original, y que cuando le tocaba el turno a la estrofa que decía “neria izango zen”, yo la transformaba en un “María y san José” que debía sonarme mucho más propio para un lugar como aquel.
Más adelante, en mi adolescencia vendrían otros lamentables mondegreens como sustituir en el Eh, txo! de Hertzainak aquello de “Gehiegi itxoiten duk” por “Que ya he dicho que no”, o tararear el tema central de Grease, en el momento en que Travolta se pone a señalar con el dedo mientras menea pizpiretamente las caderas, de esta macarrónica manera: “Acanchuuuú is pepinable”.
En este último caso, en realidad, más que ante un mondegreen nos encontramos con un claro caso de guachi-guachi, que con el tiempo descubriría que es un recurso más que habitual entre los músicos a la hora de componer: encajar letras provisionales en sus temas en un inglés de pega, algo que por lo demás también hacen los niños cuando imaginan canciones o imitan a artistas extranjeros. Me pregunto, por lo demás, en qué idioma cantan los niños ingleses cuando se inventan o no se saben la letra de una canción.
Rubio de bote. Publicado en el magazine ON (Diarios del Grupo Noticias), 25/3/2016
Este año el invierno estaba de veraneo y regresó cuando ya nadie lo esperaba, sacudiéndose con ímpetu juvenil los restos de la última fiesta de la espuma, que se convertían al entrar en contacto con el aire súbitamente adiciembrado de marzo en copos de nieve lentos, gordos y abatidos, descendidos del cielo como palomas de la paz con un ala rota.
Una mañana, por ejemplo, nos levantamos y, contra todo pronóstico (metereológico) y desafiando a la aburrida infalibilidad de AEMET, había caído una nevada imprevista, como las de antes de ahorcar al hombre del tiempo.
Y tanta espontaneidad nos pilló a todos desprevenidos, incapaces de reaccionar, de improvisar, de usar el transporte público o las katiuskas, en lugar de las ruedas de invierno.
Desde la ventana de casa se veía en la rotonda de salida a la autovía un atasco descomunal, que podría haber sido cortaziano, de no ser por aquel tonto del haba y su bocina. Si en su cuento La autopista del sur Julio Cortázar imaginaba a conductores que se ofrecían sándwich de jamón y vasos de granadina y se enamoraban y morían con naturalidad en mitad de un embotellamiento canicular y parisino, en el nuestro (que podría haber sido la cara B de aquel cuento y titularse La autovía del Norte), los conductores disfrutaban en calma de la coartada perfecta de la nevada para, por un día, llegar tarde al trabajo, y lo único que se escuchaba era la música tranquila de sus radios o las risas de los niños y sus guerras de bolas o el crujido un poco denteroso y a la vez adictivo de la nieve recién hollada por los felices transeúntes…
Todo eso hasta que llegó aquel tonto del haba y su bocina. ¿Qué pretendía? ¿Tenía más prisa, se sentía más importante que el resto de los conductores? ¿Creía que estos tenían sus coches detenidos para contemplar alelados cómo caía la nieve? ¿Cómo sonaría una bocina cuando te la metían por el culo?
La expresión tonto del haba, y su apócope tontolaba, tiene su origen en una tradición navideña de la soldadesca de los tercios de Flandes, que escondía un haba en un bizcocho, de tal suerte que al que le tocaba en su ración durante unas horas podía mandar y sobre todo desmandar en los demás. Eso luego evolucionó hasta el roscón de reyes, por una parte, y por otra hasta elegir delegado en el instituto al más lerdo de la clase. Hoy, además, el original tonto del haba es el previsible tonto de la bocina. Y su claxon el reclamo que despierta el instinto gregario y propenso a la bulla de la especie humana carpetovetónica. Y así, en menos de un minuto, lo que podía haber sido un atasco modélico, civilizado, noruego, se convirtió en un guirigay de pitos, insultos escupidos por la ventanilla y disparos a las alas sanas de las palomas de la paz.
La bocina como paradigma del mundo en que vivimos, en el que meter ruido parece ser la única solución para todos los atascos. El ruido mediático de las noticias, que anestesian por saturación; el ruido de los likes en las redes sociales, que calman nuestras conciencias o nuestra ira; el ruido de la política-espectáculo, con su información invasiva y excesiva, copándolo todo, sobreponiéndose a los auténticos problemas y dramas de la gente común…
Hemos decidido seguir a los hombres-bocina, en lugar de gobernarnos a nosotros mismos, de intercambiarnos mantas y cargadores de móviles en los embotellamientos. Hemos dejado nuestros destinos en manos de los líderes mesiánicos y narcisos de la vieja nueva política y en su ruido. Todo ello mientras la fila apenas avanza y la nieve sigue cayendo, como un maná que se deshace cuando intentamos atraparlo con las manos.
Publicado en «Rubio de bote», semanario ON (12/3/16)
Podría ser peor, como contaré al final, pero a mí nadie me toma en serio. No hay manera. Cada vez que, por ejemplo, en casa me salta el aceite mientras les frío las alitas de pollo a los niños oigo sus carcajadas desde el cuarto de estar, eso si no aparecen en la cocina para meterme el dedo en las llagas, señalándome tronchados de la risa. También es cierto que cuando me quemo se me escapan unos gritos un tanto ridículos, como si tuviera dentro un jugador de tenis. Pero duele. Sufro. Lo paso mal. Y no está bien, niños, reírse de las desgracias de los demás, por muy cómicas que resulten.
No culpo a mis hijos, de todas maneras, la cosa viene de lejos. Una vez, en el colegio, me di un trompazo monumental. Fue durante uno de aquellos recreos caóticos y peligrosos en los que el patio se convertía en una madeja enredada de partidos de fútbol, con balones volando descontrolados en todas las direcciones. Aquel día, además, llovía como si el cielo fuera un enorme acuario al que se le había roto el fondo, y a mí, que aquel día estaba de portero y un tanto aburrido (a veces los partidos se enquistaban en una melé en la otra esquina del patio y así podía transcurrir el recreo entero), se me ocurrió imitar a Nadia Comaneci y colgarme del larguero, con tan mala suerte que como este estaba mojado, los dedos de la mano se me escurrieron y caí de espaldas contra el suelo, golpeándome la nuca. Fue uno de esos impactos que duelen también al que oye y reconoce el sonido del hueso quebrarse. De hecho, cuando me levanté —o más bien cuando mi sentido del ridículo me puso en pie— e intenté echar a andar noté que algo en mi cabeza se había descalabrado, pues desde ella se transmitían a mis piernas una especie de entrecortados impulsos eléctricos.
—¡Ja, ja, ja, mira como hace el robocito! —oía a los demás morirse también, pero ellos de la risa.
Por suerte, aquel apagón de mis transmisiones nerviosas que me convirtió involuntariamente en Michael Jackson, duró apenas unos segundos, al cabo de los cuales estaba otra vez defendiendo como un campeón mi portería.
Me quedaron algunas secuelas, sin embargo, y al mediodía, mientras comía en casa, me desmayé en dos fases, primero sobre la ensalada y después de nuevo de espaldas contra el suelo de la cocina. Esta es la parte de la que recuerdo algo, el nuevo golpe que paradójicamente me hizo recuperar el conocimiento. Lo otro, la fase ensalada, la conozco porque me la han contado mis hermanos, pero al parecer debí de estar durante un buen rato restregando mi cara, hundida en el plato, contra una rodaja de tomate, sin que a ninguno de ellos mi comportamiento les pareciera extraño o fuera de lo habitual.
—Pensábamos que era alguna gansada de las tuyas —dicen.
Y así, claro, no hay manera, es imposible que te tomen en serio, las señoras mayores se me cuelan en la fila del autobús, los críticos literarios me ignoran, mis hijos no me respetan… Y al final tengo que acabar enfadándome, gritando, perdiendo los nervios, transformándome en un antidisturbios, en un energúmeno, en un notas, publicando con seudónimo, y enfadándome también conmigo mismo por ello, por verme obligado a ser alguien que no soy, algo que odio. Es el síndrome Calimero, en definitiva. Hago reír cuando debería dar pena. Solo hay una cosa peor que esa: dar pena (o penica) cuando quieres hacer reír. Espero que no sea el caso.
Nuevo ‘Rubio de bote’, para el semanario ON (periódicos del Grupo Noticias) 27/02/2016
Interior. Un viejo y siniestro almacén, repleto de peligrosos objetos incautados por la policía (bufandas de Indar Gorri y de los Bucaneros, el móvil del cantante de Def con Dos, César Strawberry, el disco duro del rapero Pablo Hasel…). Tumbados sobre una pila de ejemplares de El Jueves con la portada de los reyes chingando, la Bruja y don Cristobal —a quien se le ha desprendido del cuerpo la cabeza— se lamentan de su triste sino de títeres:
Bruja: Es injusto, los titiriteros ya está “libres”, pero nosotros aquí seguimos, encerrados y olvidados por todos.
Don Cristóbal: Ya ve, ahora no se oye a nadie gritar Títeres askatu!, nadie firma manifiestos, ni escribe columnas a favor de unas pobres marionetas.
Bruja: La culpa de todo es del capital. Y del sistema educativo.
Don Cristóbal: ¿Cómo?
Bruja (imitando la vocecita de Don Cristóbal): ¿Cómo, cómo? (ahora, gritando)¡Comiendo! Parece usted tonto…
Don Cristóbal: ¡No me pegue, no me pegue!
Bruja: No le puedo pegar, usted no tiene cabeza y yo no tengo cachiporra. Me han incautado la cachiporra. La cachiporra ahora debe de estar en el almacén de objetos incautados a los objetos incautados. Vamos, que la cachiporra se la han quedado ellos. Ellos tienen la cachiporra por el mango. El uso de la cachiporra es monopolio del estado.
Don Cristóbal: ¡Cachiporreta!
Bruja(dando un brinco y señalándole): ¡Apología, apología! Ya verá, ahora vendrán y nos detendrán por hacer apología de una obra que hacía apología con una escena en la que se escenificaba un montaje policial para denunciar a alguien por apología, no sé si me explico.
Don Cristóbal: No sé, a mí desde que nos detuvieron se me ha ido la cabeza. Pero me parece entender que se trata precisamente de eso, de que no van a dejar títere con cabeza.
Bruja: Y todo por culpa del capital. Y del sistema educativo. ¿A esos padres que nos denunciaron nadie les ha enseñado a diferenciar entre narrador, personajes y autor? ¿Entre ficción y realidad? ¿Nadie les ha explicado qué es una sátira o un retablo de marionetas? No, claro que no, los que les han enseñado es a ser competentes. Ahora todos tenemos que ser competentes. Y competitivos. Alumnos competentes, trabajadores competentes, demócratas competentes… Qué asco de palabra. La vida se ha convertido en una competición. Al colegio se va ahora a ser competente. Y a aprender inglés. We are the champions, my friend!(cantando)
Don Cristóbal: Pues, con perdón, pero a nosotros nos podían poner un abogado competente…
Bruja: Ja, ja, qué ingenuo. Las pobres marionetas como nosotros no tenemos derecho a nada. Como mucho a ese juez que nos tocó, el que fue policía con Franco, qué país. Que total para qué, ya nos juzgaron antes los titulares de algunos periódicos, y los políticos, y la tibieza de los políticos que nos habían contratado, y toda esa gente convertida de repente en críticos teatrales, aunque no hubieran visto la representación. Es el mundo al revés. El teatrillo y los títeres están ahí fuera y nosotros aquí dentro, presos. Porque nosotros, Don Cristóbal, desengáñese, no vamos a salir de este almacén nunca, ese es nuestro triste sino.
Don Cristóbal: Pues entonces no pasará nada si me cago en todos sus muertos ¿no?
Para nosotros, que no creíamos en nada, el punk-rock era una religión y la primera vez que yo fui a misa, el primer grupo al que vi tocar en directo (si todo esto no me lo estoy inventando, que también podría ser), fueron Las Tampones. Yo tendría por entonces, hacia 1984, unos quince años. Fue en el frontón de mi instituto y me quedé pasmado. Las Tampones era un grupo de chicas. Su canción más famosa decía “Somos Las Tampones y estamos contra las reglas”. Las Tampones aparecieron en el escenario con el rostro cubierto por pasamontañas, y en el caso de la cantante, que se hacía llamar Miren Lacalle, embadurnado de sangre.
Aquella imagen se me quedó grabada en la memoria, entre otras cosas porque ya nunca más volví a saber de aquel enigmático grupo, que desapareció de repente como si se lo hubieran tragado las tablas del escenario. Después vinieron muchos más conciertos, grupos, discos, canciones… A través de las canciones podría reconstruir toda mi geografía sentimental, trazar un mapa sobre la piel de mi corazón. Recuerdo el rock radikal vasco en los bares como ollas a presión del casco viejo. Los empujones. El olor a cerveza y serrín. Los pelotazos contra la persiana. Recuerdo como, en uno de esos bares, besé por primera vez a una chica, mientras de fondo sonaba Solidarity, de Angelic up stars. Recuerdo a Janis Joplin, cantando para mí en mis walkmans, el día que me extirparon el tumor. Recuerdo, en la fábrica, las cintas de Meat Loaf y de Rage Againts de Machine que me prestaba un compañero para aguantar el turno de noche. Recuerdo los trabajos, la universidad, los euskaltegis… Recuerdo a toda la gente que ha pasado por mi vida. Gracias a la música, lo recuerdo todo.
De Miren Lacalle, la cantante de Los Tampones, sin embargo, me había olvidado. Pero en una de esas carambolas sorprendentes que tienen la vida y la literatura hace solo unos meses recibí a través de Facebook un mensaje de una lectora que me pedía permiso y un prólogo para una novelita que iba a publicar y alguno de cuyos pasajes ubicaba en Zarraluki, el pueblo imaginario en el que transcurre Pan duro, uno de mis libros. “Me llamo Miren Lacalle” —me contaba— “y esta es la primera vez que escribo, porque las canciones que hice para Las Tampones creo que no cuentan”. ¡Las Tampones! No me lo podía creer.
Por supuesto, le contesté que sí. Decir que no habría sido como renegar de mi mismo, de mi pasado, de Zarraluki, de mis días instituto. Ultrachef—así se titula la novelita de Miren Lacalle—, además, habla de una de mis últimas obsesiones: los programas televisivos de cocina. Su protagonista es un concursante que decide tomarse la revancha contra el jurado tras ser eliminado de modo caprichoso y cruel, una especie de trasunto del tristemente famoso autor de “León come gamba” (de hecho el personaje se llama Leontxo). El libro viene acompañado, además, de las recetas de los pintxos que Miren Lacalle cita en la novela y a los que el joven y prestigioso chef del restaurante donostiarra “A Fuego Negro”, Edorta Lamo, ha dado vida (pintxos delirantes como “Txuletón de sandía” o “Foie de ratas del aire”). Yo he escrito el prólogo. Ha sido como volver a clase, o a misa. A aquel frontón del instituto, y a aquel primer concierto, que despertó, para mí que no creía en nada, la fe en la literatura y la música, en esa vida que he construido alrededor de ellas; en esa vida en la que todo, imaginación y realidad, se confunden y, sin embargo, para mí es tan cierta como que me llamo “Rubio de bote”.