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Club de lectura de invierno

Ene 3, 2021   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

JOHN BARLEYCORN: LAS MEMORIAS ALCOHÓLICAS de JACK LONDON, y otros libros y escritores dipsómanos.

File:Jack London 1904.jpg - Wikimedia Commons

Publicado en magazine ON, con diarios de Grupo Noticias, 02/01/21

La primera vez que Jack London, el autor de Colmillo blanco, La llamada de la selva y otros clásicos de la literatura juvenil y de aventuras, se emborrachó tenía cinco años. Lo cuenta en John Barleycorn: las memorias alcohólicas, uno de sus libros autobiográficos en el que reconstruye su vida a partir de su relación con la cerveza, el vino y las bebidas espirituosas. Por cierto, ¿por qué demonios se llamará así al ron, la ginebra, el whisky y otros licores? Un misterio, lo mismo que alguien como London, quien, tras iniciarse en el pimple a tan tierna edad y beberse a lo largo de su azarosa vida un océano de alcohol, fuera capaz de recordar nada. Igual es que se lo inventó todo. Sea como fuere, a nosotros nos gusta creer sus historias, pues estas están pobladas de piratas, buscadores de oro, pescadores de perlas, boxeadores, revolucionarios…  (y en cierto modo es esto también, como veremos a continuación, lo que determina la dipsomanía del escritor).

Primeras borracheras, primeras resacas

Solo dos años más tarde de aquella inaugural borrachera, cuando contaba siete, London volvió a beber. A pesar de semejante precocidad, el autor asegura en sus memorias que no había en él una predisposición genética al alcohol; que tampoco, como a cualquier niño pequeño, le gustaba el sabor del mismo (no le gustó nunca, en realidad); o que junto con las primeras melopeas llegaron las primeras resacas y estas fueron especialmente severas para tan tiernas meninges. ¿Por qué, pues, el escritor californiano se lanzaba de esa descuidada manera en los brazos del corruptor de menores John Barleycorn —con ese nombre es como personifica al alcohol London en sus memorias, un compañero que nunca le abandonará en su vida y al que amará y odiará a partes iguales—? Pues por dos razones muy sencillas: primera, porque el alcohol estaba allí, en todas partes, inevitable; y, segunda, porque cuando bebía, London, que era un chaval muy listo, se percataba de que pasaban cosas.

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Por ejemplo, con esta segunda borrachera, advirtió que un niño de siete años tambaleándose hacía mucha gracia (como decían Faemino y Cansado en uno de sus números: “Míralas qué graciosas, ahí vienen las niñas, borrachitas”); y que en su caso, en el caso de Jack London,  resultaba especialmente gracioso a las muchachas jóvenes, que lo acogían protectoras en sus senos.

Un modo de vida

Poco a poco, además, el futuro escritor fue siendo consciente de que su naturaleza física le había dotado de una fuerte resistencia al trago y de que era capaz de tumbar bebiendo a los más fieles discípulos de Baco, a quienes había comenzado a frecuentar en los bares, qué lugares, allá donde marinos y vagabundos de las estrellas solían alardear de sus peripecias a lo largo y ancho del mundo y de los siete mares y a los que él escuchaba embelesado. “En cualquier parte donde la vida transcurre libre y placenteramente hay hombres entregados al alcohol”, escribe London en estas memorias.

El alcohol es para él, pues, un modo de vida que lo mantiene ligado a los aventureros, por los cuales se sintió fascinado desde muy pequeño, y que bebían del mismo modo que respiraban. Cuando los hombres de mundo querían celebrar algo, bebían. Bebían cuando se sentían desgraciados. Y si la vida se tornaba aburrida, ni fú, ni fá, volvían a beber, buscando una grieta o directamente el abismo.

Las memorias alcohólicas de Jack London se convierten de este modo en un recorrido, trago a trago, a la lo largo de su ajetreada biografía, y en estas páginas además de en los bares, lo encontraremos vendiendo periódicos, cuando apenas levantaba un palmo del suelo, buscando el calor de la biblioteca pública de su San Francisco natal (para ser un escritor de libros de aventuras no basta con vivirlas, hay que vivir también la mayor de las aventuras, que es la lectura), tentado por el suicidio, delirando tremendamente y viendo elefantes rosas o, ya al final de sus días, incapaz de escribir si no es con su inseparable John Barleycorn sentado a su vera.

Alcohol y escritores

Jack London es solo uno más en la larga lista de escritores bebedores: Hemingway, Faulkner, Dorothy Parker, Truman Capote, Lucia Berlin (de la que nos ocuparemos en otra entrega de este club de lectura), Juan Rulfo, Marguerite Duras, Raymond Carver, Edgar Allan Poe (aunque en el caso de este parece que le bastaba apenas un vaso para emborracharse, al igual que a Fernando Arrabal, al menos si ese vaso, de chinchón en su caso, se mezcla con su medicación, como afirma que sucedió en su etílica y milenarista aparición en aquel programa de Sánchez Dragó —Sánchez Dragó, por su parte, no sabemos si bebe pero sí que a menudo delira—). Y Charles Baudelaire, Jim Thompson, Raúl Nuñez (Derramaré whiski sobre tu tumba, se titulaba una de sus estupendas novelas),  Anne Sexton… La nómina es interminable (para quien quiera abundar en ella, hay un interesante trabajo sobre el tema titulado Alcohol y literatura, de Javier Barreiro).  

A algunos de los escritores su dipsomanía les costó incluso la vida, como al poeta Dylan Thomas, quien falleció tras trasegar dieciocho vasos de whisky y rematar la faena con esta frase: “Creo que he batido algún récord”, o al menos eso cuenta la leyenda; una autopsia, por el contrario, revela que fue una neumonía lo que le llevó a la tumba.

Bukowski y Fante

Claro que si hay un escritor en el que el alcohol está omnipresente, tanto en su vida como en su obra, es Charles Bukowski. Sus relatos están jalonados de bares, borrachos, vomitonas y otras  placenteras evacuaciones en los días de resaca, pensiones de mala muerte, textos escritos en modo dios bajo el influjo del alcohol que acaban en la papelera al día siguiente, peleas… (y no sigo por no dar más argumentos a quienes a menudo suelen reducir la obra de Bukowski a estas escenas y otras sobre folleteo, o a su indefendible misoginia, obviando su afilado y transgresor existencialismo, su lirismo de lo cotidiano, o su endiablado ritmo narrativo). Bukowski, por cierto, como Arrabal, también protagonizó una memorable entrevista beoda en la televisión, en este caso francesa, en el programa “Apostrophes” de Bernad Pivot, donde se bebió a morro varias botellas de vino blanco. Y como Dylan Thomas, Bukowski también le vio la cara a la muerte después de una borrachera, o de una tras otra, si bien él tuvo la sangre fría o la resistencia física de Jack London multiplicada por diez y fue capaz de escupirle en la boca a la parca, después de una hemorragia estomacal, que se curó tomándose un trago al salir del hospital y continuando bebiendo otros cuarenta años más.

Lo cuenta el periodista Barry Miles en su biografía sobre el máximo exponente del realismo sucio, en la que además nos revela otros lances de la vida de Bukowski, como la oferta de Madonna para que el escritor posara en su libro de fotografías eróticas; la noche que pasó en la misma habitación que solía ocupar Janis Joplin en el Hotel Chelsea (y en la cual esta hizo la famosa felación de la canción homónima a Leonard Cohen); o el día que Bukowski visitó a su —y nuestro— admirado maestro, John Fante, en un hospital, mientras desde una de las habitaciones contiguas, Johnny Weissmüller agonizaba entre alaridos a lo Tarzán, convencido de que era el auténtico hombre-mono.

Todo lo cual, hablando de John Fante, nos lleva a concluir recordando que uno de sus hijos, el también escritor Dan Fante (quien narró su infierno con el alcohol —y también su rehabilitación—  en libros como Chump Change), cuenta en una entrevista algo que intenta explicar el por qué de la tan a menudo estrecha relación entre alcohol y escritores: “Mi padre bebía mucho pero no era exactamente un alcohólico, lo que intentaba era deshacerse de algo que había en su interior. En la parte inferior de las botellas suele poner spirit (espíritu) y lo que hacen los autores es exactamente eso: perseguir el espíritu”.  

Es, en fin, otra forma muy literaria de decir que eres o has sido un borracho, pero resuelve al menos el misterio sobre el nombre de las bebidas espirituosas.

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