Reportaje publicado en el magazine ON, 14/09/2019
Texto y fotos: Patxi Irurzun
Un recorrido por la gran manzana que ofrece algunas alternativas sencillas a los lugares que, de todos modos visitarás, y que discurre hasta distritos menos conocidos como Brooklyn, Queens o ese Nueva York subterráneo que es el metro de esta gran ciudad, tan apasionante como agotadora.
En la caseta de información turística de Times Square, uno de los puntos más calientes del turismo mundial (el año 2018 más de 65 millones de personas visitaron Nueva York y Times Square es sin duda el corazón de la gran manzana) una chica muy joven come despreocupadamente patatas fritas de McDonald’s mientras atiende desganada a los viajeros. Tampoco parece preocuparle demasiado no poder contestar a aquellos que no hablan inglés, ni disponer de mapas de la ciudad, o entregar los folletos con manchas de grasa de sus dedos.
Nueva York es altiva y desdeñosa con los recién llegados, como si supiera que sucumbirán de todas maneras a sus encantos. Es más, tampoco le importa irritarlos, nada más bajar del avión, con las colas interminables en los controles policiales del aeropuerto, sin agua ni baños a mano y con sus agentes de aduanas autoritarios y antipáticos (los cuales, al menos, ahorrarán a quienes dispongan de poco tiempo la visita a Ellis Island, la isla en la que, entre 1892 y 1954, los inmigrantes eran recibidos y sometidos a rigurosos y humillantes controles).
Todo ello por no hablar de algunos empleados del metro, que directamente contestan malhumorados y a gritos a los turistas e incluso neoyorkinos que de manera inevitable se pierden alguna vez en los intestinos de la ciudad, en esa otra ciudad subterránea que es el metro, habitada a menudo por fantasmas (fantasmas a los que en cada vagón hay al menos una persona que ve y habla con ellos).
El puente de Brooklyn… y el de Manhattan
En el fondo tienen razón, no hay por qué esforzarse. A pesar de todo lo dicho, Nueva York deslumbra al turista, tal vez porque forma parte de su imaginario cultural. La ciudad es un gran plató de cine en el que uno tiene la impresión de encontrarse, más que en un lugar físico, real, en un fotograma o una postal: Times Square y sus rascacielos luminosos, Central Park y sus ardillas descaradas, la estatua de la libertad, las alcantarillas humeantes (sí, es cierto, existen no son efectos especiales), los enjambres de taxis amarillos, las escaleras de incendios en los edificios…
Existe, sin embargo, otro Nueva York (existen, en realidad, miles de “nuevayorks”, la ciudad, como todas, es infinita y secreta); existen rutas alternativas desde las que escapar del burdo circo o la gran tienda de souvenirs en que se han convertido lugares como Times Square; itinerarios en los que en lugar de extras podamos sentirnos protagonistas de nuestra película.
El famoso puente de Brooklyn, por ejemplo, se ha vuelto intransitable, y sin embargo son muy pocos los peatones que deciden ir o regresar a Mahattan por el puente que discurre paralelo y que ofrece también una buena panorámica del skyline de la ciudad o del propio puente de Brooklyn. El puente de Manhattan, así se llama, no es tan espectacular como el de Brooklyn, es cierto, pero ¿por qué no llegar por uno de estos dos puentes y regresar por el otro? Además, entre ambos, en la orilla de Brooklyn, podremos recorrer Dumbo y sus viejas naves industriales reconvertidas en terrazas y restaurantes, o la pequeña playita que se transforma al atardecer en un estudio fotográfico al aire libre en el que parejas de novios acuden a realizar sus reportajes de boda, tal es la impresionante vista de la ciudad que esta nos ofrece desde este lugar.
Por si fuera poco, en Dumbo también podremos emular una de las escenas de Érase una vez en América, aquella en la que el puente de Manhattan asoma entre callejuelas con edificios de ladrillo naranja y el Empire State encuadrado entre uno de sus arcos.
Y también el puente de Queensboro
Hablando de cine, por cierto, no es bajo ninguno de estos dos puentes, el de Brooklyn ni el de Manhattan, como muchos creen equivocadamente, donde se ubica la famosa escena de Manhattan, la película de Woody Allen, en la que este y Diane Keaton ven amanecer, sino bajo el puente de Queensboro.
Este, el puente de Queensboro, que une Manhattan con Queens, nos ofrece también otro de los secretos cada vez más a voces de la ciudad: la posibilidad de contemplar Nueva York desde las alturas (no desde las vertiginosas alturas del Empire State o el Top of the rock, es cierto, aunque en compensación, en lugar de los cerca de cuarenta dólares que pagaremos en estos rascacielos, aquí nos costará solo el precio de un billete de metro y no tendremos que hacer cola).
Estamos hablando del teleférico que une el Upper East Side con la pequeña isla de Roosevelt. El viaje se puede hacer desde Manhattan (el teleférico se encuentra en la cabecera del puente) o desde la propia isla, pues la línea F del metro tiene parada en este lugar que en tiempos alojó un asilo para pobres, un hospital para enfermos de viruela, una cárcel o un centro psiquiátrico (donde, entre otros, estuvieron ingresadas Mae West o Billie Holiday y en el que se internó voluntariamente haciéndose pasar por una paciente la periodista y precursora del periodismo gonzo Nellie Bly, quien contó después su experiencia en el reportaje Diez días en un manicomio). Hoy en Roosevelt Island viven unos diez mil neoyorkinos, en una especie de paréntesis que los aísla de ese otro gran manicomio que, precisamente, parece muchas veces Nueva York
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El metro y los locos de Nueva York
No es raro, efectivamente, encontrarse por Nueva York a cientos de enfermos mentales, que deambulan por sus calles y el metro —uno en cada vagón— peleándose por lo general pacíficamente con sus sombras y sus demonios (aunque a veces cuesta diferenciarlos de quienes hablan por sus móviles sin manos). Son, sin duda, náufragos de un sistema de salud, o, mejor dicho, de la ausencia de un sistema de salud público y de un modo de vida acelerado e individualista.
En el metro que nos trae desde Flushing, el Chinatown de Queens, menos conocido y sin embargo más Chinatown que el de Manhattan, una chica entra leyendo un cómic y riéndose a mandíbula batiente. Debe de ser un cómic genial, pues la carcajada se repite cada diez o quince segundos, acompañada de aspavientos y una tos bronca, hasta que resulta evidente que es imposible que una historieta contenga tantos gags y tan desternillantes.
La chica se baja y sube un pimp, un chulazo negro, que parece escapado de una película de Tarantino o de la Bloxpoitation, vestido con un abrigo largo, con la piel de algún animal en el cuello, sombrero con plumas de colores, pantalones de campana y camperas blancas. Todo muy chulo, nunca mejor dicho, sino fuera porque estamos en plena ola de calor.
El metro, en sí mismo, además de un enorme dormitorio y la mejor forma de agujerear la gran manzana, es todo un espectáculo, el mejor observatorio de la condición humana. Cuesta, eso sí, habituarse a su idiosincrasia, a sus líneas que cambian repentina y aleatoriamente los recorridos los fines de semana, sin que ni siquiera los propios empleados los conozcan (tal vez por esos se irritan cuando les preguntas), a sus trenes exprés o locales, a sus entradas diferentes dependiendo de si la línea viaja en una dirección u otra…
Siguiente parada. El pimp se baja en la calle 42 y entra un tipo con una gran tabla de surf, que deja en el suelo y sobre la que monta y comienza a bracear torpemente. Se apea una parada más adelante, suponemos que para surcar olas de asfalto entre la marea de turistas, la mayoría de los cuales no visitarán las playas, las playas de verdad, que también podemos encontrar en Nueva York.
Playas de Nueva York
La más frecuentada de ellas es Coney Island, al sur de Brooklyn, donde además se ubica el viejo parque de atracciones, con su montaña rusa de madera, sus tiovivos vintage, sus máquinas Zoltar, como aquella en la que Tom Hanks pedía al genio convertirse en adulto en Big (por cierto, existe una empresa, www.zoltarmachine.com, que a cambio de unos ocho mil dólares de nada ofrece la posibilidad de tener en casa una de estas máquinas; y por cierto también, el piano de pies que el protagonista toca en esta película se encuentra ahora en la tienda de juguetes FAO Schwarz, al pie del Rockefeller Center)…
Todo en Coney Island conserva su aire retro y freak (de hecho, cuando nosotros lo visitamos estaban rodando la escena de una película, con policías con gorra de plato y viejos coches patrulla), el espíritu de una época en la que era posible, tras darse un chapuzón, visitar las barracas de feria con sus monstruos: las sirenas, la mujer barbuda, el hombre más diminuto del mundo o el que come más perritos calientes en menos tiempo (todavía, el 4 de julio, Nathan’s, la famosa cadena de hot dogs, que tiene su casa original en Coney Island, celebra en ella el campeonato mundial de comedores de salchichas, del cual se anuncia el tiempo que resta hasta la próxima edición en un marcador luminoso, a semejanza de los que en Pamplona encontramos en la calle Estafeta para descontar los días que faltan hasta el próximo txupinazo).
Menos conocida que Coney Island es la playa de Rockaway, en Queens, una larga y estrecha península a la que se llega en una línea de metro que discurre en sus tramos finales a cielo abierto y desde la que se pueden ver las casas flotantes de los barrios colindantes (las líneas de metro que discurren por el exterior, en Queens o Brooklyn, son otra buena manera de conocer estos distritos, más allá y más económicas que los tours de contrastes o los autobuses turísticos; por poner solo un ejemplo en Brooklyn resultan impresionantes las vistas al enorme cementerio de Cypres Hill, que no solo es el nombre del famoso grupo de hip hop sino también el de un barrio de Nueva York).
La playa de Rockawway está, por lo demás, próxima al aeropuerto JFK, con lo cual mientras uno se baña ve pasar sobre sus cabezas las panzas de las decenas de aviones, que se confunden con las de las numerosas gaviotas que revolotean por la zona.
Nueva York cansa
Tanto hasta Rockaway como a Coney Island, además de en metro o en autobús, también es posible llegar en alguna de las diferentes líneas de ferry que navegan la bahía de Nueva York. La más popular de ellas entre los turistas es sin duda la que lleva hasta Staten Island, pues es gratuita y pasa por delante de la estatua de la libertad, pero si uno quiere evitar las apreturas o las carreras para colocarse a estribor, una buena alternativa —solo en verano, eso sí, y también gratuito los fines de semana hasta antes del mediodía— es el ferry que a solo unos metros parte desde otro muelle a la isla de Governors, donde durante unas horas podremos descansar, disfrutar de un —otro más— nada desdeñable skyline y reponernos del ajetreo de una ciudad como Nueva York que, dicho sea de paso y para acabar, cansa mucho, pues es esta una ciudad interminable (no hemos hablado aquí de sus parques, como el Flushing Meadows-Corona Park de Queens, con los escenarios futuristas que aparecen en Black in men; ni de sus barrios dentro de otros barrios dentro de otros barrios, las pequeñas indias, italias, jamaicas…; ni de sus sorprendentes tiendas, como Abracadabra, cerca del edificio Flatiron, con asombrosos artículos de magia, sus peluches terroríficos, sus complementos gore…).
Una ciudad, en definitiva, que ofrece miles de posibilidades o caminos, algunos, como vemos, más trillados que otros.
“La reina de las esperas es aquella en la que no esperas nada”
Oskar Alegria
Zumiriki, el segundo trabajo del director navarro Oskar Alegria, ha sido seleccionado para concursar en la Mostra de Venecia, que se inaugura el próximo 28 de agosto. En su documental, el autor de Emak bakia baita se retira durante cuatro meses a una cabaña a orillas del río Arga, en el paraje Gorriza-Iriberri, en Artazu (Nafarroa), donde se convierte en un náufrago que filma ocasos, esperas y los pequeños milagros que le ofrecen la naturaleza y la memoria. Una película hermosa e incalificable, a juicio del propio director de la Mostra, Alberto Barbera.
Patxi Irurzun / Publicado en Gara
Robinson Crusoe sobre la alfombra roja. Esa será la imagen de Oskar Alegria, cuando su segunda película, tras la multipremiada Emak bakia baita, se presente en la Mostra de Venecia. Desde una cabaña sobre el río Arga, cerca de Artazu (Nafarroa), en un paraje inaccesible por tierra, donde Alegria pasó en solitario cuatro meses en el verano de 2018 (y de dónde confiesa que siente que aún no ha vuelto), hasta uno de los festivales de cine más importantes del mundo, en el cual su trabajo Zumiriki competirá en la sección Horizontes. El director de la Mostra, Alberto Barbera, ha calificado Zumiriki (que quiere decir, en el diccionario vasco de Artazu, isla en el centro del río) como una película incalificable. Y ciertamente lo es, una película llena de esperas y milagros (a pesar de lo cual vemos en ella una talla de la virgen viajando en coche con cinturón de seguridad), plena de poesía; una película en la que asistimos a la conquista por parte de un náufrago de la tierra, el agua y el viento o nos encontramos con vacas rebeldes, jinetas que chupan cámara o un puente construido entre dos orillas con palabras y mundos que mueren (como el de los pastores a los que el cineasta navarro rodó en las últimas noches en sus cabañas en las faldas de los Pirineos) y a la vez de esa manera se salvan. Zumiriki es una película diferente a todo, un león de oro en la mirada de todos aquellos que tengan el privilegio de disfrutar de este magnífico documental, con cuyo director hablamos días antes de que su mensaje en una botella llegue hasta las calles de agua y las pantallas de cine de Venecia.
Patxi Irurzun / Iruñea
Zumiriki arranca con toda una declaración de intenciones y esa especie de entrega de un legado, que es una de las filmaciones en superocho de su padre…
Me gusta que hayas visto eso porque al principio había gente que me decía que esa primera imagen era un poco pobre. Pero es que lo que yo estoy haciendo es apropiándome de ese registro, el del tomavistas, cogiendo el testigo de mi padre. En los repasos que he hecho de los superochos que él tiene he visto que a veces mi padre a mí me daba el micrófono y me dejaba hablar sobre las imágenes. Mi padre editaba, sabía a volver a poner las bobinas y a grabar mientras hablaba. La manera de filmar de mi padre a mí me parece envidiable, muy primitiva, en el mejor sentido de la palabra, porque era un hombre que sin ninguna formación toma esa herramienta y dice “Esto es lo que va servir para registrar mi mundo”, y para ello utiliza la imagen y también la voz. Habrá muchos “modernos” que digan que eso es repetitivo, pero cuando mi padre filma una planta la imagen no te dice que esta, en Artazu, se llama kukurruku, eso lo hace él con la voz. Y en ese sentido esa primera parte muy iniciática. En esas primeras imágenes, en definitiva, yo estoy explorando el terreno, y usando el tomavistas, y a la vez reconociendo con honestidad que no voy a poder filmar como lo hacía mi padre, sin pensar, aunque fuera mi deseo.
En algunas de esas tomas de su padre también aparece usted, o su voz. Zumiriki es, entre otras muchas cosas, una película sobre la memoria, sobre la infancia, que en su caso es un auténtico paraíso perdido y recuerda a novelas como Tom Sawyer, con ese territorio salvaje del río, la isla o el hombre de la otra orilla, que caminaba acompañado de un zorro o cruzaba el río deslizándose sobre una sirga…
Muchos de nosotros hemos tenido esa suerte de tener un pueblo, un río, en nuestra infancia. La isla de la película está solo a treinta minutos de Iruña, aunque es cierto que a ella se llega antes por agua que por tierra, y me gusta tener esa referencia, hablar así, “Eso está dos islas más abajo”, como se habla en el Amazonas; me gusta que la película tenga un rescate de lo poco que yo aún tenga de indígena. En cuanto al hombre de la otra orilla, Francisco Albistur Albistur, me parecía interesante no tanto hacer una película, sino tener esa experiencia, de saber qué había sentido él allí, en esa orilla del río, en su última noche, en su soledad…
Recuerdo, precisamente, que la última vez que le entrevisté, cuando usted dejaba su etapa como director del Festival Punto de Vista, hablando de futuros proyectos me habló de las filmaciones que estaba haciendo de otras últimas noches, las de los pastores octogenarios en sus cabañas de los Pirineos, filmaciones que vemos también en Zumiriki. ¿Cómo acabó encajando todo eso en su película?
El cemento para ese encaje no es difícil. Yo he trabajado siempre esos mundos, los ocasos, los náufragos. Los pastores en su última noche son de algún modo maestros de la espera, y en esta película, en ese sentido, al contrario que en Emak Bakia, donde entraba en juego el azar, está ahora la paciencia, lo cual es un pulso a estos tiempos que vivimos. Cuando iba a rodar a los pastores yo pensaba que con ellos recibía otro curso de cine, como con mi padre, porque en esos pastores vi cine, un cine de inacción (el cine, normalmente es lo contrario, pide ¡acción!): yo iba con mis afanes cineastas de verlos partir leña, moverse, pero lo que rodé fueron planos de quince minutos en los que están quietos, o como mucho espantan una mosca. Y eso me encanta. Creo que la reina de las esperas es aquella en la que no esperas nada. Los pastores son en eso maestros, y yo, a su lado, solo un aficionado, pero hay un plano de la película en el que aparezco y en el que conseguí al menos estar un minuto esperando, esperando de esa manera, esperando nada.
Otro de los ocasos de los que se habla en la película es el del euskara en esa zona de Nafarroa, esos dos hombres que lo hablan a gritos de una orilla a otra, trazando un puente de palabras; o del diccionario de Artazu, en el que su padre iba recogiendo algunas de las palabras que iban desapareciendo, como zumiriki, precisamente, que además es la última palabra de ese diccionario.
Sí, es curioso, antes de que se anunciara la película en internet solo había dos o tres entradas sobre esa palabra, zumiriki, que además eran citas mías en alguna entrevista, pero ahora ya son más de ocho mil. La palabra se ha salvado. Eso me hace pensar en qué podemos salvar de un naufragio. Ya quizás no sean todas esas otras palabras que han muerto, pero la última, la última de ese diccionario, sí; y con la isla pasa lo mismo, no me gusta decir que ha desaparecido, yo veo que yace allá abajo, porque los árboles están ahí, y el día que estos desaparezcan quizás haya desaparecido la isla, pero mientras tanto sigue ahí. Y con eso es fácil hacer la cadena hacia el euskara. Yo la primera imagen que tengo del euskara es la de mi tío Vicente Barbería, de Muskiz, hablando de una orilla a otra con Francisco Albistur Albistur, que era de Beintza-Labaien, y que era un hombre esquivo, que a los demás nos rehuía, pero a mi tío no, a mi tío le salía a la orilla, y eso te hacía preguntarte qué había ahí. Creo que detrás de eso estaba su madre, que lingüísticamente todo eso lo unía a ella, y por eso digo también que la imagen de los dos hablando es un puente entre dos orillas.
Zumiriki está lleno de ese tipo de referencias, con textos muy poéticos, en el documental la palabra tiene también mucha importancia…
A eso le tengo cierto miedo, porque hay mucha gente que en el cine documental actual es enemiga de la palabra, pero a mí me parece un arma tremenda, de hecho los títulos de mis dos películas son dos expresiones que mueren y que las pelis intentan reflotar. Un náufrago, después de todo, se comunica con cartas en una botella, y me gusta mucho ese concepto del servicio postal del náufrago, que es el agua, en donde tú abandonas palabras. Eso tiene una carga poética tremenda. A pesar de todo, he trabajado mucho quitando texto, intentando no abusar de él, y creo que en la versión final hay un equilibrio que me gusta porque en la película la palabra tiende a desaparecer, a la afonía, en la parte final. Yo, de hecho, me quedé afónico, solo hablaba con las gallinas, y me di cuenta de que el habla la pierdes tanto por usarla mucho como por no usarla nada.
No hemos hablado aún de la parte logística de esta aventura. ¿Cómo fue, por ejemplo, el proceso de construcción de la cabaña?
Gracias a una banda de cómplices a los que llamo los “arganautas”, que son como en esas películas de atracos, que comienzan reclutando a la banda: el conductor, el falsificador, el que abre la caja fuerte… La cabaña la montamos en secano y la hazaña fue llevarla hasta la orilla del río, que era bastante inaccesible. Muchas cosas las pasamos por el agua, pero con otras resultó imposible y hubo que hacer un montón de viajes por tierra. Arquitectónicamente era un poco despropósito construir una cabaña a orillas del río, y hasta que no pasó una gran riada yo no las tenía todas conmigo… La cabaña es muy sencilla, es como una cajita negra, o como una cámara estenopeica, en la que, como en la memoria, guardas muchas cosas, desde la que haces una foto de tu pasado y en la que proteges las cosas que quieres salvar de un accidente.
¿Llegó a aburrirse en algún momento o sintió deseos de abandonar?
No, nunca tuve miedo ni aburrimiento. Yo iba muy preparado para el tedio, llevé setenta libros, y leer en una hamaca es extraordinario, la lectura así es diferente, lo echo de menos. Por otra parte hacer la película me puso muchos deberes, la cabaña estaba construida, pero quedaba rematarla, camuflarla, hacer el gallinero, colocar las cámaras, todo eso me hacía estar entretenido, y además descubrí en mí una nueva persona, yo soy muy manazas, siempre he trabajado con la mente, no he cogido un taladro en mi vida, y ahí me veía que con tres tablas tenía que hacer una mesa, y me di cuenta de que en esos casos el ingenio se activa por pura supervivencia, vas buscando la madera con la forma que te hace falta por el bosque, como quien va por las estanterías del Leroy Merlin, ¡y la encuentras!
La suya ha sido una experiencia muy personal, muy ligada a unos recuerdos y un territorio propios, pero a la vez dice en la película que pretende contar cosas que son de todos.
Sí, al final todos hemos tenido una infancia, sabemos lo qué es subirse a un árbol, el acto revolucionario y desobediente que hay en ese gesto y observar el mundo desde ahí arriba, todos tenemos un abuelo… Vale, yo estoy hablando de mi familia y de mi rincón en el mundo, pero eso es trasladable a cualquiera, aunque me da miedo la palabra universal, creo que no hay que abusar de ella. Yo diría más bien que en Zumiriki hay emociones compartidas, o contagiosas.
¿Y cree que la película va a condicionar su manera de abordar nuevos proyectos en el futuro?
Por una parte es frustrante, porque me he quedado sin sueños, ya he hecho lo que quería hacer, aunque también es verdad que si no lo hacía ahora no lo iba a hacer nunca, porque no creo que tenga más momentos en los que pueda desaparecer o tener la libertad que he tenido. Pero aunque suene muy místico, creo también que no he vuelto de allí. Es como aquello que decía creo que Sarrionandia, que a alguien que ha estado en la cárcel se le nota siempre en la manera de caminar, de pasear. Del mismo modo alguien que ha vivido un naufragio también pasea como un náufrago. Sí que creo que me han entrado ganas de hacer una tercera película, tal vez dentro de cuatro o cinco años, y no hacer ninguna más. Después de Emak bakia baita , que fue una película que funcionó bien, que creó ciertas expectativas, tenía cierta responsabilidad o el miedo de estar a la altura, pero creo que fui paciente, que el tiempo que pasé en Punto de Vista me sirvió para “pensar” cine y no hacer algo rápido y de malas maneras.
¿Cómo afronta, por último, pasar de ese aislamiento, de esa experiencia de náufrago, a la alfombra roja de Venecia?
Lo de Venecia tiene un poco de caballo de Troya, me cuesta contestar cuando me preguntan quién es mi agente de ventas en Italia o quién es mi communication manager… Eso dice mucho de Venecia porque saben cómo ha sido la producción de esta película, muy a la navarra, en auzolan, con cuatro o cinco amigos, sin producción, en realidad; dice mucho de ellos que en la alfombra roja, junto a las estrellas, quieran meter también agujeros negros, como Zumiriki. Alberto Barbera, el director de la Mostra, dijo que era una película incalificable, que es ya una manera de calificarla, y dijo también que era sorprendente y que prometía usar ese adjetivo solo para esta película… Con solo que haya sido seleccionada ya no espero nada más, ya me satisface; eso e ir con mi padre, que estará conmigo (está nominado como actor, porque no sabíamos cómo clasificarlo, ¿protagonista, personaje?) y está aprendiendo ya italiano: “Non mi piace la cipolla” (no me gusta la cebolla). También me hace mucha ilusión que se oigan en Venecia las preguntas que hacen los pastores en sus últimas noches; me parece maravilloso que en el festival de cine más antiguo, en la oscuridad de la sala Dársena, se escuche a un pastor que ha vivido toda su vida a las faldas del Orhi preguntar: “¿Para qué sirven tantas estrellas?”.