Cada
vez que voy a entrar en un supermercado y veo en la puerta a alguien
pidiendo viene a mi cabeza aquella canción de Soziedad Alkóholika
titulada Cuando nada vale nada: “Yo
he sido otro más/ Otro más de los que su vista apartó / al pasar
por tu lado/ Quise
disimular / Como si no fuera nada conmigo”
.
Tal
vez recurro a la canción porque no sé cómo describir la
sensación
que suele adueñarse de mí en esas situaciones, esa mezcla de
incomodidad, vergüenza, culpabilidad…
“¡Buenos
días, señor!”, me
lanzó, por
ejemplo, un
saludo el otro día un africano, sentado a la puerta del súper. Lo
hizo desde muy lejos, cuando aún me quedaban unos cincuenta metros
para llegar a la tienda. Disimuladamente miré a mi alrededor y vi
que en ese momento no había nadie más cerca, ningún carrito tras
el que parapetarme. Solo podía dirigirse a mí. “¡Buenos días!”,
le contesté, y me di cuenta de que tal vez debía de haber esperado
un poco más, pues aún me faltaban unos cuantos
pasos para
llegar hasta donde estaba. ¿Qué se suponía que tenía que hacer?
¿Darle una moneda? Lo suyo era hacerlo al terminar las compras (e
incluso, como ahora sales
del súper desplumado,
podríamos fundirnos los dos en un abrazo solidario). Me puse
nervioso y para ganar tiempo, me llevé la mano al bolsillo trasero
del pantalón, donde suelo guardar
un trapito para limpiar las gafas. Es un gesto que repito a veces, no
porque realmente estén sucias −que
también−,
sino porque de ese modo, igual que cuando los niños se tapan la cara
creen que nadie los ve, yo, hipermiope,
pienso que sin gafas también desaparezco del mundo.
Inmediatamente
me di cuenta del error, pues el africano pensó que iba a sacar la
cartera. En su cara se dibujó una mueca de decepción. Y yo pasé de
largo, como un miserable, un aporofobo
que no solo no había dado limosna a aquel hombre sino que además me
había reído de él, lo había humillado. Durante el tiempo que
estuve en la tienda no podía dejar de darle vueltas. Decidí que al
salir no aprovecharía como otras veces para escabullirme entre los
clientes que entraban o salían, o que no me justificaría con esas
recomendaciones de algunas asociaciones humanitarias que piden no dar
limosna para no favorecer a las mafias, y que le entregaría
dos euros, lo cual, para mí que soy de natural rata, además de
escritor, es toda una fortuna.
−¡Gracias,
señor, que tenga un buen día! −se
despidió amablemente
el
hombre cuando dejé la moneda en su vaso, lo cual no me tranquilizó
−que es a fin de cuentas lo que buscamos cuando damos limosna:
dárnosla a nosotros mismos, calmar con un hueso al perro de nuestras
conciencias−. En el fondo, sabía
que aquel hombre lo que realmente estaba pensando de mí −y con
toda la razón− era: “¡Payaso!”.
No
iba muy tranquilo, la verdad, a cubrir el concierto que el grupo
Bizardunak ofreció por sorpresa el pasado miércoles en el Kafe
Antzokia, después de que los navarros hubieran aparecido en las
redes sociales quemando ejemplares de los periódicos que no se
habían hecho eco de su vuelta a los escenarios, tras doce años de
ausencia, por fortuna para nuestros oídos y para sus hígados.
Abanderados
de lo que dieron en llamar Folk Radikal Vasco, Bizardunak debutaron
en 2009 con un disco de título homónimo.
Su
propuesta era una traslación a la escena vasca de la música de
grupos irlandeses como The Pogues, una mezcla de folk, punk y
alcoholismo (en esto último, y en lo feos que estaban algunos de los
componentes del grupo con esas barbas desastradas, fue en lo que más
se aproximaron a Shane MacGowan
y los suyos). Ahora, en 2025 regresan con una gira a la que han
bautizado como “Hasta que nos canceléis Tour”, algo que no va a
pasar, y
ellos lo saben,
porque los barbudos ya no asustan ni a un niño
de teta.
El
público, que soprendentemente había agotado las entradas, estaba
compuesto por una horda engorilada y espirituosa. Algunos ocultaban
sus caras con tote-bags
con agujeritos para los ojos y otros se ensombreraban a rosca
txapelas rojas en la cabeza, imbuidos por el batiburrillo ideológico
que proclama el grupo en sus letras (independentismo navarro,
filocarlismo marxista,
contra-modernidad…). El fondo del escenario lo cubría una lona con
el rostro de un personaje que no supe si era una de las monjas
cismáticas de Belorado o el cura Santa Cruz (en un concierto
anterior, para que se hagan una idea de sus referentes y
contradicciones, la
lona mostraba
el careto de Stalin).
Apenas
sonaron los acordes de la primera canción, la sala se
convirtió en
una cazuela
hirviendo, con los
brincos y los
berridos
asilvestrados del
irrespetable,
a los que los músicos correspondían del mismo modo, en una especie
de ritual de apareamiento. A mí todo me pareció terrible, aunque
−olvidándome
de algunos pequeños detalles como que a los cantantes parecía que
los estaban sacrificando en un matatxerri, que
las
letras de las canciones invitaban al asesinato en masa y que
la sala olía a cortauñas usado−
reconozco
que llegué a pensar que
estar
allá abajo, disfrutando como hacían todos aquellos vándalos,
debía de ser una de las cosas más divertidas y liberadoras que uno
puede hacer hoy en día.
Al
acabar el concierto, por lo demás, cuando me acerqué a recabar las
impresiones del grupo, uno
de los
Bizardunak, uno
con la
cabeza en llamas,
me amenazó
y me golpeó
con tal cólera que perdí el conocimiento y, ahora mismo, no estoy
muy seguro de si todo esto que he contado sucedió o me lo estoy
inventando, la verdad.
iLUSTRACIÓN: Pedro Osés. Artículo Publicado en Rubio de bote (magazine ON, 13/04/2025)
Yo estoy a favor del rearme: con
todo ese chorro de millones que, digan lo que digan, tendrán que
recortar, o al menos no destinar a otros gastos como la sanidad o la
educación públicas, estoy seguro de que es posible inventar una
bomba que mate solo gilipollas, como decía UGE en aquella canción
(o Eskorbuto en esta otra: “¡Venga la guerra, sobran estúpidos!”).
Quién nos iba a decir que, después
de tantos años, tendríamos que desempolvar del baúl de los
recuerdos la chapita de Mili KK… En realidad nunca deberíamos
habérnosla quitado, pues ese vampiro que es la industria
armamentística ha estado siempre amorrado a la yugular del dinero
público, chupándole la sangre a los presupuestos generales,
debilitándolos, engordando el monstruo del militarismo, al que de
cuando en cuando sacan a pasear para aterrorizarnos y para justificar
su siniestro negocio.
Hace unos días un periodista se
paseaba por la calle preguntando a los transeúntes su opinión sobre
el rearme (o sobre los eufemismos que se usan para referirse a él,
como el
“doble uso”, que viene a ser algo así como “fabricamos tanques
pero en un momento dado también los podemos usar como autobuses
urbanos”). Pues bien, buena parte de los encuestados se encogían
de hombros y contestaban resignados “Si es necesario…”, e
incluso algunos de los más jóvenes se mostraban favorables al
regreso de aquel secuestro legal que era el servicio militar
obligatorio, ignorando sin duda que muchos de quienes lo padecieron
salieron de los cuarteles trastornados y algunos con los pies por
delante.
El
miedo, aventado con fantasmas como el del kit de las setenta y dos
horas (¿y por qué setenta y dos, qué misterio es ese, quién no
tiene en casa un paquete de pasta o unas latas de atún con las que
apañarse durante tres días?), nos absorbe también la sangre de la
cabeza. Y así, anémicos, zombis perdidos, aceptamos que nuestros
gobernantes hablen con naturalidad de “atraer industria militar”
a nuestras comunidades o que en los últimos veinte años las
fábricas de armas en Euskadi se hayan triplicado, según informa el
colectivo antimilitarista Gasteizkoak (por cierto, uno de los mejores
clientes de estas fábricas es Israel, cada cual que saque las
conclusiones que quiera, yo solo apunto aquí otra canción, en este
caso de La Polla Records: “Los hombres trabajan pa
poder vivir en fábricas de armas que los matarán” −o
que matarán a otros, podríamos apostillar−).
El
miedo, en fin, no hace olvidar cuáles son nuestras verdaderas
guerras, nuestras batallas de cada día: conseguir una cita en el
médico o una plaza para nuestros hijos en la escuela infantil. En
realidad, la industria militar ya inventó hace mucho tiempo las
bombas que matan solo gilipollas. El problema es que igual los
gilipollas somos nosotros.
(Publicado en «Rubio de bote», colaboración en magazine ON (diarios Grupo Noticias, 17/01/25)
Así es como llaman en China a
algunas pequeñas edificaciones que han permanecido como islas en
medio de grandes estructuras −autopistas,
avenidas, bloques de apartamentos−
porque sus propietarios se han negado a venderlas o a ceder ante las
presiones de inmobiliarias o constructoras, ante el avance de esa
maquinaria aplastante que es el turbocapitalismo (el turbocapitalismo
comunista, en este caso): casas clavo.
Durante los últimos días he
visto distintas fotografías de ellas en las redes sociales. Una
casita plantada en mitad de los carriles de una autopista, que los
coches tienen que rodear; otra, hundida en un scalextric de rotondas,
circunvalaciones, vías de servicio, construidas para evitarla y para
engullirla al mismo tiempo; o −esta
es la que más me ha llamado la atención−
un inmueble de dos plantas en mitad de un solar en construcción,
alrededor del cual las excavadoras han abierto un enorme hoyo, de
modo que la casa permanece levantada sobre un bloque de tierra que
coincide con su delimitación. Si los vecinos de ese inmueble
quisieran salir del mismo por el portal caerían en el agujero
excavado por las máquinas. No tengo ni idea de cómo se las apañan
para ello, o para acceder a su vivienda, tal vez trepando por una
escalera de cuerda, o escalando con piolets un terraplén de barro.
Leo además que en muchas
ocasiones a esos propietarios rebeldes les cortan el agua, la
electricidad, los suministros, para obligarlos a rendirse por
agotamiento. Detrás de cada una de esas díscolas edificaciones se
adivina, pues, una historia de lucha y resistencia, una desigual
batalla entre esos monstruos descorazonados que son las grandes
compañías o el Estado y algunos individuos, que deciden no
someterse por orgullo, por el valor sentimental de sus propiedades,
por lo que sea: cada casa clavo, supongo, atesorará una historia
particular y heroica.
También en nuestras ciudades
hemos conocido historias semejantes, edificaciones o pequeños
barrios que han aguantado como vestigios del pasado entre el
hormigón, los polígonos industriales o los centros comerciales; o
en el cine, por ejemplo, la entrañable película de dibujos animados
Up,
que está basada en una historia real, con final feliz, por cierto:
la propietaria de la casa no salió volando elevada por una bandada
de globos, pero consiguió que su propiedad no fuera demolida y
todavía hoy permanece encajonada, convertida casi en una casita de
juguete −y
en atracción turística−,
entre grandes bloques de cemento.
Seguramente
las casas clavo serán excepciones y en la mayoría de casos
similares habrá habido desahucios por la fuerza o por la fuerza del
dinero. Son piedras en el zapato, pero a veces una pequeña china
−nunca
mejor dicho−,
un diminuto clavo en la rueda consigue parar la maquinaria, el avance
imparable del “progreso”, el caminar arrollador y despiadado del
monstruo.
169.
Ese es el número de veces que se repite la misma secuencia rítmica
en el famoso “Bolero” de Ravel. Lo contaban hace unos días los
miembros de la compañía Lapso Producciones en su divertidísimo,
didáctico y talentoso espectáculo “Ad libitum”, en el que
también escenificaban una supuesta carta que el músico de Ziburu
dirigía a la bailarina rusa Ida Rubinstein, quien fue la que le
encargó dicha pieza musical. En esa carta apócrifa Maurice Ravel
venía a decir que, teniendo en cuenta la raquítica compensación
económica que iba a recibir por su trabajo, había decidido componer
una breve secuencia, una célula rítmica, y ejecutar con ella un
ostinato in crescendo, es decir, repetirla una y otra vez
incrementando poco a poco la intensidad; en otras palabras: que para
lo que le pagaba era todo lo que podía ofrecerle.
La
historia en realidad no fue exactamente así, hay que entenderla en
el contexto humorístico de “Ad libitum” (aunque sí es cierto
que a Ravel le daba bastante pereza componer y el que a la postre
resultaría genial “loop” de “Bolero” tuvo algo que ver con
su vagancia), pero me hizo recordar algo que me sucedió hace unas
semanas cuando desde un colegio de Sevilla se pusieron en contacto
conmigo para invitarme a ofrecer una charla a sus alumnos, a cuenta
de uno de mis libros, que habían leído y al parecer les había
divertido bastante. Como en el mensaje no detallaban nada respecto a
las condiciones económicas les advertí de que tendrían que cubrir
al menos los gastos del viaje y el alojamiento, a lo que respondieron
que habían pensado que podríamos realizar el acto por una
videollamada, lo cual me pareció lógico. No tanto que añadieran
que no podían pagarme nada por la charla, y que de lo que se trataba
era de inculcar en los alumnos el valor de la cultura (lo cual es
paradójico, porque el valor de la cultura debe de ser de acuerdo con
esto, cero); o que, en cuanto a mí, los alumnos ya habían tenido
que comprar mi libro previamente (otra paradoja, porque la editorial
que lo publicó no acostumbra a pagarme los derechos de autor).
Esta
es una situación a la que solemos enfrentarnos a menudo numerosos
artistas, escritores, ilustradores, músicos, actores… quienes al
parecer estamos obligados a ofrecer nuestro trabajo por amor al arte,
nunca mejor dicho, algo que nunca se le exige a un carpintero o una
empresa de catering cuando se trata de celebrar actos o jornadas de
carácter solidario, educativo o sociocultural (¿se imaginan, por
ejemplo, que ese colegio pidiera a su compañía de la luz no pagar
las facturas, puesto que se dedican a alumbrar las mentes de sus
alumnos?).
Fue algo parecido lo que le expuse educadamente en mi respuesta. Nunca más volví a saber de ellos, pero por curiosidad días después entré en su página web y me encontré con una cabecera en la que, bajo una foto en la que aparecían varios alumnos uniformados sosteniendo una gran bandera rojigualda, el colegio se describía a sí mismo como un centro de formación de futuros líderes con una metodología inspirada en valores culturales y humanísticos. Y eso, en fin, es lo que vienen aprendiendo e inculcando desde hace siglos, en un ostinato histórico, nuestras élites (y no solo ellas): a «respetar» la cultura sin respetar a sus creadores, algo ciertamente asombroso.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 05/01/2025