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PASAPALABRA

Abr 22, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en Rubio de bote, magazine ON (diarios grupo Noticias). 21/04/2018

 

No ganamos para gafas de los niños. Como los pobres han salido miopes y baloncestistas, como su padre y como Kareem Abdul-Jabbar, ya saben,  el copiloto de Aterriza como puedas, es inevitable que cada dos o tres meses venga alguno de ellos con una lente llena de estrías o la pasta de la montura hecha puré.

—Bah, pero tú estarás forrado con eso de los libros —me dice de vez en cuando algún desinformado que no ha leído a Larra.

Escribir en esta tierra de másters del universo y novios de la muerte, sigue siendo llorar. Y también en Bolivia. Y en Estados Unidos. Y entre los escritores bolivianos que viven en Estados Unidos. Claudio Ferrufino-Coqueugniot, que acaba de publicar una lúcida novela ebria titulada Muerta ciudad viva, es un autor de Cochabamba exiliado voluntariamente en Denver. Fue Premio Nacional en su país y logró en 2009 el prestigioso premio Casa de las Américas. Se gana la vida cocinando y conduciendo una food-truck. 

El sevillano Daniel Ruiz-García, que obtuvo el Premio Tusquets en 2016, se levanta desde hace años a las cinco de la mañana para escribir y ofrecernos libros como Maleza, una compilación de  historias cortas que componen un tan crudo como lírico tríptico de la periferia urbana. Después, cuando amanece,  Daniel levanta a sus hijos para llevarlos a la escuela e irse a trabajar.

Gsus Bonilla, finalista en 2010 del Premio Nacional de Poesía, que habla, porque puede, de igual a igual con poetas muertos como Leopoldo María Panero, acaba de publicar GardenJunkies, un libro de mierda, como él lo llama, pero que es en realidad un  diario sobre su trabajo como jardinero, y a la vez un cuaderno de bitácora en verso libre, en todas sus acepciones, sobre la precariedad, el paro, la pobreza y sus umbrales,  sobre este país, en definitiva, convertido en un jardín plagado de cagadas de perro, de señoritos y monarcas (esto último no lo dice él sino yo, y con mucho asco, pues acabo de ver una foto de Felipe VI, campeón en sus discursos de la paz y la democracia, estrechando la mano de un príncipe saudí muy moderno que va a dejar conducir a la mujeres y todo en su país y al que acaba de vender cinco corbetas de guerra; y lo digo también, con el mismo asco, después de ver, una vez más, en un telediario a un político imputado por corrupción responder en una comisión con chulería y desfachatez, al más puro estilo mafioso, con la seguridad y la impunidad que da saber que quien te va a juzgar pertenece a la famiglia, todo ello mientras otros, como los jóvenes de Altsasu, o raperos como Pablo Hasel o Valtonyc, son agraviados con juicios plagados de arbitrariedades y acusaciones desproporcionadas).

—¿Pero como no vas a estar forrado si hasta te sacan en la tele? —interrumpe mi paréntesis el tenaz desinformado.

Y es que si KareemAbdul-Jabbar, además de jugar en los Lakers, apareció en Aterriza como puedes, yo me convertí hace unos días, para mi sorpresa, en la respuesta  a la letra I del roscón de Pasapalabra (“Apellido del escritor autor del libro La tristeza de las tiendas de pelucas”, fue la pregunta —lo juro por Eskorbuto— ), lo cual, parece ser,  me ha elevado a lo más alto del Parnaso literario. Ya lo único que me falta es que el desinformado y unos cuantos de miles de personas más compren mi libro y creo que con eso me llegará para pagar las gafas de mis hijos miopes y baloncestistas.

 

 

 

ARMADURA

Mar 30, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en Rubio de bote, magazine ON (diarios de grupo Noticias) 30/03/2018

 

Un mes antes de que Nirvana publicara Nevermind, de que yo ni siquiera supiera que ese grupo existía ni qué era el grunge,  me compré por fin la camisa de leñador. Aquella camisa de leñador fucsia. Solía verla cada vez que pasaba por delante de Ortega, una tienda en la Calle Mayor de Pamplona en la que vendían ropa de trabajo. Me preguntaba quién llevaría aquellas camisas. Quizás alguna brigada nocturna de tala, en los arcenes de una autopista de montaña. Me daba lo mismo. A mí me encantaba. Pero me daba vergüenza entrar a pedirla, primero, y una vez que la compré, salir con ella a la calle. Todo me daba vergüenza y miedo en aquella época: las chicas, el trabajo, el paro, la policía, la gente, el teléfono, las drogas, yo mismo… A veces me pasaba semanas enteras sin salir de casa, encerrado en mi habitación, escribiendo y oyendo discos, con el pelo sucio y aquella camisa de leñador que ni siquiera me quitaba para dormir. La camisa era mi armadura. Con ella puesta podía hacer astillas todos mis problemas, mi timidez, convertir en leña mis complejos y levantar con ella refugios de palabras, cabañas en el bosque,  bajo los que me resguardaba de la intemperie de la soledad.

En aquella época, comenzaron a verse los primeros canales de televisión de otros países. En casa solíamos poner la MTV en alemán. Había un presentador con el pelo largo y aros en las orejas que se llamaba Nino y que ponía videos de Aerosmith, Europe, Bon Jovi… Yo salía de vez en cuando de mi habitación para verlos junto a mis hermanas. Ninguno de nosotros entendíamos nada de lo que decían, pero a ellas les gustaba Nino y a mí el AOR. Y el hard rock. Y el punk. El reggae. El heavy metal. El blues… Tenía más de quinientas cintas, la mayoría de ellas grabadas, de grupos como Eskorbuto, Leño, Iron Maiden, Led Zeppelin, Barricada, Gari Moore, Hertzainak, Dire Straits, Bob Marley… Pensaba que lo había escuchado ya todo y que todo estaba inventado. Y de repente un día, Nino puso aquel video: un gimnasio lleno de humo, unas animadoras vestidas de negro, moviendo desganadamente los pompones, un barrendero viejo y rijoso cabeceando al ritmo de la música, aquella música, sobre todo aquella música, como una válvula de escape, la espoleta de una bomba de mano a punto de estallar, un mantra de guitarras sucias, como mi pelo, y atormentadas, como yo… No sé cuantas veces oí ese año aquella canción, aquel disco. Muchas. Como se escuchaban entonces los discos. Aprendiéndolos de memoria. Recitando cada estrofa, cada rasgueo de guitarra como una oración. Nosotros que no creíamos en nada… Recuerdo las navidades de aquel año, cuando Nino hizo un resumen de los mejores discos del año y volvió a poner Smells like teen spirit. Mis hermanas y yo cabeceando en el cuarto de estar. La mente llenándose de niebla y sangre al compás de la canción, del mantra, de la oración de los descreídos… Yo con mi camisa de leñador, talando de cuajo los nudos que crecían en mi estómago muerto de hambre, en mi corazón en piel de gallina, cercenando las ramas podridas, arrancando las raíces, despejando la espesura que me separaba del mundo, al otro lado de la puerta de mi habitación y de casa, degollando los monstruos del miedo y la introversión.

No convertí, sin embargo,  a Nirvana, ni al grunge en mi religión… No lloré, ni sentí que mi corazón se abrasaba cuando Kurt Cobain se extinguió como una llama. No me compré todos sus discos. No me masturbé pensando en Courtney Love. Nunca tuve curiosidad por saber en qué se convirtió el niño desnudo nadando detrás del billete. Pero siempre supe, cuando escuché por primera vez aquella canción, que jamás había escuchado nada parecido. Y que era la primera vez que me sucedía algo así. Y, sobre todo,  a partir de entonces comencé a salir a la calle, alguna que otra vez,  con mi camisa de leñador. Mi armadura. Mi camisa de leñador fucsia.

MARCIANOS

Mar 26, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

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Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (con diarios de Grupo Noticias) 24/03/2018

 

¿Hay algún truchimán en la sala? No, un truchimán no es lo que parece indicar su nombre, no es un tritón u hombre-pez, ni un Pokemon, sino un hombre-lengua, un intérprete al que los conquistadores españoles abandonaban durante algún tiempo con una tribu indígena para que aprendiera su idioma y después les sirviera como intérprete y así poder cambiar mejor espejitos por oro.

En mi caso lo que necesito es algún abducido, alguien con el C1 de alienígena.

No, no, tampoco estoy intentando descifrar el último trabalenguas de M. Rajoy. Lo que pasa es que me han contactado los marcianos. Otra vez. Fue hace unos días, a través de mi blog. Colgué en él una entrevista que hice a la directora de un conocido festival  de cine experimental y de vanguardia y en los comentarios alguien escribió lo siguiente:

Parece ser una traducción entre dimensión de Littlestone y rango-2 de Shelah (y claro, de ahí, estabilidad equivale a pequeña dim. de Littlestone o sea “online learnability”)”.

Y así varias líneas más. Al principio pensé que se trataba de algún error, una broma, el guión de alguna de las películas del festival, un desvarío de un estudiante de álgebra, pero apenas unas horas después alguien contestó: “Gracias, Paco, tienes razón. Lo corrijo”. Con lo cual, aparte de saber que el primer marciano tenía un nombre bastante terrenal, Paco, descubrí que alguien encontraba sentido a aquel galimatías. Y, claro, me acojoné. ¿Quién y por qué estaba utilizando como buzón para sus crípticos mensajes mi humilde bitácora? Igual no eran marcianos, sino hackers sin escrúpulos, o los servicios secretos.

Como digo, no era la primera vez que me contactaban los extraterrestres. Ni el CNI. Hace años —esto ya lo he contado alguna vez— me presenté a una oferta de trabajo en la que, a través de un anuncio del periódico, pedían colaboradores para un estudio sociológico. Me recibieron en un despacho oscuro en lo alto del último piso de un edificio singular, y tras una tensa conversación con un tipo de lo más siniestro, este acabó preguntándome si yo podía infiltrarme en grupos radicales, al tiempo que deslizaba un billete de cincuenta euros por la mesa. Todo eso mientras mi espalda se convertía en el mapa de Groenlandia.

En cuanto a los marcianos lo han intentado varias veces, a través de las facturas de la luz, en la catequesis, en otras ofertas de trabajo, estas piramidales, en un mitin de Ciudadanos… Pero siempre había sido algo más de tú a tú. Esta vez los marcianos me ignoraban, solo me estaban utilizando. Así que,  del mismo modo que acostumbro a responder a las despampanantes jóvenes rusas y a las desconsoladas millonarias nigerianas que me envían emails proponiéndome matrimonio o compartir su fortuna (suelo enviarles una foto de Copito de nieve con mi rostro, para ver si su amor es de verdad desinteresado), decidí también terciar en la conversación entre los dos marcianos: “Hola, Paco, y compañía. Siento interrumpir vuestra conversación. Pero puesto que la mantenéis en mi blog y parece algo privado os pediría que o bien habléis en otro lugar o bien me hagáis partícipe de la misma”.

Desde entonces no duermo bien. Miro por la ventana y en cualquier momento me parece que va a aparecer un chorro de luz succionador, un platillo volante, un holograma de Albert Rivera… ¡Malditos marcianos!

 

 

LA TELE DE LOS 80

Feb 25, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en ON (24/02/18)

 

A menudo la pantalla del televisor se cubría de niebla y hormigas y para sacudírselas había que levantarse y pegarle un bofetón en un lado de la caja tonta y entonces volvía a aparecer Naranjito o el inspector Gadget o Afrodita, la novia de Mazinger Z, disparando un tetazo.

—¡Pechos fuera! —decíamos todos que decía, pero en realidad nunca pronunció esa frase y su auténtico grito de guerra era ¡Fuego de pecho!

Una audacia, en todo caso, para la época, en la que un pezón podía mantener pegados a la pantalla a millones de espectadores, como sucedió en la Nochevieja de 1987, cuando la cantante italiana Sabrina Salerno interpretó Boys, boys, boys, y con cada boy la expectación y otras cosas crecían porque la teta estaba cada vez más suelta. Éramos unos cutres y unos muertos de hambre. Mi tío solía tumbarse en el suelo debajo de la tele, cuando echaban patinaje artístico y nos decía que desde allí se les veían las bragas a las chicas, por ejemplo.

Pero nosotros, mis hermanos y yo, ya no le hacíamos caso. Nos daba pereza levantarnos del sofá. Nos daba tanta pereza que teníamos unos pequeños cubos de gomaespuma que tirábamos con fuerza contra el televisor cuando queríamos disipar la niebla. A veces, incluso, si atinábamos la puntería, conseguíamos cambiar de canal. Pero eso pasaba poco, porque solo había dos canales, la primera y el UHF, que casi nadie veía. De hecho, cuando te atragantabas decías: “Se me ha ido por el UHF”.

A mí me gustaban Starsky y Hutch. Starsky más que Hutch. Mi madre me hizo una chaqueta Starsky, que se pusieron de moda. Una chaqueta de lana gorda, como las que llevaba el protagonista, con cinturón y una franja con zetas o rombos en el pecho y en las mangas. Por entonces eran las madres las que nos hacían los jerseys. Jerseys a punto inglés o con ochos. Jerseys que picaban, o que quedaban raros pero no quedaban raros porque todos eran iguales, o sea distintos. Yo no me compré un jersey en una tienda hasta segundo de BUP. Era un jersey precioso, muy jipi, de algodón y de color lila. La chica que me gustaba llevaba uno igual. Yo me ponía rojo cada vez que la veía, y también estaba muy rígido, entre otras cosas porque en aquella época sudaba mucho, sudaba a todas horas, sudaba hasta en invierno, y si me movía los brazos se me veían los corronchos. Aquello con los jerseys de lana no pasaba.

Además de Starsky y Hutch me gustaba Pippi Calzaslargas. Pippi Lansgtrump tenía un mono chiquitico, y un padre pirata y un caballo grande con pintas, que levantaba a pulso. También tenía dos amigos rubios y sositos, que en realidad éramos todos nosotros. Y una casa entera para ella sola.  Yo también soñaba con tener una casa entera para mí solo, pero, en lugar de con un jardín para que ramoneara Pequeño Tío (que así era como se llamaba el caballo de Pippi; del nombre del mono no me acuerdo muy bien, tal vez porque no tenía canción, como Amedio), en lugar de con un jardín, decía, con una pista de baloncesto, porque por entonces estaba convencido de que iba a jugar en la NBA y hacerme rico y mis planes eran, además de comprarme una casa para mí solo, regalarle otra al lado a mi madre y pasarle un sueldo mensual vitalicio de quinientas pesetas. Cada vez que se lo decía ella se reía mucho, pero quinientas pesetas para mí eran toda una fortuna. Después, en vez de baloncestista me hice escritor, y claro.

Por lo demás, Sabrina Salerno era bizca, aunque nadie le mirara a los ojos,  y el mono de Pippi Lansgtrump se llamaba Señor Nilsson, ahora me acuerdo, bueno lo he mirado en Google, que es lo que vino más tarde, cuando internet mató a la estrella de la tele, mucho tiempo después de las Mama Chico, y el porno si descodificar de Canal Plus y los culebrones venezolanos y de Ramón Trecet diciendo dindón cada vez que un jugador metía un triple. Mucho tiempo después de aquella época en la que ya teníamos mando a distancia y un montón de canales pero la pantalla, como ahora, seguía llenándose a menudo de hormigas y niebla.

 

 

 

 

CÓMO ME CONVERTÍ EN SUPERCUTO

Feb 11, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Publicado en «Rubio de bote», magazine ON (diarios grupo Noticias) 10/02/2018

 

Yo, antes de convertirme en superhéroe, era una persona de lo más normal: entresemana trabajaba en la fábrica de condones, veía por las noches en la tele Gran Hermono o Ultrachef y los fines de semana tocaba la guitarra eléctrica en un grupo: Tigres y leones, nos llamábamos, y hacíamos versiones hard-core de Torrebruno.

Un sábado estábamos en mitad de un concierto, cuando de repente empezó a llover. A cántaros. Una tormenta apocalíptica. Con rayos que parecían el flash del teléfono móvil de Dios. Y de repente, uno de ellos cayó en mi guitarra, mientras yo hacía los coros:

—¡¡¡Tigres, tigres, leones, leoneeaaaaaaaaarrrg!!!!

Al principio no noté mis superpoderes. Pero cuando volví a casa,  mientras veía el telediario, sentí que un rayo volvía a atravesarme, esta vez el estómago. Y corrí al baño. Eso, la verdad, las ganas de ir al baño, me sucedía cada vez que veía el telediario. Pero entonces apreté y de mi cuerpo salió propulsada, como un misil, una morcilla de Beasain, con su etiqueta y todo.

Asustado, me subí los pantalones y me miré en el espejo. ¡Mi cara era la de un cerdo! Y no la de un cerdo cualquiera. ¡Un cerdo con antifaz! Casi sin darme cuenta, comencé a volar. Salí de casa por una ventana que estaba abierta. Todo sucedía sin que yo pudiera controlar mis acciones. Por ejemplo, no sé por qué, mi mirada se clavó, desde el cielo, en un coche que estaba en doble fila, y, además, delante de la plaza para discapacitados. Y de repente, volví a sentir unas repentinas ganas de ir al baño. No me podía aguantar, así que apreté, pero esta vez lo que salió de mi cuerpo no fue una morcilla de Beasain, sino una txistorra de Arbizu kilométrica, que rodeó como si fuera una soga el coche mal aparcado y lo lanzó a un contenedor de obra.

Así me pegué todo el día. Lanzando por el culo morcillas de Beasain o txistorras de Arbizu a quienes se colaban en la fila del autobús, a los que no recogían las mierdas de sus perros, a los que no respetaban los pasos de cebra…

Al principio, la verdad, era fácil y divertido ser un superhéroe de barrio.  Pero después, las cosas fueron complicándose. Me di cuenta de que solo me convertía en Supercuto cuando veía el Telediario. Y de que casi siempre era cuando en la tele aparecían ministros, o banqueros, o la familia real comiendo sopas. Y de que era contra los auténticos malvados, contra quienes tenía que emplear mis superpoderes. Así que un día me fui volando al Congreso de los diputados y lo bombardeé con chorizos de Pamplona, otro disolví con salchichones, duros como porras,  a un grupo de antidisturbios que a su vez estaban disolviendo a quienes protestaban por un desahucio…

Puf, eso sí que era cansado. El mundo era una pocilga, estaba lleno de malvados de verdad, y yo solo no podía hacerles frente. Hacía falta toda una piara de superhéroes. Y a mí no me quedaban fuerzas. Me rendí. Sentía que había llegado mi sanmartín.  Por suerte, una noche, tras arrastrarme hasta la cama, y quedarme dormido, me desperté en mitad de la noche, sudando como un cerdo, y, de repente, me di cuenta de que todo aquello solo había sido una pesadilla.

—Mañana volveré a la fábrica, a comprobar si hay algún condón pinchado —me dije—. Y por la noche veré en la tele Gran Hermono, o Ultrachef y el fin de semana volveré a cantar con los Tigres y leones (pero ahora en acústico).

Y pensando todo eso, de repente empecé a sentir un picor, una pequeña molestia en la espalda, allá donde esta empieza a perder su nombre, y me rasqué,  y enseguida me di cuenta de que mis dedos acariciaban una protuberancia, una flor de carne, con su tallo fino y retorcido, como un muelle. Un pequeño rabo, como el de un cerdito. Y así, en definitiva,  fue cómo me convertí en Supercuto.

 

 

 

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