Ayer acabé una novela. ¡Ah, qué momentico! Me quedé como Dios . Lo que no se es si Dios al día siguiente de firmar su obra tuvo dudas, tuvo resaca, qué cojones tuvo. Yo hoy, después del subidón de ayer, cuando mi obra era rotunda, redonda, una obra maestra…, me estoy volviendo loco. ¿Era eso lo que quería realmente quería escribir? ¿Les gustará a quienes la lean? ¿Comentaré todas estas mis dudas existenciales en el blog o el blog es una tontería que no vale para nada, que nadie lee, una perdida de tiempo, una paja al sol? Pesadillas de una noche de verano a la hora de la siesta, como las de este cuentico que recupera Exprai en su blog, y que yo ya ni recordaba haber escrito.
PESADILLAS DE UNA NOCHE DE VERANO
Fue una calurosa noche, con toxinas dejando a la puerta de todos mis poros sus bolsitas transparentes de basura, y dentro las pavas del millón de cigarrillos fumados la noche anterior y los culos estriados de los katxis en los que los había apagado. Esas bolsitas que rezumaban sus jugos lixiviados en forma de sudor por mi piel reseca, a la que hacía ya tanto tiempo que nadie le aplicaba el hidratante de unas caricias. Una noche de sueños intermitentes y pesadillas que me echaban las largas. A veces me angustiaba pensando que tenía que volver al colegio y no me había aprendido la lección: ¿Quién descubrió América? A: Colón. B: los vikingos. C: El juez Garzón. D: Cada indio americano al nacer. “¿Podría usar el comodín del telefono?”.
“En estos momentos no estoy en casa, deja tu mensaje al escuchar la señal”. “No, nada, que era sólo para decirte que acabo de perder los cincuenta kilos y encima aquí tengo a un tipo que me hace cosas raras con las cejas”. Claro que también podía plantarme, siempre que alguien me regara, y además el tipo de las cejas como signos de interrogación puede que tuviera su gracia, pero yo no lo sabía, porque cada vez que intentaba reírme se me caían los dientes, precisamente sobre un libro en el que alguien muy listo hablaba de la interpretación de los sueños. Por ejemplo, si aparecía un toro quería decir que te iba a tocar la lotería, lo cual tiene una lógica aplastante. A Carlos Sobera, eso si, no se le veía por ningún lado, como mucho puede que se le asemejaran algunos de los personajes del apartado de sueños eróticos, que eran todos como reyes magos pero en las posiciones del kamasutra, aunque ninguno se acoplaba con la chica del tiempo, que era la que a mi me gustaba de verdad, la que se aparecía en mis mejores sueños, esos que transcurrían entre praderas de piel, en los que había montañas como panes de azucar con almendras duras y negras en la cima, y riachuelos de saliva que serpenteaban por valles rosados, y en los que yo terminaba siempre orinando cabellos de ángel sobre las sábanas; sueños que no tenían nada que ver con las pesadillas de aquella noche, pues ahora quien extendía leche hidratante por mi espalda húerfana de arrumacos y uñas que me reventaran los granos, y también por donde esta perdía su nombre, incluido mi tenso perineo, era una presentadora del Teleberri, que mientras lo hacía no podía parar de hablar de atentados, detenciones, torturas, muertes, palabras mucho menos sexis que mar arbolada, anticiclón, luna llena…, y yo me sentía fatal, impotente y a la vez incapaz de separarme de su sexo, de escapar de su pompis, aquel círculo vicioso. “¿Es grave eso, doctor? ¿Tiene solución?” le pregunté a un tipo que pasaba por mi sueño con un estetoscopio, pero él no supo que contestar, ya se sabe, los tipos con uniforme nunca tienen soluciones demasiado originales para este tipo de problemas, y además ni siquiera era un estetoscopio aquello que llevaba colgando, sino unos walkmans de esos para escuchar bajo el agua, de modo que se los robé y me zambullí de cabeza en un charco, un asco de charco, todo lleno en las profundidades abisales de submarinos nucleares y concursantes de “Supervivientes”, así que me dije, pues voy a escuchar un poco de música, pero cuando puse en marcha el invento resulta que sonó una especie de bacalao industrial que era un plagio descarado de la sinfonía metálica con que cada noche me despertaba la brigada de recogida nocturna de residuos sólidos urbanos, o lo que era lo mismo toda la mierda de tres o cuatro bloques vaciándose desde un contenedor. Fué entonces fue cuando pensé que el verano moría matando y que aquello, menos mal, sólo había sido una pesadilla provocada por el calor y la resaca, tal como demostraban las luces naranjas de las sirenas del camión de la basura parpadeando en el techo de mi habitación, aquellas luces que de repente comenzaron a perseguirse unas a otras hasta convertirse en la final olímpica de relevos femeninos, para la que sorprendentemente, se había clasificado Maria Teresa Campos disfrazada de la Abeja Maya.
Como el fin de semana que viene me voy a pasar unos días a Aldeacentenera, en Cáceres, o sea, al fresco, dejo aquí un cuento y el enlace a otros de los que está recuperando Exprai en su página, con las ilustraciones que hizo en su día para publicarlos en Gaztealgara (y que adjunto más abajo, con el link a cada cuento). Por si no puedo actualizar el blog y por si alguien, por una remota casualidad, me echa de menos. Por lo demás, en Cáceres espero cometer alguna fechoría con mi amigo Ángel Gozález González, a quien he dedicado el cuento Reliquias y jorobas que se incluirá en Viscerales, la antología que preparan José Ángel Barrueco y Mario Crespo, cuento en el que recreo nuestra psicotrópica excursión el año pasado al Monasterio de Yuste.
Por otra parte, los más perspicaces habrán observado que he cambiado la plantilla del blog, por enredar un poco más que nada, y casi la lío, he tenido que comerme unas cuantas galletitas del caché para poder volver a entrar a blogger. Por cierto, que no se me olvide, tengo que contar una historia sobre uno de mis blogs, La polla más grande del mundo (que va ya por las 407.000 páginas vistas, y eso que no lo actualizo desde hace casi un año) y la jeta que, me parece a mí, le echa Google a algunas cosas.
REVUELTA
El fermento de la revuelta burbujea en los gases de las espaldas mojadas que se descomponen al fondo del Río Bravo. El polvo de los mártires de la próxima revolución se funde con el del desierto abrasador de Mojave, donde cayeron cuando las luces de San Diego ya resplandecían a lo lejos y los pistoleros de la Migra habían quedado casi atrás. El Estrecho de Gibraltar no deja huecos, ni siquiera a rayas en el mar, pero los restos del naufragio sirven de esqueletos a nuevas pateras. Los pioneros en busca de un nuevo mundo y una vida mejor mueren por decenas, injusta y hasta absurdamente, como en el muelle de Dover; de puro calor en el vientre de un camión frigorífico…
Y a pesar de todo continuarán intentándolo: cada asalto fallido al paraíso será sólo un machetazo sangrante que abra un hueco en la espesura de una selva plagada de fieras agazapadas tras corbatas o uniformes, un hueco a los que vienen detrás, a los que no tienen otra opción para salvar sus vidas que jugárselas. No los detendrán fronteras, naturales o alambradas, ni leyes caníbales que devoren sus derechos más fundamentales. Los desheredados del mundo se han cansado de soportar guerras y miseria y llegan a rendir cuentas a los responsables de ellas.
A quienes les endeudaron a cambio de leche en polvo para sus países asolados por la sequía. A quienes se repartieron su tierra con escuadra y cartabón. A quienes engordan sus democráticas y pacifistas tripas bebiéndose la sangre que derraman las armas que les venden para que esas líneas en los mapas se muevan (el estado español, por cierto, en el que casualmente abundan los demócratas y no violentos está entre los que encabezan la siniestra industria militar –y entre las empresas vascas hay unas cuantas dedicadas a la producción de armas cortas, las principales causas de muertes en conflictos bélicos–)…
Mientras tanto, eso sí, los telediarios se lavan las manos señalando como culpables a la mafias, a los traficantes de hombres, y ofreciendo como única solución medidas policiales… Es decir, lo de siempre: intentando confundir causas y consecuencias (y a veces llevan razón, porque hace unos días se detuvo a cuatro maderos, implicados en esas mafias, en esas redes de tráfico humano).
Los emigrantes, en todo caso, huirán siempre de esas guerras, de esa miseria, y nada puede pararles. Sólo un mundo más justo; o sea, lo dicho: nada. Ni siquiera la muerte: muchos de ellos sobreviven a la odisea de sus viajes, y se instalan en las juntas inapreciables de nuestro plácido primer mundo alicatado con partidos de fútbol entre millonarios, y “la vida en directo” con piscina climatizada y mocos de interés nacional; hombres y mujeres invisibles que subsisten entre nosotros, como fugitivos, en semáforos, en andamios, bajo lonas de plástico… Que sobreviven pero que no han llegado hasta aquí solo para eso, sino para rendir cuentas, para pedir lo que les corresponde. Ellos no pueden esperar. Sus memorias guardan como cicatrices frescas esos viajes infernales que los trajeron hasta aquí y todo lo que quedó allá –o lo que no quedó: sus familiares torturados, muertos, sus pueblos borrados del mapa por las hambrunas…–. Si no les dan lo que les corresponde lo tomarán por la fuerza. Y harán bien. Y nos harán bien a nosotros, desatando una revuelta que aplazamos constantemente para irnos de potes. Ellos serán la revolución que nunca hicimos o, más probablemente, los hijos que nunca tuvimos –los que nos cuidarán cuando seamos viejitos–. Cada raya en el mar será una muesca en la pared del txabolo. De la chabola. De la sórdida habitación del puticlub. Un día menos en el camino hacia la libertad. Una libertad a la que, sin embargo, no tienen derecho. Porque la libertad, como dice la canción, no es un derecho, sino un deber: el de no claudicar.
MAS CUENTOS
Una columna de autobombo -sobre mi propia columna, Día D hora H, de hace años en Gazte Algara- ilustrada por Exprai en esta ocasión en jumelage con Kalvellido.
TABLÓN DE ANUNCIOS
La primera vez que escribí un cuento tenía cinco o seis años –hay que ver, tan pequeñito y ya tan desgraciado, contagiado por esa terrible enfermedad–. Fue en el campo. Me había destripado un dedo trepando a un árbol, cuando uno de aquellos anillos con sello se enganchó en uno de sus nudos, y ya no pude, ya no me dejaron seguir jugando con mis hermanos y mis primos, continuar taponando los hormigueros, meándome en las brasas de las fogatas domingueras… Fue entonces cuando, ¡voila! mi madre sacó de la chistera que es el bolso de todas las mamás un lápiz y un cuaderno, que todavía conservo y en la cual aparece garabateado aquel primer cuento. Cuenta la historia de unas mariposas a las que les gustaba oler las flores en vez de ir al cole, y cuando fueron mayores, se hicieron pelotaris, como mi abuelito, y restaban todos los tantos desplazándose rápidamente por el aire y recogiendo suavemente con sus alas la pelota… Cosas por el estilo, no importaba. Lo que de verdad importaba era que de esa manera podía seguir trepando a los árboles, y hasta encaramándome a sus ramas más altas, aquellas a las que sólo podía llegar con mi imaginación.
Todavía hoy, muchos años después, mientras el resto de los niños de mi edad se casan, tienen niños preciosos (un beso muy fuerte para la recién llegada, mi sobrinica Amaia), sacan sus oposiciones, sientan, en definitiva, sus cabezas, yo sigo, lápiz –ahora ordenador–, en ristre, dándole vueltas a la mía, mi cabezota, incapaz de bajarme de las frondosas copas de esos árboles imaginarios, donde se encuentran mundos maravillosos o extraños pero muy pocas peras, melocotones o higos que llevarse a la boca. Escribir, sñif, continua siendo llorar, pero tranquis, que no transcribiré a continuación la consabida lista de lamentos : las impersonalmente amables cartas de rechazo de las editoriales, los editores que juegan con tus sentimientos, prometiendo libros que nunca llegan a publicarse, los que te reciben calculadora en mano, los “encargos” de los “colegas” (otro saludo, éste a escritores, dibujantes, rockeros… gremios “altruistas” donde los haya; ellos entenderán de qué hablo–, las correcciones, recortes y errores como amputaciones en los textos …). A todo termina resignándose uno, incluso a esta enfermedad incurable que es lo del lápiz, o sea el ordenador, y el papel y que tantos sarpullidos provoca en la piel de la autoestima y en la de la cartera. A todo, excepto a que aquí al lado, junto a esta columnita, no aparezca mi careto. ¿Soy acaso más feo que los demás? Sí, lo soy; planteémoslo de otra manera: ¿soy acaso un monstruo?… Bueno, dejémoslo.
El caso es que, tantos años después, sigo escribiendo por lo mismo que cuando tenía cinco o seis años, en busca de un poco de diversión, de comunicación, y que de vez en cuando, muy de vez en cuando, o al menos más de vez en cuando de lo que yo quisiera y para lo que quisiera (para ligar, para ser sinceros, que es para lo que uno escribe –para que le quieran, en definitiva, y así ¿cómo?, si nadie sabe quien soy o nadie me cree cuando intento pegarme el moco–), pues eso que, muy de vez en cuando, a pesar de todo algún despistado o despistada me comenta que le ha gustado alguna de estas mis colaboraciones. Dicho lo cual, para todos esos perturbados que quieran respescar cualquiera de estos DIA D HORA H que el cruel género que es la colaboración periodística el columnismo, o como quiera Umbral que se llame, anuncio que he colgado, modestamente, todas ellas en la siguiente dirección web: http://salman.ws/diadhorah*
Y puesto que lo que comenzaba siendo un tierno y nostálgico relato infantil ha terminado convirtiéndose en un descarado tablón de anuncios publicidad, saludos a tutiplén –ahí va otro, este para mi socio y sin embargo amigo el dibujante malagueño
Kalvellido, que es el que me retratado de tan impresentable guisa en el dibujico que acompaña, excepcionalmente estas líneas…), recuerdo también que a través de esa página se puede acceder a, ejem, ejem, mi vida, obra y milagros, enviarme vuestras apasionadas declaraciones de amor, propuestas indecentes o insultos –siempre que sean originales–, además de echarle un vistazo al ciberfanzine literario que edito, Borraska, de momento yo solito, pero que está deseperadamente abierto a todo tipo de ayuda y colaboraciones que le permitan supermineralizarse, como diría Super-ratón, antes de esfumarse, dejando una estela de humo y estrellitas, hasta la siguiente semana; hasta el siguiente
Dia d Hora h, en este caso.
*El link no funciona desde hace años.
Esos que dicen que nosotros, los gatos, tenemos siete vidas no han debido viajar mucho, al menos no por carreteras comarcales. En esas carreteras estrechas y curvilíneas como serpientes venenosas no hay rayas que separen los carriles pero de vez en cuando alguno de nuestros hermanos aparece estampado en el asfalto por las ruedas de algún dominguero. Desde luego mucho más a menudo que los tímidos erizos, que rara vez acostumbran a cruzar la carretera. Tal vez gracias a eso, mientras que ver uno de nuestros cuerpos despanzurrados lo que debe provocar, además de repugnancia, es frases como: “Bueno, todavía puede resucitar seis veces”, el atropello de uno de ellos, un erizo, es capaz de inspirar un hermoso poema, como el de Atxaga.*
Yo es que soy un gato muy leído. Siempre se habla de los ratones de biblioteca, pero los ratones no leen los libros, sólo usan sus tapas para afilarse los dientes y sospecho que en épocas de hambruna hasta se zampan algún que otro soneto, según delata el regusto a papel de alguno de los que, cada vez con más dificultad, todavía soy capaz de cazar.
Paso estos mis últimos días de gato artrítico en una escuela abandonada, como todas las escuelas rurales, entre cuyos escombros florecen los viejos y olvidados libros que releo y cuyas páginas me transportan a otras etapas de mi vida, todas ellas quemadas, desperdiciadas por culpa de mis veleidades intelectuales que me abocaron estúpidamente a la contemplación y el celibato, y cuyos rescoldos me queman ahora el alma.
No siempre fuí , de todas maneras, un viejo gato de pueblo. Mis primeros recuerdos son las paredes de una caja de galletas en la cual me trasladaron siendo sólo una bolita de pelos palpitantes, hasta el urbanita hogar de mis primeros, y únicos, dueños, quienes me pusieron por nombre Pelusa, que era el apodo de un futbolista muy famoso por entonces, con una cabellera oscura como la mía y que, al parecer, manejaba el balón con la misma gracia con la que yo jugueteaba con lo ovillos de lana.
Con el paso del tiempo también pude haberme convertido en un drogadicto, como aquellos gatos de mi infancia que me invitaban desde el callejón a sus correrías y a los que acompañé más de una vez, con los que me revolqué enloquecido por la tierra de los descampados, después de haber mascado arbustos mágicos, a los que lamí las heridas que les abrían los perros guardianes de los chalets en los que entrábamos a rondar a lindas siamesas, con los que compartí las raspas de pescado y los trozos de pizza de los contenedores…
Pero una noche, al rasgar una de aquellas bolsas de basura, se postraron a mis pies los cadáveres de seis mininos recién nacidos y un escalofrío recorrió mi columna vertebral, replegándola como un muelle que me impulsaba de vuelta a casa, de donde decidí no volver a salir y escuchar las aventuras salvajes con las que mis compañeros me tentaban desde el callejón y con cuyos mimbres urdía historias que les contaba de madrugada desde el alfeizar y con las que me gané su respeto, haciéndoles olvidar lo que en realidad era, un gato timorato que vivía mi vida a través de las suyas.
Había días, sin embargo, en los que sentía un impulso irresistible que me pinchaba entre las patas para volver a las calles con mis amigos, pero conseguía aplacarlo frotándome sobre los jerseys de lana de mis amos, u orinándome en sus cortinas, lo cual, lo reconozco, no era el comportamiento propio de un gato instruido como yo, pero que no podía evitar, pues obedecía a una fuerza superior a mí y que a la postre terminó por expulsarme de aquel lugar. El olor de mis hormonas quizás resultara irresistible para las lindas gatitas, pero a los humanos les repelía hasta tal punto que decidieron cortarlo de raíz, situando la raíz a la altura exacta de mis testículos.
Me convertí de esa manera en un gato redoblado en su tamaño y en su carácter huraño. Ya ni siquiera encontraba un desahogo en contar historias a mis congéneres a la luz de la luna, sólo era capaz de disipar el recuerdo de la dolorosa castración volviendo a mascar hojas, esta vez las de ciertas plantas de interior, que resultaron ser las favoritas de la señora de la casa, lo cual propició mi salida de la misma. Ya no era aquella preciosa bolita de pelos que cabía en una caja de galletas sino un monstruoso gato cascarrabias.
Fue de esa manera, en fin, como di con mis huesos en este pueblo, en el cual la familia pasa los veranos y me deja a mi y mis libros los inviernos, y en el que me encaminó sin remisión hacia una muerte, una única muerte, preguntándome si, de ser cierto, aceptaría esas siete vidas y estas serían suficientes para amar a todas la gatitas, para embarcarme en todas las aventuras que desperdicié o si, por el contrario, se trataría de una condena, de siete condenas, crueles y lentamente dolorosas.
*»Gatomaquia» es otro de los cuentos que ilustró Exprai y que ha colgado en su blog: http://exprai.blogspot.com. Además, aparece en «La polla más grande del mundo« (un día de estos, por cierto, colgaré el relato que daba el título a ese libro).
Exprai señala en su blog que hay una traducción al castellano del poema del erizo de Atxaga aquí
Durante cinco años estuve publicando una columna semanal en el diario Gara (casi siempre eran pequeños cuentos), y la mayoría de ellos las ilustraba Exprai, que ahora abre web, en la que irá colgando sus dibujos y algunas de esas columnas. Empieza con esta ilustración, que me encanta. www.exprai.com.. Y este es el cuento:
DIARIO DE UN MOCHILERO
Ya sabía yo, cuando al comienzo de mis vacaciones robé en una tienda de souvenirs, aprovechando la ovina embestida de un grupo de turistas, este diario en el que anoto mis experiencias –eso cuando no tengo que echar mano de algunas de sus páginas para que sean mis apurados intestinos quienes descarguen sus impresiones– que llegaría el día –hoy– en el que escribiría algo que mereciera la pena, algo que se saliera de lo habitual, que me pusiera de punta los pelos del corazón y recordara toda mi vida. Es un poco como la vida misma, que nos la pasamos haciendo cosas estúpidas, aburridas y aniquilantes, trabajar, por ejemplo, a la espera de recompensas muchas veces efímeras, como una risa, o un polvete (bueno, es que yo –lo digo a viva voz– soy eyaculador precoz).
Aunque ahora que lo pienso lo que tiene sentido anotar en un diario son las cosas pequeñitas, los detalles que se olvidan con el tiempo. Un diario es como un plumero que limpia el polvo de la memoria. Como un “liftin” en las arrugas de los recuerdos. Como un billete para la máquina del tiempo perdido. Repaso las hojas anteriores y se que si no lo hubiera anotado tarde o temprano olvidaría aquello que dijo en la playa de Ondarru, hace unos días aquel niño tan salado a su aita, cuando me vio tumbado, medio escondido y en pelotas: –mira, aita, una colita con barbas; o la mirada extraviada, alunada y brumosa, del tipo solitario del camping de Lekeitio, el que bajaba a los acantilados para hacer taichi en busca de una paz interior de mentirijillas, que desenmascaraban los perros que le ladraban por el camino…
Esto que voy a contar, sin embargo, es probable que no lo olvide nunca, aunque tengo que dar inevitablemente testimonio de ello en este diario, esta vez para que un hecho tan extraordinario no se acomode en mi memoria como una especie de carcinoma fantástico que me haga dudar de si realmente sucedió alguna vez o sólo fue un producto adulterado por mi imaginación. Y es que no todos los días se encuentra uno un toro en el supermercado.
Ha sido esta mañana, en Deba. Al principio ni siquiera me ha llamado la atención. He pensado que se trataba de cualquiera de esas ridículas promociones publicitarias. Algún producto muy masculino, o muy español… Como su selección de fútbol y aquel anuncio en que los jugadores se suponía que eran 11 toros que iban desencajonando al terreno de fútbol, furiosos, orgullosos… y muertos al cabo de veinte minutos; o de un par de eliminatorias. Después, cuando ha volcado la estantería de las colonias y todos los perfumes se han hecho añicos, ni siquiera la mezcolanza de aristocráticos aromas han podido tapar el olor del miedo descargado en mis bermudas. ¡Era un toro de verdad! (que según he podido saber se había escapado de un baserri cercano, donde su propietario lo tenía pastando como si fuera la pacífica vaca lila de Milka –no es tan extraña pues la res-anuncio–). Estaba embistiendo el furibundo toro a una chica con un bikini amarillo que anunciaba una crema bronceadora, ensañándose con ella, más bien, aunque por suerte era una mujer de cartón, de esas que luego no se ven en las playas, lo cual nos ha brindado a los demás la oportunidad de resguardarnos. Yo me he refugiado junto con una señora mayor en el arcón de los congelados. Hemos aguantado todo cuanto hemos podido, hasta que ya no éramos capaces de distinguir nuestros dedos de las barritas de merluza. Sólo se escuchaba allá dentro el zumbido del frigorífico, de modo que cuando nos han sacado ignorábamos el desenlace del rocambolesco episodio, no sabíamos si había habido disparos, o tan sólo dardos tranquilizantes, o si habían aprovechado para que tomara la alternativa alguno de esos toreros raros que reclaman una oportunidad –aquel con gafas, o el militar ese ruso, o el enano más alto del bombero torero– el caso es que el morlaco ya no andaba de compras por el súper.
Ha sido algo, querido diario, verdaderamente alucinante, así que ya no se que más puedo contarte por hoy. Sólo que esto constará en acta, fijo, porque aprovechando el barullo he podido despistarles a las cajeras, además de una cuatroquesos y una botella de kalimotxo –que, flipa, lo venden ya embotellado– un paquete de rollos de papel higiénico, así que, tú tranqui, creo que ya nunca más durante estas vacaciones mochileras tendré que limpiarme el culo, con perdón, con el recuento de mis peripecias.