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Los discos del verano 5: «CHEAP THRILLS» (Janis Joplin, 1968)

Ago 11, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments
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Colaboración para la serie estival «Los discos del verano». Publicado en magazine ON (Diarios de Grupo Noticias), 11/08/2018

EL VERANO QUE MEÉ SANGRE

 

A Janis Joplin la nombraron una vez el chico más feo de su instituto. A mí, por el contrario, siempre me ha parecido una mujer muy hermosa. No hay ninguna voz que me haya enamorado como la suya, que me haya hecho temblar de igual modo. Ella decía que hacía el amor con miles de personas cada vez que salía a cantar. Después, en los camerinos, en las habitaciones de hotel, en las barras de bar venía el bajón, la insondable tristeza post-coito. Tras aquel orgasmo cósmico aparecía esa Janis de andar por casa, que se volvía vulgar al bajarse de cada escenario, insegura, frágil, desamparada, y a la que también, en realidad,  era posible vislumbrar a veces en los conciertos o en las grabaciones en directo, al escuchar las coletillas y las risitas nerviosas que acompañaban sus palabras para presentar cada canción.

No recuerdo cuándo escuché la voz de Janis por primera vez. Supongo que en algún hilo musical o alguna radio de estándares de rock. Pero entonces era solo una voz que se oía a lo lejos, pidiendo ayuda, o tal vez ofreciéndola, entre todo el ruido y el silencio ensordecedor del mundo: en la duermevela de los viajes en autobús a la fábrica, a las cinco de la mañana; en las salas de espera de las oficinas de empleo; en los bares en los que simulaba esperar a alguien y no me atrevía a hablar con nadie…

Sí recuerdo, sin embargo, la primera vez que hice el amor con ella. La primera vez que aquella música se me pegó a la piel y me estremeció.  Fue durante el verano que meé sangre. Por entonces trabajaba en una fábrica de porcelana. Tenía que descargar unas vagonetas, recubiertas con una manta de amianto, que salían de un horno tan caliente como el mismísimo infierno, cargadas de tazas, platos, soperas y de vez en cuando,  como un broma cruel, algún tirador de cerveza. Durante algunas semanas estuve haciendo turnos de doce horas. Eran los años 90, había cuatro millones de parados, pero nos obligaban a cubrir las vacaciones estivales de ese modo.

Un día, al ir al baño, una mariposa roja brotó de mi cuerpo y batió sus alas contra el urinario. “Es un carcinoma vesical”, dijeron los médicos, y también dijeron que aquel tumor en la vejiga se debía Resultado de imagen de Robert Crumb Janis Joplinal tabaco. Supongo que tenían razón, aunque yo fumaba solo cinco cigarrillos diarios pero trabajaba sesenta horas semanales pegado a una manta de amianto. Tenía por entonces 27 años, la edad a la que morían los mitos del rock (Jimi Hendrix, Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse, la propia Janis Joplin). Pero yo no era una estrella del rock, así que nunca pensé que algo pudiera salir mal.  Sabía que aquello solo era una señal, un gesto de rebeldía que enviaba mi cuerpo.

Para el ingreso en el hospital me compré un discman y algunos cedés, entre ellos Cheap Thrills, de Big Brother & The Holding Company, sin saber que Janis Joplis era la cantante de ese grupo. Elegí aquel disco por la portada, que había realizado el dibujante de comics  Robert Crumb, a quien en realidad todavía tampoco había leído. Me gustaron sus caricaturas voluptuosas y coloridas, tras las que también se adivinaba un mundo propio lleno de obsesiones.

La portada de Cheap Thrills, cuyo título original era Dope, sex and cheap thrills (Droga, sexo y emociones baratas), que Robert Crumb,  haciendo honor a ese título —al menos en cuanto a las drogas se refiere—, pintó durante una noche de speed, era en realidad su contraportada. La compañía discográfica desechó, junto con el título, la primera portada, en la que aparecían dibujados desnudos los miembros del grupo (y también el resto de sus cuerpos); Crumb diseñó entonces una segunda opción y esta vez fue el propio grupo quien la rechazó, pues les gustaron más los dibujos que hizo para los créditos del disco. De hecho, lo que se puede leer en los bocadillos de las diferentes viñetas que aparecen en la portada final de Cheap Thrills son los títulos de las canciones, los nombres de los músicos de la banda, incluso alguna que otra broma, como el sello que certifica que el trabajo cuenta con la aprobación de los Ángeles del infierno.

En el centro de esa portada hay un círculo del que emanan el resto de viñetas. En él aparece la caricatura de Janis Joplin, vestida de presidiaria y arrastrando una cadena y su bola, sobre la que flota la leyenda Big Mama Thorton, el nombre de la intérprete original de la canción Ball & Chain, incluida en el disco, a la que hace referencia el dibujo (esa bola de preso, por cierto, también recibe en inglés el nombre de Blackberry, como la marca de los primeros teléfonos móviles que comenzaron a condenarnos a la estulticia). No es, por supuesto, una casualidad que ese dibujo sea el núcleo irradiador no solo de la portada sino también de todo el disco, pues la música de Janis Joplin se encadena y es deudora sin ningún disimulo de las grandes y malogradas damas negras del blues, como la mencionada B.M. Thorton, Bilie Holliday o Bessi Smith.

Por esta última, Bessi Smith, además de compartir una inclinación a la dipsomanía, Janis Joplin sentía una especial devoción, hasta tal punto que pagó una lápida para la tumba sin nombre de aquella a la que llamaron la emperatriz del blues, pero que murió como una perra callejera. Los clubs en los que Bessie Smith solía cantar durante los años 20 y 30 del  siglo XX se abarrotaban para oír su voz limpia y enérgica (existe un cortometraje en el que se la ve interpretando Saint Louis Blues en uno de esos clubs, acodada sobre la barra, con una jarra de cerveza en la mano, tambaleándose… El video es probablemente una ficción pero desde luego Bessie Smith se sabía el papel muy bien). Sin embargo,  a pesar de su éxito,  cuando en 1937 su coche se salió de una carretera de Misisipi (probablemente porque Bessie Smith no tenía la necesidad de pararse en los cruces de caminos en los que el diablo compraba almas a cambio del don del blues, pues ella lo traía de serie), nadie quiso atenderla en ninguno de los dispensarios médicos para blancos a cuya puerta llamó y en los que, en lugar de una emperatriz del blues, los médicos solo veían a una negra enorme y borracha. Murió desangrada bajo una tormenta bíblica. Y, durante muchos años, estuvo enterrada en una tumba anónima. Hasta que Janis Joplin pagó su lápida.

Cheap Thrills es, pues,  un aullido, una colección de aullidos por la memoria de todas esas  damas malditas del blues. En el disco, además de Ball & Chain de Big Mama Thorton, aparecen varias de las canciones (algunas de ellas en directo) más emblemáticas de Janis Joplin, como Piece of my heart o Summertime, el clásico de George Gerwin. Publicado durante el verano de 1968, tras el éxito obtenido por la cantante durante el verano anterior (el famoso verano del amor) en el festival precursor de Wodstock, el de MonterreyCheap Thrills se convirtió en un éxito, llegando a vender un millón de copias. Fue el segundo disco de Janis Joplin, tras su debut en Big Brother & The Holding Company (1967). A él le seguirían I Got Dem Ol Kozmic Blues Again Mama! (1969), ya con una nueva banda, y el póstumo Pearl (1971), publicado tan solo tres meses después de su muerte, tras una sobredosis, cuando todo parecía indicar que la cantante se había desenganchado de la heroína.

Muchos años después de su muerte, el verano que meé sangre, Janis Joplin hizo el amor conmigo en la cama de un hospital y sus canciones me mantuvieron empalmado a la vida.

Todavía sigo escuchándolas de vez en cuando.

Todavía sigo vivo.

 

Los discos del verano. Todas las entregas

 

 

Los discos del verano 4: «Rock & Ríos» (Miguel Ríos, 1982)

Ago 4, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Publicado en ON, magazine de los diarios de Grupo Noticias (Deia, Diario de Noticias de Navarra, Araba y Gipuzkoa), 04/08/2018

LOS VIEJOS ROCKEROS CASI NUNCA MUEREN

Los mejores conciertos son siempre aquellos a los que no pudimos ir. Como el Rock & Ríos. Todos estuvieron en el Rock & Ríos. Todos menos yo. Para más inri, desde la piscina en la que estaba cenando llegaba el eco de los aplausos y gritos del público, en la plaza de toros. Y el de las canciones; aquellas canciones que en apenas dos semanas habíamos escuchado miles de veces, hasta aprendérnoslas de memoria, hasta aprendernos de memoria incluso cada uno de aquellos Guau! o Hey! característicos con que Miguel Ríos las adornaba o remataba, o los comentarios que hacía entre tema y tema, algunos de los cuales hoy nos sonrojan (“¡Guay del Paraguay!”) pero que entonces nos parecían el no va más, un idioma nuevo, una nueva forma de estar en el mundo y en la vida, y así era, en realidad, entonces, en el verano de 1982. Nos aprendimos incluso o sobre todo los coros con que el público respondía a Miguel Ríos en temas como aquel extraño Al-Andalus –“¡Baracaracuté-cuterió!”— pues sabíamos que nosotros seríamos pronto ese público, o lo sabían, mejor dicho, los que tenían ya edad suficiente como para ir al concierto.

El Rock & Ríos fue un disco en directo raro. Se grabó y se sacó a la venta, al contrario de lo que es habitual, antes de hacer la gira, no durante la misma o al final de ella. Claro que por aquella época las giras y los discos en directo de grupos españoles eran en sí mismos una rareza. Miguel Ríos fue seguramente el primero que se atrevió a echar a rodar de ciudad en ciudad los trailers, con sus enormes escenarios, sus luces, sus toneladas de vatios, sus dos baterías, todo un despliegue, en definitiva, que hasta entonces parecía reservado a los grupos guiris y a otras geografías, físicas y mentales. Con el grupo viajaba incluso la propia cronista de la gira, una periodista de postín como era Rosa Montero, que debía emular a Robert Greenfield, el autor de Viajando con los Rolling Stones (aunque para el reportaje sobre una gira de sus satánicas majestades se pensó antes que en Greenfield en Truman Capote, quien desechó la oferta alegando, entre otras lindezas,  que Mick Jagger era tan sexy como un sapo meando; en cuanto a Rosa Montero y Miguel Ríos, resultó que la mejor crónica de la gira ya la había escrito antes de la misma el propio cantante granadino en uno de los temas del disco: Blues del autobús).

El caso es que tanto lo uno, la aventura de una gira por un país en el que hasta entonces quienes cada día despertaban en distinta habitación eran solo los toreros, como lo otro, la idea de grabar el disco en directo antes de presentarlo, resultaron todo un éxito, todo un acontecimiento, que desbordó cualquier expectativa y en ocasiones incluso puso en aprietos a plazas que no estaban preparadas para semejante parafernalia.

Rock & Rios se grabó en el mes de marzo, en el Pabellón de los deportes del Real Madrid (la entrada costaba seiscientas pesetas, seiscientas calas como decía en el disco Mike Ríos —como se hizo llamar al inicio de su carrera—, poco más de tres euros, el equivalente a diez cañas y un paquete de Ducados); se emitió —algo extraordinario, ¡rock en la tele!— una tarde de mayo por la televisión pública, la única que había en aquella época; y se puso a la venta,  en formato de disco doble, en junio. Es decir, apenas unos días antes de que comenzara la gira. Y a pesar de los plazos tan ajustados, contra todo pronóstico, allá por donde pasaba el Rock & Ríos volaban las entradas y también lo hacían como pájaros en la garganta las canciones que el público coreaba entusiasmado (entre ellas estaban algunos clásicos de Miguel Ríos, como Santa Lucía, El río o el Himno de la Alegría, pero también trallazos que todavía hoy —los viejos rockeros nunca mueren, ya se sabe— suenan bien potentes como Un caballo llamado muerte o Banzai).

En Pamplona la plaza de toros se llenó con treinta mil espectadores. Estaban todos menos yo. Y durante los días siguientes mi hermano, mis primos, mis amigos mayores no dejaron de hablar de aquel concierto. De lo guay del Paraguay que había sido. No mentían. Se les notaba en los ojos, que brillaban como el neón del logo de la portada del disco; como los destellos de los rayos láser en la guitarra de Salvador Domínguez o en la flauta travesera de Thijs van Leer

En cuanto a mí, tuve que esperar hasta el año siguiente, cuando Miguel Ríos volvió a Pamplona con su nueva gira, El rock de una noche de verano. Durante ese tiempo,  me cambió la voz, así que cuando pedí a mi madre permiso para ir al concierto ya no se pudo negar. En esta ocasión, además, acompañaban al cantante Luz Casal y Leño, que en Pamplona eran como unos dioses con el pelo largo y vaqueros marcando paquete. De hecho, la mayoría de quienes fueron a aquel concierto  iban a ver a Leño, o eso decían, menospreciando un poco a Miguel Ríos. De Luz Casal apenas se sabía nada (excepto que había sido corista de Leño, precisamente, en otro disco en directo). Recuerdo que cuando salió al escenario y saludó al público con su tono pitudo y cómico y aquel extraño acento de algún lugar que no está en los mapas, todos nos echamos a reír. Después, Luz comenzó a cantar y se hizo el silencio, pues solo tardamos unos segundos en darnos cuenta que su voz efectivamente era de otro mundo.

Del concierto de Miguel Ríos, sin embargo, es extraño, no recuerdo nada, excepto que también en aquel momento tuve una sensación de extrañeza, pues nada era como yo lo había imaginado, o como mi hermano, mis primos, mis amigos mayores habían contado. Vimos el concierto sentados en unas gradas algo desangeladas (acudieron unas ocho mil personas). Me preguntaba qué había pasado durante aquel año,  por qué caía el ídolo precisamente ahora, que la nueva gira tenía teloneros, patrocinador, subsanaba algunos errores del Rock & Ríos, como la seguridad o los problemas de aforo…

Supongo que lo que pasaba era simplemente que el tiempo por entonces iba demasiado deprisa;  que la magia no se puede mantener siempre; que el Rock & Ríos fue algo especial  e intentar repetirlo no tenía sentido; o que los viejos rockeros en realidad sí tienen que morir de vez en cuando para poder resucitar después…  Dos años más tarde, en 1985, Miguel Ríos tuvo que suspender su concierto en Pamplona, para el que vendió menos de quinientas entradas. Incluso se me ha olvidado cómo se llamó en esta ocasión la gira. Por el contrario, más de 35 años después muchos recordamos cada detalle del Rock & Rios. Incluso quienes no estuvimos allí.

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Los discos del verano 3: THE RUTLES (THE RUTLES, 1978), Y OTRAS BANDAS FICTICIAS

Jul 29, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

 

Serial de verano para magazine ON (diarios Grupo Noticias, 28/07/2018)

LA ENTRADA DE CINE MÁS CARA DE LA HISTORIA

Aquel verano nos lo pasamos viendo una y otra vez La vida de Brian, la película de los Monty Python. Y cuando no estábamos viéndola estábamos repitiendo sus diálogos: “¡Yo soy Brian, y mi mujer también!”. “¿Crucifixión?”. “Bienaventurados los queseros”. ¿Qué han hecho los romanos por nosotros? (y aquí, en lugar de los romanos a veces decíamos “¿Qué han hecho los españoles por nosotros?”, y respondíamos, “Bueno, tienen a Leño”. “Y la paella”. “Y a Faemino y Cansado. “Bueno y aparte de Faemino y Cansado, la paella y  Leño, ¿qué han hecho los españoles por nosotros?”. Bueno, la siesta tampoco está mal”… Y así entrábamos en bucle durante horas.).

Solíamos alquilar la película en algún videoclub  y verla en la casa de un amigo cuyos padres pasaban el verano en Salou. Jugábamos a centuriones romanos e intentábamos contener la risa cuando llegaba la escena de Pijus Magníficus y Poncio Pilatos. Pero siempre perdíamos, aunque la hubiéramos visto mil veces. Después, con los ojos todavía arrasados por las lágrimas, íbamos a los bares y entonces el juego consistía en ver quién reconocía antes el disco que pinchaba el camarero. Había bares con estanterías repletas de discos detrás de la barra y un camarero que no tuviera buen gusto musical podía ser una ruina para ellos.

Estoy hablando de mediados de los 90. Poco después llegó Internet. El sonido del modem parecía que te conectaba con el espacio exterior, y en cierto modo así era (otras veces, por el contrario, si había alguien hablando por teléfono, su voz familiar se colaba a través del aparato: “¡Apaga ya ese trasto, joder!”).

El caso es que gracias a Internet  supimos que Eric Idle, uno de los Monty Python, había rodado un falso documental en el que parodiaba a los Beatles. Se titulaba The Rutles: All you need is cash. En The Rutles (que, por cierto, se puede ver subtitulado en la red), descacharrante trasunto del grupo de Liverpool,  hay cameos, entre otros,  de Mick Jagger, John Belusi y hasta de uno de los auténticos Beatles, George Harrison, a la sazón fan incondicional de los Monty Python.

Fue, de hecho, George Harrison quien produjo La vida de Brian, después de que la compañía EMI se negara a hacerlo por sacrílega y obscena. Para ello Harrison hipotecó su casa y su estudio de grabación, motivo por el cual Eric Idle pronunciaría la célebre frase: “Ha sido la entrada de cine más cara de la historia”.

 

La vida de Brian (1979), por lo demás, venía a reproducir el mismo esquema que The Rutles (1978), pues si la primera era una parodia de la vida de Jesucristo en la segunda lo que se ponía en solfa eran las andanzas de los Beatles, que, como ellos mismos dijeron, eran más famosos que Jesucristo. A lo largo de The Rutles: All you need is cash, suenan varias canciones con un eco, o un retintín nada disimuladamente beatle, que compuso el músico británico Neil Innes, y que conformarían el disco con el título homónimo que el grupo de ficción publicaría realmente e incluso llegaría a interpretar en una gira (posteriormente, en 1996 aparecería otro disco, Archaelogy, en clara referencia al Anthology de los Beatles, y la película también tendría una secuela en 2002: The Rutles 2: Can’t buy me lunch).

The Rutles fueron, por tanto, una de las bandas ficticias pioneras de la historia del rock, y del cine, pues en la mayoría de las ocasiones su existencia ha estado ligada al séptimo arte. Estamos hablando de grupos como The Wonders, cuya historia ficcionó Tom Hanks en la película de mismo título (el auge y caída de una banda de un solo éxito); o de The Soggy Bottom Boys, es decir, Los chicos de los traseros mojados, el grupo de bluegrass que aparecía en  el film de los hermanos Cohen O brother!, interpretada por Georges Clooney («En la película verás a Georges Clooney pero oirás mi voz cantando», le dijo el cantante original a su mujer,  y ella contestó «Eso es lo que siempre había deseado»);  hablamos de los Solfamidas o de Sadgasm, que aparecen en algunos capítulos de Los Simpson (los primeros son un cuarteto vocal formado por Homer Simpson, Apu, el director de la escuela Skinner y el jefe de policía Wiggum; los segundos, una parodia de un grupo grunge con Homer de nuevo a la cabeza —esta vez con pelo—  convertido en un remedo de Kurt Cobain; no son, por cierto, los únicos dibujos que tienen su propio grupo de rock, en una historieta de Superlópez aparece Cachabolik Blues Rock, un grupo al que el superhéroe carpetovetónico deberá hacer frente, pues sus miembros han sido poseídos por las partituras diabólicas de unas canciones cuyas letras recuerdan vagamente a algunas de Barón Rojo); y estamos hablando también, por supuesto, de Spinal Tap,  la banda ficticia de culto, que nació de otro falso documental, en el que se  recreaba la vida de un chusco conjunto de heavy metal y que como The Rutles también llegaron a grabar e interpretar sus propios discos (aunque en el caso de estos, además de los discos reales, contaban con una larga discografía de más de treinta discos fantasmas; Spinal Tap, por cierto, también aparece en varios capítulos de Los Simpson, pues Bart es fan del grupo, e incluso es en esta serie de dibujos animados donde estos heavys de pacotilla desaparecen, tras un accidente de tráfico, lo cual desde luego, no es un mal final para una banda fantasma —no lo del accidente en sí, sino que un grupo ficticio que nace en un documental falso acabe sus días muriendo en una serie animada de televisión—).

 

 

Barriendo un poco más para casa, Fermin Muguruza ejerció de demiurgo creando Zuloak, un grupo de rock femenino cuyas peripecias se recogían en un mockmuntary, como se llama en inglés a los falsos documentales, y que posteriormente también alzaría el vuelo en la realidad y grabaría sus propias canciones, además de tocar varios conciertos en directo. Algo que de momento no han hecho Las Tampones (su tema más conocido es Estamos contra las reglas), el grupo punk ochentero en el que supuestamente militó la escritora Miren Lacalle, autora de la novelita Ultrachef en la que, hablando de parodias, se ridiculizan los concursos televisivos de cocina. Por último, tenemos a Ángel Casto y los honestos, el grupo de rock ultracristiano que teloneó a El Drogas y su banda durante una de sus giras, interpretando hits como Anduriña o Yo pensaba que el hombre era grande. La banda, por cierto, en una entrevista concedida al periodista Amado Rey, de la revista de rock salvadoreña “Rock y cilicios eléctricos”, declaró que uno de los motivos por los que se habían disuelto se debía al proyecto en solitario de dos de sus miembros, el bajista Hugo Telé y el guitarrista Eneko Jete, que deseaban preparar una ópera rock basada, precisamente, en La vida de Brian y que a la vez sirviera como desagravio a la misma, que tacharon de blasfema y antirromana. Su nueva banda llevará por nombre Continencia Suma, añadieron.

 

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Los discos del verano 2 . «LOS DEMENCIALES CHICOS ACELERADOS» (ESKORBUTO, 1987)

Jul 22, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  1 Comment

 

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Serial de verano para magazine ON (diarios Grupo Noticias, 21/07/2018)

«TENÍAMOS DIECISÉIS AÑOS»

 

El primer cantante de Eskorbuto era tartamudo. Eso sí que era actitud punk. O como ellos mismos cantaban: “Eso nos demuestra que somos antitodo”. Eskorbuto. Un grupo con demasiados enemigos. Había que estar con ellos o contra ellos.

Hoy resulta mucho más fácil ser eskorbutiano. Repetir sus máximas. Ponerse sus camisetas. Ponerles sus camisetas a tus hijos pequeños. Pero cuando el grupo estaba en activo, declararte seguidor suyo suponía tener que defenderlos constantemente. Defender a veces lo indefendible. Con uñas y dientes. Como si estuvieras enterrado vivo. Arañando las tapas de todos los ataúdes.

Con Eskizofrenia (1985) nos hicimos definitivamente punkis. La batería electrónica que sonaba como una taquicardia en aquel primer disco de la banda de Santurtzi nos hizo hervir la sangre y tratamos de calmarla aplicándonos hielos en las orejas, que agujereamos con imperdibles. Teníamos dieciséis años. Fue nuestro primer verano en libertad. Durmiendo en las playas, o en las bocas de ventilación de los parkings, cuando hacía frío. Poco después, Josema se compró su primera furgoneta. Mi casete de Ya no quedan más cojones. Eskorbuto a las elecciones (1986) se derritió en su salpicadero, un día en que el sol se hizo navajero. El fanzine que la acompañaba se lo presté a una chica que me gustaba. Nunca volví a saber de ella. Ni del fanzine. Hoy esa maqueta cuesta trescientos euros.Resultado de imagen de YA NO QUEDAN MÁS COJONES MAQUETA

Escuché las canciones de Eskorbuto millones de veces, pero solo los vi tocar en dos ocasiones. Una fue durante unos sanfermines. El ayuntamiento organizó un concierto y las barracas políticas otro alternativo, con el escenario al lado, a la misma hora.  Por llevar la contraria, más que nada, pues los grupos de uno y otro eran perfectamente intercambiables. De hecho, alguno de ellos tocó en los dos conciertos. No sé si fue Eskorbuto, pero pudo haberlo sido perfectamente. Les pegaba.

La segunda vez que vi tocar a Eskorbuto no recuerdo dónde fue. Creo que en el frontón de algún pueblo de Gipuzkoa. Fuimos en la furgoneta de Josema. Con nosotros vino el hermano de un amigo, algo mayor que nosotros, que acababa de salir de Proyecto Hombre, y el primo de otro, algo menor, al que la policía le había disparado meses atrás un bote de humo en la cara.

Antes de entrar al concierto nos bebimos mil cervezas y en cada una de aquellas rondas el hermano de nuestro amigo pedía siempre un vaso de leche. Era su bandera blanca, pero, a pesar de todo, los yonkis y los camellos no le daban tregua, no dejaban de acercarse y hablarle al oído. Durante el concierto, al primo del otro amigo, aquel al que le habían disparado un bote de humo en la cara, comenzó a dolerle la cabeza y tuvimos que sacarlo fuera del frontón. Mientras lo hacíamos Eskorbuto cantaba Mucha policía, poca diversión.

Después —después del Antitodo (1986) y del directo Impuesto revolucionario (1986)—, Eskorbuto sacó aquel disco raro, Los demenciales chicos acelerados (1987). A muchos no les gustó. Era un disco ciertamente raro. Fallido. A mí, sin embargo, es el trabajo que más me gusta del grupo, precisamente porque en él se apunta todo lo que Eskorbuto pudo haber llegado a ser, si no hubieran vivido tan deprisa, con un caballo coceándoles las venas del corazón, y un talento vendido al mejor postor, en trapicheos  en los que siempre salieron perdiendo, en los que solo ganaron algún pico.

La idea de Jualma Suarez y Iosu Expósito era grabar una ópera punk, su propia Quadrophenia, a imitación de sus admirados The Who. Escribieron incluso un guión, prolijo en detalles y descripciones con ínfulas literarias, que llegó a emitir Roge Blasco por capítulos en uno de sus programas de Radio Euskadi, narrado por los propios miembros del grupo, incluido el batería Pako Galán, el tercer Eskorbuto, siempre a la sombra de Iosu y Jualma (algunos de esos capítulos se pueden encontrar buceando en internet, el resto se han perdido).

En dicho guión se cuenta la historia de dos socios capitalistas, uno de los cuales asesina al otro (“No es fácil ser pobre y con familia/ combatiendo diariamente por sobrevivir/ No es fácil ser rico y asociado/combatiendo diariamente por no ser pobre”, cantaban en  uno de los temas). Tras hacerse con toda la fortuna de su socio y convertirse en uno de los hombres más acaudalados del mundo, este empresario sueña con dominarlo, con dominar el planeta, y para ello crea su propio ejército personal, al frente del cual coloca a los demenciales chicos acelerados, Pij, Ortan y Ángel, los tres huérfanos más hijoputas reclutados en los reformatorios más duros.

La ideaResultado de imagen de eskorbuto era, pues, ambiciosa, pero entre las virtudes de Eskorbuto no estaba la paciencia, o, mejor dicho, tenían otro tipo de urgencias, y finalmente la ópera, o la zarzuela punk, como también la llamó Iosu en alguna entrevista, se grabó de manera precipitada, con las canciones desordenadas, para ajustar el minutaje, convirtiéndolo en un disco carente de sentido argumental, sin ningún tipo de hilo narrativo. Es más, algunos detalles del mismo, como la portada y contraportada en la que aparecían fotos de dirigentes nazis o Hitler, o canciones cuyos mensajes misóginos o totalitarios debían atribuirse a algunos de los personajes, quedaron peligrosamente descontextualizados (aunque con otras, como Las multitudes son un estorbo,  resulta fácil estar de acuerdo cuando uno va a un centro comercial, por ejemplo).

Los demenciales chicos acelerados, más allá de lo que pudo haber sido y no fue,  se convierte así en una extraña colección de canciones, en la que sin embargo hay varios hallazgos valiosos, flores en la basura, giros inesperados… Musicalmente, Eskorbuto introduce teclados y sorprendentes medios tiempos, en canciones como La canción del miedo, Paz, primero la guerra, Asesinar la paz Y junto a ellas algunos de sus primeras y nerviosas canciones, clásicos ya del punk  como Enterrado vivo o Más allá del cementerio (más allá del cementerio, por encima de la tapia del mismo, era por donde Iosu Expósito enviaba los balones, cuando de chaval jugaba al fútbol con muy buenas maneras, según cuentan; de hecho Unai Expósito, el exfutbolista del Athletic de Bilbao, es sobrino del músico; y, ya que hemos abierto paréntesis y sección de cotilleos, ¡hola corazones!, Urko Igartiburu, hermano de la famosísima presentadora Anne Igartiburu tocó durante algún tiempo en Eskorbuto,  tras la muerte, con apenas unos días de distancia, de Iosu y Jualma, cuando Pako, el batería del grupo intentó mantener en activo la banda; por si eso fuera poco Urko Igartiburu es pareja de Mamen Rodrigo, guitarra y voz de Las Vulpess; es decir, ¡Anne Igartiburu es cuñada de una de Las Vulpess!; cerramos paréntesis y con él esta minisección del ¡Hola! punk).

Volviendo al disco que nos ocupa, tras publicarlo con la compañía Discos Suicidas, el grupo robó el master de Los demenciales chicos acelerados y se lo vendió a otra compañía, Twins, que se limitó a comercializarlo con una portada distinta y el mismo orden desordenado de las canciones (el grupo podía al menos, haberle cambiado el título y llamarlo, no sé, Coge el dinero y corre). Todo, en definitiva, muy eskorbutiano.

Arrogantes, bocazas, contradictorios, insobornables y a la vez capaces de cualquier cosa por dinero, odiados y admirados a partes iguales por los grupos con los que compartieron escenarios, a los que de vez en cuando intentaban robar una guitarra o un amplificador, Eskorbuto fueron la mejor banda del mundo, aunque tocaran peor que nadie y disolvieran su talento en chutonas contaminadas con heroína y agua sucia de la ría. Sus vidas son el retrato  generacional más crudo de unos años violentos, turbios y desesperanzados,  pero no tanto como para no intentar hacerles frente con un puñado de canciones honestas que seguirán escuchándose durante toda la eternidad mientras no haya futuro; que resonarán incluso en nuestros cerebros destruidos cuando llegue el exterminio de la raza del mono.

 

Los discos del verano. Todas las entregas

LOS DISCOS DEL VERANO 1: «GREATETS HITS» (QUEEN. 1981. Casete).

Jul 15, 2018   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments


Serial de verano para magazine ON (diarios Grupo Noticias, 14/07/2018)

 

 

Un estadio entero cantando una canción rara

Mi recomendación es que, antes de seguir leyendo, ustedes tecleen ahora en Google “Bohemian Rhapsody+concierto Green Day y vean el vídeo (aquí, en la edición digital, lo tienen ahí arriba). Serán unos seis o siete minutos, pero es más que probable que se les ponga la piel de su corazón rockero en carne de gallina. Hasta dentro de un rato.

Hola de nuevo. Queen —voy a hablar de ellos, claro, y, en particular de esa canción, Bohemian Rhapsody, que, si han visto el video, está claro que es un himno— fue tal vez el primer grupo de rock por el que sentí curiosidad.

Fue durante un verano, a principios de los ochenta, en el que operaron a mi madre de un desprendimiento de retina. Yo tendría por entonces doce o trece años y mientras ella estuvo ingresada mi hermano y yo nos quedamos en casa de una tía que habría sido un pequeño oasis en mitad de la canícula si en los oasis en lugar de cocos o dátiles uno pudiera encontrar bandejas llenas de croquetas. Ese es el recuerdo que tengo de mi tía: a ella preparando sobre la mesa de la cocina montañas de aquellas croquetas caseras tan ricas; o si no, cuando no lo hacía, recortando y cosiendo pequeños cocodrilos,  que luego lucían los niños pijos en sus polos, a la altura del pecho, en el lugar del corazón.

Mi tía tenía dos hijos algo mayores que nosotros y fue en la habitación de uno de ellos, de uno de mis primos, donde escuché por primera vez Bohemian Rhapsody, mientras él pintaba un cartel de San Fermín (creo recordar que el dibujo era el reflejo de gente bailando en el bombardino de una charanga). La habitación de mi primo era a su vez un oasis dentro del oasis. De una manera inconsciente supongo que me atraía el aire más o menos artístico o bohemio que en ella se respiraba: mi primo dibujando sobre el tablero, mientras escuchaba o tarareaba las canciones de Queen, como si fueran estas las que guiaran los trazos de su lápiz.

Entre todas esas canciones Bohemian Rhapsody me llamaba especialmente la atención, primero, porque era una canción rara, en la que se alternaban el rock con lo que parecían fragmentos de ópera, o estribillos y coros en inglés con otros en los que reconocía algunas palabras en castellano: ¡Fandango! ¡Galileo, Galileo!; y segundo, porque mi primo anunciaba, de un modo tan arrebatado como litúrgico, la llegada de cada una de las partes que componían aquella rapsodia: “Ahora el piano”, “Ahora el punteo de Brian May”…, tan diferentes unas de otras y a la vez tan maravillosamente engarzadas.

Ese mismo año pedí para mi cumpleaños un disco de Queen. Me regalaron una cinta de casete  titulada Greatest hits, en inglés, aunque debajo, por el contrario se añadía “Incluye el éxito Bajo presión”, en español, en referencia al tema Under pressure que el grupo compuso y grabó junto a David Bowie, a todo lo cual se sumaba, en aquel sindios marketiniano,  una pequeña orla amarilla en la que se podía leer “¡Anunciado en televisión!”, lo cual sin duda convertía ya al disco, o al casete, mejor dicho, en total.

En aquella cinta había temas como We are the champions o We will rock you que han pasado de ser clásicos de Queen a convertirse en clásicos de los spikers de los partidos de baloncesto. Y por supuesto, estaba Bohemian Rhapsody, a la que durante años di mil vueltas con los botones FWD y REV del radiocaset o con un boli Bic, si la cosa se liaba.La imagen puede contener: 1 persona, texto

Durante una temporada, además, convertí la canción en una especie de himno, que escuchaba a todo volumen minutos antes de salir a las batallas de los viernes y los sábados.  Por entonces, me gustaba especialmente la parte en que tras el bel canto, tras los coros de ópera (que tardaron en grabarse tres semanas, con voces grabadas y superpuestas una y otra vez: ¡Mama mía, mama mía!… ¡For me, for meeeee!), irrumpen la batería y la guitarra y la canción se acelera, se electrifica, se vuelve energética, sin perder su épica. Sentía que aquella descarga me infundía fuerza y valor, me protegía en cierto modo ante los peligros de la noche y sus promesas. Y que a la vez, todo eso hacía cobrar sentido a la parte anterior de la rapsodia, más pausada, en la que me imaginaba al narrador con el alma en posición fetal, tratando de protegerse del mundo feroz que había tras las paredes del búnker de su habitación. De algún modo, me identificaba con esa voz, pues en realidad yo, como cualquier adolescente, todavía no era sino un niño muriendo, asesinado por una sobredosis de hormonas y de melancolía por la infancia arrebatada. En esa parte inicial de la canción, de hecho,  hay unas frases desgarradoras en las que podemos oír: “Mamá, he matado a un hombre”.

Freddie Mercury, en realidad, nunca explicó el significado de la letra de Bohemian Rhapsody, una letra enrevesada y enigmática. E hizo bien, porque de ese modo cada cual podía interpretar su versión (incluso yo, que no sabía inglés). Lo que sí tuvo que explicar y defender el añorado cantante (del cual próximamente se estrenará un biopic que lleva por título precisamente Bohemian Rhapsody), fue la peculiar estructura del tema, que dura más de seis minutos y tiene seis partes distintas: introducción, balada, solo de guitarra, ópera, rock y coda, con cambios abruptos de tonalidad y estilo. En definitiva, un tema nada propicio para pincharlo en la radio; o eso creían los ejecutivos de la compañía discográfica, que como todos los ejecutivos en el lugar del corazón tenían un cocodrilo.

Afortunadamente, se equivocaron y Bohemian Rhapsody no solo acabó siendo un éxito, sino convirtiéndose en un himno (y ese es uno de los grandes méritos de la canción y de Freddie Mercury y Queen, un triunfo y una defensa del arte y la belleza por encima del mercantilismo y de las convenciones, algo que, por otra parte, resulta difícil de imaginar que pudiera suceder hoy en día); un himno que permanece y atraviesa décadas y generaciones, como demuestra el video que mencionábamos al inicio de estas líneas, en el que quien, a pesar de las recomendaciones, todavía no lo haya visto, podrá escuchar a sesenta mil personas entonando de manera espontánea Bohemian Rhapsody, durante los momentos previos a un concierto del grupo Green Day, cuando en el hilo musical que amenizaba la espera sonó la emblemática canción de Queen. Sesenta mil personas coreándola de pe a pa, con el corazón en la garganta.

Sucedió el verano pasado, en Londres. Bohemian Rhapsody se grabó en 1975, cuando la mayoría de los que estaban en ese concierto, e incluso algunos de los padres de quienes estaban en ese concierto, todavía ni siquiera habían nacido.

Los discos del verano. Todas las entregas

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