EL TRIUNFO, de FRANCISCO CASAVELLA y otras novelas quinquis
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias), 21/08/21
El Vaquilla, José Luis Manzano, Sonia Martínez, Dum-Dum Pacheco, los supermirafioris, los tirones, El Pico, Perras callejeras, El Pico 2, los chutes de heroína en primer plano, los navajeros, nuestras madres apuntándonos a judo para defendernos de los navajeros… ¿Quién no recuerda a los quinquis y el cine que los reflejó, las películas de Eloy de la Iglesia o de José Antonio de la Loma?
Aquel fenómeno social, aquella realidad de los años setenta y ochenta fruto de un desarrollismo salvaje que arrojaba a la cuneta, a los descampados, poblados y barrios de aluvión, a cientos de jóvenes de clase trabajadora —condenados, no obstante, al desempleo, la heroína, y la delincuencia, en ese orden— fue documentada fielmente por el cine quinqui, cuyas películas eran a menudo interpretadas por los propios delincuentes juveniles, convertidos de ese modo en héroes populares y trágicos, con tristes finales en la mayoría de los casos. El cine quinqui se reivindicó como un subgénero en sí mismo, que también tuvo su banda sonora: Los Chichos, los Chunguitos, Los Calis, La banda trapera del río, Burning…
Un
escritor sobrado La
literatura, sin embargo, apenas se ocupó de estos bandoleros de extrarradio,
con honrosas excepciones, como la primera y brillante novela de Francisco Casavella, El triunfo (1990),en la que se narra la historia de cuatro rateros de poca monta
atrapados en el fuego cruzado entre dos bandas que se disputan el dominio del
Barrio (entiéndase el barrio chino de Barcelona).
Francisco Casavella, escritor enorme y malogrado (murió con
45 años, apenas unos meses después de recibir el Premio Nadal por Lo que sé de los vampiros, y tras haber
escrito obras descomunales como la trilogía El
día del Watusi), se llamaba en realidad Francisco García Hortelano, es
decir, compartía apellidos —que no parentesco— con otro famoso escritor, Juan García Hortelano, lo cual le llevó
primero a leer sus obras y después a dedicarse a la literatura. Es como si te
llamas Guillermo y te apellidas Séspir, con esas gracias no te queda otra que
probar suerte escribiendo, suerte que en el caso de Casavella le fue favorable.
Su primera novela, El triunfo, tenía de hecho un título premonitorio y reveló que nos encontrábamos ante un escritor de fuste. En ella, como decimos, se cuenta la vida de Palito (el narrador), el Topo, el Tostao y el Nen, cuatro jóvenes rumberos barceloneses que asisten a una guerra entre la vieja guardia, un grupo de legionarios que ha controlado el hampa del Raval, y los nuevos kies, los “moros” y los “negros”, que irrumpen con fuerza en el barrio. Junto a la narración en primera persona de Palito, que podía ser la extrapolación a la literatura de El Torete o el Pirri interpretándose a sí mismos en el cine, y que se vale de la jerga y el buen oído del autor (algo fundamental a la hora de escribir novelas quinquis), aunque sin despreciar una elaboración literaria o poética del discurso… junto a esa narración de Palito, decíamos, en la novela se intercalan una serie de capítulos en los que el Ghandi, el capo del barrio, expone su visión de la jugada, en este caso con un lenguaje más lírico, incluso arcaico, en un contraste que parece un alarde de Casavella, mostrando de partida todas sus cartas de escritor sobrado (de talento).
El
triunfo es mucho más que una novela sobre quinquis, rebasa con
creces el carácter documental, y en ella también late una tragedia clásica, el
enfrentamiento entre un hijo (el Nen) que intenta desagraviar la memoria de su
padre, y aquel que se lo arrebató, el Ghandi, quien representa la fuerza bruta,
la ley del más fuerte y de la costumbre; y es, además, una novela que junto con
la oralidad, el lenguaje callejero, bebe de fuentes clásicas, de Shakespeare (a
quien se cita al inicio) o del Diablo Cojuelo (el Nen y los rumberos buscan
refugio a menudo en los tejados, sobrevuelan su destino trágico en la tierra,
observando la ciudad desde las alturas y alejándose de ella, de su violencia y
su crueldad, mientras cantan rumbas y beben vino).
La
lírica lumpen
Tal vez sea El triunfo de Casavella la
primera, o una de las primeras novelas quinquis, si bien es cierto que en la
literatura española existe una larga tradición de obras sobre el hampa o la
pequeña delincuencia, que va desde la literatura picaresca (¿qué es sino una
novela quinqui Rinconete y Cortadillo?),
pasando por las novelas de los bajos fondos de Madrid de Baroja (la trilogía de La
lucha por la vida) o Galdós (Misericordia, Nazarín…) hasta el
Pijoaparte de Marsé, la Cecilia Ce
de Mercè Rodoreda o Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos.
Y, hablando de literatura quinqui, no podemos desde luego
obviar algunas de las novelas —posteriores a la de Casavella— de Montero Glez, como Manteca Colorá, Talco y bronce o
Sed de champán (con aquella primera frase memorable: “El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era lo único en
el mundo que jamás le daría por el culo”).
Montero
Glez, como Casavella, cuenta en ellas historias de soldados rasos, pobres
diablos reclutados por la fuerza o por las circunstancias para guerras entre
narcos o grupos de delincuencia organizada… Por esas trincheras de barrio bajo
pululan prostitutas, pequeños camellos, ladronzuelos, pícaros… Y como
Casavella, Montero Glez posee por una parte el don del oído, la capacidad de
captar la voz de la calle, de los barrios, el nuevo y cambiante lenguaje de
germanía, y por otra de convertir toda esa materia prima en una suerte de afinada
lírica lumpen o rumba literaria.
Otras novelas quinquis
Algo de lo que, en mi opinión, adolece Javier
Cercas en Las leyes de la frontera,
con la que intentó acercarse al fenómeno quinqui, y en su caso a la figura de
El Vaquilla, emulada a través del Zarco, el protagonista de la novela, a la
cual le falla el tono, como le falla el oído al autor (el resultado viene a ser
como cuando alguien intenta imitar a un rapero colocándose una visera al
revés).
La novela de Cercas, según él mismo ha reconocido, parte de una visita que hizo en su juventud a un poblado de barracas en Girona y la impresión que le causó, por una parte, y, por otra, de una exposición que el CCCB (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona) dedicó a los quinquis y cuyo catálogo, titulado Quinquis de los ochenta, es un buen compendio de esa subcultura, en el que se recogen testimonios, carteles de películas, carátulas de discos y casetes… No hay, sin embargo, apenas alusiones a la literatura (excepto a Los mundos marginados. Poemas de la cárcel, de David González, que ya citamos aquí en otra ocasión).
De haber sido así, de haberse dedicado un apartado a los libros, además de las novelas de Casavella o Montero Glez, podríamos haber incluido en él, entre otros (a la hora de citar siempre se corre el riesgo del olvido o la ignorancia, pido disculpas) a Paco Gómez Escribano (Yonqui, Manguis, etc.), Eduardo Romero y su Autobiografía de Manuel Martínez o a Gabriel Oca Fidalgo, un tan magnífico como desconocido autor leonés, que además de haber conocido de primera mano los infiernos de la heroína, se ha inyectado en vena también a escritores como Celine, Bukowski, Burroughs o El Ángel, y se nota, vaya que si se nota, en sus recomendables novelas La carretera muerta, Ansiedad o la última de todas ellas titulada, precisamente, Una novela quinqui.
DIEZ DÍAS EN UN MANICOMIO, de NELLIE BLY y otros libros sobre locos
Publicado en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 14/08/21
La isla de Roosevelt, entre Manhattan y Queens, a la que además de en metro se puede llegar en teleférico, es hoy un barrio tranquilo en el que viven unos diez mil neoyorkinos, una especie de remanso de paz dentro de la locura que gusanea la Gran Manzana; pero eso no siempre fue así, al contrario, en un tiempo Roosevelt, que entonces se llamaba Blackwell (pozo negro) fue una escombrera humana, el lugar en el que la ciudad arrojaba todo lo que consideraba sus despojos. Y así, en ella se estableció un penal, varios asilos para pobres, un reformatorio, un hospital para enfermedades contagiosas y — aquello por lo que fue más conocida—un terrible manicomio por el que pasaron miles de pacientes, abandonados a su suerte, además de, para dar cuenta de ello, algunos escritores y periodistas de relumbrón como Charles Dickens, que habló sobre aquel lugar en su libro Apuntes sobre América (su paso por la isla lo ficciona Vanessa Monfort en La leyenda de la isla sin voz) y, sobre todo, la reportera Nellie Bly, que escribió la impresionante crónica Diez días en un manicomio, la cual se convertiría en pionera del periodismo gonzo y con la que conseguiría cambiar, gracias a la denuncia que con ella hizo, las lamentables condiciones de vida de los locos (muchos de los cuales no lo eran) encerrados en ese siniestro centro psiquiátrico.
Cuanto más cuerda, más loca Nellie Bly, seudónimo de Elizabeth Jane Cochran, fue una de las primeras mujeres periodistas. Se inició en el oficio de un modo casi casual, respondiendo en un periódico de Pitssburgh a una columna de tono machista con una airada carta al director que llamó la atención de este, quien decidió contratarla como redactora; posteriormente, Nellie viajó a Nueva York, donde solicitó empleo en The New York World, dirigido por un tal Joseph Pulitzer, que fue quien, allá por 1887, le encargó el famoso reportaje de incógnito sobre el manicomio de la isla de Blackwell.
Para ser internada en este, Bly se alojó en una pensión para mujeres trabajadoras, en el que fingió un comportamiento lunático —aunque sin recurrir a estridencias, no se arrancó mechones de pelo, ni profirió carcajadas demoniacas, ni se comió sus propias heces— consiguiendo de todos modos que de un día para otro, con un superficial examen médico, la enviaran a Blackwell, donde se encontró con un panorama aterrador: hacinamiento, frío, maltratos físicos… Hay dos detalles que ilustran todo aquel horror. El primero: tras conversar con algunas de sus compañeras la periodista descubrió que algunas de ellas habían sido enviadas a aquel lugar por razones de lo más peregrinas, por ejemplo, por hablar alemán; y el segundo: una vez que llegó al manicomio, Nellie Bly dejó de fingirse loca y se comportó como lo hacía habitualmente, lo cual, en lugar de despertar dudas sobre su enfermedad mental, reafirmó esta. “Cuanto más sensatamente actuaba y hablaba, más loca me consideraban todos”, escribe. Por fortuna, Nellie Bly había pactado con Pulitzer ser rescatada de la institución al cabo de unos días y pudo salir de aquel pozo negro, a diferencia de otras pacientes, condenadas a ahogarse en él a menudo por culpa de malentendidos o arrebatos pasajeros y comunes de furia, que en el caso de las mujeres automáticamente se asociaban con demencia.
Precursora del periodismo gonzo La publicación por entregas del reportaje de Nellie Bly tuvo un gran impacto entre los lectores. A pesar de lo cual —tal y como señala Vanessa Monfort— muchos de quienes fueron enviados en los años posteriores a los diferentes presidios de Blackwell continuaron llegando hasta allí de manera abusiva, acusados de obscenidad y corrupción moral, en el caso, por ejemplo, de la actriz Mae West (es decir, por estrenar en Broadway una obra de teatro titulada Sex), o — por citar otra ilustre huésped de Blackwell— la cantante Billie Holiday—, por prostitución, cuando solo tenía 13 años (sobre Billie Holliday, quien precisamente escuchó en Blackwell por primera vez los discos de Louis Amstrong o la gran Bessie Smith, hay una recomendable y espeluznante autobiografía, Lady sings the blues, en la que la cantante narra su atormentada vida —drogadicción, hambre, racismo…—).
Como hemos señalado antes, Diez días en un manicomio fue precursora del periodismo gonzo, es decir, aquel en el que el periodista se convierte a sí mismo en protagonista y vive en carne propia aquello sobre lo que escribe, narrándolo en primera persona. Algunos de los autores más conocidos adscritos al género son Hunter S. Thompson que narró desde dentro sus experiencias con los ángeles del infierno (hasta que los motoristas descubrieron que era un infiltrado y lo apalizaron), su propia candidatura como sheriff (una de sus promesas fue despenalizar las drogas) o el psicotrópico viaje a bordo de un autobús fletado por Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, que se dedicaba a ofrecer catas de LSD por los pueblos de la América profunda; otro ejemplo de escritor gonzo es el alemán Günter Wallraff, autor de Cabeza de turco, en elque, tras disfrazarse durante meses de inmigrante turco, narraba las humillaciones y racismo al que era sometido en la Alemania de mediados de los ochenta.
Más libros sobre manicomios Pero volviendo a Nellie Bly, su nombre es solo uno más dentro de una larga lista de autores que han escrito sobre la locura o desde la locura: Antonin Artaud, Alejandra Pizarnik, Leopoldo María Panero (sobre el cual, a propósito de biografías recomendables y terribles, J. Benito Fernández escribió la magnífica El contorno del abismo), Sylvia Plath, Jean-Jacques Rousseau (que tenía manía persecutoria), Friedrich Nietszche, Jonathan Swift — el autor de Los viajes de Gulliver—… Por no hablar de novelas que transcurren en manicomios o están protagonizadas por enfermos mentales: El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, Los renglones torcidos de Dios, de Torcuato Luca de Tena, Memorias de abajo, de Leonora Carrington (un dietario sobre los cinco días que pasó en un sanatorio de Santander, sometida a todo tipo de vejaciones), Antes del huracán, de Kiko Amat, Perorata del insensato de Miguel Sánchez-Ostiz, Cada cuervo en su noche, de F.L. Chivite o la propia Alguien voló sobre el nido del cuco, de Ken Kesey. Pero si hay un autor en cuya obra podemos seguir paso a paso el proceso de la locura, la aparición de los primero síntomas y el avance de la enfermedad, es Guy de Maupassant, que acabaría sus días en una clínica psiquiátrica tras diferentes episodios de pánico, alucinaciones, problemas nerviosos e intentos de suicidio. Maupassant reflejó todo ello, así como el terror ante la percepción de su propia locura, en cuentos memorables como ¿Quién sabe?,El loco, o El Horla, un diario en el que el personaje principal anota su inquietud por la irrupción en su vida de un ser invisible y misterioso que lo controla y lo vampiriza mientras duerme. “¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia?”, se pregunta el protagonista del cuento. Una desazón que, sin duda, ha llevado a muchos de los autores a interesarse por la enfermedad mental y a no pocos a sucumbir en ella y que tal vez no tenga respuesta, ni siquiera después de pasar diez días en un manicomio. Nellie Bly —tal y como señala en una nota cuando su reportaje, publicado inicialmente por entregas, apareció en formato de libro— consiguió al menos que las condiciones de los pacientes de Blackwell mejoraran notablemente, pues como consecuencia de su denuncia la ciudad de Nueva York destinó cada año un millón de dólares adicional al cuidado de sus enfermos mentales.
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal para magazine ON (diarios Grupo Noticias) 07/08/21
“Lo que pasa en Basque Abentura se queda en Basque Abentura”. Esa era la consigna entre los trabajadores del conocido parque temático. Hasta que uno de ellos rompió el pacto de silencio y destapó la verdad: bajo la amable apariencia de Txuletontxo, Txakolina o Txistorrón, las mascotas de Basque Abentura, se escondía un mundo subterráneo de alcohol, drogas, orgías… y una siniestra trama de delincuencia organizada y economía sumergida.
Aimar Ahmed Gonzalvo, ese era el nombre del “txibato”; también conocido como Kokotxo, el personaje al que daba vida en el parque, uno de los preferidos de los niños. Fue él quien subió a Instagram el vídeo en que dos de las mascotas más emblemáticas de Basque Abentura aparecían practicando sexo oral, mientras varios de sus compañeros las jaleaban.
La escena tenía lugar en uno de los túneles que atraviesan el subsuelo del parque, una auténtica ciudad subterránea diseñada para albergar los conductos de ventilación o el intrincado cableado de las atracciones (como el Patxaranazo, la interminable caída libre con forma de botella, o el Txalaparta Speed, la vertiginosa montaña rusa); túneles que los trabajadores de Basque Abentura utilizaban como refugio donde tomar un respiro durante sus maratonianas jornadas de trabajo.
Un testimonio anónimo “Metíamos muchas horas y nos pagaban muy poco”, declara uno de dichos trabajadores, que prefiere ocultar su identidad, “pero la empresa nos compensaba haciendo la vista gorda con las drogas. A veces eran ellos mismos quienes nos las ofrecían. Era una manera de aguantar el ritmo. En verano, por ejemplo, empezábamos a currar a las once de la mañana y no acabábamos hasta pasada la medianoche”, explica.
Tal vez por eso Basque Abentura también miró para otro lado cuando algunos de sus trabajadores comenzaron a pernoctar en los túneles, o no hizo demasiadas preguntas sobre el pasado de estos (después de todo, no resultaba tan sencillo encontrar a personal dispuesto a pasar jornadas de catorce horas bajo un disfraz en el que la temperatura se acerca a los 45 grados). Algunos de esos trabajadores, de hecho, según se supo después, eran delincuentes buscados en varios países, los cuales encontraron en Basque Abentura una especie de legión extranjera en la que alistarse para borrar sus crímenes. ¿Quién podía sospechar que bajo la entrañable apariencia de Txuletontxo se ocultaba un asesino en serie?
Txakolina fumando crack El joven Aimar Ahmed Gonzalvo, Kokotxo, por el contrario, no soñaba como sus compañeros con convertirse en un gran jefe del narco o un traficante internacional de armas. Él aspiraba a ser actor. Todavía no está muy claro si compartió en Instagram su vídeo de una manera inocente, o fue una venganza. “A veces se mostraba irritable”, revela nuestro confidente. “Lo habían sancionado en varias ocasiones por su comportamiento. Una vez le dio una colleja a un niño que mordió su disfraz de kokotxa, y también había tenido trifulcas con varios compañeros, a los que reprochaba su falta de vocación artística”.
Sea como fuere, su vídeo se convirtió rápidamente en viral. Y tras él aparecieron más. Txakolina fumando una pipa de crack. Txistorrón trazando eses… En uno de ellos, tras la imagen de un grupo de trabajadores haciendo desnudos el trenecito, se aprecia una pintada en la pared: “Kokotxo, txibato, los días que te quedan son una cuenta atrás”. Solo una semana después, cuando la policía irrumpió en uno de los túneles de Basque Abentura, encontraron el cadáver del joven actor Aimar Ahmed Gonzalvo flotando en una caldera de agua hirviendo. Todavía quedaban pegados a él restos de su traje. Su traje de Kokotxo.
Publicado en magazine ON (diarios grupo Noticias) 07/08/21
“¡Hala, y ahora tebeos!”, eso fue lo que dijo alguien la primera vez que llevé un cómic (creo recordar que era Maus, de Art Spiegelman) a una sesión de otro club de lectura. Sucedió hace ya mucho tiempo, cuando los tebeos o los cómics todavía no se llamaban novelas gráficas. Fueron rebautizados de ese modo en un intento por reivindicarse a sí mismos como una disciplina artística con entidad propia, orientada también a un público adulto y en la que el peso literario tiene tanta importancia o más que el de las imágenes.
Asocial, marginado, libre y anarquista En el caso que nos ocupa, las historietas de Makinavaja, que el genial dibujante catalán Ramón Tosas IVÀ publicó en El Jueves —y que fueron recopiladas en varios tomos, publicados primero por la propia revista satírica con títulos como Quien pelea no está muerto, Somos peligrosos, etc. y posteriormente por la editorial Dolmen siguiendo un orden cronológico—, basta con abrir cualquier página para comprobar cómo los bocadillos con el texto de los personajes se imponen abrumadoramente sobre los dibujos, los cuales tienen un carácter meramente auxiliar y que además se trazan con un estilo sencillo y feísta (el tupé del Maki es apenas un garabato), como si no quisieran despistarnos del hilo narrativo sostenido por los descacharrantes diálogos que mantienen este delincuente “asocial, marginado, libre y anarquista”, como lo definió Tijuana in Blue en una canción, y sus compinches: Popeye, El Pirata, La Maru, el Moromielda, el Pitufo…
Por si eso fuera poco, el origen del alias de Maki tiene raíz literaria, pues nos lleva hasta Bertolt Brecht y La ópera de los tres centavos, que se iniciaba con una canción a la que el propio Brecht escribió la letra y en la que narraba las peripecias de un asesino de los bajos fondos llamado Mackie Messer (Mackie el Cuchillo); canción que se popularizó rápidamente y tuvo múltiples versiones: Louis Amstrong,Frank Sinatra… o en español el Mackie el Navaja del cantante melódico José Guardiola, que es de donde “el choriso más grande que ha parido madre” toma su nombre (Miguel Ríos también versionó la canción).
IVÀ, Intento de
Variación Artística El creador de
Makinavaja, Ramón Tosas, más conocido como IVÀ (un acrónimo de “Intento de
Variación Artística”, nombre que intentó dar a un proyecto colectivo que no
prosperó y acabó asumiendo y firmando de manera unipersonal), nació en Manresa
en 1941 y murió en La Rioja en un accidente de tráfico en 1993, sin dejar por
medio apenas una triste entrevista (algo ciertamente sorprendente, tratándose
del padre de personajes tan icónicos e inmortales, auténticas cumbres de la
cultura pop –por popular—, como el Maki
o el sargento Arensivia de las Historias
de la puta mili).
Tras
foguearse en revistas como Hermano Lobo o El Papus, de la que llegó a ser
director, IVÀ comenzó a colaborar en El Jueves con las historietas de Maki, de
las que se nutrió de primera mano, tras vivir una temporada en el barrio chino
de Barcelona.
Uy lo que ma disho IVÀ desde luego tenía buen oído, pero además de eso crea el personaje con un fuerte componente político y social, altas dosis de filosofía y, sobre todo, agitando ese cóctel y convirtiéndolo en molotov con la mecha infalible del humor, de un humor bestia, políticamente incorrecto, irrenunciable, pues rebajarlo o blanquearlo sería matar a Maki (algo que en cierto modo sucedió con las adaptaciones televisivas y cinematográficas). Maki es un romántico, el último choriso, un delincuente que atraca bancos más que por necesidad por filosofía, en defensa propia… Y es también un poeta, capaz de intercalar en su discurso barriobajero auténticas perlas líricas y profundas reflexiones de carácter existencialista o tan contundentes como incendiarias proclamas políticas, siempre próximas a la acracia, junto a los “cagontó” (así, Cagontó, se tituló también un libro compilatorio sobre el autor, hoy inencontrable) y los “uy lo que ma disho” (las historietas de Makinavaja beben de la oralidad y la jerga del barrio chino pero se regurgitan sobre el papel con un lenguaje propio, inconfundible, que acaba haciendo sus propias aportaciones al vocabulario común con expresiones como “Po fueno, po fale, po malegro”).
Por
no hablar de que son, esas historietas, un fresco de aquella España de finales
de los 80 y principios de los 90, de sus villameonas, su Barcelona 92, su
Quinto centenario, sus pelotazos inmobiliarios y otras universales y olímpicas
desfachateces al lado de las cuales ladronzuelos como Makinavaja eran ciudadanos
ejemplares.
Maki en el cine
Las aventuras de Makinavaja, como decíamos antes, fueron llevadas al teatro, la
televisión y el cine, en adaptaciones que necesariamente resultaban
descafeinadas, en las que resultaba complicado —y más en aquella época—encajar
lances del cómic como el Maki tirando de recortada contra todo guardia civil o
policía que se le pusiera por delante, o su madre, La Maru, una vieja
prostituta del Raval, ganándose la vida con sus pajas alegres, es decir,
masturbando a sus clientes con cascabeles en las muñecas. A pesar de lo cual,
dichas adaptaciones tenían cierta gracia.
Maki
fue interpretado por Ferrán Rañé en
el teatro (con música de Pata Negra), en el cine por Andrés Pajares (hubo dos películas: Makinavaja, el último choriso y Semos
peligrosos, uséase, Makinavaja 2) y en la televisión por el gran Pepe Rubianes.
Aunque
El Maki que todos recordaremos siempre será el de IVÀ, el del flequillo como un
garabato y los abigarrados bocadillos con sus diálogos afilados y
desternillantes, convertido en un clásico de la historieta, el tebeo, el cómic,
la novela gráfica, como queramos llamarlo.
Por cierto, y para acabar, después de aquella primera vez que llevé un “tebeo” a un club de lectura, vinieron otras muchas (Arrugas de Paco Roca, Persépolis de Marjane Satrapi, Píldoras azules, de Frederik Peeters… etc.) y ahora son los propios lectores, la mayoría de los cuales antes no habían tenido contacto con el género, los que reclaman más, lo cual resulta emocionante, iba a decir, conteniendo las lágrimas, pero no, será solo “el humo el sigarrillo, que se ma metío en los ojo”.
En Fragmentario Oskar Alegria, el cineasta, fotógrafo y escritor navarro, recopila desde su siempre sorprendente mirada una colección de detalles, historias, secretos… de diferentes obras de arte y del propio edificio del Museo de Navarra para conmemorar su 65 aniversario
Mientras transcribo esta charla, que mantuve con Oskar Alegria en una posada de Ultzama, se cuelan en la grabación voces de los otros comensales o del camarero —“pochas, mollejas, cordero al chilindrón”, declama este en un endecasílabo el menú— y a través de ellas soy capaz de recordar no solo los rostros de aquellos comensales sino también de recrear la terraza en la que hicimos la entrevista, la climatología de aquel día, extrañamente soleado en este verano con panza de burro, o retazos de nuestra conversación off the record (por ejemplo, recuerdo que nos citamos en Ultzama, donde yo trabajo como bibliotecario, porque Oskar decidió acercarse al valle convertido, para otro de sus proyectos, en un cazador, un entomólogo de algunas palabras que revolotean como mariposas raras en el euskara de la zona).
Del mismo modo, en su último trabajo (que no es una
película, como cabría esperar tras el éxito de Zumiriki, sino un libro, una guía o, mejor dicho, una antiguía —aunque
a Alegria no le guste mucho el palabro—), el cineasta, escritor y fotógrafo
iruindarra ha compilado una colección de fragmentos, voces, detalles (una
pequeña lavandera de tres centímetros, por ejemplo, en la esquina de un cuadro)
de diferentes obras de arte del Museo de Navarra a partir de los cuales es
posible reconstruirlas desde otra perspectiva o de los que él articula un
relato literario, con su lenguaje siempre particular, poético y evocador.
Fragmentario, se
titula de hecho la obra, de la cual se han editado mil quinientos ejemplares, quinientos de
ellos en euskera, y que se pueden adquirir en el propio Museo de Navarra o en
el Fondo de Publicaciones del Gobierno de Navarra.
Carta blanca “Me cerraron el paso a la salida de una proyección de Zumiriki”, recuerda el cineasta cuando le pregunto cómo se embarcó en este proyecto. “Y me pareció una buena señal. Dijeron que para el 65 aniversario del museo querían que hiciera “algo”, lo cual me pareció muy bonito. Algo. Con el tiempo he desarrollado un “algómetro” que me sirve para detectar cuándo esos “algo” son un marrón o una carta blanca”.
Y esta lo era, desde luego que sí, porque en Fragmentario Oskar Alegria deambula y nos hace deambular con absoluta libertad por el museo, conocer los secretos de sus obras más emblemáticas o reparar en los detalles y los encantos de aquellas ante las que solemos pasar de largo. Alegria lo mismo compone una orquesta con diferentes músicos de varios cuadros del museo y pregunta a los premios Príncipe de Viana de la Cultura Ramón Andrés y Teresa Catalán qué música imaginan que interpretaría esa agrupación musical imposible, que consigue mostrarnos el interior de una de las joyas de del museo, la arqueta de Leire. “La arqueta por dentro es lo contrario de los que se ve por fuera, de esa suntuosidad, las escenas de la vida del sultán esculpidas en marfil… Por dentro, por el contrario, ves la belleza del marfil, sin tocar, y eso tiene también un relato, un momento expositivo”, dice.
Lo mismo voltea Alegria el retrato del Marqués de San Adrián
y reconstruye el periplo de este cuadro de Goya a través de las etiquetas que
encontramos en su reverso, que fija su mirada en las ventanas del museo,
consiguiendo que estas se transformen también en cuadros (lo cual, por otra
parte, me hace recordar algunos de mis recorridos por el museo, con mis hijos, quienes
inevitablemente acababan asomándose a esas ventanas, atraídos antes por ellas
que por los cuadros de santos martirizados, batallas y entierros).
Lo mismo construye, en fin, Alegria un museo imaginario con obras que no están
en el Museo de Navarra pero deberían estar, porque pertenecen sentimentalmente
a nuestro patrimonio, que pone a conversar o intercambiar miradas a
protagonistas de diferentes obras (a la escultura Irten ezin de Oteiza, por ejemplo, con los fugados del Fuerte del
monte Ezkaba, cuya silueta se recorta al noroeste desde una de las ventanas).
Y así podríamos seguir, porque la imaginación y la
originalidad de Oskar Alegria son torrenciales y consiguen, además, el milagro
de arrastrarnos con ellas.
¿Quién
sepulta al sepulturero? Fragmentario por si
fuera poco no solo nos lleva por los recovecos de las obras del museo sino
también por los del propio edificio que lo alberga, que antes fue el Hospital
de Navarra, y que, como nos cuenta el artista iruindarra, tenía hasta su propio
sepulturero. “Se llamaba Martín Iriarte
y lo llamaban Malacría. En la guerra de independencia la ciudad estaba cercada
por los franceses y Malacría era el único que podía salir de ella, con su carro
de los muertos, en el que ocultaba armas, fusiles… Hasta que alguien lo delató
y Martín Iriarte fue ahorcado. Y aquí surge una pregunta, con la cual se cierra
el relato: ¿Quién sepulta al sepulturero”.
“Cuajada, tarta de queso o fruta del tiempo”, se cuela en este punto, ahora en alejandrinos, de nuevo la voz del camarero en la grabación, y aunque esta se detiene aquí, a los postres, la charla sigue mientras alrededor revolotean un par de mariposas, trazando estelas en el aire, de mismo modo que hacen en nuestra cabeza todas las historias —como la de Malacría— y preguntas que propone este maravilloso Fragmentario, una guía, en definitiva, escrita para desorientarse, para perderse y para volar alegres y libres.