“Victoriano
Santos: de hoficio: boseador profesional. Con 23 años de hedad”.
La inscripción está tallada con algún objeto punzante, o quizás
con las uñas, en la pared encalada de una celda de castigo del
Fuerte San Cristóbal, en el monte Ezkaba, a las faldas del cual se
asienta Pamplona. El mismo fuerte en el que el 22 de mayo de 1938
casi ochocientos prisioneros republicanos llevaron a cabo una de las
mayores fugas de la historia, con resultados funestos: casi
seiscientos fueron atrapados en las horas o días posteriores o
volvieron por su propio al fuerte, el resto asesinados como conejos
en las laderas del monte o los pueblos cercanos, solo tres, quizás
cuatro, llegaron a la muga con Francia.
Junto a la
inscripción de Victoriano Santos hay una confusa fecha en números
romanos, pero que parece resolverse como 1940, o tal vez 1942.
¿Participó Victoriano en la fuga? ¿Quién fue Victoriano? ¿Por
qué fue encerrado en esa celda de castigo? Todas esas y otras
preguntas me asaltan al leer su mensaje, que fotografío casi de
manera furtiva, como si temiera que algún otro de los escritores que
me acompañan en la visita guiada a este enorme ataúd de piedra que
es el fuerte pudiera robarme la historia. Porque ahí hay una
historia, la noto entusiasmado removerse como un germen en mi cabeza,
azuzada por algunos estímulos literarios (la cárcel, el boxeo, el
hecho sobre todo de que todavía más de ochenta años después la
inscripción permanezca ahí, como un mensaje en una botella, o una
llamada de auxilio que atraviesa
el tiempo
y me interpela).
Al volver a casa busco en internet información sobre Victoriano. En 1943 un boxeador con su mismo nombre participó en Málaga en un combate contra un púgil local. Se refieren a Victoriano como excampeón de España de los pesos ligeros, pero a pesar de ello no encuentro ninguna otra referencia deportiva en la hemeroteca. Busco en una lista de prisioneros del Fuerte y doy con su segundo apellido, Gómez, y su lugar de origen: Fernán Caballero (Ciudad Real). Escribo a ese Ayuntamiento y, mientras espero sin mucha esperanza la respuesta, consulto una página de combatientes en la que averiguo que un Victoriano Santos Gómez, miembro de las Juventudes Socialistas, de veinte años, fue detenido por “auxilio a la rebelión” (¿a qué rebelión? Eso en realidad querría decir que apoyó el golpe militar, no que lo combatió). Se le acusa de delatar a un vecino de su pueblo, militante de Falange, que sería fusilado. No veo la fecha de la detención, pero encuentro otro documento que sitúa a un Victoriano Santos en 1937 en un batallón de zapadores en el Frente de Madrid. Me contestan, además, para mi sorpresa desde Fernán Caballero y me dicen que Victoriano se trasladó a vivir a Carrión de Calatrava en 1946. Los datos, poco a poco, de manera muy leve, como los puntos del dibujo en una página de pasatiempos, van recomponiendo el fantasma del boxeador.
Pero de repente el trazo se corta. Desde Carrión de Calatrava no llega información. Encuentro en Google Street el teléfono de alguien que vende o alquila la casa en que vivió Victoriano en Fernán Caballero (a solo unos metros, por cierto, de la de Nemesio Espinar, el falangista al que denunció), pero el número no da señal. Mi entusiasmo se desinfla, me encuentro en un callejón sin salida. Victoriano, mientras tanto, sigue en mi cabeza, ensayando golpes en un boxeo de sombra, a la espera de alguna nueva pista −tal vez a través de este artículo−, que me conduzca hasta él.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios de Grupo Noticias) 12/10/24. Versión extendida.
Fue en un programa de
televisión, no recuerdo cuál, de repente un tertuliano utilizó una
palabra extraña que tampoco recuerdo (pudo haber sido tibulín o
estrujis) e imediatamente se autocorrigió (en realidad, no tenía
necesidad de hacerlo, porque normalmente los tertulianos no se
escuchan más que a sí mismos).
“Uy, perdón, esta es una
palabra que usamos solo en casa”, dijo.
Es lo que se denomina
idiolecto, el habla particular de una persona o de un grupo familiar
o de amigos, una especie de idioma doméstico, con términos propios,
que solo quienes pertenecen a ese círculo lingüístico utilizan y
comprenden.
Cuando escuché al tertuliano,
pensé en algunas de las palabras de nuestro idiolecto familiar, que
es más bien un idiotolecto, porque tendemos a deformar algunas
palabras, pronunciándolas deliberadamente mal (por ejemplo, en lugar
de decir “una onza de chocolate”, decimos “una lonza de
chocolate”, o en lugar de “tener estrés”, “tener exprés”).
Algunas de las palabras
estrella de nuestro diccionario propio son: “culiculi”, para
referirnos a las marcas blancas de refrescos de cola, y por
extensión, de cualquier producto; “esterilizar”, por estilizar
(esta nos la apropiamos de una dependienta de una tienda de ropa, que
dijo a mi madre que determinada prenda la “esterilizaba” mucho y
le hacía un “entorno” muy bonito); a la serie de televisión
“Los Serrano” −siguiendo
con el mismo campo semántico−
le tomamos prestada la expresión “quedarse nenuco”, por
“quedarse eunuco”; y tenemos también un amplio vocabulario
adoptado de cuando los niños eran pequeños y hablaban con lengua de
trapo: “recatera”, por “carretera”, “el lanintendo”, por
“la Nintendo”, y, al contrario, “la saña”, por “la
lasaña”, etc. Una que me gusta mucho es una ultracorrección
preciosa que hizo mi hija cuando comenzaba a leer: “egnomo”, por
“gnomo” (es decir, ella hizo lo que tenía que hacer, leer lo que
ponía; a partir de entonces en nuestra casa David el gnomo es David
el Egnomo)…
Todos tenemos uno o varios
idiolectos, y es divertido hablarlos. El riesgo que se corre con
ellos es que pueda sucedernos lo que al tertuliano, que de tanto
emplear de una manera doméstica algunas palabras o expresiones o
algunos usos incorrectos, acabemos por darlos por correctos,
empleándolos también fuera de su ámbito familiar. Que acabemos
diciendo “tibulín” o “tener exprés” en público, sin darnos
cuenta.
La moraleja es que eso es algo
que se puede trasladar de la lingüística al terreno de las ideas o
las costumbres, por ejemplo que si en nuestra casa es costumbre dar
un soplamocos a alguien cada vez que, no sé, estornude, acabemos
creyendo que eso es lo normal o lo correcto y lo hagamos también
fuera de casa, o que si repetimos en esta (o en la televisión) una y
otra vez que los emigrantes son delincuentes o los partidos de
ultraderecha democráticos, terminemos asimilando esas ideas falsas,
es decir, esos idiotolectos.
Publicado en Rubio de bote, magazine ON diarios Grupo Noticias (14/09/24)
Hace unos días, en una entretenida y divertida conferencia sobre la
relación de la pelota vasca con la Iglesia, el ponente, Santiago
Lesmes, iniciaba su intervención botando una pelota contra el suelo
(que era además el del refectorio de la Catedral de Pamplona) y
hablando del poder evocador de los sonidos, capaz de retrotraernos a
otras épocas de nuestra vida, de remover recuerdos, de unirnos
incluso de una manera atávica con la tierra o con nuestros
ancestros… Hay algo de todo eso en el repique y el eco, como un
disparo, de una pelota contra el frontón: la piedra, el cuero, el
impacto contra la chapa cuando se yerra el golpe (los errores siempre
resultan más estruendosos).
Al escuchar a Lesmes comencé a pensar en mis propias magdalenas
acústicas de Proust y me acordé, por ejemplo, del bote de un balón
de baloncesto. Durante muchos años de mi infancia y adolescencia el
baloncesto fue mi vida, todo giraba alrededor de él, y ese sonido lo
percibía como el latido de un corazón. Años más tarde viví
durante algún tiempo en un piso cuyas ventanas daban a unas pistas
con canastas en las que a todas horas había grupos de chavales
jugando. A algunos de mis vecinos aquel ruido les molestaba. A mí,
por el contrario, me gustaba, me tranquilizaba, era una especie de
cordón umbilical que me conectaba con mi juventud. A nadie le
molesta el sonido de su propio corazón.
Las evocaciones acústicas, no obstante, no siempre o no solo traen
buenos recuerdos, a menudo dejan en la memoria un regusto agridulce.
El ruido de una llave en la cerradura puede suponer un alivio para
quien espera con los ojos abiertos y el alma en vilo el regreso de
una hija o un hijo desde los abismos de la noche, pero también puede
ser angustioso para quien ha vivido algún infierno doméstico.
El inventario de sonidos terroríficos o inquietantes podría ser
interminable: el tic-tac de un reloj de pared en una noche blanca de
insomnio, el murmullo peligroso de las muchedumbres, la canica o la
moneda rodando en el piso superior, el rumor del viento despeinando
los árboles antes de la tormenta, el rugido de los estómagos en los
exámenes, las toses recorriendo los pasillos en las noches de
hospital, el ulular de las ambulancias atravesando la ciudad, la
llamada telefónica en mitad de la madrugada…
Aunque puestos a evocar, ¿por qué no quedarnos -volviendo al
baloncesto- con el suspiro de la red tras una canasta limpia? ¿O por
qué no con el aplauso fervoroso y unánime al artista talentoso, con
la carcajada contagiosa como un virus, con el chorro vigoroso de la
orina largamente contenida? ¿Y por qué no, en fin, con algunos
sonidos en peligro de extinción: el crujido de la aguja sobre el
vinilo, el chiflo del afilador, el remache de la tecla de la máquina
de escribir poniendo el punto final de un artículo?
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine On (diarios Grupo Noticias) 17/08/24
Hoy los he contado y tengo en casa treinta y siete vasos
reutilizables, de esos que tienes que pedir en fiestas en bares,
conciertos, txoznas (si es que dejan que haya txoznas o no las mandan
al quinto pino). Con los vasos reutilizables me pasa ahora los mismo
que con los mecheros antes, hace siglos, cuando era joven y fumaba
(menos mal que dejé de hacerlo, porque cada cigarrillo te quitaba
diez minutos de vida, decían, que no sé yo si era verdad, porque a
ese ritmo al cabo de unos cuantos de aquellos fines de semana
destroyers, en los que además del humo de los Fortuna −que
encima llevaban plomo−,
los cuales encendías cada uno con la pava del anterior, te
tragabas también la mitad del de todos los demás fumadores del bar
−y la otra mitad te la
llevabas de propina a casa pegada en la ropa−,
total, que, a ese ritmo, con veinticinco años tenías que
parecer ya el abuelo de Makinavaja).
La cuestión es que, al igual que ahora con los vasos, entonces salía
de casa con un mechero, por ejemplo de Talleres Ceferino, y regresaba
a casa con tres, ninguno de los cuales era el mío, por ejemplo uno
de Mili KK, otro con un dibujo del Zruspa, el malo de Naranjito, y el
tercero con la bandera española y el logo de Alianza Popular
raspados con la uña. El mundo-mechero, por cierto, daría para otro
“Rubio de bote”, con todas sus derivadas, por ejemplo las
cerillas, que usabas si tenías vocación de Humphrey Bogart y que
dejabas de usar si tenías mal pulso, sobre todo los días de viento;
o los chisqueros −el
mejor remedio contra el viento, precisamente−
aquellas cuerdas naranjas que prendías haciendo girar una ruedita;
después amorrabas el cigarro a la yesca y vete a saber qué
inhalabas, además del plomo del Fortuna.
Pero centrémonos en los vasos. Con ellos uno nunca sabe cómo acertar. Si decides llevártelo de casa para ahorrarte el euro de la fianza (que luego nunca recuperas, por no quedar como un rata), resulta que ese día de repente en todos los sitios se han puesto exquisitos y sirven cristal o ha habido un cambio exprés en la normativa y los vasos desechables están otra vez permitidos… Al final te pegas toda la noche paseando de la mano tu vaso (porque además tienes treinta y siete en casa, pero ninguno con un agujerico para colgártelo del cuello con un cordel).
Y al contrario, la noche que sales de casa a lo loco, sin vaso,
resulta que este es obligatorio en todos los garitos, y, una vez que
lo compras, te lo olvidas en una barra, coges en otra uno que no es
el tuyo, se te raja bailando la Bomba de King África…
En fin, los veranos del bebedor social en las sociedades
turbocapitalistas son de lo más ajetreados y están llenos de
incertidumbre. Un horror.
Que
nadie se dé por aludido. Con lo de imbécil me refiero a un
servidor. Una de las leyes no escritas del humor es que para reírse
de los demás antes hay que empezar por uno mismo. Imbécil
es el título de un cómic de Camille Vannier, publicado por
Astiberri, en el que la autora francesa-barcelonesa recopila una
serie de escenas patéticas de su vida. O de la vida de cualquiera.
Pasajes de nuestra biografía que a menudo quedan a resguardo en una
caja blindada de la memoria y que, por vergüenza, no solemos
compartir con nadie.
Vannier,
por ejemplo, nos relata la ocasión en que encargó por correo una
estantería para su apartamento y cuando llegó no era la que ella
esperaba. Llamó al servicio de Atención al cliente, los puso a
caldo y de repente, por las explicaciones que iba recibiendo, se dio
cuenta de que la que había errado al elegir en el catálogo era
ella. Pero ya era demasiado tarde para recular, después del pollo
que había montado, así que se mantuvo en su papel de clienta
agraviada, hasta que consiguió que le dieran la razón y le pidieran
amablemente disculpas, lo cual la hizo sentir en su fuero interno
como una miserable.
En
otra de las historietas nos cuenta la vez que tenía que coger un
vuelo a primera hora de la mañana, salió la noche anterior a tomar
un par de cervezas, que luego fueron cuatro, y luego seis… total,
que al volver a casa ya de madrugada y completamente borracha, para
poder apurar un poco más la cama al día siguiente, decidió
preparar la maleta en lugar de levantarse temprano, como tenía
pensado. Una idea que le pareció brillante hasta que al llegar a su
destino y abrir el equipaje descubrió que lo único que había
dentro era un bañador (en un lugar en el que además no había
playa).
Todos
tenemos alguno de esos pasajes lamentables en nuestras vidas. Yo los
tengo a diario. Tengo tantos que me resulta difícil elegir solo uno.
Recuerdo una vez que en un Nafarroa Oinez, en uno de los primeros en
que empezaron a usar ese engorroso sistema en el que cambias el
dinero por vales para consumir en las barras, entregué en una caseta
todo lo que llevaba en el bolsillo, y cuando fui a pedir el primer
katxi me hicieron saber que lo que yo había comprado eran en
realidad pegatinas. Por supuesto, me dio tanta lacha que no volví a
la caseta a explicar que me había equivocado. ¡Hay que ser imbécil!
(por contra para quienes me vendieron las pegatinas debí de quedar
como un tipo de lo más espléndido y solidario).
He
empatizado, pues, mucho con ese cómic de Vannier, la cual se ríe de
sí misma de tal modo que en las solapas del libro −dibujado
con trazos intencionadamente descuidados y feistas, imperfectos como
las historias que cuenta−
incluye algunos “halagos” que han dejado en sus redes sociales
varios lectores, del tipo “Si me pongo un lápiz en el culo dibujo
mejor”.
Todos somos, en fin, imbéciles. Aunque, sin duda, lo más imbéciles de todos son aquellos que no se dan cuenta.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 19/07/24