No todos
los días le dejan a uno un lingote de oro en el buzón. Bueno, era
un cómic. Bueno, un cómic que parece un lingote de oro. En todos
los sentidos. Se titula Primavera para Madrid, el autor es
Magius y lo publica Autsaider Cómics, una editorial que también
vale su peso en oro. Primavera para Madrid es una ficción
política en la que se trenzan magistralmente varias tramas (tarjetas
Black, Gurtel, el Pequeño Nicolás, el elefantazo real…) y que se
presenta en un llamativo formato, con tinta dorada. Mucha tinta
dorada, en la portada, el lomo, todas sus páginas… Primavera
para Madrid, de hecho, luciría estupendamente en las
estanterías de todos esos personajes y personajillos de la
oligarquía patria cuyas miserias -es un decir- el cómic airea. El
fulgor de la edición, de todos modos, no puede despistarnos, ni es
solo lo que convierte a este libro en una joya. Magius ha conseguido
trazar un guion minucioso, ejecutado además con un dibujo fino, en
el que confluyen y se reconocen con pelos y señales algunos de los
casos más sonados de corrupción de los últimos años y que
cuestiona la falta de escrúpulos y la impunidad de las élites
políticas y financieras, dejándonos un aterrador -por lo real-
retrato del país en que vivimos.
Hemos
dicho, de hecho, antes que Primavera para Madrid es una
ficción, pero quizás esa sea solo la coartada para que la realidad
resulte creíble, no olvidemos que en España hay, por ejemplo, un
exjefe de estado -al que nadie eligió; bueno, sí, un dictador-
huído ante la clamorosa sospecha de sus delitos fiscales o un
expresidente del Gobierno al que la mismísima CIA apunta como
creador de un grupo terrorista.
Y no pasa
nada.
Primavera para Madrid es un cómic, pero tal vez debería colocarse en las baldas de los libros de historia de todas las bibliotecas o recomendarse como lectura en universidades e institutos, pese a lo cual su proceso de edición no ha sido fácil, como no lo está siendo el de promoción. Lo contaba el editor de la obra, Ata Lassalle, hace unos días en un inusual mensaje en las redes sociales que desvelaba todos los entresijos, casi siempre desconocidos, que acompañan a la publicación de un libro. Hablaba, por ejemplo, de por qué decidieron entintar el cómic en negro y oro: “El oro lo tenía todo, subrayaba el despilfarro, la codicia y el exhibicionismo, lo noble y lo hortera” . Y contaba también cómo consiguieron, gracias a unos polvos mágicos y un proceso de secado de los pliegos del cómic en una gran nave indutrial, que la empresa no fuera ruinosa y el libro pudiera llegar a nuestras manos o a nuestros buzones convertido en un lingote de oro pero a un precio similar al de cualquier otro cómic (22 euros). Lo cual le aporta todavía más valor, pues estamos, por una parte, ante una obra casi artesanal, y por otra y sobre todo, ante el emocionante empeño de un editor valiente, que navega a contracorriente, haciendo honor al nombre de su editorial (Autsaider), y que se juega, como el autor, el cuello y en su caso además los cuartos para que seamos los demás quienes nos enriquezcamos leyendo obras tan recomendables y exquisitas como este Primavera para Madrid, de Magius.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 08/08/20
Los irurzunólogos acérrimos se acordarán sin duda de Putoso
y sus hermanos quinientillizos, quienes ya han aparecido al menos en dos
ocasiones en esta sección, Rubio de bote.
Putoso es un enorme oso de peluche que nos regalaron cuando nació mi hijo mayor
y que, desde entonces, está con nosotros, siempre en medio (de ahí su nombre). Fue
alumbrado en un parto múltiple en algún taller clandestino de Asia o en alguna
maquila en Centroamérica y separado de sus 499 hermanos apenas nació,
dispersados todos ellos por centros comerciales y jugueterías de todo el mundo.
No obstante, en una ocasión yo me encontré a uno de los quinientillizos abandonado
junto a los contenedores de basura que hay junto a mi portal. Al verlo, subí
rápidamente a casa a tramitar los papeles de la adopción (es decir, a
preguntarle a mi mujer si podía recogerlo), pero para cuando logré convencerla
resultó que alguien se me había adelantado.
Escribí unRubio de botesobre eso y al cabo de unos meses un lector de esta página se acercó a mí en la villavesa y me confesó que había sido él el que se hiciera cargo del hermano de Putoso, pero que los papeles de la adopción no estaban en regla (es decir, que él no había conseguido convencer a su mujer) y tuvo que deshacerse del peluche. También sobre eso escribí un artículo, preguntándome qué habría sido del pobre oso sintecho, y a partir de entonces comencé a recibir en mi correo fotos de gente que había visto putosos —así comenzamos a llamarlos— por todo el mundo: colgados por las orejas en el tendedero de un patio de Tudela, durmiendo en un albergue de Bilbao, con una polla de goma anudada a la cintura en una película guarra…
Después, durante un tiempo los putosos estuvieron hibernando
o en algo suyo de osos, pero recientemente he vuelto a recibir varios correos
en los que me informan de su reaparición en París. Aunque originalmente llegaron a la ciudad de
la luz (yo no sé por qué se llama así si siempre llueve) gracias a la
iniciativa del dueño de una librería que los desperdigó por calles y cafés para
dar a conocer su negocio, en los últimos meses, al parecer, las mesas de muchas
terrazas han sido ocupadas por ellos para mantener la distancia social entre
los clientes. La cuestión es que a mí me alegró mucho ver a gran parte de la
familia putosa reunificada, tras tantos años calamitosos, y además dándose la
vidorra padre, tomando cafeolés todo el día o leyendo por las noches Libertad para los osos de John Irving.
Quise compartir por eso mi felicidad con mis lectores y colgué las fotos de la
nueva y bohemia vida de los quinientillizos en las redes sociales, pero al cabo
de unas horas alguien me hizo saber que en realidad las condiciones laborales
de los peluches no eran tan placenteras como yo suponía, pues debían pasar las
noches al raso y someterse a los caprichos de los trasnochadores (quienes, por
ejemplo, se fotografiaban junto a ellos haciéndose mortadelos); o que —aquellos
que dormían en la librería— eran encerrados en un cuarto en el que se
almacenaban las cajas con las novelas de los youtubers o los alfonsoussías
franceses. Por si fuera poco, junto con esta triste noticia adjuntaban otra
foto de putosos que no habían sido capaces de superar ese estrés y
—presuntamente— se habían suicidado de manera colectiva en una playa nórdica
enterrando sus cabezas en la arena y esperando la subida de la marea (la foto
es además la portada del último trabajo del grupo noruego de rock progresivo
Airbag). Yo, sin embargo, estoy convencido de que esa imagen es un fake o se ha interpretado mal y de que
muy pronto comenzarán a llegar fotos de putosos recogiendo kiwis o esquilando
ovejas en Nueva Zelanda —es decir, en las antípodas de Noruega—, luchando, en
definitiva, por conseguir una vida más dichosa.
Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (25/07/20)
¿Y, cari, te
acuerdas de aquellas otras vacaciones, en Navidad, que fuimos a Madrid, al
parque de atracciones? ¿Cuando nos subimos a los columpios voladores? ¡Qué frío
hacía! ¡Y a quién se le ocurre! Como no había nadie en la cola, para allí que
os lanzasteis como becerros tú y los niños —yo no, porque ya sabes que a mí las
alturas me dan yuyu—… De hecho, me monté renegando, como siempre. Y luego
aquello comenzó a subir y a subir y a llenarse de niebla y parecía que nos
estaban metiendo al fondo de un frigorífico. Pero aún fue peor cuando la
atracción empezó a dar vueltas y a coger velocidad.
—El aire era un
lanzador de cuchillos miope— dijo la niña, que ha salido medio poeta, como tú.
Bueno, en realidad
lo dijo después; entonces, allí arriba, ella y el niño lloraban como
condenados. No era para menos. Recuerdo que a mí me dolían tanto las orejas que
me las tocaba todo el rato, para ver si todavía seguían enteras. Y que me
aguantaba las ganas de vomitar solo para no descalabrar a nadie abajo, a donde
las potas iban a llegar convertidas en barras de hielo. También recuerdo que tú
empezaste a hacer gestos al operario. Y que los niños le gritaban
“¡Bájanooooos!”, pero el atontado aquel nos hacía señales con el pulgar hacia
arriba, porque se creía que le estábamos pidiendo más vueltas…
Así que allí
estuvimos, olvidados al fondo de la nevera, casi un cuarto de hora,
hipotérmicos perdidos.
Mira que fuimos
canelos… Pero lo que nos hemos reído, después, recordándolo, ¿eh, cari?
Este verano habrá
que hacer turismo así, recordando.
Me acuerdo ahora también, por ejemplo, del día que nos conocimos,
tú y yo, en aquel concierto de Kiko Veneno, otro verano, y que después nos
fuimos a las barracas porque tú querías subirte a la noria. De solo pensarlo,
el bocata de txistorra que me había zampado en las txoznas me hizo el
pino-puente dentro de la tripa. Pero no dije nada. Estabas tan guapa… En la
noria aquella al menos no hacía frío, pero yo me mareé igual, cuando llegó a lo
más alto del todo y el mundo se puso del revés y las nubes bajaron al suelo. A
pesar de todo, a mí se me ocurrió que aquel era un buen momento para besarte y
lo intenté —pálido como estaba debí de parecerte un vampiro—, pero la boca se
me llenó de serpentinas y de fuegos artificiales y de kalimotxo de ese en polvo
y tuve que apartarme para vomitarlo todo barandilla abajo.
Siempre he sido un
romántico.
A ti, de todos
modos, no te importó, no corriste de vuelta con tus amigas cuando bajamos de la
noria. Esa noche la pasamos juntos de
bar en bar, bailando y derramando cubatas. Cada vez que me pongo gel
hidroalcóholico en las manos —ahora lo hago a todas horas, te lo juro—me
acuerdo de esa noche. Y me acuerdo también de que, al volver a casa, nos
entretuvimos por el camino, enamorados de la vida. Al final fuiste tú la que me
besó, porque a mí la boca aún me sabía a pólvora y me olía a baño químico y porque
me daba miedo subir otra vez a las alturas. Pero lo hice, y en el cielo de tu
paladar se me pasó el vértigo —ya ves, al final tú nos has hecho a todos un
poco poetas—.
Y así hasta hoy, cari.
Este verano habrá que aguantarse y quedarse en casa, bueno, aquí, en el
hospital, qué le vamos a hacer. La vida es también una noria, y ahora nos toca
estar abajo —o arriba, yo ya no sé muy bien—, pero luego todo esto pasará, la
rueda volverá a girar y se acabará otra vez el yuyu, ya verás. Y entonces nos
iremos de vacaciones, a algún parque de atracciones, con los niños. Y yo
renegaré cuando me hagáis subir al Shambhala. Y luego en casa nos reiremos
mucho recordándolo…
¿Te acuerdas de aquella vez, en la montaña suiza de Igeldo, que el niño se tragó un abejorro? ¿Y de aquel parque acuático, cuando me entró la cagalera bajando por el turbotobogán? ¿Eh, cari, te acuerdas?…
Colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 13/06/20
No me interesa demasiado el rap pero tengo la vejiga tímida, soy un bicho raro y me gusta el baloncesto. Ahora que el confinamiento va acabando intento leer de golpe todos los libros que dicen que hemos leído. Y entre ellos está Búnker, del rapero sevillano Toteking, quien yo pensaba que, como todos los raperos, era un gallo pero al que también se le corta el pis cuando en los urinarios públicos se le pone al lado uno de esos que mean alegres y campanudos. Me acuerdo de aquel capítulo de ¿Qué fue de Jorge Sanz? en el que cuando este ligaba e iba con una chica a casa se llevaba al baño una botella de agua y la vertía desde bien alto en la taza, simulando que era el chorro de su orina el que provocaba ese estrépito —nunca mejor dichas, las dos últimas sílabas—, pues alguien le había contado que eso impresionaba a las mujeres, que lo identificaban como una muestra de potencia viril. Pero la mayoría de las mujeres prefieren a los hombres que mean sentados. Me acuerdo también de cuando teníamos quince años y estábamos asustados y para hablar con las chicas nos cogíamos unos pedos terribles y no entendíamos porque ellas nos rehuían, con lo graciosos y arrojados que éramos.
Toteking además lee a Vila-Matas, que le ha escrito el
prólogo de Búnker —“Joder, magnífico”,
dice Vila-Matas en la faja del libro— y que es su prescriptor literario. Toteking
leyó, por ejemplo, Guía de Mongolia,
de Svetislav Basara, porque Vila-Matas se lo recomendó en un email. Vila-Matas
y Toteking se escriben emails. Yo también he leído Guía de Mongolia y, la verdad, es un buen libro. Un libro de de
humor cabrón, como dirían ellos. Me
gustan los libros que llevan a otros libros. Búnker —y este artículo— van un poco de eso. Guía de Mongolia, por ejemplo,
me recordó, no sé por qué, a otro
libro: Vidorra, de Jean Pierre
Martinet. Le regalé Vidorra a F.L
Chivite, que, como el protagonista del libro, vive en una casa con vistas al
cementerio. Asomarse cada mañana por la ventana y ver un paisaje de lápidas me
imagino que da mucha serenidad y quita mucha la tontería. Chivite, de hecho,
escribe unas columnas maravillosas en el periódico, y eso y poco más es lo que
en realidad he leído durante este confinamiento ¿Qué habrá leído Toteking
durante estos días? Igual se lo pregunto en un email.
Búnker tiene,
además, una portada muy chula, al menos para quienes jugábamos a baloncesto en
el siglo XX: una portada que imita la piel de unas Converse blancas. Las
Converse, cuando yo jugaba a baloncesto, se llamaban John Smith y eran de tela.
Una vez, cuando tenía quince años, me quiso fichar otro equipo y me
convencieron prometiéndome unas Converse de cuero. Acepté. Fue un error. Toteking
dice en Búnker que todo se acabó el
día que Michael Jordan enseñó su casa en un documental y la gente ya no quiso
ser Michael Jordan para jugar como él sino para tener una casa como la suya. Yo,
de hecho, cuando fiché por aquel equipo perdí a mis amigos y ya nunca más me
divertí jugando al baloncesto. Acabé poniéndome las Converse de cuero para
salir a emborracharme y espantar a las chicas. Era, en suma, un estúpido.
“Viajar a tus recuerdos es buscar pelea”, dice Toteking en Búnker, que es un libro honesto.
Toteking busca pelea, pero al primero que se sacude es a sí mismo. Nos
enseña sus debilidades e inseguridades,
sus TOC, sus rarezas y errores, y todo eso lo hace más fuerte y más
hermoso. Toteking se levanta por las mañanas y no se cuelga del cuello una cadena
gorda de oro, sino que ve con serenidad un paisaje de lápidas que le recuerdan
quién es. Toteking mea sentado. Toteking no sale del búnker con una biblia en
la mano, como el criminal de Trump, sino con un libro sincero, sencillo, joder,
magnífico. Creo, en fin, que empezaré a
interesarme por el rap; al menos por el rap de Toteking.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine On (diarios Grupo Noticias)
Cuando me desperté esa mañana de mi inquieto sueño, me encontré convertido en Gainsbourg, mi conejo enano belier. Al principio, me asusté un poco, pero luego, supongo que porque llevábamos ya casi dos meses de cuarentena, no tardé en acostumbrarme. De hecho, una de las primeras cosas en las que pensé fue en que, por suerte, el día anterior había limpiado el cagadero. Por el contrario, ya apenas quedaban unos restos del puñado de comida que le había echado al irme a la cama, algunas cáscaras y esos palitos que Gainsbourg, que es un sibarita, deja a un lado. Y entonces, imaginando que alguien vendría tarde o temprano a rellenar el comedero, fue cuando me asusté de verdad, porque al otro lado de la jaula me vi a mí mismo, en la cocina, desayunando con mis hijos, recién duchados los tres, preparados para salir a la calle. Fue eso, en realidad, lo que me asustó, más que mi metamorfosis, pues quería decir que ahora que, al parecer, ya había pasado la cuarentena, yo continuaba encerrado.
Nunca había reparado
en eso, en Gainsbourg, en que él vivía en una cuarentena permanente de la que
solo le dejábamos liberarse algún rato para corretear por la cocina o hacer un
vis a vis con Bardot, el mono de peluche con el que se desfogaba en la época de
celo. Me sentí un miserable, pero eso también se me pasó rápido, porque me dio
por apretar el culo por ver cómo era defecar una de esas caquitas como
conguitos, duras e inodoras, y salió una de las otras, de las blandas y
apestosas, esas que las conejos, a pesar de todo, vuelven a digerir.
—Acordaos de que
como hoy voy a presentar mi nuevo libro no estaré en casa al mediodía y tenéis
que ir a comer a casa de la superabuela —me escuché después a mí mismo hablar
con mi hijos mellizos.
Y entonces me di
cuenta de que la cosa todavía era peor de lo que había pensado: en realidad lo
que estaba sucediendo era que, ahí fuera, alguien que era yo pero no era yo
estaba viviendo la vida que yo debería haber vivido durante aquellos días, si
no hubiera habido una cuarentena, pues en esas fechas yo debía haber publicado
mi última novela.
No sé si me
explico.
—Seguro que lo putopetas
con esa novela sobre el Rock Radikal Vasco, aita, nos ha gustado mucho —me
contestaron los mellizos, al unísono.
Aquello era ya
el colmo. Tampoco se trataba de eso. No había alguien viviendo por mí mi vida
ahí fuera, sino viviendo mi vida perfecta. ¡Los mellizos interesándose por mis
libros! ¡Y leyéndolos! Di un brinco de alegría (y me di cuenta de que podía
hacer en el aire cabriolas con los cuartos traseros).
En los días
siguientes sucedió algo extraño. Me llamaban, o llamaban al tipo que había
usurpado mi identidad, a todas horas para hacer entrevistas, ir a firmar
libros, a la tele, dar cursos en universidades e institutos Cervantes, recoger
premios nacionales y Euskadi y de la crítica y de los libreros. Vale, me
pareció muy bonita esa idea de que en algún lugar hubiera alguien viviendo las
vidas que el coronavirus nos había arrebatado; pero también pensé que era una
faena: para una vez que mi libro se convertía en un éxito, allá estaba yo,
comiéndome mi propia caca y consolándome con un peluche.
Tenía que salir
de allí. Todas la mañanas, cuando aquel yo que no era yo venía a echarme la
comida o a rellenar el bebedero, le miraba a los ojos, trataba de enviarle un
S.O.S, pero el señor-escritor-famoso no me hacía ni caso. Hice varias
caceroladas, golpeando con mis patitas los barrotes de la jaula, pero ni por
esas. Y cuando ya creía que debería resignarme a aquel confinamiento eterno,
sucedió algo: una mañana al levantarme, vi que las personas que había al otro
lado ya no eran personas, sino conejos, conejos disfrazados de personas, con
sus gafas y sus pantalones vaqueros y sus sudaderas rosas, en el caso de mis
hijos, y entonces al pensar en estos, me di cuenta de que en realidad mis hijos
nunca habían sido mellizos, así que abrí los ojos y, por fin, me desperté de aquella pesadilla, de aquel
sueño inquieto y kafkiano… o tal vez no, porque ya no era un conejo enano
belier, pero todavía continuaba dentro de la jaula, en aquella cuarentena
interminable.