EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA / IL NOSTRO PANE QUOTIDIANO
Aquí va un clásico, mi cuento El pan nuestro de cada día y aquí como curiosidad, su traducción al italiano: «Il nostro pane quotidiano».
EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA
Patxi Irurzun
Zarraluki es un pueblo pequeño, situado en lo más profundo del corazón de un valle de alta montaña, hasta el que sólo es posible llegar a través de carreteras secundarias, caminos o pistas forestales que se retuercen y estrechan como una maraña de lombrices. Cada lunes, si el pueblo no ha quedado aislado por la nieve, una furgoneta recorre el valle y reparte el correo, los periódicos… En Zarraluki el atentado de las Torres Gemelas ocurrió el 17 de septiembre, pero el pan que comen es calentito, crujiente, del día. Casi siempre. En Zarraluki hay una panadería, seis niños y una maestra y un panadero que son novios. Casi siempre. A veces esta pareja discute y Txema, el panadero, se encierra en su casa y echa la persiana de su tienda hasta que no se reconcilia con Julia, la maestra. Txema, el panadero, es todo un profesional y no se cree esas novelas de realismo mágico hispanoamericano de segunda hornada en las que se amasan magdalenas con lágrimas, ni que éstas después se convierten en animalitos en los corazones de quienes las comen. Txema lo que cree es que su trabajo es muy serio, tan serio que para hacerlo bien debe estar concentrado. Txema sabe que si abriera su tienda cuando discute con Julia su pan no sería el mismo, que necesita equilibrio en su vida para que los ingredientes, el tiempo de cocción, también se equilibren, y que de no ser así sus clientes se sentirían defraudados. En el fondo Txema, sin saberlo, piensa los mismo que esos narradores hispanoaméricanos, y en el pueblo sucede lo mismo que en sus novelas, pues las riñas de esta pareja alteran por completo desde la dieta alimenticia de todos los zarralukitarras, hasta su estado de ánimo.
Por ejemplo a Julia, por su parte, cuando riñe con el panadero se le avinagra el carácter y condimenta con él una ensalada de deberes para los seis niños del pueblo que los extravía por las capitales de Asia o pone a cocer en la cazuela de una división de 11 cifras sus risas infantiles. A los zarralukitarras les gusta oír el eco de las carcajadas de sus seis niños en las calles del pueblo porque cuando Txema y Julia discuten en las calles de Zarraluki en lugar de esas risas sólo se escucha un viento frío que silba como una serpiente venenosa, y dentro de las casas el pálpito, cada vez más lento, de los corazones asustados de los mayores, que oyen acercarse en pantunflas a la muerte arrastrando de su mano a sus padres, y a los padres de sus padres con su árbol genealógico hecho un hatillo de ramas a la espalda.
La panadería de Txema es, además, bar y estanco y cuando él y su novia discuten los zarralukitarras ni siquiera pueden ver esfumarse todo ese terror en las volutas de un cigarrillo o ahogarlo al fondo de unos vasos de vino, con lo cual las habitualmente cordiales relaciones entre los vecinos se vuelven extrañas, y en cada familia resucitan fantasmas que se sientan junto a la chimenea y cuentan historias de viejas disputas familiares por las tierras o de asesinatos y venganzas en guerras civiles.
En pocas ocasiones, por tanto, una pareja dispone de tantas personas dispuestas a solucionar sus crisis como ésta. Cuando Txema y Julia discuten los zarralukitarras cortan las flores más lozanas de sus invernaderos y las envían a la casa de la maestra, o recolectan la miel más dulce de sus panales y la dejan a la puerta de la del panadero. Txema y Julia saben que son ellos y no su pareja quien lo hace, y a veces incluso hasta les indigna la idea de que su relación afecte de esa manera a tantas personas, que todas ellas puedan asomarse de una manera tan indiscreta a la misma, pero en el fondo se quieren y siempre terminan por reconciliarse, y es de esta manera cómo Txema vuelve a abrir su tienda, y los zarralukitarras salen de sus casas, y los fantasmas y la muerte en pantunflas regresan a las suyas, y en las calles del pueblo se escuchan de nuevo las risas de los niños.
Zarraluki, en definitiva, es un pueblo que parece pertenecer a otro mundo, pues su vida depende por completo del amor.
Patxi Irurzun. (La polla más grande del mundo y otros 69 cuentos)
¡VENGA LA GUERRA!
—No hay ninguna guerra buena– dijo el primer borracho.
—Puta bola – contestó el segundo, y recordó aquella canción de Eskorbuto: “Venga la guerra, sobran estúpidos, venga la guerra, sobran payasos”.
Estaban anclados por sus gin-tonics a la barra del bar, con la mirada perdida al fondo del televisor que, entre la selva de cabecitas danzantes proyectaba imágenes de racimos de bombas que convertía cada noche en Kabul en una animada pirotecnia y un rastro multicolor de muertos colaterales.
—La guerra puede ser buena; una guerra que borre para siempre de la faz de la tierra a quienes las declaran, da igual en nombre de qué: dios, alá, la democracia…
—Democracia. Se les llena la boca con esa palabra, pero ¿acaso nos han preguntado qué queremos?
—Para qué. Total, sólo se trata de vidas humanas. También se les llena la boca de condolencias y condenas cuando hablan de las víctimas, pero lo cierto es que la vida humana nunca ha valido una mierda.
—Ni la vida ni la muerte. Deberían preguntarnos si estamos de acuerdo, si realmente necesitamos tantos muertos ¿A quien pueden interesarle, más que a los que han convertido la muerte en un negocio?
—Por eso hace falta una guerra que extermine a todos esos que las incuban bajo sus gorros de plato como piojos monstruosos o como bombas de sangre bajo pechos enchatarrados y uniformados; una guerra que reduzca a cenizas a todos los mundos, países y razones tabloides que las justifican y las alientan; una guerra en que por fin los vencedores sean los miles de cadáveres con que se han saldado todas las guerras. Que vuelvan a reclutarnos, que vuelvan a darnos sus consignas, y sus armas. Esta vez sabremos a quien apuntar.
—Joder, eres un poeta– dijo el segundo borracho.
—Qué va, solo intertextualizo. “Johny cogió su fusil”, Dalton Trumbo– citó el primero y en el breve instante en que soltó amarras para atizarse otro lingotazo de gin-tonic, la mar arbolada de cuerpos ebrios le arrastró, le colocó en el centro de un remolino en que dos tipos, uno de los cuales había derramado su cerveza sobre el otro, se insultaban, se empujaban, intercambiaban finalmente violentos puñetazos.
El borracho sintió una nausea, su corazón encaramándosele a la boca y rompiendo a sudar sangre. Era repugnante. Aquellos tipos eran capaces de matarse con sus puños desnudos.
—Quizás por ello los seres humanos inventamos las armas, las guerras: para no despellejarnos los nudillos, ni ensuciárnoslos de sangre– pensó el borracho, y regresó, abriendose paso a duras penas, hasta la barra, a curar su herida con alcohol, apurando el gin-tonic.
—Igual tienes razón, igual ni siquiera esa guerra sea justa– dijo –Igual todos esos carniceros también son inocentes, o tan culpables como todos.
—Igual, yo que sé– contestó el segundo borracho, rematando también su copa.
Y enfilaron ambos la puerta del bar.
Era tarde y fuera, en la calle, todo estaba a oscuras.
(Este es otro de los cuentos que publiqué en Gara hace años y que el gran dibujante Exprai, que en su día los ilustró, va recuperando pacientemente, en plan arqueólogo, y subiendo a su web: http://www.exprai.com/search/label/Patxi%20Irurzun. ESKERRIK ASKO!)
POLICÍA Y FILOLOGÍA
1978
Un día, uno de aquellos que había manifestación, cuando llegó la policía, alguno de mis compañeros dijo:
-¡Mirad, los grises!- pero los grises ya no eran grises.
-Ahora ya no podemos llamarles los grises- dedujo otro.
-Pues los marrones.
Hubo un silencio. Aquello de los marrones no sonaba bien.
-Los maderos- propuso alguien.
-Los monos.
-La pasma
-La bofia.
-Los txakurras.
Siguieron enumerando nombres, pero alguien dijo que esos no valían porque ya estaban inventados.
-¡Los mierdas!- dijo de repente otro chaval.
Los mierdas. Eso era.
-Los caca.
-Los zurrutos.
-La boñiga…
EL CENSO DEL MIEDO (Versión íntegra del cuento para VINALIA TRIPPERS)
Me gustaba aquel trabajo. Conducía por carreteras secundarias del Pirineo o del valle del Roncal mientras escuchaba música, comía pochas y trucha con jamón en ventas y posadas, a veces me paraba a ver alguna foz o una iglesia románica… Pero sobre todo me gustaba el momento en que llegaba a los pueblos (al menos hasta que aparecía algún vecino desconfiado, con una azada o una escopeta de caza entre las manos)… Me gustaban las calles vacías, el silencio, el aire puro de la montaña, los gatos — dueños y señores de las ruinas y los caserones— que salían a recibirme, curiosos a veces, otras desafiantes…
En Ezizena, sin embargo, desde el primer momento en que bajé del coche tuve ganas de irme. Al principio, fue solo un presentimiento, una posición defensiva ante un silencio distinto al de otras veces, compacto y doloroso, como una piedra golpeando mis oídos; o quizás fue la arquitectura de las casas, una serie de unifamiliares, todos idénticos, con sus huertas y sus perros también idénticos (Ezizena era un pueblo nuevo, de repoblación, una de aquellas islas que levantó el Instituto Nacional de Colonización en mitad de nuevos regadíos abastecidos por los pantanos y canales que mandara construir Franco)…
Después, de repente, escuché algunas risas, vi a varios niños, jugando en el patio del colegio y durante unos instantes aquel pequeño caos de un recreo infantil me tranquilizó. Pero solo fue un momento: cuando fijé la vista en alguno de los niños percibí también algo extraño, que todavía no llegaba a identificar.
—Haz cuanto antes tu trabajo y márchate de aquí— me dije.
De modo que me acerqué a uno de aquellos unifamiliares y llamé a la puerta. Siempre, cuando llegaba aquel momento, veía brillar los ojos como cuchillos detrás de las persianas, pero después, cuando conseguía que alguien me abriera, la noticia se transmitía, no sabía cómo, a través de conductos invisibles, y en el resto de casas me estaban esperando, a veces con un vaso de vino o un trozo de pan con txistorra. En Ezizena, para mi sorpresa, me abrieron a la primera. Una mujer alta y corpulenta, pelirroja, me recibió amable, aunque algo fríamente. En la casa de al lado lo hizo un hombre que, pensé, debía de ser su hermano gemelo, pues se apellidaba igual, también tenía el pelo rojo y la misma sonrisa correcta e inquietante.
Llamé a una tercera casa. Esta vez apareció un matrimonio, que parecía compuesto por los dos gemelos que me habían atendido anteriormente, como si ellos también pudieran pasar de una casa a otra a través de pasadizos subterráneos. Comencé a asustarme. Todos los que me abrían las puertas eran pelirrojos, se llamaban del mismo modo y me mostraban sus dientes como resplandecientes cubitos de hielo. Acabé, muerto de miedo, de recoger los datos de puerta en puerta y corrí hasta mi coche. Al pasar junto al patio del colegio, vi otra vez a los niños. Había varios de ellos junto a la verja, observándome, y fue entonces cuando descubrí qué era lo que me había llamado la atención antes: todos ellos tenían algún incipiente mechón rojo en sus cabellos.
Arranqué y me alejé de Ezizena, como alma que lleva el diablo.
Han pasado muchos años desde entonces, y nunca he vuelto por allí. Al principio busqué el nombre de aquel pueblo misterioso en los mapas, en los libros de geografía, en Google… Nunca hallé rastro de él. Después decidí que para mi salud mental lo mejor era olvidarme, que quizás lo había soñado, o que se trataba de uno de los territorios míticos, de los no-lugares que imaginaba para alguno de mis cuentos. Pero esta mañana, al ir a comprar el pan, me ha atendido, con una sonrisa glacial, una chica nueva, alta, corpulenta… y pelirroja. Y no he podido evitar recordar aquel día en Ezizena. He pensado, sin embargo, que se trataba de una casualidad, algo perfectamente normal. Hasta que en el pasillo del supermercado me he cruzado con un tipo con una cara, una sonrisa y un pelo idénticos a los de la dependienta de la panadería. Y después en la calle, cogidos del brazo, con un matrimonio de pelirrojos que parecían gemelos… Aterrorizado, he ido a recoger a mi hijo al colegio, y al llegar, detrás de la verja del patio, he visto a varios niños observándome. Un pequeño mechón rojo comenzaba a incendiar las cabezas de todos ellos.