JOHN BARLEYCORN: LAS MEMORIAS ALCOHÓLICAS de JACK LONDON, y otros libros y escritores dipsómanos.
Publicado en magazine ON, con diarios de Grupo Noticias, 02/01/21
La primera vez que Jack
London, el autor de Colmillo blanco, La llamada de la selva y
otros clásicos de la literatura juvenil y de aventuras, se emborrachó tenía
cinco años. Lo cuenta en John Barleycorn: las memorias alcohólicas, uno
de sus libros autobiográficos en el que reconstruye su vida a partir de su
relación con la cerveza, el vino y las bebidas espirituosas. Por cierto, ¿por
qué demonios se llamará así al ron, la ginebra, el whisky y otros licores? Un
misterio, lo mismo que alguien como London, quien, tras iniciarse en el pimple
a tan tierna edad y beberse a lo largo de su azarosa vida un océano de alcohol,
fuera capaz de recordar nada. Igual es que se lo inventó todo. Sea como fuere,
a nosotros nos gusta creer sus historias, pues estas están pobladas de piratas,
buscadores de oro, pescadores de perlas, boxeadores, revolucionarios… (y en cierto modo es esto también, como
veremos a continuación, lo que determina la dipsomanía del escritor).
Primeras borracheras, primeras resacas
Solo dos años más tarde de aquella inaugural borrachera, cuando contaba siete, London volvió a beber. A pesar de semejante precocidad, el autor asegura en sus memorias que no había en él una predisposición genética al alcohol; que tampoco, como a cualquier niño pequeño, le gustaba el sabor del mismo (no le gustó nunca, en realidad); o que junto con las primeras melopeas llegaron las primeras resacas y estas fueron especialmente severas para tan tiernas meninges. ¿Por qué, pues, el escritor californiano se lanzaba de esa descuidada manera en los brazos del corruptor de menores John Barleycorn —con ese nombre es como personifica al alcohol London en sus memorias, un compañero que nunca le abandonará en su vida y al que amará y odiará a partes iguales—? Pues por dos razones muy sencillas: primera, porque el alcohol estaba allí, en todas partes, inevitable; y, segunda, porque cuando bebía, London, que era un chaval muy listo, se percataba de que pasaban cosas.
Por ejemplo, con esta segunda borrachera, advirtió que un
niño de siete años tambaleándose hacía mucha gracia (como decían Faemino y Cansado en uno de sus números:
“Míralas qué graciosas, ahí vienen las niñas, borrachitas”); y que en su caso,
en el caso de Jack London, resultaba
especialmente gracioso a las muchachas jóvenes, que lo acogían protectoras en
sus senos.
Un modo de vida
Poco a poco, además, el futuro escritor fue siendo consciente de que su naturaleza física le había dotado de una fuerte resistencia al trago y de que era capaz de tumbar bebiendo a los más fieles discípulos de Baco, a quienes había comenzado a frecuentar en los bares, qué lugares, allá donde marinos y vagabundos de las estrellas solían alardear de sus peripecias a lo largo y ancho del mundo y de los siete mares y a los que él escuchaba embelesado. “En cualquier parte donde la vida transcurre libre y placenteramente hay hombres entregados al alcohol”, escribe London en estas memorias.
El alcohol es para él, pues, un modo de vida que lo mantiene
ligado a los aventureros, por los cuales se sintió fascinado desde muy pequeño,
y que bebían del mismo modo que respiraban. Cuando los hombres de mundo querían
celebrar algo, bebían. Bebían cuando se sentían desgraciados. Y si la vida se
tornaba aburrida, ni fú, ni fá, volvían a beber, buscando una grieta o directamente
el abismo.
Las memorias alcohólicas de Jack London se convierten de
este modo en un recorrido, trago a trago, a la lo largo de su ajetreada
biografía, y en estas páginas además de en los bares, lo encontraremos
vendiendo periódicos, cuando apenas levantaba un palmo del suelo, buscando el
calor de la biblioteca pública de su San Francisco natal (para ser un escritor
de libros de aventuras no basta con vivirlas, hay que vivir también la mayor de
las aventuras, que es la lectura), tentado por el suicidio, delirando
tremendamente y viendo elefantes rosas o, ya al final de sus días, incapaz de
escribir si no es con su inseparable John Barleycorn sentado a su vera.
Alcohol y escritores
Jack London es solo uno más en la larga lista de escritores bebedores: Hemingway, Faulkner, Dorothy Parker, Truman Capote, Lucia Berlin (de la que nos ocuparemos en otra entrega de este club de lectura), Juan Rulfo, Marguerite Duras, Raymond Carver, Edgar Allan Poe (aunque en el caso de este parece que le bastaba apenas un vaso para emborracharse, al igual que a Fernando Arrabal, al menos si ese vaso, de chinchón en su caso, se mezcla con su medicación, como afirma que sucedió en su etílica y milenarista aparición en aquel programa de Sánchez Dragó —Sánchez Dragó, por su parte, no sabemos si bebe pero sí que a menudo delira—). Y Charles Baudelaire, Jim Thompson, Raúl Nuñez (Derramaré whiski sobre tu tumba, se titulaba una de sus estupendas novelas), Anne Sexton… La nómina es interminable (para quien quiera abundar en ella, hay un interesante trabajo sobre el tema titulado Alcohol y literatura, de Javier Barreiro).
A algunos de los escritores su dipsomanía les costó incluso
la vida, como al poeta Dylan Thomas,
quien falleció tras trasegar dieciocho vasos de whisky y rematar la faena con
esta frase: “Creo que he batido algún récord”, o al menos eso cuenta la leyenda;
una autopsia, por el contrario, revela que fue una neumonía lo que le llevó a
la tumba.
Bukowski y Fante
Claro que si hay un escritor en el que el alcohol está omnipresente, tanto en su vida como en su obra, es Charles Bukowski. Sus relatos están jalonados de bares, borrachos, vomitonas y otras placenteras evacuaciones en los días de resaca, pensiones de mala muerte, textos escritos en modo dios bajo el influjo del alcohol que acaban en la papelera al día siguiente, peleas… (y no sigo por no dar más argumentos a quienes a menudo suelen reducir la obra de Bukowski a estas escenas y otras sobre folleteo, o a su indefendible misoginia, obviando su afilado y transgresor existencialismo, su lirismo de lo cotidiano, o su endiablado ritmo narrativo). Bukowski, por cierto, como Arrabal, también protagonizó una memorable entrevista beoda en la televisión, en este caso francesa, en el programa “Apostrophes” de Bernad Pivot, donde se bebió a morro varias botellas de vino blanco. Y como Dylan Thomas, Bukowski también le vio la cara a la muerte después de una borrachera, o de una tras otra, si bien él tuvo la sangre fría o la resistencia física de Jack London multiplicada por diez y fue capaz de escupirle en la boca a la parca, después de una hemorragia estomacal, que se curó tomándose un trago al salir del hospital y continuando bebiendo otros cuarenta años más.
Lo cuenta el periodista Barry Miles en su biografía sobre el máximo exponente del realismo sucio, en la que además nos revela otros lances de la vida de Bukowski, como la oferta de Madonna para que el escritor posara en su libro de fotografías eróticas; la noche que pasó en la misma habitación que solía ocupar Janis Joplin en el Hotel Chelsea (y en la cual esta hizo la famosa felación de la canción homónima a Leonard Cohen); o el día que Bukowski visitó a su —y nuestro— admirado maestro, John Fante, en un hospital, mientras desde una de las habitaciones contiguas, Johnny Weissmüller agonizaba entre alaridos a lo Tarzán, convencido de que era el auténtico hombre-mono.
Todo lo cual, hablando de John Fante, nos lleva a concluir
recordando que uno de sus hijos, el también escritor Dan Fante (quien narró su infierno con el alcohol —y también su
rehabilitación— en libros como Chump Change), cuenta en una entrevista
algo que intenta explicar el por qué de la tan a menudo estrecha relación entre
alcohol y escritores: “Mi padre
bebía mucho pero no era exactamente un alcohólico, lo que intentaba era
deshacerse de algo que había en su interior. En la parte inferior de las
botellas suele poner spirit
(espíritu) y lo que hacen los autores es exactamente eso: perseguir el espíritu”.
Es, en fin, otra forma muy literaria de decir que eres o has sido un borracho, pero resuelve al menos el misterio sobre el nombre de las bebidas espirituosas.
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 26/12/2020
La memoria es a menudo ingrata y la imagen que recordamos de
las personas suele ser la última, la de sus últimos días, que no siempre
coincide con las épocas de esplendor o no hace justicia al camino que ha
recorrido hasta esos postreros pasos. En
el caso de Gloria Fuertes si pensamos en ella viene a nuestra mente una
mujerona con aspecto de ogra —de ogra buena, eso sí, y con corbata—, rodeada de
niñas y niños, a los que ofrece arrancándose de entre la zarza de su voz pareados
aparentemente simplones y algo gamberros. A veces incluso confundimos esa
imagen de Gloria Fuertes con la de Millán
Salcedo imitando a Gloria Fuertes.
Sin embargo, antes de que la poeta se convirtiera en la
poeta de “Un globo, dos globos, tres globos” o “Los chiripitifláuticos” (también
le ofrecieron ser guionista de “Barrio Sésamo”, pero ella lo rechazó porque le
pareció que aquello se parecería demasiado a los trabajos de oficina de los que
tanto le había costado escapar —“Me gustan más los cuentos, que las cuentas”,
escribió—), antes de todo eso, la de
Lavapiés publicó varios y meritorios poemarios, de los cuales las Obras incompletas que hoy comentamos
ofrecen una buena selección e incluso
alguno de ellos, como Sola en la sala, completo; poemarios, todos ellos, con un acusado sesgo social y humanista y ese
tono tan complicado de lograr que es el de escribir sencillo.
Gloria Fuertes, además,
se codeó con escritores como Gil
de Biedma o Vázquez Montalbán,
escribió canciones para Paco Ibañez
o Rosario Flores, ejerció como
profesora en una Universidad de Pensilvania y fue una de las primeras mujeres
en andar con pantalones y en bicicleta por Madrid para ir a ver a sus novios y
a sus novias.
El
libro de Gloria
Una buena manera de no olvidar todo esto, de hacer justicia a la escritora madrileña y no recordarla solo como la autora de La pata mete la pata o La ardilla y su pandilla, es leer, además de sus Obras incompletas, el magnífico homenaje que Jorge Cascante le hace en El libro de Gloria, editado no menos magníficamente por Blackie Books, en el cual además de una antología de sus poemas, en los que se incluyen algunos inéditos, podemos recorrer su biografía, documentada con anécdotas, testimonios de amigos, dibujos y fotografías en las que vemos a esa irreconocible Gloria Fuertes anterior a la Gloria Fuertes con una manada de Bisontes pastando en la zarza de su garganta.
Sabemos así, que nació en el madrileño barrio de Lavapiés,
hija de una señora de la limpieza y un señor conserje y que el trabajo de este
le llevó a vivir otros castizos barrios
de la capital como el del Rastro o el de Cuatrocaminos e incluso a habitar,
aunque fuera en las habitaciones para el portero, un palacio, en la calle
Zurbano, en la cual tuvo como vecino y amigo a otro niño raro como ella, Miguel
Gila, del cual confesó que estuvo medio enamorada, “pero él era muy chulito”
(¡Qué magnífica pareja habrían hecho, que valor incalculable tendría una
psicofonía algunas conversaciones entre ambos!); o que uno de sus primeros
poemas se publicó en la revista Lecturas, después de dejarlo en la mesa de su
director, a la que tuvo acceso porque su madre limpiaba la redacción.
La teta
izquierda de Gloria
Y sabemos también que en realidad esto fue así o pudo haber sido de otra manera, pues la mayoría de los datos biográficos que conocemos de Gloria Fuertes son los que ella misma cuenta en sus poemas, en los que son recurrentes los titulados Autobio o Autobiografía, y en los que acostumbraba si no a mentir sí a inventar, fantasear o a rimar realidad o ficción del modo que resultara más conveniente a los mismos (es decir, a hacer literatura). Todo ello a pesar de que ella misma escribiera: “La verdad es como mi teta izquierda, siempre la llevo puesta”.
En el prólogo de Obras
completas Gloria Fuertes autocita varios de sus poemas autobiográficos o
confesionales. Arranca con el primero de todos cuantos escribió, Isla ignorada, y le siguen otros en los
que la poeta nos hace saber que nació a los dos días de edad, puesto que el
parto de su madre fue muy laborioso (tal vez esa fuera una de las
conversaciones que compartió de niña con Gila, recordemos aquel famoso monólogo
de este en el que afirmaba que cuando él nació su madre no estaba en casa); o
que formó parte del movimiento surrealista o postista (en sus poemas no faltan
tics que nos lo recuerdan, junto con una recurrencia al humor a menudo como un
mecanismo para rebajar temas de gran profundidad dramática, como la guerra o el
suicidio: “A los nueve años me pilló un carro/ a los catorce me pilló la
guerra”, escribe en Nota biográfica,
incluida en el prólogo de Obras completas;
y en El libro de Gloria se recoge una
anécdota que el escritor Vicente Molina
Foix cuenta que ella le confesó en una ocasión: «Fui al metro decidida a
matarme. Pero al ir a sacar el billete ligué, y en vez de tirarme al tren me
tiré a la taquillera»); o — también nos lo cuenta la poeta en el referido
prólogo— que una de las épocas más felices de su vida fue aquella en la que
trabajó como bibliotecaria, y en la cual junto a la que sería uno de los
grandes amores de su vida, la hispanista Phyllis Turnbull (otro, este
platónico, fue su amiga la cantante Mari
Trini) puso en marcha la primera biblioteca ambulante infantil de España.
La gloria eclipsada
Este dato nos revela que Gloria Fuertes, en realidad, sintió una temprana vocación por intentar acercar la literatura y la poesía en particular a los más pequeños, algo que a la postre la acabaría haciendo famosa y por lo que es recordada y caricaturizada, aunque también es cierto que en otros de sus versos da la impresión de que la literatura infantil tuvo para ella algo de alimenticio (“Escribo para niños para comer/Escribo para mayores para vivir”). En todo caso, su incontestable éxito y popularidad como poeta infantil no debería hacer olvidar que Gloria Fuertes fue también una destacada autora de la generación del 50 o de posguerra, a la que aportó una obra de honda preocupación social y existencialista (por ella pululan vagabundos, prostitutas, obreros…), escrita con unas intencionadas, luminosas claridad y concisión y que, parafraseando a la propia autora, nos deja, con la rapidez “de un dardo, un navajazo, una caricia”, momentos e imágenes que pueden servirnos de ilustrativo colofón, como este: “Padre Nuestro que estás en los cielos / ¿por qué no bajas y te das un garbeo?”; o este otro: “Te matan y después/ piden perdón al cadáver”.
Publicado en magazine On (diarios Grupo Noticias) 19/12/20
“¿Qué libro me llevaría a una
isla desierta? Mientras sea uno de Traven me da lo mismo”. Eso es lo que decía Albert
Einstein sobre el autor que nos
ocupa hoy en este club de lectura que vuelve a las páginas de ON —vamos a chulear un poco— por aclamación
popular.
El Traven al que se refiere
Einstein es Bernard Traven, pero también podríamos llamarlo Hal Croves, Ret
Marut, Traven Torsvan, entre otros muchos seudónimos, e incluso Esperanza
López Mateos, es decir, el nombre de una de sus traductoras al español, la
cual también se llegó a especular que fuera —además de la hermana de uno de los
presidentes de la república mexicana— la autora oculta tras los seudónimos de
este misterioso escritor. Hay incluso algunas desmelenadas hipótesis que
identifican a Traven con el mismísimo Jack London, que habría
escenificado su suicidio para reencarnarse en el autor de El
tesoro de la Sierra o El barco de los
muertos.
En
realidad, a menudo era el propio Traven quien se encargaba de sembrar la
confusión y hacer crecer el misterio en torno a su persona, empeñado —quizás
con una estrategia equivocada— en reivindicar la importancia de las obras por
encima de la del autor.
No
se sabe mucho, en todo caso, sobre B.Traven. Parece consensuado por la mayoría
de sus biógrafos que entre las firmas que empleó en sus diferentes obras la de
Red Marut es la que responde con más fiabilidad a su identidad real. Al menos
eso fue lo que aseguró su viuda, Rosa María Luján, si bien esta añadió a
continuación que en la cabeza de Traven “estaba todo tan hecho bolas que él
mismo desconocía la realidad”.
Red Marut versus Bernard Traven
Red Marut nació, presuntamente, en 1882 en la por entonces ciudad alemana, hoy polaca, de Schwiebu. En su juventud fue mecánico, actor de teatro ambulante, activista político… Acusado de incitar a la rebelión en periódicos anarquistas o de participar en las consejos revolucionarios de la República de Baviera, fue condenado a muerte, pero lograría huir a Inglaterra primero y más tarde a México, donde pasaría el resto de sus días y donde escribiría sus libros, en uno de los cuales, por cierto, mató a un personaje que se llamaba… ¡Red Marut! ¿Intentaba acaso borrar de ese modo su pasado? Quién sabe, lo cierto es que la cabra siempre tira al monte y en México Marut/Traven frecuentaría a destacados artistas y revolucionarios, como Diego Rivera, Frida Kahlo o un mecánico nicaragüense apellidado Sandino, a favor de quien recolectaría fondos cuando este acabara convertido en el famoso rebelde nicaragüense.
Red
Marut, es decir Bernard Traven, murió en
Ciudad de México en 1969 y sus cenizas fueron esparcidas en el río Jatajé, en
la selva de Chiapas, donde se estableció durante algunos años y sobre la que
escribió obras como La rebelión de los colgados.
Su
obra más conocida es, no obstante, El tesoro de la Sierra Madre, y es
curioso, porque más arriba comentábamos que la estrategia de la confusión de
Traven para fijar la atención en los libros en lugar de en quien los escribía
no fue quizás del todo acertada y, de hecho, hemos llegado hasta aquí sin
comentar todavía nada sobre esta novela de aventuras, más interesados en la
misteriosa identidad de quien lo escribió.
Una montaña maldita
El tesoro de la Sierra Madre nos cuenta la historia de Fred Dobbs, un norteamericano que vagabundea por Tampico mendigando y buscando trabajo en los pozos petrolíferos, y a quien la suerte sonreirá de manera rocambolesca con un billete de lotería premiado, gracias al cual financia una expedición en busca de una mina de oro, junto con otros dos compatriotas. No obstante, la Sierra Madre, en la que los tres buscavidas buscan fortuna, está maldecida por los indígenas desde que los españoles los esclavizaron para vaciar su vientre dorado, y la empresa no tendrá un final feliz. La novela es, en fin, una historia sobre la codicia, sobre cómo esta corrompe a los seres humanos. Es la avaricia, viene a decirnos Traven, y no las maldiciones o supersticiones, la que destruye nuestros ideales.
No
sabemos qué sucedió en su caso, porque El tesoro de la Sierra Madre se
convirtió inmediatamente en un éxito internacional, al cual además contribuyó
la famosa adaptación cinematográfica que hizo John Huston con Humphrey
Bogart en el papel principal. El propio Traven asesoró al director
norteamericano haciéndose pasar por su representante o agente literario, Hal
Croves, quien decía conocer muy bien al autor de la novela, y trasladó algunas
de sus caprichosas indicaciones a Huston, por ejemplo que uno de los actores
(el padre del director) debía despojarse de su dentadura postiza para rodar.
Como
curiosidad cabe señalar que Bobby Blake, el actor que interpreta en El
tesoro de la Sierra Madre al niño que vende el fatídico boleto de lotería
al protagonista acabaría interpretando
años después (además de al detective Baretta) a un misterioso personaje en Carretera
perdida, la película de David Lynch escrita junto con el novelista
Barry Gidford; un personaje que aparece y reaparece o está en dos sitios a
la vez, como si del mismo Bernard Traven se tratara.
Otros escritores
enigmáticos
Traven
no es, de todos modos, el único escritor enigmático o esquivo que ha tratado de
ocultar su identidad. Ni siquiera el más famoso, pues junto a él nos encontramos
con otros como Salinger, el autor de El guardián entre el centeno,
Thomas Pynchon, o más recientemente la italiana Elena Ferrante,
que se ha convertido en todo un fenómeno editorial y que comparte con Traven la
misma idea de que lo verdaderamente importante es el texto, si bien en
ocasiones da la impresión de que en realidad lo que se esconde tras todo esto
no es algo tan secreto como parece y se reduce a lo mismo de lo que hablaba
Traven: el vil metal, es decir, una mera maniobra comercial o de marketing (de hecho, en España hay alguna sospechosa e
incluso patética réplica del caso Ferrante).
Traven, eso sí, es seguramente el escritor desconocido que mejor ha sabido dotar de atractivo, con sus sucesivas invenciones, muertes y resurrecciones, al anónimo personaje tras el que se ha escondido y que perfectamente podría haber sido —de hecho lo fue en el caso de Red Marut— uno de los protagonistas de sus magníficas novelas de aventuras.