Publicado en «Rubio de bote», colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias), 19/09/20
La cola era larga (vaya, había pensado escribir un artículo de prosa poética, pero me parece que esta no es una buena manera de arrancar. Probemos otra vez). Había cola cuando llegué al concierto de Anari, en la Taconera de Pamplona (mejor). Unas vallas y algunos chalecos fosforitos separaban el escenario de aquellos que, una vez completado el aforo, finalmente nos quedamos fuera. Pero tuve suerte y entre los setos que rodeaban la zona encontré un caminito que conducía hasta un pequeño y escondido jardín, con dos bancos, uno de ellos libre —el otro lo ocupaban tres veinteañeros—, desde el que se escuchaba la música pero no se veía a los músicos.
Era muy extraño.
Todo es extraño,
últimamente.
Así que me senté
allí, cerré los ojos y me dejé hipnotizar por el temblor en la voz de Anari.
Imaginé, esta vez, que a sus espaldas la estatua de Julián Gayarre le hacía los
coros con su garganta de diamante y su pecho hecho añicos, en otro escenario,
mientras pescaba perlas.
Después llegaron
los murciélagos.
Los días eran ya
más cortos y las noches más frías.
Recordé cuando
era niño y allí mismo, en la Taconera, anudábamos los jerseys y los tirábamos a
lo alto y los murciélagos, burriciegos, se arrimaban confundidos a ellos.
Luego Anari cantó
Orfidentalak y yo me estremecí, al menos hasta que las notas del piano
fueron sustituidas por el tintineo de los vasos y las risas desenmascaradas y
las conversaciones tontilocas que llegaban desde el Café Vienés.
Para entonces
era ya de noche. Frente a mí los veinteañeros del otro banco fumaban marihuana
y se poliamaban con pereza, solo por el gusto de convertirme a mí en un viejo
verde, ignorando que antes que ellos yo también y otros cientos de adolescentes
pamploneses regamos la piedra de su banco con el caldo de nuestros corazones
salvajes y hambrientos.
Cuando acabó el
concierto regresé a la parada del autobús atravesando el casco viejo, me comí
un frito de huevo en el Río, en el televisor el telediario hablaba de Messi, varias
personas miraban pasmadas la pantalla y yo me acordé otra vez de aquellos
murciélagos de mi niñez, revoloteando alrededor de un jersey.
Después, cogí la
villavesa. Durante el trayecto leí, presbicioso perdido, un artículo de Noam Chomsky en el que se
cuestionaba si la vida humana sobrevivirá a las decisiones de algunos payasos
sociópatas. Y unas páginas de la última novela de Beñat Arginzoniz, titulada La ciudad del fin del mundo.
Todo parecían señales del apocalipsis. Cené, de hecho, brócoli frío y después,
cuando por fin me tumbé en el sofá, la tierra tembló, como si Pachamama
tarareara una canción de Anari.
Todo es muy extraño últimamente. Pero todavía hay quien escribe canciones hermosas, como Orfidentalak, y buena poesía (o prosa poética, esta de verdad), como Beñat Arginzoniz. Todavía hay ancianos que pasean cogidos de la mano. Todavía, cerca de las vallas que cortan el paso hay caminos escondidos por los que seguir adelante. No, esto no es el fin del mundo, solo el del verano. El contador del Río todavía solo marca menos de un millón de fritos de huevo.
No todos
los días le dejan a uno un lingote de oro en el buzón. Bueno, era
un cómic. Bueno, un cómic que parece un lingote de oro. En todos
los sentidos. Se titula Primavera para Madrid, el autor es
Magius y lo publica Autsaider Cómics, una editorial que también
vale su peso en oro. Primavera para Madrid es una ficción
política en la que se trenzan magistralmente varias tramas (tarjetas
Black, Gurtel, el Pequeño Nicolás, el elefantazo real…) y que se
presenta en un llamativo formato, con tinta dorada. Mucha tinta
dorada, en la portada, el lomo, todas sus páginas… Primavera
para Madrid, de hecho, luciría estupendamente en las
estanterías de todos esos personajes y personajillos de la
oligarquía patria cuyas miserias -es un decir- el cómic airea. El
fulgor de la edición, de todos modos, no puede despistarnos, ni es
solo lo que convierte a este libro en una joya. Magius ha conseguido
trazar un guion minucioso, ejecutado además con un dibujo fino, en
el que confluyen y se reconocen con pelos y señales algunos de los
casos más sonados de corrupción de los últimos años y que
cuestiona la falta de escrúpulos y la impunidad de las élites
políticas y financieras, dejándonos un aterrador -por lo real-
retrato del país en que vivimos.
Hemos
dicho, de hecho, antes que Primavera para Madrid es una
ficción, pero quizás esa sea solo la coartada para que la realidad
resulte creíble, no olvidemos que en España hay, por ejemplo, un
exjefe de estado -al que nadie eligió; bueno, sí, un dictador-
huído ante la clamorosa sospecha de sus delitos fiscales o un
expresidente del Gobierno al que la mismísima CIA apunta como
creador de un grupo terrorista.
Y no pasa
nada.
Primavera para Madrid es un cómic, pero tal vez debería colocarse en las baldas de los libros de historia de todas las bibliotecas o recomendarse como lectura en universidades e institutos, pese a lo cual su proceso de edición no ha sido fácil, como no lo está siendo el de promoción. Lo contaba el editor de la obra, Ata Lassalle, hace unos días en un inusual mensaje en las redes sociales que desvelaba todos los entresijos, casi siempre desconocidos, que acompañan a la publicación de un libro. Hablaba, por ejemplo, de por qué decidieron entintar el cómic en negro y oro: “El oro lo tenía todo, subrayaba el despilfarro, la codicia y el exhibicionismo, lo noble y lo hortera” . Y contaba también cómo consiguieron, gracias a unos polvos mágicos y un proceso de secado de los pliegos del cómic en una gran nave indutrial, que la empresa no fuera ruinosa y el libro pudiera llegar a nuestras manos o a nuestros buzones convertido en un lingote de oro pero a un precio similar al de cualquier otro cómic (22 euros). Lo cual le aporta todavía más valor, pues estamos, por una parte, ante una obra casi artesanal, y por otra y sobre todo, ante el emocionante empeño de un editor valiente, que navega a contracorriente, haciendo honor al nombre de su editorial (Autsaider), y que se juega, como el autor, el cuello y en su caso además los cuartos para que seamos los demás quienes nos enriquezcamos leyendo obras tan recomendables y exquisitas como este Primavera para Madrid, de Magius.
“Las mujeres fueron los pilares con los que se mantuvieron las cuencas mineras”
Abel Aparicio, escritor
En “¿Dónde está nuestro pan?” el escritor Abel Aparicio recopila tres novelas cortas con nexos comunes como la represión franquista y la resistencia obrera en las comarcas rurales de León o la importancia de las mujeres en esas luchas. El tercero de los relatos traza hilos que llegan hasta la actualidad y unen Euskal Herria con las cuencas mineras leonesas.
Las tres novelas que componen el libro tienen
algo más en común: todas ellas son historias reales. En una de ellas, la que da
título al volumen, de hecho y por novelescos que resulten, se incluyen pasajes
de una causa judicial abierta contra un grupo de mujeres que, en 1941, inician
una protesta demandando el pan que les ha sido arrebatado. La segunda de las
novelas, Tren 485, no resulta menos increíble, pues narra el
asalta y robo de un tren de un grupo de republicanos huidos, una vez acabada la
guerra. Una historia que en otros lugares habría inspirado películas y que
entre nosotros ha sido silenciada. La
línea, por último, cuenta una historia en la que tiene gran presencia la
emigración leonesa a Euskal Herria y en la que se incluyen guiños a grupos como
Barricada, Gatillazo o Los Chicos del Maíz. Todo ello contado en un acertado
tono sobrio para esta primera incursión del poeta llionés en la narrativa de la mano de Marciano Sonoro Ediciones.
Las tres
historias que cuenta en ¿Dónde está
nuestro pan? están basadas en hechos
reales. ¿Cómo llega a conocerlos y qué es los que le interesa de ellos?
En la provincia de León hay varias cuencas mineras, una de ellas es la del
río Tremor, en la comarca del Bierzo. Recorriéndola con la bicicleta me di
cuenta de que era el lugar propicio para ambientar una novela. El paso
siguiente fue conocer a la gente de sus pueblos, protagonistas en primera
persona de lo que allí ocurrió. Para finalizar, le solicité información a un
amigo historiador, Alejandro Rodríguez, y a la Asociación para la Recuperación
de la Memoria Histórica. En poco tiempo recopilé tanta
información que decidí estructurarla en tres relatos.
Son también
todas ellas historias que transcurren en León, una tierra muy castigada por el
franquismo y que también se convierte en un cruce de caminos, en el que
confluyen las historias de otros represaliados de otras partes del Estado…
La represión en el País Leonés fue atroz. Pese a no ser frente de guerra —salvo
la zona norte de la provincia de león—, el número de fusilados en Salamanca fue
de unas mil personas, dos mil en Zamora y más de tres mil en León. Sobre los
represaliados, algunos de los ferroviarios que se mantuvieron fieles a la República
fueron enviados, como castigo, a Torre, pueblo en el que transcurre el primer
relato.
Yendo por
partes, la primera de esas historias habla de una revuelta ligada como tantas
otras a lo largo de la historia y de las revoluciones al pan, aunque en este
caso se trata de una revolución casi doméstica, y de una pequeña gran victoria.
¿Qué importancia le da a esto último?
Imagínate un grupo de treinta y nueve
mujeres dirigiéndose en 1941 al ayuntamiento de cualquier pueblo reclamando el
pan que les correspondía, la imagen es muy potente. Hace falta mucho valor para
hacer eso en aquella época. Las implicadas, en su mayoría y tal como refleja la
causa judicial, eran parejas de los ferroviarios desplazados, pero también
había gente del pueblo. Esa unión simboliza muchas cosas, pero fundamentalmente
la conciencia de clase.
En esta
primera novela, se resalta el papel de la lucha de las mujeres durante el
franquismo, a menudo silenciada, y sobre todo en los ambientes rurales…
Las mujeres fueron los pilares con los que se mantuvieron las cuencas
mineras. Trabajaban en la mina, en el campo y en casa. Escribiendo estos
relatos pensé muchas veces en Dolores Ibárruri, ella mamó todo esto. Gallarta
no tuvo que ser muy diferente a la cuenca del Tremor.
El segundo de
los relatos cuenta un asalto a un tren que en otros países habría inspirado
películas, pero que para nosotros es muy desconocido. ¿Por qué cree que es así?
El asalto al tren 485 fue llevado a cabo por un grupo de huidos en octubre
de 1939, medio año después de acabada la Guerra Civil. El botín, 127.451´27
pesetas. Si esa noticia se propaga, podría sentar un precedente muy peligroso
para el régimen, de ahí su ocultación. Sobre la película o serie aún estamos a
tiempo. Si hay algún director en la sala…
Y llegamos a
la tercera historia, en la que entrelaza pasado y presente. ¿Hay un deseo
de subrayar que el legado de quienes protagonizan sus historias sigue
vigente?
No me cabe duda. Todo tiene un porqué y, la educación que recibieron las
hijas e hijos de las personas
represaliadas, hoy puede verse en las nietas y nietos. Nada es casual. Hay
descendientes de mineros represaliados que hoy votan a partidos de extrema
derecha. El miedo provoca posicionarse en las antípodas ideológicas de las
personas que sufrieron aquella represión. También, claro, hay ejemplos de
continuar la tradición familiar. La transmisión transgeneracional de los
traumas de la Guerra Civil y la represión franquista debe analizarse más a
fondo. Un centro de Iruña estudió este
fenómeno, pero en el Estado español este tipo de trabajos brillan por su ausencia.
En este último
relato, además, habla también de emigración, en concreto de la que muchos
leoneses hicieron a ciudades como Bilbao…
No conozco el número de personas que desde León emigraron a Euskadi, pero
la cifra es altísima. Sin ir más lejos, mi vecino de San Román de la Vega, mi
pueblo natal, se fue a Bilbao. Por otra parte, el conocido como tren de la
Robla —que trasportaba el carbón de León a los altos hornos de Bizkaia— fue
otro nexo de unión.
Para acabar,
como curiosidad, hay en esta parte varias alusiones a grupos como Barricada,
Gatillazo… ¿Es un pequeño homenaje?
Todos tenemos nuestro grupo, el mío es Barricada. Sobre Gatillazo, poco que
añadir, sus letras parecen escritas actualmente. Echo en falta música combativa
en la actualidad, por eso también nombro a Los Chikos del Maíz. Barricada dejó
escrito “Déjame que en estas líneas escritas regrese a los maestros que dieron
su vida y su sangre por dar al pueblo conocimiento. Evaristo esta otra: “En una
cuneta entre calaveras agujereadas nació la democracia”.
Monroeville, Alabama. Años veinte (del pasado siglo). Un pueblito de apenas unos miles de
habitantes. Dos de ellos, con el tiempo, se convertirán en dos de los grandes
nombres de la literatura norteamericana. Como si, por poner un ejemplo, en Cascante
hubieran nacido Ana María Matute y Miguel Delibes (bueno, en Cascante,
donde nacieron Lucio Urtubia o el
bandido Sanchicorrota igual no
habría sido tan raro —¿qué les dan de comer en Cascante, por cierto, en qué
marmita con la pócima de la rebelión se caen sus niños al nacer?—). Pero
volvamos a Monroeville. En este pequeño pueblo de la América profunda se
criaron juntos Truman Capote y Harper Lee, la autora de Matar un ruiseñor. Fueron ambos niños
raritos y prodigio, con lo cual, en realidad, no resultaba extraño que
compartieran sueños, confesiones, lecturas, ni que se retroalimentaran
creativamente. De hecho, se ha especulado mucho sobre si Truman Capote fue
quien realmente escribió Matar un
ruiseñor, entre otras cosas porque el propio y presuntuoso Capote nunca se
molestó demasiado en desmentirlo, a pesar de que en realidad solo hiciera
algunas correcciones y sugerencias a la novela, del mismo modo que tampoco se
molestó nunca demasiado en reconocer la aportación de Harper Lee a su obra
maestra, A sangre fría. Volveremos
después sobre eso
Racismo, pobreza, violencia
Matar un ruiseñor (¿o Matar a un ruiseñor? Delas dos maneras lo hemos visto escrito en las diferentes ediciones de la novela), nos narra el juicio contra un joven negro acusado injustamente de una violación, al que defiende el inolvidable y noble Atticus Finch — a quien siempre pondremos el rostro de Gregory Peck, que lo interpretó en la magnífica adaptación cinematográfica—, todo ello en el ambiente violento, racista y opresivo de un pueblito del sur de los Estados Unidos. Pero la novela es, en realidad mucho más que eso, es a la vez una novela de iniciación, y una novela del gótico sureño (género en el que podríamos incluir a autores como Tenesse Willians, Willian Faulkner o incluso algunas obras de Stephen King; novelas con escenarios asfixiantes, decadentes, protagonizadas por personajes perturbadores, aunque en Matar un ruiseñor todo esto se atempera con la visión de Scout, la narradora, una niña de 9 años), y es también a ratos una novela feminista, en la que Scout se rebela ante el papel que, por su condición de mujer, el futuro parece depararle… Una novela, en suma, que trata temas universales de la literatura como el despertar a la vida, la perdida de la inocencia, la educación o la defensa de la ética, del respeto a los seres humanos, valores encarnados en esa figura casi épica que es el personaje de Atticus Finch-Gregory Peck (a quien, por cierto, dedicó una maravillosa canción Iñigo Muguruza en uno de sus últimos grupos, Lurra); de hecho, Harper Lee tomó el nombre de su protagonista del orador romano Cicerón, llamado Titus Pomponious Atticus, conocido, según la escritora, como “un hombre sabio, culto y humano”.
La desaparición de Harper Lee
La novela se nutre en parte de la propia experiencia biográfica de la autora, cuyo padre, como Atticus, era viudo, abogado y defendió a un padre y su hijo negros acusados del asesinato de una dependienta blanca. El personaje de Dill, por otra parte, el amigo de Scout, es evidentemente un trasunto de Truman Capote. Y tras la historia de Boo Ridley, el enigmático ser que viven encerrado en una casa vecina y deja de vez en cuando mensajes y pequeños regalos a los niños en el hueco de un árbol, hay también una historia real, la del hijo de una familia de Monroeville al que esta mantuvo oculto, por vergüenza, durante 24 años tras tener algún problemilla con la justicia.
La propia Harper Lee
se convirtió en una especie de Boo Ridley, es decir, en una ermitaña, tras la
publicación de la novela (que estuvo a punto de perderse para siempre cuando
tras dos años y medio escribiendo bocetos, en un acceso de inseguridad, arrojó
el manuscrito por la ventana de su modesto apartamento en Nueva York). Matar
un ruiseñor fue, sin embargo, un éxito inmediato: ganó el Premio Pulitzer, la
adaptación cinematográfica obtuvo tres Oscar y a lo largo del tiempo la novela
ha vendido más de treinta de millones de ejemplares. Pese a lo cual fueron mínimas las apariciones públicas de Harper Lee, quien no volvió a
escribir, o al menos a publicar ninguna otra obra (Ve y pon un centinela es anterior a Matar a un ruiseñor, y en realidad uno de esos bocetos de esta, que fue recuperado en una operación de
marketing editorial apenas un año antes de que la escritora muriera, con casi
noventa años).
A sangre fría
Todo lo contrario a esta actitud misántropa de Harper Lee fue la mantenida por su amigo Truman Capote, a quien la fama, la vanidad y la vida social lo perdían, y al que le reconcomía saber que Harper Lee había ganado un premio como el Pulitzer, que él siempre anheló y nunca consiguió, ni siquiera con A sangre fría, a la que, como decíamos más arriba, también contribuyó en cierto modo la escritora de Monroeville. Truman Capote (que, por cierto, tomó su apellido de su padre adoptivo de origen canario) viajó hasta Holcomb, un pequeño pueblecito de Kansas para investigar el truculento asesinato de una familia y lo hizo acompañado de su íntima amiga, la autora de Matar un ruiseñor, quien fue quien rompió el hielo entre los recelosos vecinos, poco acostumbrados a tratar con personas como el estrafalario escritor, quien, homosexual, deslenguado y con la voz pituda, debía de ser en Holcomb un perro verde (aquellos primeros días de Harper Lee y Truman Capote juntos en Holcomb aparecen reflejados en la película Capote, de Bennet Miller).
Fue, pues, Harper Lee quien inició las investigaciones, aunque el carácter magnético de Capote no tardaría en imponerse y tomar el mando del trabajo, que sufrió un giro decisivo cuando el escritor pudo conocer e intimar con los dos autores de la matanza, condenados ambos a muerte, de quienes nos describe tanto su vida antes del asesinato como sus últimos días, hasta componer ese gran reportaje, es monumental novela de no ficción que es A sangre fría. El papel de Harper Lee, sin embargo, no parece limitarse al de rompehielos, como demuestran algunas revelaciones periodísticas que hizo uno de sus biógrafos, tan solo dos meses después de la muerte de esta, cuando hizo público un artículo sobre el asesinato de Kansas que Lee había escrito para una revista del FBI. Por lo demás, Harper Lee también intentó escribir su propio A sangre fría, pues durante algún tiempo estuvo investigando un caso similar, el de un reverendo que había asesinado a varias personas para cobrar su seguro de vida y que posteriormente sería asesinado por el hijo de una de las víctimas, un proyecto del que finalmente desistiría (aunque uno de sus amigos cercanos asegura que en realidad escribió el libro, con lo cual cualquier día nos llevamos otra sorpresa, u otra decepción), como desistió literariamente de todo lo demás, seguramente atenazada por la imposibilidad de superar una de las novelas más destacadas e inolvidables del siglo XX, como es Matar un ruiseñor.
Es curioso, Raymond Carver está considerado uno de
los maestros del género del cuento o el relato corto y entre sus virtudes se
destaca siempre su minimalismo, la austeridad, la económica precisión de sus
narraciones, en las que elude las descripciones innecesarias, los adornos y
fuegos de artificio, hasta conseguir esos cuentos fibrosos y desapasionados,
como una cuchillada limpia y certera, en la que la sangre brota una vez acabada
la lectura; y, sin embargo, todo ello no se lo debemos a él, si no a Gordon Lish, el editor de sus primeros
libros de relatos, como De qué hablamos
cuando hablamos de amor, quien, corrigió, cambió los finales con frases propias
y podó los relatos de Carver hasta eliminar en ocasiones el setenta u ochenta por
ciento de lo que el escritor de Oregón le había entregado.
Los relatos
originales de De qué hablamos cuando
hablamos de amor fueron publicados (en España por Anagrama) tiempo después bajo
el título igualmente original de Principiantes
(esto también es curioso, que el barroco Carver eligiera un título corto y
el podador Lish uno tan largo), de modo que quien sienta curiosidad por la
vivisección puede comparar los respectivos trabajos y juzgar.
Dos versiones del mismo cuento
Veamos, por ejemplo, uno de los relatos más famosos de Raymond Carver, El baño (o Parece una tontería en la versión original). En él, una madre encarga para el cumpleaños de su hijo un pastel, pero el chico es atropellado por un coche y la fiesta debe ser suspendida, pese a lo cual, mientras el niño permanece en coma en el hospital, el pastelero, que desconoce esa circunstancia, reclama insistentemente por teléfono a la familia que pasen a recoger su pastel. El relato de Carver-Lish (¡atención, spoiler! — aunque, de todos modos, los suyos no son cuentos cerrados, que se resuelven con un giro sorprendente, sino más bien escenas cotidianas bajo las cuales se adivina una grieta, un latido del horror; en el caso de El baño, por ejemplo, ese teléfono terrorífico repiqueteando—),el relato de Carver-Lish, decíamos, finaliza precisamente con una de esas llamadas, en la que no sabemos muy bien si quien llama (“Se trata de Scotty”, dice) lo hace desde la pastelería o desde el hospital. En el cuento de Carver-Carver, por el contrario, esta escena final se alarga de tal modo que sabemos que Scotty, el niño, finalmente morirá e incluso vemos más tarde al pastelero reuniéndose con la familia.
Es evidente que Gordon Lish talla el diamante en bruto hasta convertirlo en una piedra preciosa lo cual no quiere decir que Carver carezca de talento. Gordon Lish descubre con su poda una voz, un estilo propio. Sin su trabajo de edición probablemente Carver nunca habría sido Carver, pero también es cierto que cuando este, frustrado, se rebeló contra su editor y decidió plantarse, obligarle a respetar su trabajo, dio a la imprenta trabajos notables como Catedral.
El cuento y sus decálogos
Carver, además, teorizó a menudo sobre el género del cuento, demostrando que conocía perfectamente sus mecanismos y secretos (la importancia de un inicio y un final contundentes, la necesidad de mantener la intensidad, el ritmo y la unidad…).
Son muchos
los autores de relatos, además de Carver, que han reflexionado sobre un género
cuya mejor definición quizás sería que un buen cuento es aquel que se escabulle
de todas las definiciones (algo que, por lo demás, se puede aplicar a la
novela, la música, la pintura…). Cortázar,
por ejemplo, decía en un decálogo sobre el género que “no
existen leyes para escribir un cuento, a lo sumo puntos de vista”. Y fue
Cortázar también quien, en las Clases de
literatura que impartió a regañadientes en la Universidad de Berkeley dijo
que, extrapolándolo al lenguaje del cine,
si una novela era la película, un cuento era la fotografía (o, llevándolo
al mundo del boxeo, que “la novela gana siempre por puntos, mientras que el
cuento debe ganar por K.O.”).
Los decálogos sobre el
cuento son un subgénero por sí mismos, que han cultivado autores como García Márquez (“Cuenta un cuento que
te gustaría leer”), Julio Ramón Ribeyro (“El
cuento debe solo mostrar, no enseñar”) u Horacio
Quiroga (“No adjetives sin necesidad”)… A este último, por cierto, la
escritora argentina Silvina Bullrich
contestó con una refutación en la que, por ejemplo, detecta dos adjetivos
prescindibles en una frase de un cuento del escritor uruguayo.
Por el rabillo del ojo
Otra escritora, autora de grandes cuentos, Flannery O’Connor, reflexiona sobre el género en un texto titulado El arte del cuento en el que señala que este es “una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana”. Y, si lo pensamos bien, estamos constantemente contando cuentos. Un chiste es un pequeño cuento. Cada vez que le explicamos a alguien por qué hemos llegado tarde a una cita, con quién nos hemos encontrado en la calle, qué hicimos el fin de semana, estamos contando un cuento y utilizando inconscientemente los recursos y estructuras del género: un inicio que atrape su atención, un discurso que mantenga la tensión, un final que resulte revelador, sorprendente o cómico o que deje en el tejado de nuestro interlocutor la pelota…
Joseba Sarrionandia, por su parte,
escribió un cuento reivindicándolos en el que decía que son cuentos lo que los
niños piden a sus padres cuando van a dormir, no novelas. Lo cual, nos lleva a
aclarar algo que a los cuentistas nos preguntan a menudo —incluso en
entrevistas— y que encajamos con una sonrisa glacial: “¿Pero lo que usted
escribe, son cuentos para niños?”. Esperamos que a estas alturas del artículo
todos quienes los estén leyendo comprendan que no, o que igual también sí, pero
que eso es otra cosa, y estamos hablando de relatos, historias cortas, de un
género literario (o un subgénero, si nos ponemos quisquillosos), porque si no,
corremos el riesgo de que alguien vaya a la librería y se lleve para su hijo de
seis años un libro de Bukowski.
Volviendo, para acabar, a Raymond Carver, en su artículo Escribir un
cuento señala: “La definición que da V.S.
Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo” otorga a
la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina
un instante susceptible de ser narrado”.
Algo que nos sirve para concluir con una definición, de nuestra propia cosecha, que puede servir para aproximarse a este género tan escurridizo y que tanto nos apasiona y que vendría a decir, en fin, que el cuento es como encender una cerilla en un cuarto a oscuras: todo aquello que se ve mientras permanece encendida la llama.
PATXI IRURZUN Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 22/08/2020