¡Qué frío hacía el martes! Bueno y el lunes, y el miércoles, y ayer, hasta hoy llevábamos una semana negativa (sin llegar a los cero grados, ni frío ni calor, dice ahora el gracioso de turno). Pero el lunes tocaba carretera y manta, esta vez de verdad, eché una al maletero por si el Córdoba reventaba, sin que él lo supiera, claro, porque sigue portándose como un campeón, con sus quince años y sus trescientosmil kilómetros y no es cuestión de herir su orgullo. El caso es que por la autopista, de noche, con el viento empujando fuerte por la Valdorba, parecía como que hacía aún más frío, camino de Tudela.
Los de la revista Traslapuente me habían invitado para sus Martes literarios, en el centro Castel Ruiz, para hablar de Dios nunca reza y de todo lo que me diera la gana, y me dio la gana de hablar de cómo empecé yo a escribir, de Don Venancio y las redacciones de los viernes, de mi viaje al basurero de Payatas y de la epoca en que fui viajero profesional, gracias a mis libros, a los premios literarios y los reportajes y guías turisticas por encargo que iba encadenando con viajes de los que salían más cuentos y libros y premios. Suena bien, pero yo solo era el Mr Bean de los viajes, un dominguero, un turista asustadizo e impresionable mirando de reojo… Si me invitáis a dar una charla os lo cuento.
El caso es que llegué a Tudela, y esta vez no me perdí (que no, que no me regale nadie un GPS, que perderse está muy bien -cuando uno va solo, si no no tiene ninguna gracia y deriva en peleas tontas y dañinas-). ¿Por dónde iba? (es que me he perdido). Ah, en Tudela aparqué desde una calle desde la que viera asomar la torre de la Catedral y luego eché a andar hacia ella. Mientras lo hacía me acorde de otra vez que estuve en esa catedral, con Julio Llamazares, mientras él escribía Las rosas de piedra. Yo iba a entrevistarle, y pasé la mañana junto a él, primero en las Bardenas, luego visitando la catedral, allá Llamazares habló con un cantero, y con más gente, estaba con su libro, y yo me reconcomía por dentro porque no iba a poder hacerle la entrevista, el escritor hablaba con todo pichichi menos conmigo, al final la entrevista cayó a toda prisa mientras se comía unos pinchos y las migas de pan que caían en su plato y sus respuestas a mis preguntas eran parecidas, después Llamazares salió pitando para algún lugar en el que tenía bolo y yo me quedé con un gusto amargo en la boca, pensando en lo mal periodista que era y lo que pensé sobre Llamazares me lo callo, el caso es me apetecía volver a Tudela para quitarme ese mal gusto de la boca, y lo del otro día en Castel Ruiz sirvió para enjuagarse. Fue una charla-colutorio, estuve a gusto, me hicieron sentir a gusto, tanto que ni siquiera me importó ni me sentí tangado porque no me dieran la escultura de Boregan prometida (cosa de los recortes, de los que no se libra nadie).
Una escultura habría que hacer a los treinta valientes que se atrevieron a salir a la calle esa noche para venir a escucharme a mí, a la ama de Bea y a su amiga… Muchas gracias a ellos y a Manuel Arriazu, y Pepe Alfaro, por las lecturas, por los cafeses, por leer mis cuentos en los talleres literarios, a todos los de Traslapuente y los que después se tomaron un vino conmigo y les dio igual que yo pidiera cocacola, a todos por cómo me acogistéis, en definitiva, que para eso había empezado a escribir este post y se me ha ido la mano.
Luego otra vez al coche, o al potro de tortura, por un cargamiento que padezco en silencio desde hace días en el hueso sacro (que ahora entiendo que se llama así porque te cagas en todo lo sagrado cuando pincha) y de regreso a casa otra vez el viento atroz, y el frío, acrecentado además por el recuerdo del último libro leído, El exilio voluntario, de Claudio Ferrufino Coqueugniot, por sus magníficas páginas que evocan las calles heladas de los guettos de Washington y las cámaras frigoríficas de las naves industriales a las que los trabajadores entran para protegerse del frio, pero de eso ya hablaremos otro día, ahora os dejo con un enlace a la revista Traslapuente, en la que, en la página 25, podéis leer mi relato Peaje, con el que gané hace unos meses el Certamen de cuentos de Murchante:
http://es.calameo.com/read/000913682232129d2f89f
Una reseña más de mi dietario de esas que me ponen colorado, y encima se me nota, porque el autor, a quien no conozco, dice que tuvo la sensación de estar tomándose una caña conmigo en las tres horas de lectura ininterrumpida (ni siquiera para ir al baño, a pesar de la cerveza). Dios nunca reza no para de darme alegrías, y tengo la sensación de que aún vendrán más, de que solo ha echado a rodar, de que el boca-oreja está haciendole el camino que por otros sitios no se puede o no me dejan (y a veces me llega el rastro de ese boca oreja, la gente me escribe, casi a diario, y eso es estupendo, increible, mejor que cualquier reseña en los suplementos literarios para los que no existo, me dicen que compran el libro para ellos y para personas a las que quieren, lo regalan..). .Muchas gracias a todos. Brindo por vosotros y me como un frito a vuestra salud (y visto lo visto igual monto otro día otra firma de libros autogestionada, en algún bar de San Nicolás, por ejemplo, para que el pote no solo sea virtual)
DIOS NUNCA REZA.PATXI IRURZUN. Andrés Matorral.
Ayer tuve que quedarme toda la mañana en casa, cuidando a mi hija, de un trancazo de esos tan habituales por estas fechas. Media Ikastola esta igual. Da mucha penica verla sufrir y a la vez me deja boquiabierto su serena fortaleza.
A la tarde en cuanto apareció mi mujer por la puerta, ya estaba vestido, necesitado e impaciente por dar un paseo que desembotara mi cabeza, como si fuese un perro demandando bajar a la calle. No se si serán los wifis, los campos electromagnéticos, las corrientes eléctricas, las resinas y aislantes de construcción o simplemente una paranoia psicosomática, pero el hecho es que necesitaba, ansiaba con desespero, salir a tomar aire fresco al monte cercano a mi casa.
Al subir al último pueblo de Iruñerria, pasé cerca de la biblioteca pública y decidí entrar a coger un libro que tengo pendiente desde hace meses; qué digo meses; años. Era un libro de un listado de recomendaciones que el profesor de filosofía de tercero de BUP nos entregó: Introducción al pensamiento filosófico de Bochenski.
Ya me ha ocurrido en, al menos tres ocasiones, que las bibliotecarias de este pueblo, dejan abandonada la sala tan campantes, bajando a echarse un café, un truño en el baño o simplemente de cháchara por el resto del edificio, como si el tiempo de los demás valiese menos que el suyo, así que tuve que esperar en el mostrador a que apareciera alguien que se dignara a atenderme.
La sección de novedades está justo al lado del mostrador y por hacer tiempo eché un vistazo un poco a desgana. Ahí vi el libro Dios nunca reza del autor Patxi Irurzun. Ciertamente el título del libro atrae y con esa misma intención, supongo, Patxi, decidió ponerlo. Aun así por mucho título atrayente, la portada era fea de cojones. No se por qué motivo, sin pensarlo demasiado, decidí cogerlo también, junto al de Bochenski, justo cuando apareció la bibliotecaria excusándose. Al verla insistir en la disculpa, ruborizada, me sentí mal por haberseme pasado por la cabeza escribir una hoja de reclamaciones. No debo ser mal tipo. Paso del odio a la compasión y comprensión con sólo ver un pequeño gesto de humildad o reconocimiento de la falta. Eso creo que se llama perdón, aunque, nuestro entorno ultra católico se encargue de desvirtuarlo y confundirlo.
Al llegar a casa, como nuevo tras el paseo, con las piernas aún hormigueantes y las orejas plácidamente congeladas, volví a mirar la portada y caí en la cuenta que podía ser el libro que mi admirado
Jorge Nagore recomendó, hace tiempo, en uno de los artículos de su columna del periódico local. Dudé, no obstante.
Tras la cena comenzaron los gritos de los personajes de dibujos animados de la tele. Ultimamente siempre gritan, siempre corren, se dan de hostias, y son medio bobos, como preparando a nuestros pequeños para la que les viene encima, a la vuelta de unos años, incitándoles a que todo siga igual; a correr mucho y pensar poco. Escapé, sin excusarme, al dormitorio y comencé la lectura de Dios nunca reza.
No me moví hasta tres horas más tarde, cuando leí la última hoja y cerré la tapa, volviendo a mirar la portada, incrédulo de lo que acababa de leer. Incluso me aguanté las ganas de mear hasta que lo hube terminado.
Enseguida en las primeras páginas me di cuenta de que efectivamente, no podía ser otro libro, que el recomendado por Nagore. Los dos, Nagore e Irurzun dejan el mismo rastro tras leerlos, ese tufillo a adoquín viejo de la calle mañueta mojao. Abrumadoras sentencias llenas del gran sentido común “de los de casa”, directas, brutas. Una despiadada autocrítica aparentemente camuflada con un humor socarrón, pero igual de dolorosa. Un libro que da ostias de realidad, a pecho descubierto y nos deja a todos pelaos, como a él, como lo que somos, maravillosos perdedores llenos de dudas y contradicciones, pero geniales, viviendo en una sociedad en la que pese a ser conscientes de que no hay nada que hacer por ganar, batallamos como gato panza arriba. Una puta gozada de libro.
Voy a sustituir a “Modesto” arriba, con este comentario, pero quiero pensar que no es casual que Nagore escriba en su blog que se lo leyó del tirón y yo lo haga también, más cuando no lo había hecho en años. Quiero pensar que existe un, llámalo, gusto común; un valorar un estilo y un tipo de arte que lo sentimos como propio las gentes como Nagore, Irurzun y yo. Que me perdonen por mi osadía pero me apunto a su cuadrilla. Con dos cojones. Leer el libro fue como echarnos los tres, unas cervezas y un frito en la Calle San Nicolas, riéndonos de la vida y las mismas paridas, cómplices y compañeros. Ya me gustaría…
Reseña de ‘Dios nunca reza’ en Estado crítico, por DANIEL RUIZ GARCÍA
SALTAR, CAER, LEVANTARSE
Escribir no es ningún deporte de riesgo. No nos hace ningún bien, o al menos no nos hace más bien que mal. Aunque mucha gente así lo crea, los que escribimos no somos personas más inteligentes que los que no lo hacen. Estamos en la media de la torpeza y la idiotez, con el plus, casi siempre, de una proporción de vanidad más que considerable. Escribir es una acción, un verbo, un estar, pero ese estar no suele ser nada agradable. Sobre todo cuando lo que escribes apenas se compra y se lee, comparado con, pongamos, cualquier bestseller que se distribuye en las tiendas de los aeropuertos o en los Carrefour. Porque -y este es otro malentendido bastante extendido entre los ágrafos- los escritores suelen ser gente más bien pobre, o en todo caso, si tienen liquidez, no la han obtenido precisamente de la literatura. Muchos de los que publican libros apenas llegan a fin de mes. Hay muchas formas mejores de hacerse rico. Y probablemente, con bastante menos esfuerzo. Porque escribir es algo muy desagradecido: visto desde una perspectiva material, resulta absolutamente miserable la correspondencia entre el esfuerzo que supone escribir una novela y los rendimientos económicos que ello reporta. Aun así, muy pocos de los que empiezan a fumar de este tabaco son capaces de dejarlo, de manera que acaban sometidos de por vida a esta suerte de sacerdocio de pobres, consagrados a una vida de arrastre detrás de palabras y letras que acabarán llevándolos a la muerte como un inevitable cáncer de pulmón.
Dios nunca reza es un libro de memorias pero también es una novela biográfica sobre las miserias, servidumbres, renuncias y pequeñas alegrías de un escritor tocado por ese infortunado vicio. Un escritor joven que no obstante lleva años predicando en los desiertos de la literatura y recibiendo a cambio escasos beneficios y parcas satisfacciones. Es un diario íntimo que conmueve desde el primero hasta el último capítulo, porque exuda sinceridad. Una sinceridad, casi siempre, muy dolorosa. Porque Irurzun es consciente de que, por más desagradecido que resulte ese vicio, por más que le haga toser y le supure bilis, no podrá renunciar a él hasta la muerte.
No se piense, por el tono de mis palabras, que estamos ante una obra de tintes románticos, grandilocuente, apasionada. La miseria está ahí, pero Irurzun la aborda con naturalidad. Con la misma naturalidad con que uno asume, por ejemplo, una enfermedad de diabetes que deberá acompañarlo de por vida. El registro del dietario le permite a Irurzun realizar una contabilidad exhaustiva de sus desvelos cotidianos como escritor, pero también como padre y “prepadre”, como esposo, como amigo… En realidad, la obra puede leerse como una novela intimista sobre una mudanza, la mudanza de un escritor hacia otra casa junto a su mujer y su hijo, pero también la mudanza interior de un escritor que no quiere renunciar a serlo por encima de las miserias laborales y los trabajos castrantes y embrutecedores.
Me he sentido muy cercano a los desvelos de Irurzun en esta novela. Su estilo es llano, limpio, sencillo, con momentos de gran explosión lírica, y de forma muy especial en el último tramo. Es, así lo pienso, un libro muy hermoso, que arañará especialmente a todos aquellos que, como quien esto suscribe, sobrelleva como puede este insano vicio de la escritura, encallado a fuerza de golpes, acostumbrado a un programa creativo precariamente construido a base de verbos: saltar, caer, levantarse.
http://www.criticoestado.blogspot.com/2012/01/saltar-caer-levantarse.html