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Publicado en Rubio de bote, colaboración para magazine ON de diarios de Grupo Noticias (15/12/2018)
El otro día pedí cita por internet para el médico y no me pude resistir. Una vez que has elegido la hora y las has confirmado, tienes la opción de autoenviarte un email para recordar los datos y una de las casillas te permite escribir tu nombre. Pues bien, yo suelo robarme a mí mismo la identidad y relleno esa casilla con lo primero que se me viene a la cabeza, de tal modo que cuando recibo el correo en este puedo leer, por ejemplo: “A la atención de Charles Bukowski”, “A la atención de Señor Lobo”…
Es una gansada, pero las pequeñas gansadas de ese tipo a mí me hacen feliz, o refuerzan mi autoestima (“A la atención del Mejor Columnista del Mundo”). Y, además, no haces mal a nadie; o eso creo, pues supongo que tú eres la única persona que ve esos nombres falsos. En la consulta, al menos, ningún médico ha salido hasta hoy a preguntar por “Perra roja del infierno” o “Chiquito de la Calzada”. Pero nunca se sabe. Hace unos meses se nos quedó el dedo tonto dándole a “Aceptar” a todo tipo de permisos para que, de acuerdo con la Ley de protección de datos, pudieran seguir enviándonos las newletters, boletines o catálogos a los que voluntariamente estábamos suscritos, y ahora resulta que, sin embargo, los partidos políticos tienen barra libre para obtener toda nuestra información personal e incluso ideológica a través de redes sociales y para bombardearnos por tierra, agua, aire, correo electrónico y móvil con su propaganda electoral, todo ello sin nuestro consentimiento.
En fin, el caso es que la broma de los autocorreos, que viene a ser una versión actualizada de las postales que nos enviábamos antes cuando nos íbamos de vacaciones y que solían llegar días después que nosotros y nos convertían igualmente en alguien que nos gustaría ser (nosotros mismos, de vacaciones, unos días antes), también pueden transcender el ámbito de lo privado y llevarse a cabo en alguna de esas cafeterías o restaurantes de comida rápida que te piden tu nombre mientras preparan la comanda y que después te llaman por los altavoces para recogerla. Claro que, en este caso, hay que carecer de sentido del ridículo o, simplemente, ser un poco notas.
Hace unos días estuve en uno de esos lugares, en los que el camarero estaba ya de vuelta de todo.
—¡Batman, pase a recoger su café! —decía, con un tono resignado y automático de máquina expendedora—. ¡Lady Gaga, su hamburguesa está lista!…
Una vez, de hecho, dijo “¡José Luis, ya tiene su helado!”, y todo el mundo empezó a reírse y a darse codazos y a señalar al pobre José Luis.
Recuerdo también, en la era A.G. (antes de Google), cuando todavía no había móviles, que en la piscina si alguien quería hablar contigo podía llamar al portero y este decía por los altavoces: “¡Fulanito, acuda al teléfono!” y que siempre había graciosos que conseguían colarle un Aitor Menta, un Kepa Jamecho o una Miren Amiano. En nuestra piscina cada vez que se abría la megafonía se creaba una expectación que rara vez veces era defraudada, pues cuando no se trataba de una de esas bromas de precursores de Bart Simpson, el propio portero anunciaba que se había encontrado un reloj vegetal o que se había perdido un niño con un bañador amarillo, rubio y a rayas.
Son, en definitiva, pequeñas e insignificantes píldoras de humor, placebos de tontorronería que ayudan a sobrellevar los días grises e infecciosos. A mí a veces, incluso, cuando recibo uno de esos emails, “A la atención de Puto Amo”, se me quita por unos momentos el dolor de cabeza o la otitis. Lo cual me lleva a concluir que quizás deberían de vender deuvedés de Gila o de Faemino y Cansado en las farmacias.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para el magazine ON de los diarios de Grupo Noticias (17/11/2018)
¿Quién me iba a decir a mí, por muy rubio de bote que sea, que un día acabaría escribiendo sobre coches? A mí, que en lugar de por marcas y modelos los distingo por colores. A mí, que aborrezco conducir —aunque tenga que hacerlo todos los días—. A mí, que me saqué el carnet ya siendo MILF y solo para poder volver a escuchar música y cantarla a pleno pulmón (no hay nada mejor que cantar mientras conduces, no sé cómo todavía nadie, ni siquiera Tom Waits, ha grabado un disco en un coche). A mí, en fin, que cuando voy a un taller me siento como un pulpo en un garaje (perdón por el tópico, pero aquí no me negarán que está bien traído)…
Hace dos meses jubilé mi SEAT Córdoba, veinte años y cuatrocientos mil kilómetros después. El pobre ya no aguantaba más: era incapaz de controlar los esfínteres y me dejaba el suelo perdido de manchas de gasoil (cada vez que aparcaba tenía que poner antes un trapo o una bandera en el suelo); la artritis se extendía por todo su cuerpo (debía bajarme en los peajes a pagar porque el elevalunas había dejado de funcionar); se olvidaba cosas por el camino (una vez salieron volando los limpiaparabrisas)… Eso sí, nunca se volvió loco, como mi primer buga, con el que tenía que dar las luces para poner la radio, colocarme unas botas viejas cada vez que entraba en él porque los pedales me escupían minilapos de aceite en los pies, o poner la radio para dar las luces. No, mi SEAT Córdoba fue toda su vida un coche cuerdo, educado, discreto y gris, y cuando me dejó tirado siempre lo hizo en el garaje de casa, o en un lugar en el que pudiera aparcar sin molestar a nadie ni ponérselo difícil a la grúa.
Aunque eso pasó pocas veces. Recuerdo emocionado cómo al final de cada viaje le daba unas palmaditas de agradecimiento sobre el salpicadero, como si fuera un ser vivo, un caballo, 98 caballos. Mi viejo SEAT Córdoba me llevó desde las puertas del bar Los Pepes en el Puerto de Santa María a La esquina del Zorro, en el Valle del Kas. Del salvaje oeste al sur, en el desierto de Tabernas, al cabezo del bandido Sanchicorrota, en las Bardenas. Sin aire acondicionado ni GPS. Y también de la guardería al euskaltegi, de la fábrica a la oficina del INEM…
Es todo eso lo que echo de menos, no sus hierros, ni sus manguitos, ni su motor TDI, que nunca supe qué era. Los momentos que pasé dentro de él: el tetris en el maletero cada vez que nos íbamos de vacaciones; las monedas que aparecían como un tesoro, al levantar los asientos traseros, entre pelusas y gusanitos de maíz resecos, cuando lo llevábamos a lavar —o sea, cada seis u ocho meses—; las novelas que imaginé, en lugar de sacarme mocos, mientras esperaba la luz verde de los semáforos; todos los besos que me dio mi mujer cuando la recogía del trabajo; el día que nos pilló la madre de todas las granizadas y los niños lloraban atrás y yo trataba de tranquilizarlos, mientras conducía, y cuando salimos de aquel infierno de hielo les pregunté qué tal estaban y ellos no contestaban y era que se habían quedado sopas; todas las veces que cantamos juntos Cocody Rock y Starman y por ahí viene Joselito, el de la voz de oro…
Toda una vida, en fin, que vendí después por cien miserable euros en un taller con fotos de tías en bolas y de coches tuneados. No me lo perdonaré jamás. Tengo pesadillas en las que me cruzo un día el Córdoba por la carretera y lo conduce a toda pastilla un tío con la gorra para atrás que va escuchando a Maluma. Eso es lo peor de todo. Y por eso me ha salido este artículo sobre coches. A mí, que tengo corazón de peatón. Para despedirte, en condiciones, viejo amigo. Agur, agur betirako, mi querido Córdoba.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en el semanario ON (diarios Grupo Noticias) 03/11/2018
Cuentan que Jorge Oteiza, el mismo Jorge Oteiza que esculpió los catorce apóstoles de la basílica de Arantzazu, estuvo obsesionado durante algún tiempo con la idea de bombardear con una avioneta otra basílica, la de San Pedro del Vaticano.
Me he acordado de ello estas últimas semanas en las que se han promovido iniciativas y manifiestos para volar mamotretos fascistas como el Valle de los Caídos o el Monumento a los Caídos de Pamplona. Y me he acordado también del Mickey Mouse que durante semanas estuvo agonizando pegado al techo de este último edificio. El ratón, que en realidad era un globo, probablemente se le escapó de la mano a algún niño, supongo que espantado por este paquidérmico mausoleo, cuyo nombre original en sí mismo ya es macabro y debería convertirlo en ilegal y demolible: Monumento de Navarra a sus muertos en la cruzada.
La anécdota del pobre ratón, que murió expirando helio sin que nadie pudiera bajarlo de allá arriba, ilustra a la perfección el fin último de este templo del mal que difícilmente puede reconvertirse en nada bueno: un monumento sin otra utilidad que elevarse a la mayor gloria de los golpistas (de los de verdad, no los que los berreadores Pablo Casado y Albert Rivera quieren hacer pasar como tales y que son todos menos ellos dos y el de Vox); un túmulo infame al crimen y a la dictadura, que, por cierto, se sigue, presuntamente, ensalzando en su cripta durante las misas secretas que cada 19 de mes celebra la Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz; y digo secretas porque por “revelación de secretos” ha denunciado esta asociación a los activistas culturales Clemente Bernad y Carolina Martínez, acusados de hacer algo —investigar esas misas— que en realidad debería haber hecho la policía, si no fuera porque el propio jefe de la misma en Navarra hasta hace unos días podría ser uno de los que acudieran a rezar a la cripta, a juzgar por sus tuits enalteciendo a Tejero, José Antonio Primo de Rivera o Santiago Abascal.
En el documental que Bernad y Martínez rodaron se pregunta a personas que habitualmente pasan o viven junto al Monumento a los Caídos si saben qué es este, y las repuestas son de lo más peregrinas: hay quien dice que bajo su cúpula están enterrados los reyes católicos o quien atribuye su construcción a los romanos. Se impone un ejercicio de pedagogía, por tanto, que ayude a comprender qué es realmente ese mausoleo: una loa al fascismo escrita con piedra y sangre, que incumple además la ley de memoria histórica y que por todo ello debería desaparecer.
Yo supongo que la idea de Oteiza de volar el Vaticano la imaginó más bien desde una perspectiva estética y del mismo modo creo que la demolición o voladura del monumento o del valle de los caídos podrían convertirse en grandes perfomances, por ejemplo, con dobles de Oteiza bombardeándolos con apóstoles de piedra o un Micky Mouse accionando el detonador… Se podría incluso cobrar entrada o vender los derechos de la retransmisión para sufragar los gastos. Yo, de hecho, pagaría por ver volar esas mierdas colosales. Sería, además, algo radicalmente simbólico e higiénico: quitar de en medio las sombras que durante tantos años han arrojado sobre nosotros ciertas cúpulas y cruces, dejar después que entre el aire y que se lleve todo el polvo, que limpie toda la roña franquista que todavía hoy permanece en algunos ámbitos de la política, la justicia, las fuerzas armadas, y que se han visibilizado en los últimos días en homenajes a torturadores como Billy el niño o auténticos golpistas como Tejero, o en ese auge de la ultraderecha, a cuyas nuevas cruzadas y peregrinaciones, como la de mañana en Altsasu, solo falta que encima les mantengamos santuarios.
Ilustración: Santiago Sequeiros
(Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para el magazine ON (Diario de Noticias de Navarra, Álava, Gipuzkoa y Deia) 20/10/18)
LA MALA PENA
Patxi Irurzun
Solo se me ocurre a mí. Regalarle un libro titulado Resaca a un ex alcohólico.
El dibujante e ilustrador Santiago Sequeiros es el creador de uno de los territorios más míticos del cómic estatal, de uno de los universos propios más sólidos y al tiempo más lleno de grietas y agujeros (algunos de ellos gloriosos y sórdidos como ojos del culo, que son a la vez la puerta de entrada a un panteón de carne y tinieblas): la ciudad de La Mala Pena, construida sobre las lindes del cementerio en que enterraron a Dios y en el que llueven diluvios de orujo.
Sequeiros fue uno de los autores invitados al IX Salón del Cómic de Navarra, celebrado hace unos días, y en el que se expuso íntegramente y en su formato original Romeo Muerto, la obra en la que ha trabajado durante los últimos veinte años de su intensa vida (Sequeiros se ha bebido mares de vodka, ha naufragado durante años en sofás de amigos, e incluso en una ocasión acarició el lomo de una sirena en una película porno); veinte años en los que Sequeiros ha estado en el infierno pero también se le ha aparecido Sampedro.
Romeo Muerto –un portero de hotel que vive dentro del cadáver de su mujer— es un cómic todavía inédito, y quienes lo leímos de pie no solo tuvimos el privilegio de la exclusiva, sino además el de leer a la vez su making of, pues en los márgenes de cada una de las planchas expuestas se apreciaban las anotaciones del autor: correcciones, ideas, dudas… En una de ellas incluso aparecía un teléfono, cuyo número apunté y al cual llamé y me cogió el demonio y el demonio me dijo que Sequeiros se le había escapado por los pelos (que no tiene, ni siquiera en las cejas ni en las pestañas, pues los ha perdido todos tras depresiones o tratando de apagar el fuego del alcohol que le quemaba el corazón).
Sequeiros tardó años en comprender que su obra y su mundo no hablaban solo o principalmente sobre el vacío o el desamor, como él pretendía, sino sobre el alcohol, sobre su propio alcoholismo, cuyas consecuencias estaba dibujando con años de anticipación. “Hay una correlación entre lo que dibujo y mi propia vida, todo está muy imbricado, yo encuentro ahora en mis cómics signos y símbolos que había colocando inconscientemente. Mi obra me cuenta cosas sobre mí mismo”, me dice, y yo le pregunto si eso acojona. “No, lo que acojona es levantarse un noche a las cuatro de la mañana con un mono terrible y no encontrar vodka en la nevera; o el vacío, el que encontré en mi último año de alcoholismo, el vacío absoluto, sobre el que yo creía que había escrito y dibujado, pero ¡una mierda! el vacío no tiene palabra, ni imagen”.
A Sequeiros lo sacaron de ese agujero sin nombre la terapia y Sampedro; José Luis Sampedro, cuyo libro El mercado y la globalización ilustró en el año 2001 y gracias a cuyos royalties pudo por fin pagarse la fianza para un alquiler, comprar un ordenador y volver a entrar en el circuito de la ilustración en prensa, donde actualmente es uno de los autores más destacados. “Todo lo que yo aprendí para dejar el alcohol, todo lo relacionado con el autoengaño, la justificación, me es muy útil ahora para deconstruir la actualidad o el lenguaje de los políticos”, dice.
Y a pesar de todo lo dicho, la obra de Sequeiros trasciende, y además de una manera magistral, un mero relato del proceso alcohólico. En ella hay literatura de altos vuelos y un mundo radicalmente original, el de La Mala Pena, que arroja como pocos una luz de endoscopio en nuestras zonas más oscuras y perturbadoras, en nuestros pequeños infiernos.
Santiago Sequeiros habla del suyo, de los años de trago duro y vacío innombrable, sin tapujos, con una sincera honestidad. Sin embargo, o tal vez por ello, antes de despedirnos, me devolvió con mucha educación el ejemplar de Resaca que solo a mí, estúpidamente, se me había ocurrido regalarle.
Publicado en suplemento semanal On (diarios Grupo Noticias) 07/10/2018
En segundo de EGB, al inicio de curso, nos pusieron por primera vez un examen. Mi compañero de pupitre, que se llamaba Pablo Casado, me lo copió entero. Luego, cuando el profesor nos pidió explicaciones, tuvo la jeta de decir que había sido yo quien le copiara a él. Claro que el muy imbécil me había copiado también, en el encabezamiento del examen, el nombre y el número de clase.
Por entonces nos ponían un número. Para que fuéramos acostumbrándonos, supongo. Yo estaba siempre por la mitad de la lista y solía ser el 24 o el 25. Siempre he estado en medio de todo, diluido, desapercibido. No creo en los astros, pero lo cierto es que nací un miércoles y un 2 de julio, que es el día que está justo en mitad del año.
Y luego está lo de mi voz. Tengo una onda de voz que muchas personas no sintonizan. Me doy cuenta muchas veces, en los grupos, cuando digo algo y me doy cuenta de que nadie me ha escuchado; o me ha escuchado en una frecuencia remota, porque a veces me pasa que el mismo chiste que acabo de contar, sin que a nadie le haga gracia, lo repite alguien del grupo a los cinco o diez segundos y todos se echan a reír como locos.
Siempre, en esas ocasiones, me quedo esperando a que esa persona reconozca cuando acaben las risas que en realidad la ocurrencia ha sido mía, pero nunca sucede. Creo incluso que en realidad están convencidos de que la vocecita que han escuchado en su cabeza es la suya propia; o tal vez no, tal vez por un momento han visto mi nombre y mi número escritos en la parte superior de la página, pero se les olvida enseguida, qué más da, son un número y un nombre en los que nunca nadie repara.
Por eso me extrañó que, también en segundo de EGB, me nombraran chiclero de la clase. El chiclero era un puesto de responsabilidad. Una especie de tesorero que se ocupaba de recaudar y custodiar las multas y castigos que el profesor imponía (por hablar en clase, un chicle; por no hacer la tarea, cinco chicles; por comer chicle, diez chicles; por ofensas a los sentimientos religiosos veinte chicles y una hostia bien dada…). Yo tenía que ir apuntando todo aquello y guardando los chicles, que se repartían entre todos los alumnos al final de curso.
Fue el peor curso de mi vida. Todo el día con la bolsa de chicles de clase a casa, de casa a clase. A veces no me podía contener y me comía de un atracón un puñado de aquellos chicles tan tentadores: chicles Bang-Bang, chicles Cosmos, chicles con sabor a melón… Putos chicles. Después tenía pesadillas, no podía dormir, pensando en que debía reponerlos en cuanto me dieran la paga.
—Yo no sé para qué sufres así —me dijo en una ocasión otro compañero de clase, que se llamaba Luis Bárcenas y que había sido chiclero el año anterior—. Si eres tú el que apunta lo que hay que pagar, apuntas lo que te conviene y punto, nadie se va a dar cuenta.
Pero yo no tenía el valor suficiente para hacer eso, ni me parecía correcto.
Al acabar el curso, cuando entregué la bolsa de los chicles al profesor, este se sorprendió al verla tan llena.
—¡Vaya, este año no os habéis portado muy bien que se diga!—dijo, y luego, no obstante, me felicitó por haber desempeñado con honestidad mi cargo de chiclero, aunque a continuación añadió—: Y eso que empezaste torcido, copiando en aquel examen.
Yo me quedé patidifuso, incapaz de replicarle. Supuse que se había liado, o que se le había olvidado cómo había sucedido en realidad el episodio.
Eso y que aquel profesor era también el padre de Pablo Casado, mi compañero de pupitre.