Publicado en Rubio de bote (semanario ON, Grupo Noticias, 04/06/17)
Hace unos días me invitaron a una charla que tenía por tema la obsesión por escribir. Un escritor es básicamente un enfermo. Alguien capaz de discernirse a sí mismo como escritor y como civil, un ser peligroso para sus amigos y su familia (y algo menos de lo que quisiera para sus enemigos), pues todo lo que le ocurre a él y a quienes le rodean es susceptible de convertirse en literatura. Un obseso, en definitiva, sí.
Escribir no solo consiste en el mero hecho físico de ponerse a teclear delante del ordenador; durante el resto de su vida el escritor, el escritor enfermo, es incapaz de desconectar del “modo literatura”. Su vida no es vida, solo un simulacro, un borrador para la verdadera vida que es la que trasladará luego al papel. Como cuando vamos a ver a nuestros hijos a una exhibición de judo o a una audición de flauta travesera y los grabamos en video y mientras los grabamos nos perdemos lo que realmente está pasando.
A todas esas ideas, por ejemplo, iba dándoles vueltas, mientras conducía de camino a la charla y pensaba en que podía contar en ella, y a la vez en si me pondría nervioso, en si me temblaría la voz, si me quedaría en blanco… cuando de repente se me ocurrió un cuento. ¿Qué pasaría si de repente, mientras estaba en esa charla, comenzara a hablar, perfectamente, en un idioma que desconocía?
Al principio, habría risitas, nervios entre el presentador y el público, porque cada vez que se dirigieran a mí, yo no lo podría evitar, les contestaría y creería estar haciéndolo correctamente, pero mi boca emitiría un perfecto wólof o un idioma sin consonantes o una voz extraterrestre de lata —decidir cuál tiene un efecto más cómico—. Después, el pasmo inicial se iría convirtiendo en cabreo y tal vez habría que suspender la charla, pero para entonces ya varios de los asistentes me habrían grabado en sus móviles, lo habrían compartido en las redes sociales y, al cabo de unas horas, el video se habría vuelto viral —valorar si una charla de un escritor, incluso una charla como esta, puede convertirse en viral, o si hay que cambiar la situación por la rueda de prensa de un cantante, un cocinero, un pelotari…—. Aparecería incluso en El Caso, perdón, en el telediario de Antena 3, y algún presentador con voz matiaspratiniana lo introduciría de este modo: “Y ahora presten atención a esta noticia. Un desconocido escritor estaba impartiendo una charla cuando, de repente, observen lo que sucediooooó”.
Pronto comenzaría también la polémica: ¿se había tratado de algún tipo de alteración en la mente del escritor, algún cortocircuito que había descubierto desconocidas conexiones neuronales en el cerebro humano y que había que investigar, como sugerían algunos expertos?; ¿o era solo una burda maniobra de promoción, que el escritor había urdido, ayudándose de algún ingenio técnico? La opinión pública acabaría inclinándose por esto último y colocándome en la picota: yo era solo un farsante, que necesitaba recurrir a esas triquiñuelas, incapaz de igualar el talento de escritores de verdad como Maxim Huerta o Dolores Redondo.
A partir de ahí el autor, yo, enloquecía poco a poco, pues sabía que lo que me había sucedido, a pesar de contravenir todos los fundamentos de la ciencia y de la lógica, había sido real — tener claro que este debe ser el quid del cuento: el salto desde la anécdota a la categoría; establecer un vínculo con ideas, actitudes, comportamientos nobles y verdaderos que van contra la corriente general—.
Les cuento, en definitiva, todo esto para que ustedes entiendan cómo procede una mente enferma, la mente de un escritor, y la manera nada misteriosa ni sesuda, simplemente algo obsesiva, en que a menudo idea sus relatos, sus novelas, o para el caso, sus columnas periodísticas.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración en el semanario ON (con diarios de Grupo Noticias) 17/06/2017
Esto que no lo lean mis hijos, pero yo, como es natural, aborrecía el colegio. Y en el instituto los días que más aprendí fueron los que hice borota. Y no recuerdo, o prefiero no recordar nada de la universidad. Las matemáticas que nos enseñaban no servían para medir todos aquellos días que duraban años de perro, ni el latín para jurar contra ellos.
Quizás solo había una cosa peor que los estudios. El trabajo. Lo supe el primer verano después de entrar en la universidad, cuando todavía con el olor a humo de las hogueras de San Juan pegado al pelo, me contrataron en una empresa de limpieza.
Había visto un anuncio en la prensa y había llamado: “¿Experiencia?”. No. “¿Carnet de conducir?”. “No”. “¿Servicio militar?”. “No”. Cada una de aquellas preguntas era como un conjuro que me hacía más y más diminuto ante el tipo con el que hablaba y ante al mundo. El mundo siempre esperaba de uno que tuviera algo, un carnet de conducir, una licencia militar, una carrera, un trabajo fijo, y aunque uno prefiriera empequeñecerse frente al mundo no podía porque le pisaban como a una cucaracha. Pensé, pues, que sin aquellos requisitos difícilmente me darían el trabajo. Pero esa misma noche telefonearon.
“¿Puedes venir mañana a las seis?”. “Sí”, contesté apresuradamente, aunque quizás no pudiera. La empresa que había que limpiar se ubicaba en un polígono industrial a las afueras y a esas horas todavía no circulaban autobuses. A la mañana siguiente tuve que pedir un taxi. Mientras éste se dirigía a la fábrica miraba el taxímetro y pensaba que debía conseguir que alguien me prestara una bici sino quería trabajar únicamente para pagarme el desplazamiento al trabajo.
Cuando llegué había varios tipos más esperando. Reconocí a un antiguo compañero del instituto. Después llegó un encargado y nos entregó un buzo, unas botas, un cubo y jabón. El trabajo no parecía complicado: consistía en limpiar la grasa acumulada en las máquinas. Sin embargo al cabo de dos horas la piel de mis manos se agrietó y despellejó. Al mediodía el encargado vino con unos guantes de goma. “Ponéoslos porque ese jabón es muy fuerte”, dijo, pero por lo visto empezaba a serlo a partir de ese momento.
Cuando acabamos el turno pregunté a mi antiguo compañero cómo había ido al trabajo. Me dijo que en moto y se ofreció a llevarme con él, de paquete.
Esa noche dormí como un tronco. A la mañana siguiente continuamos limpiando máquinas. Mi compañero del instituto y yo hacíamos apuestas sobre qué color aparecería bajo la capa de grasa. En una ocasión estábamos riéndonos por el resultado de una de las apuestas y el encargado gritó: “¡Menos risas!”. A los demás no les gritaba, incluso se mostraba cordial con ellos. Me fijé en cómo trabajaban. La gente se lo montaba muy bien en todos los sitios. En la universidad hacían preguntas tontas para que el profesor se fijara en ellos. Allí, para que el encargado no lo hiciera, limpiaban muchas máquinas, pero sólo en las partes visibles, y si te acercabas veías las manchas de grasa en los rincones y en las tripas de los motores. En todos los sitios parecía premiarse la superficialidad.
Una vez acabado el trabajo y a pesar de la bronca, el encargado vino al vestuario y nos habló de otro modo. Dijo que le perdonáramos pero íbamos muy mal de tiempo, tal vez habría que hacer horas extras, “¿qué os parece esta tarde?”, añadió. No respondí nada. En la empresa me habían preguntado cuántas horas podía trabajar al día y había contestado ocho, que suponía era el máximo permitido. Además había visto en las paredes de la fábrica pintadas que decían: “Horas extras, vergüenza obrera” y creía que cada uno decidía si quería ser un sinvergüenza o no. Esa misma tarde llamaron por teléfono. “Mañana no hace falta que vuelvas”, dijeron. Fue mi primera experiencia laboral. Por suerte, los viajes en moto del trabajo a casa, de casa al trabajo, no habían borrado todavía el olor a humo de mi pelo.
Publicado en Rubio de bote (magazine ON, diarios de Grupo Noticias) 20/05/2017
LA METAMORFOSIS DE GABILONDO
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gabilondo se levantó convertido en un monstruoso culturista con músculos por todo el cuerpo menos en la cabeza.
Gabilondo, que en su anterior vida había sido de complexión tirillas y de oficio corrector de textos, al principio se sintió sumido en una especie de nebulosa, confundido por su acojonante aspecto físico y la clamorosa falta de ortografía en el tatuaje que atravesaba su pechotoro: Gora gu eta gitarrak! Pero fue solo un momento, casi inmediatamente le entraron ganas de repartir estopa al primer facha o para el caso aficionado del Betis (o del Sevilla, o del Coria del Río Club de Fútbol, españolitos de mierda todos, en definitiva) que se cruzara por la calle y de mandar whatsapps a la peña, del tipo “Haber, peña, ya en puta Seviya, pasada de biaje, gora gu eta gorrotoak!”.
Gabilondo, que como todo el mundo sabía era uno de los jefes de los proetarras, desayunó un lingotazo de anís, dos tazas de café y un puñado de trankimazines, salió a la calle y se metió en el primer bar que vio, en el que pidió dos katxis de cerveza, uno para bebérselo de un trago y otro para tirárselo por encima a un tipo que había en la terraza leyendo el Marca, El País, La Razón o algún otro de esos diarios fascistas.
Se acercó al provocador y tras ponerle en la cara una ikurriña, una bandera del Athletic o algún otro símbolo terrorista, no recordaba, le vertió el katxi en la cabeza y le dio una colleja y un patadón que mandó a al perrito que lo acompañaba hasta Bormujos, todo ello mientras un compañero que iba con él y del que no hemos dicho nada todavía porque lo único que hacía era reír las gracias de su amigo con una risita de ababol, grababa todo en el móvil (en realidad el colega de Gabilondo era profesor de lengua y literatura, pero esa mañana se había levantado convertido en rata).
El Rata, pues, grabó la ekintza y no tardó ni dos minutos en subir el video a dieciséis redes sociales, con lo cual no había pasado ni media hora (es decir, un kilo de trankimazines, tres cafés y seis copas de anís más —que como todo el mundo sabe es la bebida preferida por los cachorros de ETA—) y ya todo Bilbao, todo Sevilla y todo Coria del Río sabían qué había pasado, si bien la guardia civil no detuvo a los dos energúmenos hasta bien entrada la madrugá.
Conducidos hasta el cuartelillo, pasaron la noche en el calabozo, y, tras un sueño intranquilo, se levantaron convertidos de nuevo en un corrector de textos de cincuenta kilos de peso y un anodino profesor de lengua y literatura que se habían desplazado hasta Sevilla para participar en una cacería de erratas ortográficas; o al menos eso fue lo que le contaron al juez, y también lo que corroboró al día siguiente la madre de Gabilondo cuando, desplazada hasta la capital hispalense, declaró ante una marabunta de micrófonos que su hijo era un chaval muy zintzo, que nunca había hecho mal a nadie y que siempre miraba a ver si en los autobuses viajaban niños o mujeres antes de pegarles fuego.
El juez, sin embargo, no se creyó una palabra y mandó a Gabilondo y a su compinche directamente a la Audiencia Nacional, donde decretaron para ambos prisión sin fianza y donde todavía siguen a espera de juicio, en el cual el fiscal pedirá ocho años de cárcel por un delito de terrorismo. “Hombre, si esto hubiera sido al revés y en Bilbao, con nueve mil eurillos lo arreglábamos”, dicen que les dijo su abogado, y que, a pesar de todo, ellos mantuvieron el ánimo alto y contestaron: Gora gu eta orangutarrak!
Esta es una historia real. Me sucedió en una época de mi vida en que había un montón de gente empeñada en que me alargara el pene, me casara con una chica rusa o heredara la fortuna de una desconsolada viuda nigeriana. También tenía roto el antivirus.
El caso es que algunos meses antes había coordinado junto a mi amigo, el escritor Vicente Muñoz Alvarez, una antología de cuentos y poemas sobre Charles Bukowski que llevaba por título Resaca / Hankover.La portada del libro era obra de Miguel Ángel Martín y en ella aparece una chica tumbada en un sofá, rodeada de latas de cerveza vacías, en calzoncillos, desgreñada y con claros síntomas de que por la cabeza se le está pasando una de las frases que más veces se han incumplido a lo largo de la historia de la humanidad: “No pienso volver a beber nunca más”.
A pesar de que el libro tuvo dos ediciones, cierta repercusión y buen ojo —entre los participantes había autores como Manuel Vilas o Agustín Fernández Mallo, antes de que escribieran Los inmortales o Nocilla Dream—, como sucede con la mayoría de los libros, no tardó en desaparecer de la circulación, sepultado por pilas de best-sellers, trilogías y novelas escritas por presentadores de televisión y cocineros.
Sin embargo, pocos meses después, en uno de aquellos spam que recibía regularmente en mi correo electrónico volví a toparme con la ilustración de la portada. En esta ocasión no se trataba de un email de un banco del que nunca había sido cliente pidiéndome que confirmara los datos de mi cuenta, ni de un mensaje en cadena que debía mandar a diez personas si no quería que me pasara algo horrible, sino de publicidad de unas pastillas contra la resaca (de ahí la elección de la imagen). Por supuesto, en el mensaje no se mencionaba en ningún momento la autoría de la ilustración ni que era la portada de nuestro libro.
Nosotros decidimos tomárnoslo con buen humor y escribir a la empresa que distribuía aquellas pastillas, comunicándoles que no emprenderíamos acciones legales contra ellos si citaban los créditos del dibujo y, sobre todo, si nos enviaban algunas cajas de pastillas para repartir entre los participantes de la antología, dado que éramos todos bastante borrachuzos. Las pastillas, además, según rezaba la publicidad, eran la pera, se llamaban RU-21, y las utilizaba la KGB para que los espías se mantuvieran sobrios mientras invitaban a vodka a las personas de las que querían obtener información.
Sorprendentemente, la empresa accedió a nuestra petición, y aún tuvieron el valor de pedirnos permiso para incluir en su catálogo nuestro libro. Y todos tan contentos.
Yo, por mi parte me conformé con el tamaño de mi picha, actualicé el antivirus y mi vida dejó de ser intensa y divertida (a veces contestaba a los spam, por ejemplo, enviaba la foto de algún imputado del Partido Popular y le ponía “curriculum” al nombre del archivo, cuando me escribían para decirme que me daban un trabajo en el que en dos semanas iba a ganar montañas de dinero sin dar ni golpe). En cuanto a las pastillas, todavía las guardo, intactas. Nunca he hecho uso de ellas, no porque no haya habido motivos, sino porque nunca he tenido cuerpo de espía ruso, que como todo el mundo sabe nunca se emborrachan pero cagan de color verde.
Publicado en el número 500 de ON, magazine semanal de los diarios de Grupo Noticias (22/5/2017)
Hoy este semanario cumple quinientos números, una cifra importante tratándose de una revista de papel. Del mismo modo que la televisión mató a la estrella de la radio, internet desliza sus dedos de éter sobre la prensa escrita borrando poco a poco la tinta de las cabeceras de los periódicos.
O eso dicen.
A menudo me asalta una idea para un relato futurista o apocalíptico. Me imagino una vieja librería o una biblioteca abandonadas y, entre sus ruinas, a un ermitaño, que, alejado del mundanal ruido de las redes sociales y las nuevas tecnologías, sobrevive entre pilas de libros y discos. El hombre es una especie de yogui, que puede alimentarse solo de ellos, de los campos de fresas que encuentra entre sus surcos o de los dinosaurios que velan su sueño tumbados sobre dos líneas entre las páginas de un cuento. En el exterior, de todas maneras, el resto de humanos tampoco come cosas mucho más saludables que celulosa o vinilo. Por ejemplo, ya no quedan vacas sobre la faz de la tierra, porque se las han llevado todas a una megagranja en Soria y les han puesto wifi en las tetas.
Vale, no sé si es un relato con muchas posibilidades.
Lo que yo quiero decir es que a veces me siento como un ser de otra época (una época en el que, por ejemplo, se escuchaban los discos enteros, los chavales no querían ser youtubers sino formar grupos de rock o en la que las personas se avergonzaban de su ignorancia en vez de exhibirla orgullosas). Sentirse parte de un mundo que desaparece en realidad no tiene nada de particular, es ley de vida: nuestros abuelos vieron cómo sus pueblos se sumergían en pantanos que nos liberarían de la pertinaz sequía y a nuestros nietos les contaremos qué inmenso placer era sentarse un domingo soleado por la mañana en una terraza a tomarse un marianito mientras leías el periódico. Todos, en fin, nos tendremos que tragar nuestros propios recuerdos diluidos por el cloro en el grifo del tiempo.
Lo que me inquieta es saber si siempre el ser humano ha sentido la misma duda aterradora que a mí me asalta ahora; si a lo largo de toda su historia se ha preguntado si tal vez el mundo que deja a quienes ha dado la luz será más oscuro. Para alguien que como yo, a pesar de todo (a pesar, por ejemplo, de la entrevista de Bertín Osborne a José María Aznar), cree en el progreso de la civilización, la respuesta es que no, que la especie humana por naturaleza mejora en cada generación y, aunque de manera tal vez desesperadamente lenta, hace del planeta que vive un lugar más habitable y más justo. Visiones catastrofistas las ha habido en cada nueva era, con cada gran invento que ha cambiado el curso de la historia, como el fuego, la imprenta o los preservativos, es cierto, como lo es que al final no ha sido para tanto. La televisión, por ejemplo, es solo una presunta asesina, pues para muchos de nosotros el medio de comunicación y entretenimiento al que más recurrimos, aunque sea solo como un ruido de fondo, es la radio, cuya estrella sigue brillando con fuerza. Pero también es cierto que en esos cambios de era nos hemos dejado a menudo muchos pelos en la gatera. La industrialización y el despoblamiento rural, por ejemplo, rompieron una relación de equilibrio y respeto con la naturaleza. Y en este tránsito de una cultura y un conocimiento adquiridos sólidamente por la vía escrita a la modernidad líquida de la que hablaba Bauman, dominada por la imagen, la supervivencia de la prensa de papel, como este semanario que hoy cumple 500 números (¡zorionak!), creo que contribuye a un tipo de lectura que preserva determinados valores —reflexión, memoria, concentración…— que quizás eviten que en ese cambio de estados lleguemos alguna vez al gaseoso, en el que nos comuniquemos solo a través de eructos.